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El pico del águila: un texto de Octavio Paz Solórzano

Octavio Paz Solórzano

Año

1934

Tipología

Historiografía

Temas

Los orígenes y la familia

Lustros

1930-1934

 

Felipe Gálvez en su estudio comprehensivo de la vida y documentos de Octavio Paz Solórzano recopiló la mayor parte de sus escritos periodísticos, sin embargo omitió un aspecto un tanto curioso de su obra: su labor cuentística. Si bien en otra ocasión había salido a la luz otro cuento bajo su autoría, una revisión minuciosa parece indicar que aquel se trataba de su un texto de su padre, Ireneo Paz. Este texto, rescatado también de El Universal Ilustrado del 26 de agosto de 1934 parece ser a todas luces de Paz Solórzano. (ELA)

 


Cuando la famosa campaña democrática en San Luis Potosí, en 1923, por la gubernatura del Estado, en la que contendieron Manrique y Jorge Prieto, que fue la que precipitó la rebelión delahuertista, me tocó dirigir la lucha electoral en Rioverde, y allí trabé conocimiento con don Manuel Martínez, que, no obstante ser persona acaudalada, estaba, de nuestro lado y encabezaba los partidos locales.

 

Este Don Manuel era un hombre ya de edad, simpatiquísimo y francote; todas las noches que nos dejaba algo tranquilos el chismorreo electora, nos reuníamos en su casa o en la de nuestro candidato a diputado, el gordo don Pedro Hernández quien no le iba en zaga en eso de la simpatía y de entretener a su auditorio con hechos y sucedidos, de mayor o menor chispa y amenidad.

 

Don Manuel nos relató muchas anécdotas, en la que había sido actor o testigo presencial, jurándonos y perjurándonos que eran reales y enteramente verídicas, saliendo garante de ellas con toda seriedad, cuando no reíamos con incredulidad de sus inverosímiles relatos.


He aquí una de ellas, que me concedió el permiso de poner en letras de molde, con la condición de cambiar los nombres de los personajes protagonistas de los hechos, porque podían existir todavía parientes y darse por lastimados y ofendidos. Aunque ya no es de este mundo mi inolvidable amigo el señor Martínez, sin embargo, quiero respetar su voluntad, y pongo los nombres que en este momento se me ocurren, que es lo de menos, pues lo que al lector le interesa es conocer los hechos.

 

El escenario del siguiente episodio rigurosamente histórico fue la ciudad de San Luis Potosí.


Don Rudesindo Campamocha era una notabilidad en su género; se había consagrado desde muchos años atrás a las ciencias experimentales, y con ese motivo, en su casa de San Luis Potosí, pues tenía un pequeño ranchito cerca de Rioverde, que, si no era de las más humildes, tampoco era de las más soberbias, tenía un cuarto ocupado con triquis, al que llamaba su laboratorio.

 

Por esa época, se hablaba mucho de los inventos, de lo bien que eran pagados por los gringos; los dirigibles, andaban de boca en boca; a Marconi se la hablaba de tú; todo el mundo se creía sabio e inventor, como ahora todos se imaginan ser periodistas y, lo que es peor, historiadores revolucionarios, porque las contaron un episodio o se hallaron una carta del cabo Tres Puntas, en la que se dice, que por poquito agarra prisionero al feroz Pancho Villa, pues ya merito le pescaba la cola de su caballo, cuando huía cobardemente de la tenaz persecución que le hacía con cuatro valerosos compañeros; se da a la estampa la carta y nuestro ilustre escritor dice a todo bicho viviente que está aportando documentos importantísimos para la historia de la Revolución mexicana. Pues bien, a nuestro Don Rudesindo le dio por los inventos; escribió a un compadre muy querido que tenía en San Luis Potosí que le arreglara, su casa, pues allá iba a dar hasta ver realizado un famoso proyecto que había elucubrado; y una mañana, con todo y familia, fue a dar a San Luis Potosí, despidiéndose de su rancho, a donde no volvería, dijo, sino hasta ver realizada la gran idea que bullía, en su cacumen.

 

Llegando a su casa, estuvo encerrado en su laboratorio por espacio de ocho meses seguidos, sin sacar la cabeza más que para engullir algún alimento y hacer una que otra necesidad.


A aquel santuario no se permitía la entrada a ninguna persona, excepción hecha del compadre don Cleofás Cantarranas, que estaba en el secreto del gran invento que de allí iba a salir a luz.

 

¿En qué consistiría, que el secreto de lo que el sabio Don Rudesindo estaba allí haciendo se hubiera evaporado?

 

Seguramente por ambas cosas: por que el invento tenía que resultar grandioso y porque el compadre Don Cleofás lo contaba, a pesar de su juramento de circunspección. Casi llegó a parecer una romería aquella calle donde estaba el misterioso gabinete del sabio, en donde todos los vecinos querían ver el prodigio que allí se elaboraba. Se estableció tal espionaje por puertas y ventanas y hasta por las azoteas, de los curiosos, sobre la casa que contenía el gran misterio, que los miembros de la familia de Campamocha se deban a todos los diablos.

 

Por fin, un día, entendemos que, a mediados de noviembre, se vio salir pálido y ojeroso al gran Don Rudesindo, acompañado solamente de su compadre Don Cleofás, y dirigirse ambos personajes a Palacio, en donde tuvieron una larga conferencia con el Gobernador.

 

¿Qué fue lo que hablaron? Muchas cosas seguramente y muy interesantes, toda vez que los dos compadres llevaban los semblantes radiantes de satisfacción.

 

Aunque muchos los detenían para saludarlos y preguntarles por la familia, con el ánimo de que algo desembucharan, ellos sólo se sonreían satisfechos, y seguían adelante.

 

Al día siguiente, por orden del Gobernador, se levantaron unas tribunas en un campo despejado en los alrededores de la ciudad del queso de tuna; se cubrieron con una lona, se pusieron festones enflorados, se mandó un buen número de sillas para las tribunas y debajo de éstas se colocaron también hileras; en frente se alzó un templete bastante elevado, en el que se formó una caseta, especie de tienda de campaña, cuya entrada estaba por la parte posterior, a las que se subía por una escalera; en suma, se arregló y adorno todo aquello como para una gran fiesta.

 

Se atarán cabitos en el público y se alzó la gran voz de la calle, exclamando: ¡El invento de Don Rudesindo!

 

Por fin, el día 25, o sea a los tres días, fue aclarado todo, o por los menos una buena parte, al circular las invitaciones para el día 28, a las diez de la mañana, en que se presenciaría un acto de tal trascendencia que al realizarlo llevaría el asombro a las naciones y produciría un cambio completo en la vida mundial.

 

-¿Qué será?- se preguntaban todos.

 

Y los más convenian en que, siendo Don Rudesindo muy lince, algo terrible iba seguramente a salir de su intelecto.

 

Llegó el día, y en la mañanita estuvieron muy temprano los dos compadres en el templete, llevando unos bultos, bien cubiertos con grandes lienzos.

 

Subieron la escalera del templete y entraron a la caseta los dos compadres, con todo y bultos, en donde permanecieron encerrados los dos solitos.

 

Cundo dieron las diez de la mañana, ya todas las localidades estaban ocupadas; alrededor de la tribunas y por todo el campo un genio enorme se había apiñado, siendo difícil contenerlo, para que no invadiera el sitio destinados a las autoridades y a los invitados; una doble valla de gendarmes formaba un cordón, para impedir el paso a la muchedumbre; pasaron unos minutos, la gente se impacientaba, y se oía ese rumor que producen las aglomeraciones de gente; solo se esperaba al Gobernador, para que viniera la tan anhelada sorpresa, esto es, la exhibición del gran invento del gran Campamocha.

 

Sonaron a poco las cornetas, los gendarmes abrieron con dificultad brecha entre la compacta muchedumbre, hasta que lograron formar valla, por donde pasó muy estirado, seguido de su comitiva, el señor Gobernador, que fue recibido con un cálido aplauso por la “gente bien” que ocupaba las tribunas.

 

Una vez que los funcionarios públicos y sus familiares hubieron tomado posesión de los lugares de honor que les estaban reservados en la tribuna central el Primer Mandatario dio la señal y la banda de música que amenizaba la fiesta tocó una sinfonía.

 

Concluida esta, el Gobernador ordenó que el clarín diera el primer toque, como en los toros les hacen a los espadas maletas, como aviso para que el toro vuelva al corra; toda la concurrencia dirigió la vista hacia la tienducha del templete, de la cual salieron ambos compadres emplumados, desde la cabeza hasta los pies. Un ¡ah! De admiración estalló en la concurrencia.

 

Segundo toque: Ambos emplumados se dirigieron hacia el borde del templete, y extienden los brazos, que representan unas hermosas alas que son los que le van a servir para volar.

 

Tercer toque: Todo el mundo se escalofría, pero los intrépidos compadres se lanzan al aire, en donde habían ofrecido volar; pero éste no les acepta y los emplumados se van para abajo, haciendo piruetas, y caen sobre un montón de paja, que el Gobernador, siempre previsor, había mandado poner abajo, por lo que pudiera suceder.

 

El compadre Don Cleofás exclamó, furioso quitándose la paja de que estaba lleno su rostro:

 

-¿Por qué diablos hice caso a este loco?- Don Rudesindo le contestó, con mucho entusiasmó.

 

-El éxito está asegurando, compadre; en la próxima vez nos pondremos lo que nos faltó; el pico.

 

-Ese se pondrá su... madrina.

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