Conversaciones y novedades

En París, encuentro con Octavio Paz

Claude Couffon

Año

1959

Lugares

París, Francia

Tipología

Entrevistas

Temas

Primer retorno a México (1953-1962)

Lustros

1955-1959

 

Entrevista publicada en La Gaceta, Fondo de Cultura Económica, Núm. 55, marzo de 1959, pp. 2-3.


Cuarenta y cuatro años. Cabellos muy negros que destacan la palidez del rostro; ojos azules, graves, iluminados de tanto en tanto por luces maliciosas tras los anteojos de concha. A su paso por París, Octavio Paz, quien vive actualmente en México, piensa volver a visitar Francia:

            —Sí. Con un poco de suerte…

            La conversación con Octavio Paz es fácil, rápida, rica en consideraciones poéticas, artísticas, políticas. En el salón del hotel del quai Anatole France, donde me recibe, desearía arrastrarlo para que regresara conmigo a los años heroicos que dieron a México su actual fisonomía:

            —Tanto su infancia como su juventud transcurrieron inmediatamente después de la Revolución mexicana de 1910. ¿Qué papel desempeñó en su formación?

            —Importante. En 1916, mi padre representó a Zapata en los Estados Unidos. Por él tuve, en mi infancia, ecos de la Revolución. Por otra parte, ella marcó de hecho a todos los mexicanos. Aunque haya fracasado parcialmente, ha permitido la destrucción de ciertos rasgos feudales del país y el ascenso al poder de una nueva burguesía.

            —¿A qué atribuye el semifracaso de la Revolución Mexicana?

            —La Revolución mexicana fue, históricamente, la primera revolución social del siglo XX. Anterior a la revolución rusa, anterior a la revolución china. Nacida de la miseria en un país poco desarrollado, fue más una explosión instintiva que la expresión de una clase o de un partido que poseyera un sistema ideológico preciso. Tal carencia de ideología nos permitió evitar el gran terror puesto al servicio de una burocracia política (en México sólo hubo cóleras individuales, es decir limitadas), pero impidió que la Revolución se organizara. Creo que una verdadera revolución sólo es posible en los países desarrollados, donde existe una estructura económica real. Para nosotros la desgracia consistió en que, por ejemplo, no haya habido revolución en Europa. La Revolución facilitó en México la industrialización del país; pero ésta mató en parte a la Revolución.

¿Según usted, cuál es la importancia de los llamados “grandes novelistas de la Revolución”? Pienso particularmente en Martín Luis Guzmán, en Mariano Azuela y, aunque más joven, en Rafael F. Muñoz…

            —No niego la importancia, digamos histórica, de esos novelistas; pero, en el fondo, no me interesan. Martín Luis Guzmán, Azuela, Muñoz, son novelistas naturalistas que han descrito como testigos, con gran destreza, la sociedad mexicana en lucha con la Revolución. En cuanto documentos, sus obras son capitales. Pero a los escritores de mi generación, a mí, no nos ofrecían camino alguno. Los poetas de esta época, que se alejaron de la transcripción literal de la realidad, ejercieron sobre nosotros una influencia mucho más valiosa.

            —¿Se refiere usted, sin duda, a Carlos Pellicer y a José Gorostiza?

            —Sí. Y también a Xavier Villaurrutia. De hecho, Pellicer, Gorostiza y Villaurrutia eran mucho más revolucionarios que los novelistas de la Revolución. Con su indiferencia respecto de la realidad inmediata, estaban sin embargo en el seno de la realidad. Pero no la describían desde el exterior; la analizaban desde el interior, proponiendo así problemas de carácter moral. En lo que a mí concierne me han dado la posibilidad de superarme y de encontrar insuficiente el mundo que me rodeaba.

            En 1936, Octavio Paz publicó su primer conjunto poético: Raíz del hombre. Desde hacía dos años, México estaba gobernado por el presiente Cárdenas, quien, por primera vez desde el final de la Revolución, debía realizar importantes reformas sociales. De 1934 a 1941, fecha en que termina su mandato, México iba a cumplir su verdadera metamorfosis.

            —¿Qué piensa usted de Cárdenas?

            —Cárdenas supo aplicar en México un programa revolucionario. Desde el punto de vista interior, es el autor de dos realizaciones fundamentales: la distribución de las tierras entre los campesinos y la nacionalización del petróleo. En cuanto a lo exterior, su política estuvo dominada por su oposición irreductible al fascismo. Durante la guerra de España, fue, sin reservas, aliado de los republicanos españoles. Después de la guerra, abrió el país a varios grandes escritores españoles. También él dio asilo a Trotsky…

            —Volvamos, si usted quiere, a Raíz del hombre. Su primer libro es esencialmente un libro de amor. Hace poco habló de la influencia que ejercieron sobre ustedes poetas como Gorostiza. ¿Pero no hay en Raíz del hombre huellas más profundas de ciertas tendencias poéticas extranjeras, particularmente del surrealismo?

            —Efectivamente. Estaba más conmovido por el descubrimiento de D. H. Lawrence, de los escritores ingleses, de los románticos alemanes, de Saint-John Perse (Anabase), de Breton (el de L’Amour fou), que por la lectura de poetas nacionales. En la época de Raíz del hombre estaba yo muy preocupado, como lo indica el título, por el problema del hombre contemporáneo. Hace unos instantes evocaba usted el surrealismo. Su influencia fue decisiva para mí, pero más bien como espíritu, como actitud. Me gusta mucho Benjamin Péret, quien sigue siendo ante mis ojos un ejemplo moral, una actitud de verdadero poeta ante la vida. He encontrado en el surrealismo la idea de la rebelión, la idea del amor y de la libertad, en relación con el hombre. En 1937 fui a España y todo lo que allí vi me volvió bastante escéptico acerca de las posibilidades inmediatas de transformar la condición humana. Creo, sin embargo, que tales posibilidades siguen siendo válidas… Sentimiento idéntico anima a Bajo tu clara sombra, publicado en 1937, o a Noche de resurrecciones, publicado en 1939, y reunidos más tarde, con Raíz del hombre y algunos poemas aislados, bajo el título de A la orilla del mundo. También es el hombre, pero esta vez el hombre mexicano del Sur, de Yucatán, en su paisaje, el que he querido estudiar en Entre la piedra y la flor.

            —¿Qué piensa usted en tal caso de la “poesía comprometida”? ¿De la de Neruda, por ejemplo?

            —Neruda influyó enormemente en los poetas de mi generación. No voy a entrar en una querella que, según mi opinión, ha hecho correr demasiada tinta. Admiro profundamente a Pablo Neruda; pero creo que es un gran poeta en decadencia. Desde el punto de vista moral, me parece el ejemplo vivo del poeta degradado por un partido. Puesta al servicio de la política, la riqueza verbal de Neruda se convierte en pobreza, exactamente como, en sentido opuesto, la pobreza verbal de César Vallejo, puesta al servicio del pueblo, se convertía en riqueza…

            —¿Condena usted, pues, irremediablemente la poesía social?

            —La poesía, en sí, sólo es buena cuando posee un sentido de liberación. Pero, en general, la poesía social se confunde con la poesía política. Ahora bien, la poesía social, en este sentido, no sólo es mala poesía, lo cual no es muy grave en el fondo (esto sólo significaría un mal poema más): es mala política.

            —Según usted, ¿hay poetas importantes entre la joven generación mexicana?

            —Sí, varios, especialmente García Terrés y Sabines. Pero sobre todo un joven que ha sabido explotar, de manera muy personal, la atmósfera del surrealismo: Montes de Oca.

            —¿Cuál es el poeta, de todos los de la generación de usted, que más admira?

            —Me gusta particularmente Alí Chumacero, poeta de origen árabe, nacido en México. Es un espíritu muy hermético, de tendencia erótica, cuyo tema favorito es el de la muerte secreta. Su libro Palabras en reposo es un poco frío, quizá demasiado intelectual; pero de él se desprende una especie de luz helada que fascina. En México, todos lo leen pero pocos lo comprenden.

            —Acaba usted de hablar del tema de la muerte en Chumacero. Creo que es un tema muy caro a los mexicanos, puesto que en México la palabra muerte aparece en muchos títulos de poemas y aun de libros.

            —Toda gran poesía debe encarar la muerte ser una respuesta a la muerte; pero es exacto que ciertos poetas (pienso en particular en Villaurrutia y en Gorostiza, autor de Muerte sin fin) han sido sus prisioneros. Hay, por otra parte, muchas razones profundas para esta inclinación. Primero, una razón de origen. Para los aztecas la muerte estaba ligada a la vida; el muerto se integraba a la vida cósmica, como lo he explicado en el libro que consagré al hombre mexicano: El laberinto de la soledad. Hay también, sobre todo en el caso de Villaurrutia y de Gorostiza, una razón de atmósfera histórica: produjeron su obra en una época en que la vida se había desvalorizado extremadamente; ante el no-sentido de la vida, la muerte cobraba un sentido de la vida, la muerte cobraba un sentido. Una a esto la influencia de Rilke sobre esa generación. Y por otra parte —Breton lo ha dicho muy bien—, México es la tierra de elección del humor negro, del humor macabro… Personalmente, encuentro muy saludable la idea de la muerte: da gravedad al poema. No es necesario separar la vida de la muerte: tal es la gran lección de los indios…

            —Me parece que la poesía mexicana, en relación con la poesía de otros países de la América latina, presenta importantes diferencias. Me parece, en particular, menos descriptivas, menos delirante, más controlada. ¿A qué atribuye usted esa diferencia?

            —Me resulta sumamente difícil responder, porque la pregunta es muy vasta. Sería necesario conocer toda la poesía de América latina. Creo, efectivamente, que existe cierta diferencia entre nuestra poesía y la poesía americana de lengua española. Nuestra poesía es menos elocuente, pero más interior. Quizá exista para esto una explicación histórica: la Revolución mexicana, la única Revolución verdadera que haya conocido la América latina, nos ha permitido desprendernos por completo del folklore y tomar conciencia de nuestro prolongado pasado indio, de nuestra civilización india. Todos en México, aun la burguesía, se sienten ligados de un modo o de otro, a la tradición india, como también a su realidad presente. Tal sentimiento no existe en los demás países de América latina. Por otra parte, psicológicamente, el mexicano es hombre mucho más secreto que los hombres del resto del continente. Hay que tener en cuenta, por fin, desde el punto de vista cultural, otro elemento importante. México vive ahora disociado de la España literaria, de la cultura española. Su influencia entre nosotros, en la actualidad, no existe. Esto nos permite ser más objetivos, más abiertos a otras culturas, especialmente la francesa y la inglesa, de las cuales, por otra parte, nos sentimos muy próximos.

            —Las ediciones Gallimard publicarán pronto, creo, uno de sus libros traducidos al francés.

            —Sí. Un poema largo, Piedra de sol, traducido por Benjamín Péret, con el título de Soleil sans âge, con prefacio de André Breton. El poema está compuesto por quinientos ochenta y cuatro endecasílabos. Tal cifra no se debe al azar: corresponde al número de días de la revolución sinódica del planeta Venus. Piedra de sol es el nombre que se da en México al calendario azteca. Mi poema trata de ser una especie de calendario, no constituido por jeroglíficos grabados en piedra, como entre los indios, sino por palabras e imágenes. Refleja tres preocupaciones. La primera, inmediata, está tomada de mi vida personal; la segunda, más amplia, está ligada a las experiencias de mi generación; en cuanto a la tercera, busca expresar una visión del tiempo y de la vida.

            —Antes de dejar a usted quisiera hacerle, todavía, una pregunta referente a México. Mucho se habla desde hace algún tiempo de la renovación del arte mexicano, en todos sus aspectos, y de su originalidad. ¿Cómo juzga usted esta renovación?

            —Por arte mexicano se entiende a menudo la pintura. Es cierto que poseemos en esta rama grandes artistas como Tamayo, al cual, por otra parte, he consagrado varios estudios. Pero, según mi opinión, los talentos más originales aparecen hoy en el sector literario. Creo, por ejemplo, que Juan Rulfo, quien se impuso desde su primer libro de cuentos, El llano en llamas, es un artista verdaderamente dotado. Su novela Pedro Páramo trata también el tema de la muerte, pero con un lenguaje extraño y seductor. Desde las primeras páginas, Rulfo nos presenta a un campesino que va por un camino y pregunta el de cierto pueblo a la gente de la región; poco a poco nos damos cuenta que se trata de un muerto que va en búsqueda de su familia, muerta también. Junto con Rulfo, hay otros novelistas de talento, especialmente Carlos Fuentes, autor de La región más transparente, y Josefina Vicens. Pero es sobre todo en el teatro donde hallamos un gran poeta: Elena Garro. Lo que me parece interesante en la nueva generación es su anticonformismo. Hace todavía unos años, dos tendencias envenenaban la literatura, el nacionalismo y la sumisión a tal o cual partido. Los jóvenes, después de largas polémicas, han terminado por fin con una y con otra… Nuestra moderna literatura es una literatura crítica. Reclama el derecho de decir no, el derecho a ser heterodoxa, a riesgo de permanecer en la minoría.

 

Les Lettres Nouvelles, París, enero de 1959

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