Conversaciones y novedades

La poesía del encuentro

Alberto Ruy Sánchez

Año

1997

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra poética

 

Revista Artes de México, número 39
 I. Mutuas inspiraciones

*Entre mis recuerdos más antiguos hay uno en el que me veo en la biblioteca de mi abuelo hojeando con un primo mío las estampas de una gruesa historia de Francia. Una de aquellas ilustraciones me turbaba a tal punto que no podía mirarla sin escalofrío. Representaba el suplicio de la infortunada visigoda Brunegilda; se le veía por tierra, rodeada de gente de armas, semidesnuda, ensangrentada pero hermosa, los senos cubiertos por los ríos de las trenzas, atada a la cola de un caballo salvaje. En un extremo, bajo una encina, entre los ramajes obscuros, se vislumbraba a su enemiga, la no menos cruel y no menos hermosa Fredegunda. Aquel grabado fue una iniciación tanto en la historia política como en la de las pasiones.


          Podría recordar otros momentos de mi infancia aliados a imágenes de la historia y de la literatura francesas. Fui un lector de Alexandre Dumas y mientras leía los capítulos finales de Los tres mosqueteros me preguntaba con angustia: ¿y cuando acabe, qué leeré después? Un familiar me tranquilizó, me aguardaban los volúmenes de Veinte años después y del Vizconde de Bragelonne. El culto a d`Artagnan era una pasión compartida con todos mis amigos de entonces pero, en mi caso, pronto cambió de dirección: descubrí que mi abuelo, años atrás, había publicado una traducción de las Memorias de Charles de Batz, señor d`Artagnan y mariscal de Francia, y que ese libro había sido la fuente de la novela de Dumas. Encontré el libro en un estante, me precipité sobre sus páginas y lo leí con una mezcla de asombro y decepción. Es una obra nada edificante y muy entretenida, en la que abundan las intrigas y las historias galantes. Pasé así de la novela romántica a la crónica escandalosa. Como en el caso del grabado, las Memorias de d`Artagnan fueron una preparación indirecta para, años más tarde, leer La cartuja de Parma. En 1986, en un viaje a París, visité una exposición de pintura dedicada a Diderot, crítico de arte. Al ver algunas marinas de Vernet, me pareció reconocerlas, aunque nunca las había visto; de pronto recordé las descripciones que hace Diderot en sus Salones y que yo había leído 50 años antes. En suma, mi vida intelectual, literaria y artística ha sido inseparable de mi lenta exploración de ese territorio inmenso que son la literatura y el arte de Francia. Comencé en mi niñez y aún no termino. Pertenezco a una familia “afrancesada” de la clase media de México. Había muchas hacia 1910. ¿Qué se quiere decir realmente cuando se habla de “afrancesamiento”? Si consultamos los diccionarios encontramos que la palabra designa a aquellos que imitan con exageración a los franceses. También se dice de los que, en España, siguieron el partido de Napoleón en el siglo pasado. Pero el vocablo tiene un significado más amplio, más noble y más rico. Basta leer a nuestros historiadores, novelistas y pensadores para comprobar que, desde fines del siglo XVIII, se comenzó a llamar “afrancesados” a los partidarios de la Ilustración y, un poco después, a los que simpatizaban con la Revolución francesa. La palabra se siguió empleando a lo largo del siglo XIX para designar a los liberales. En este sentido, fueron “afrancesados” casi todos nuestros grandes liberales, de José Luis Mora a Ignacio Ramírez, y de Altamirano a Justo Sierra. Unos admiraron a Benjamin Constant y otros a Danton, unos fueron girondinos, otros jacobinos y otros más juraron por el primer cónsul o, incluso, por el emperador.


          Al final del siglo, el vocablo adquirió una coloración estética, y ser “afrancesado” significó ser simbolista o “decadente”, adorador de Flaubert o de Zola y, en fin, como dice Rubén Darío, ser “con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo”. Así llegamos al siglo XX, es decir, al realismo de Azuela y de Martín Luis Guzmán, a la prosa de Reyes y de Torri, a la poesía de Tablada, González Martínez, López Velarde, Villaurrutia, Gorostiza y Torres Bodet. La obra de todos estos escritores —y no son los únicos— sostiene un diálogo, a veces abierto y otras secreto, con la literatura francesa. Paulette Patout publicó en 1978 un libro, Alfonso Reyes et la France, lleno de valiosas observaciones literarias y de noticias útiles y curiosas como el capítulo en que se ocupa de la amistad entre Valery Larbaud y Reyes. Nos hacen falta más libros de ese género. La investigación debería extenderse a otros escritores y, en general, al periodo que va de 1900 a nuestros días.


          A su vez el pasado y el presente de México, sus paisajes, sus antiguas civilizaciones y sus sacudimientos históricos han fascinado a los escritores franceses. En la literatura romántica y simbolistas son frecuentes las alusiones a México. La violencia de Delacroix evoca inmediatamente, en la imaginación de Baudelaire, al sacerdote azteca. En la poesía y la novela del siglo XX las alusiones son aún más numerosas y precisas: podría escribirse un libro entero sobre las diversas imágenes, alternativamente suntuosas o trágicas, esplendentes y sombrías, que ha suscitado México en el espíritu y en la sensibilidad de muchos escritores franceses. Puede hablarse, sin exageración, de un “imaginario” mexicano en la poesía francesa del siglo XX, de Apollinaire a Breton, Artaud y Péret. Pocos saben, por otra parte, que una de las primeras tentativas literarias de Bataille es un brillante ensayo de antropología filosófica que tiene por tema el sacrificio entre los aztecas. Allí están ya, cifradas, todas sus obsesiones. También son pocos los que recuerdan los textos brillantes que dedicó Paul Morand a México, especialmente uno lleno de adivinaciones acerca de la estética precolombina.


          Jean-Clarence Lambert publicó en Vuelta un ensayo sobre el México de André Breton. En ese notable estudio, Lambert nos revela la influencia determinante sobre el poeta surrealista de una olvidada novela del siglo XIX: La vida salvaje en México: el indio Costal de los leones mexicanos. Su autor fue Gabriel Ferry, no menos olvidado que su obra. Las páginas exaltadas de esa novela, leídas con no menos exaltación por Breton adolescente, fueron el germen de su visión de México y, asimismo, la fuente escondida de su arquetipo femenino. Una experiencia psíquica, sugiere Lambert, comparable a la que relata Chateaubriand en sus Memorias cuando habla de su secreto amor por una sílfide imaginaria y para él únicamente visible. El libro de Ferry fue popular —alcanzó 26 ediciones— y lo leyeron miles de niños franceses, pero ¿quién era Gabriel Ferry? Leí un interesante artículo de un joven escritor mexicano, Sergio González Rodríguez, que descorre una punta del velo: Gabriel Ferry es el seudónimo de Louis Gabriel Bellemare, escritor y viajero. Visitó nuestro país en dos ocasiones, en 1825 y 1830. Ese viaje le inspiró tres obras, una de ellas la novela que leyeron tantas generaciones de adolescentes franceses. Ferry tuvo una muerte romántica, como su temperamento y su novela: murió en un incendio en alta mar, cerca de San Francisco…  Me parece que la mención de Gabriel Ferry no sólo es un testimonio sino un símbolo de esa atracción magnética que une a las imaginaciones de nuestros poetas y novelistas.

Yo no he sido ni he querido ser sino un eslabón en esta cadena.

 

II. La poesía del encuentro

Artes de México: ¿Existe alguna idea clave, encontrada en la literatura francesa, que haya marcado su obra?


Octavio Paz: El comienzo de mi relación con la cultura de Francia, y especialmente con su literatura, coincide con mi niñez, como ya lo he contado. En mis lecturas de adolescencia me impresionaron más los novelistas que los poetas. Es lógico porque se traducen más novelas que poemas. Mi relación con la poesía francesa comenzó más tarde. He traducido del francés a muchos poetas y he escrito sobre ellos. Algunos han marcado mi obra de diferentes maneras. Pero antes de los poetas, los novelistas me asombraron. Con la lectura de Balzac aprendí que la novela es un mundo en sí mismo. E incluso cuando una novela cuenta la historia de un solo personaje, como en Adolphe, de Benjamín Constant, ese personaje es un mundo.


          Las novelas de Balzac son un retrato de la sociedad de principios del siglo XIX, pero son también y sobre todo un estudio de las pasiones: poder, dinero, rivalidades, envidias, ambición, desprendimiento, amor. Balzac nos muestra que lo desconocido es el fondo secreto de lo conocido. Los protagonistas, al penetrar en su realidad, descubren que este mundo es otro mundo y que ellos mismos son otros. La relación de lo cotidiano con lo insólito es la esencia del llamado realismo de Balzac.


          La obra de Marcel Proust me impresionó desde mi primera lectura en la traducción, ya clásica, de Pedro Salinas. Lo leí cuando tenía unos dieciocho años. Un amor de Swann fue para mí una revelación a un tiempo deliciosa y sombría. Esa pequeña novela sigue siendo una de mis preferidas. En Proust descubrí que era posible una literatura de sensaciones que se van convirtiendo en el gran fresco cambiante de la pasión. Y descubrí también el reino de los celos y la dimensión moral y metafísica de la mentira. Sobre todo de aquellas mentiras que nos decimos a nosotros mismos. Como la mentira que Swann descubre cuando, pasados los años, se dice: “Y pensar que perdí una buena parte de mi vida enamorado de una mujer que ni siquiera era mi tipo”.


          En la poesía de Octavio Paz está presente una idea de la búsqueda. Búsqueda del otro y búsqueda de la amada.


          De la búsqueda y del encuentro. ¿Encuentro con quién o con qué? Con la otra cara de la realidad. No lo fantástico sino el ministerio escondido en lo que vemos, sea un paisaje, una idea, una situación, las palabras de un amigo, un rostro de mujer. Lo maravilloso cotidiano nos rodea. Uno de los autores favoritos de Proust ha sido también para mí un autor decisivo: Gérard de Nerval.  Y no sólo el poeta de las Quimeras, sino el narrador. En él confluyen una de las prosas más ricas de la lengua francesa, heredera de la claridad del XVIII, y un sentido de lo sobrenatural que nos sobrecoge. Nupcias del sueño y la vigilia, del delirio y la razón. Su libro Les filles du feu, y dentro de él el relato —Sylvie—, son parte de mi vida, la soñada que no es menos real que la vivida. Recuerdo haber recorrido la región de Le Valois guiado por sus relatos, literalmente en un estado de hipnosis; ante mis ojos aparecía un paisaje desconocido y que, sin embargo, era ya, misteriosamente, conocido. Lo había visto antes. Entraba en ese paisaje como si me internara en mí mismo. ¿Qué es la imaginación sino el recuerdo de algo que vivimos y hemos olvidado? Por eso Nerval decía: “Mi imaginación es mis recuerdos”


          Con Nerval aprendí que todo viaje es una búsqueda. Y que esa búsqueda es un regreso al origen. En su obra está la búsqueda del amor y una concepción peculiar del encuentro que ha influido decisivamente en mi vida. Más tarde descubrí también que en el surrealismo lo esencial, el eje de nuestra vida, es el encuentro con lo maravilloso y, claro está, con la mujer amada. En buena parte de mi poesía de los últimos años aparece la experiencia, extraña entre todas, del encuentro.


          Me tocó vivirlo de manera asombrosa en la India. Fui allá como aquel que se interna en un mundo desconocido. Y la India era, efectivamente, para mí, lo desconocido. Pero al aventurarnos en lo desconocido regresamos a nosotros mismos y a nuestros deseos. Los “recuerdos” de que hablaba Nerval son, en verdad, premoniciones, es decir, deseos. Y esto fue lo que me ocurrió a mí. La búsqueda de lo que no se conoce es la búsqueda de la encarnación de nuestro deseo. Y en Delhi encontré a Marie-José. La conocí o, más exactamente, la reconocí. Después, ella dejó la India, desapareció. Yo sabía, obscuramente, que su ausencia, lejos de ser definitiva, era como un eclipse de luna y que ella reaparecería en el horizonte. Y así fue: un poco más tarde, en París, en 1964, en una calle, la volví a encontrar. ¿Este segundo encuentro fue una casualidad, un accidente o algo más profundo y que no sabemos nombrar: destino, revelación, magnetismo? Las definiciones no importan: sabemos (o, al menos, es lo que yo sé) que se trata de una experiencia universal y que, en ese momento, fue mía. En ella la premonición y la memoria se enlazan, forman un nudo invisible pero palpable. Buscamos sin saber exactamente qué es aquello que buscamos, aunque, en una zona más honda de nuestra conciencia, sí lo sabemos: es la criatura de nuestro deseo. De pronto, esa búsqueda encarna, se vuelve realidad. Nerval me ayudó a pensar y vivir la magia de ese momento, el encuentro, decisivo, con Marie-José.

 



Notas

* "La poesía del encuentro" se publicó en Artes de México, núm. 39, págs. 11, 12 y 15, en 1997.



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