Octavio Paz
Año
1988
Tipología
Conversación
Temas
La consolidación de la figura: Vuelta, encuentros y desencuentros
Lustros
1985-1989
[*]Con motivo de la aparición de su libro Primeras letras, publicado por la Editorial Vuelta, Octavio Paz concedió esta entrevista a Javier Aranda Luna, en la que se recupera sus primeras instituciones como escritor y las grandes constantes de su obra. La Jornada Semanal comparte con sus lectores esta entrevista exclusiva.
—Recientemente la Editorial Vuelta publicó Primeras letras (1931-1943) de Octavio Paz, libro que permite acercarnos —gracias a la inteligente recopilación de artículos y ensayos emprendida por el crítico estadunidense Enrico Mario Santi— a las primeras incursiones prosísticas de uno de los poetas fundamentales en la lengua española actual. Entrevistado a propósito de este volumen, Paz nos habla de la relación de vasos comunicantes entre su quehacer poético y prosístico; de las oscilaciones estéticas que se dieron en el desarrollo de su pensamiento; de sus deudas con el surrealismo y con el poeta T. S. Eliot; de los acontecimientos, políticos y literarios, tanto nacionales como internacionales, que lo determinaron, así como de la “gran efervescencia cultural” que le tocó vivir. Aunque la entrevista es sobre todo testimonial, el escritor comenta en ella sobre la necesidad de cambios culturales en nuestro país, del defecto de México de ver demasiado hacia sí mismo, de la nación que “podría amanecer”, del lamentable desierto moral de los países desarrollados producto de un seudo progreso, y de sus certidumbres de que la gran poesía del siglo XX al revelar “los grandes horrores del siglo XX” haga que los escritores actuales sean “los hijos rebeldes de la modernidad”.
—Sí, Primeras letras, como su nombre lo sugiere, recoge mis primeras tentativas en prosa que escribiera entre los 17 y los 29 años. En esa época escribí, sobre todo poesía —era lo que más amaba—, pero también tuve la necesidad de escribir prosa. Así, desde joven, empecé a desarrollar una suerte de labor paralela a mi quehacer poético. Literalmente esta práctica dual fue para mí un juego de reflejos entre poesía y prosa.
—¿Buscaba justificar su quehacer poético?
—Algunos artículos y ensayos los hice un poco para justificarlo, pero también un poco por fatalidad. La poesía y el pensamiento son cosas separadas, pero entre ellas siempre han existido puentes. Puentes que cuando se rompen, por cierto, es muy grave: una poesía puramente poética es muy aburrida y un pensamiento no poético es bastante estéril. Un ejemplo de esos puentes lo tenemos en la obra de Marx que está plagada de citas de poetas.
Los cuatro textos con los que da comienzo el libro son los que llamé “Vigilias: diario de un soñador”. Quizá lo interesante de ellos consistía en que son una muestra de mi primera prosa y, de igual manera, porque constituyen una especie de exploraciones de tipo moral, filosófico, pero sobre todo del acto mismo de escribir y de una serie de temas que me siguen interesando y sigue apareciendo en mi poesía. En las “Vigilias…” está en embrión mucho de lo que posteriormente he pensado y escrito —tanto en prosa como en poesía. Por eso le digo que entre reflexión y creación poética veo una relación de vasos comunicantes. Al acompañarme esta actividad doble toda mi vida puedo decir que de alguna manera sigo siendo fiel al joven que hace más de cuarenta años escribiera algunas de las páginas que hoy de nuevo se publican. Durante los viajes perdí mucho de lo que era ese diario, pero las cuatro “Vigilias…” que se incluyen, me parece, son lo más significativo que escribí entonces. Lo demás era muy anecdótico.
La segunda parte de Primeras letras la componen, esencialmente, artículos y ensayos. Lo que puede llamar la atención de este apartado es que en él se encuentra mi primer artículo publicado en la revista de preparatoria Barandal, cuando tenía 17 años. Se llama “Ética del artista”. En él abordo el tema de las relaciones entre moral y poesía, asunto que hasta el momento no abandono. También, en esta sección, está mi primer ensayo —en el sentido real de la palabra— que elaboré a propósito de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Leí la primera parte de la novela en una traducción española de Pedro Salinas. Fue un libro que me impresionó muchísimo. Me descubrió todo un mundo, el mundo psicológico, el mundo del amor y el de los celos. A fines de mi adolescencia y principios de mi juventud ya era un gran lector de novelas, vivía sumergido, como hasta la fecha. A las novelas les debo mucho pues aprendí demasiadas cosas sobre la condición del hombre y la mujer: me sirvieron para vivir con los otros.
—Entre 1931 y 1943, años en que fueron escritos los materiales de Primeras letras, se dieron grandes movimientos políticos y sociales. ¿Cuáles influyeron más en usted y su obra?
—Es verdad, mi generación coincide con varios acontecimientos que nos dejaron una profunda huella. Presenciamos el nacimiento del nazismo en Alemania que fue donde adquirió mayor fuerza. Después, en la Unión Soviética se dan los famosos procesos de Moscú que, debo decir, nos impresionaron menos que el fascismo, pues sólo más tarde nos dimos cuenta lo que en realidad significaron, aunque en ese entonces ya existían gentes que empezaban a verlos con recelo. La Guerra de España fue otro fenómeno que nos conmovió y que nos sacudió con violencia. Fue decisiva para nosotros porque además de su importancia internacional nos tocaba muy cerca; luego, porque el surgimiento de la República representó una gran esperanza y, finalmente, porque ese pueblo vivía un momento muy importante en el plano cultural.
En México, por otra parte, acabábamos de tener cambios fundamentales. Con Calles, el llamado hombre fuerte de la Revolución, habíamos pasado por una dictadura más o menos encubierta que terminó con Lázaro Cárdenas. Así, con este último, fue posible una atmósfera de mayor democracia —la libertad de prensa fue una prueba—, y se dio una política internacional agresiva que, por supuesto, contó con nuestro apoyo inmediato. La movilización social fue notable. Más tarde la expropiación petrolera nos animó, la hospitalidad brindada por Cárdenas a los revolucionarios españoles al caer la República. Si este último hecho determinó a mi generación para mí tuvo aún más importancia porque había participado en un congreso de escritores antifascistas en España, porque quise quedarme en ese país para trabajar con ellos y al no poder hacerlo regresé a México para, desde aquí, trabajar por la República española. Todo eso está reflejado en las páginas de Primeras letras.
—¿Cómo era el México cultural de esos años?
—Coexistían muchos grupos. Menciono, en primer lugar, el de los mayores: Julio Torri, quien fue mi maestro y después mi amigo, José Vasconcelos, que había sido el héroe de la generación anterior a la mía y Alfonso Reyes.
—¿Usted participó en el vasconcelismo?
—Sí, a los quince años participé en la gran fe vasconcelista, en ese fervor que posteriormente produjo muchas cosas, y entre ellas, una organización de estudiantes pro-obrero y campesino de la que a su vez surgieron muchas gentes que con los años se convirtieron al marxismo o al sinarquismo. Esta contradicción la entiendo porque mi generación estuvo marcada por la seducción de la política y la violencia. De ahí la predisposición de algunos a las soluciones extremas: las tendencias al fascismo o al marxismo. Yo me identifique con la gente de izquierda. Siempre tuve la virtud de ser amigo de los comunistas sin dejar de asumir posiciones críticas.
—Llegó a hablar de lo necesario que era desarrollar el pensamiento de Marx.
Sí, porque dejó incompleto El capital, su libro más importante. Pero hablábamos de Vasconcelos y su generación. En ella se encontraba el que por su equilibrio fue un maestro: Alfonso Reyes. Considero que fue un punto de equilibrio pues nos hizo ver los peligros del compromiso político por el mero compromiso que había propiciado esa especie de furia vasconcelista. Otro personaje importante que mencionaré, pese a no habernos influido, fue Martín Luis Guzmán.
Junto a las grandes figuras de Reyes, Vasconcelos y Torri estaba el grupo de Contemporáneos que fue para los jóvenes poetas de entonces un núcleo fundamental. Particularmente trabé amistad con muchos de ellos y, entre ellos, con Carlos Pellicer de quien antes, en la preparatoria, fui discípulo. Frecuenté mucho a Xavier Villaurrutia, Octavio G. Barreda y Jorge Cuesta. Cuesta, por cierto, fue quien primero escribió un artículo sobre mi poesía. Otros grupos literarios fueron los que nos reuníamos entorno a la revista Taller y aquellos que, al lado de Alí Chumacero, Jorge González Duran, José Luis Martínez y Leopoldo Zea hacían la revista Tierra Nueva, grupo menos politizado que el nuestro.
—También hubo intelectuales extranjeros…
—¡Claro! Este panorama sería incompleto si no hablara de la enorme importancia que tuvieron los escritores extranjeros. Recordaré inicialmente a los españoles porque era el grupo más numeroso y porque muchos de ellos eran verdaderas eminencias. Entre los menos jóvenes estaban Enrique Díez-Canedo y el filósofo Gaos, cuya influencia en nuestro país fue primordial. También llegaron figuras polémicas como Bergamín y poco después estuvieron entre nosotros Cernuda y gente de nuestra edad que se incorporó a Taller. En los cuarenta vinieron algunos intelectuales franceses. Uno de ellos fue Paul Rivet, antropólogo notable que dirigiera el Museo del Hombre en París y que, en la actualidad, en América, nadie recuerda, aunque sus aportaciones hayan sido fundamentales para entender nuestras culturas. Luego llegaron Jules Romains y los vanguardistas Benjamín Peret y Jean Malaquais, escritor ampliamente elogiado por Gide y Trotsky y que con el tiempo fuera el traductor de Marx al francés. Fui muy amigo de Malaquais al grado que para ganar unos pesos juntos hicimos una película. La cinta fue de las primeras que interpretara Jorge Negrete. Se llamó, me parece, “El caballo negro” y era una adaptación de un texto de Pushkin. Yo colaboré en los diálogos y escribí dos canciones.
—En esos años de evidente efervescencia cultural se incorporaron también un grupo de alemanes, formado en gran parte por estalinistas ortodoxos. Curiosamente llegó con ellos Gustav Regeler, héroe de la guerra en España quien fue así mismo uno de los primeros críticos del socialismo totalitario y burocrático. A los grupos que mencioné debo agregar el nombre de una figura importante que estuvo en nuestro país durante esos mismos años: Pablo Neruda.
—Como puede verse; México, aunque pequeño en población, fue próspero en ideas y en recibir influencias. Desde el punto de vista literario Gorostiza publica Muerte sin fin, Xavier Villaurrutia Nostalgia de la muerte y Salvador Novo Nuevo amor, su mejor libro de poesía. La riqueza de ideas provocó asimismo decisivas polémicas. Otro elemento que favoreció a mi generación fue que la vida cultural no estaba, como ahora, tan dispersa. Los principales centros de reunión fueron la Facultad de Filosofía y Letras —para mí no mucho pues nunca fui académico ortodoxo— donde estaba la gente de Tierra Nueva; la editorial Séneca, la Casa de España y el famoso Café París de Cinco de Mayo. No creo que alguien objete que fue este último sitio el principal centro de reunión de los intelectuales de finales de los treinta.
Había otras gentes que si no formaban parte de los grupos congregados en torno a las revistas sí estaban cerca de ellos. Un ejemplo significativo fue José Revueltas, amigo mío, que colaboró desde el primer número en Taller. Doy su ejemplo porque es algo que se ha requerido ocultar. Revueltas, incluso, colaboró con nosotros cuando posteriormente fundamos El hijo pródigo. Otra cosa que se ha buscado olvidar es que de los primeros ensayos sobre el trabajo de Revueltas fueron uno que yo escribí para Letras nuevas y para la revista argentina Sur, y otro, mucho más encomiástico, de José Luis Martínez.
—Hace un momento dijo que en esa efervescente vida cultural se dieron polémicas decisivas.
—El gran tema de esos años, motivo de mi disputa con mis amigos de izquierda, fue sobre la cuestión del arte.
—¿El asunto del nacionalismo?
—No. La generación de Contemporáneos se sentía un poco heredera de la doctrina del arte puro. Esta doctrina la sostuvieron en primer lugar Juan Ramón Jiménez y luego, de modo muy distinto, Paul Valéry. A la gente de Contemporáneos no les parecía que el arte tuviera otra finalidad que no fuese la de su propia expresión. A finales de los veinte se enfrentó a esta concepción purista la doctrina del llamado arte revolucionario que rápidamente se convirtió, en los sectores de izquierda, en el tan sonado realismo socialista. Todavía no se le conocía como arte comprometido pues esa frase se divulgó después de la guerra por influencia de Sartre, Neruda, Alberti y muchos otros manejaron esta idea después de la guerra española. La polémica entre las dos corrientes nos afectó a todos. Particularmente yo sentía las limitaciones del arte puro y al mismo tiempo las del realismo socialista. Ninguna me satisfacía. En Primeras letras se ven, desde mi primer ensayo, hasta el último, las oscilaciones que provocó dentro de mí ese asunto y cómo traté de encontrar una salida que, sin traicionar a la poesía, tampoco traicionara a la historia.
—¿Cuál fue la salida? ¿Cómo conjugó poesía e historia?
—Este es un tema que me ha interesado siempre. Lo que encontré en mi juventud fue que debía insertar la poesía en la historia. Lo primero que traté de hacer fue demostrar que las dos doctrinas eran absolutamente limitadas y que deberíamos encontrar la salida, andando, es decir, escribiendo. Me ayudó a encontrar una salida el hecho de que a nivel internacional en esa época existían dos grandes movimientos fuera de la poesía de lengua española. Uno era el surrealismo, movimiento con el que sentí profundas afinidades porque afirmaba que en todo momento la poesía era subversiva por ella misma y que ponerla al servicio de una causa, la que fuera, equivalía a castrarla. Ahora ya no estoy muy de acuerdo con eses planteamientos, pero entonces sí. En segundo lugar, dentro de las letras inglesas había un escritor que leí con atención: T. S. Eliot, poeta con gran nostalgia por el orden cristiano que aborda el tema de la modernidad para hacerle una crítica terrible. Lo que acabo de mencionar de Eliot resulta significativo porque en mi caso, como en la mayoría de los escritores actuales, puede decirse que somos los hijos rebeldes de la modernidad: por una parte, somos sus descendientes y por otra nos damos cuenta del horror que representa. Ante esto no resulta extraño que en la mayor parte de la literatura del siglo XX hayan surgido soluciones extrañas: revolucionarias o reaccionarias. Mi búsqueda por encontrar no la poesía pura si no aquella que al asumir la historia manifestara los problemas de nuestra sociedad sin servir por ello a tal o cual filosofía está presente no sólo en mis ensayos si no también en mi quehacer poético. Como se sabe, durante la Guerra de España hice poesía comprometida, pero no fue el único momento. Considero más interesante lo hecho en Entre la piedra y la flor donde intenté insertar la poesía en la historia, concretamente la realidad social que se vivía en el campo de Yucatán. Esa tentativa no completamente lograda para mi gusto coincide, no obstante, con mis reflexiones juveniles.
—Al iniciar la entrevista nos dijo que ciertos temas que tocó en su juventud le siguen preocupando y poco después, al hablar del surrealismo, nos dijo que ahora ya no está muy convencido de sus planteamientos. ¿Por qué no nos habla de los cambios de su pensamiento en el orden y en el estético?
—Respecto a las cuestiones políticas sí tuve una gran rectificación. Debo decir que la evolución de mi pensamiento ha sido la que tuvieron gran parte de los escritores de mi generación incluido el más apasionado de todos: José Revueltas. Su evolución fue mucho más dramática que la mía porque él estaba mucho más comprometido. Las rectificaciones, en mi caso, fueron producto de decepciones como la que me provocó el pacto suscrito por la URSS y Alemania, el primer atentado contra Trotsky y luego su asesinato. Todo ello me afectó muchísimo. Me horrorizó.
En cuanto al carácter subversivo de la poesía explicado por el surrealismo le aclaro que lo que hoy no me convence es sólo el término, pues de tan manoseado ya no dice nada. Prefiero hablar de una poesía, de una literatura crítica, rebelde, inconforme. Salvo esta aclaración sigo pensado que la literatura de este siglo está marcada por la rebelión contra la sociedad del llamado mundo moderno. Escritores declarados abiertamente fascistas como Pound o estalinistas como Neruda no podemos excluirlos de esta tendencia. Mi poesía participa de la rebelión contra ciertas formas de la modernidad, contra este mundo de seudocomodidades, de seudoprogreso que en los países desarrollados se convierte en una especie de desierto moral y de anonimato y en los nuestros en una terrible injusticia. No en vano siempre he defendido la democrática. La gran poesía del siglo XX y esto sólo es posible en la democracia. En esta contradicción radica la miseria y la grandeza de las sociedades modernas industrializadas.
—¿Cree que este tipo de cosas se estén reflexionado con seriedad en el medio intelectual mexicano?
—Me parece que el peligro de los mexicanos en este momento es que están demasiado preocupados por ellos mismos. Es verdad que vivimos un momento intenso en nuestra vida política, pero ojalá que los cambios que en este orden están dando sean también cambios culturales. Lo que nos hace falta es un cambio cultural, un cambio de nuestras actitudes, que no sea sólo de ideas o de instituciones pues de no ser así, como se ha visto, no vale la pena. México tiene mucho el defecto de ver demasiado hacia sí mismo y no tener relaciones claras con el mundo exterior. Ciertamente podemos hablar, por ejemplo, de una evolución positiva de la izquierda de nuestro país, pero aún está lejos de completarse. Si uno compara las transformaciones que se han dado en la URSS y en otros lugares, los cambios que han tenido los intelectuales mexicanos de izquierda son demasiado menores. Y no sólo eso: ninguno de ellos confiesa haber estado equivocado hace seis meses, un año o diez. ¿Por qué ocultarlo? Una autocrítica debe comenzar por una confesión de errores. Como no la hacen, su conversión a la democracia es incompleta. Su riesgo, le repito, es que nada más vean a México, que no se den cuenta de los profundos cambios que están ocurriendo en otras partes del mundo. Lo que nos sucede aquí indudablemente es importante, pero no hay que olvidar que no estamos solos, que somos un fragmento de la historia universal. Además, resulta imposible ir siempre a contracorriente. Por eso cuando el PRI habla de soluciones nacionalistas me parece algo bastante sospechoso.
—También se habla de identidad.
—Sí, ése es otro problema falso. El problema de la identidad en México es que tiene demasiada. Cualquiera que haya vivido fuera del país podrá darse cuenta de que como nación tenemos una personalidad enorme.
—Además, en materia de identidad somos diversos.
—Ése es un punto interesante. Una de las cosas del México que podría amanecer consistiría en darnos cuenta de que somos una sociedad plural, heterogénea, que en realidad somos muchos mexicanos. La cuestión sería romper nuestro centralismo no sólo económicamente sino también el político y el cultural.
—¿Es difícil romper el centralismo cultural?
Sí, porque la clase más conservadora de México, en muchos aspectos, es la intelectual. En general esta clase ha cambiado de ideas, pero no de actitudes.
—¿No le preocupa sus opiniones sobre política o sobre el arte que han expresado en diversos artículos y ensayos impidan a la gente valorar su poesía?
—Eso no lo he pensado. Lo que he pensado es que mi prosa y mi poesía son realidades independientes. Los poemas se sostienen por sí mismos.
La prosa en cambio se sostiene menos porque siempre está escrita frente a mi propia vida. Mi prosa depende de mi poesía y no al revés. Lo que a mí me interesa es asegurar la continuidad de la literatura mexicana, de su tradición viva. Incluso en mis momentos de mayor inconformidad, de mayor crítica de mí mismo y de mis antepasados literarios al mismo tiempo me he sentido heredero de ellos; con ellos sigo dialogando.
—En otras ocasiones han comentado sobre la necesidad de la ruptura.
—Sí pues toda ruptura implica continuidad; se rompe con algo. Lo grave sería ignorar ese algo, ese pasado, que también nos da forma. Naturalmente no soy un caso aislado. Los Contemporáneos rompieron con violencia con los modernistas a pesar de que en su origen hayan sido discípulos del doctor González Martínez. Los poetas más revolucionarios estéticamente al romper con algo lo continúan.
—Una última cuestión. Al leer Primeras letras encontré que desde joven le preocupaba el asunto de la soledad. ¿Podríamos pensar que es una obsesión central en su obra?
—Bueno, uno nunca es dueño de sus obsesiones ni puede dominarlas. Creo, sin embargo, que en todos los hombres hay esta dialéctica: nos sentimos solos y tenemos necesidad de estar con los demás. Así es mi opinión, las dos grandes pasiones humanas son las de la amistad y el amor pues no son más que dos formas de romper la soledad. El hombre siempre busca un amigo o unos amigos y una mujer. La pasión erótica y la amistosa son nuestros grandes privilegios.
NOTAS
* “Somos los hijos rebeldes de la modernidad” se publicó en La Jornada Semanal, el 27 de noviembre de 1988.