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El gato escaldado. Viaje póstumo de Octavio Paz a La Habana

Rafael Rojas

Lugares

La Habana

Personas

Lezama Lima, José; Fernández Retamar, Roberto; Vitier, Cintio

Tipología

Memorias

Temas

Recontextualizaciones

Lustros

1955-1959
1965-1969

 

Rafael Rojas

Octavio Paz visitó brevemente La Habana en dos ocasiones. La primera fue en 1938, a su regreso de aquel viaje a la España republicana, donde, como él mismo relata en Itinerario, sintió las primeras dudas sobre la moralidad de los métodos comunistas”.



En Barcelona, durante el Congreso de Escritores Antifascistas, Paz reencontró a su antiguo profesor de la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, el poeta y ensayista cubano Juan Marinello, y se hizo amigo de Nicolás Guillen. Al parecer, la policía habanera, desorientada por el caos político de los años previos a la Constitución de 1940, dificultó su desembarco, pero, al fin, el poeta logró bajar a la ciudad. En pocas horas, Marinello introdujo a Paz en el círculo intelectual de los comunistas cubanos: conoció al joven escritor Carlos Rafael Rodríguez, que le causó una grata impresión, e, incluso, llegó a tener un breve encuentro con Juan Ramón Jiménez, exiliado entonces en la isla.


          No conoció aquella vez a José Lezama Lima, quien acababa de publicar Muerte de Narciso y, con un ejemplar bajo el brazo, perseguía a Juan Ramón por las calles de La Habana para proponerle un Coloquio. Tampoco lo conoció durante el único viaje de Lezama a México, en 1949, ya que Paz vivía entonces en París, aunque se carteaba con el autor de Paradiso desde 1945 y había colaborado en tres números de su revista Orígenes. ¿A quién vio Lezama en aquel misterioso viaje a México, donde, como diría en una transida carta a su madre, “por primera vez, sintió la emoción adecuada que debe tener un católico americano para mostrar su fe de una forma alta y condigna”? (González Cruz 492). No lo sabemos. Como tampoco sabemos si en su segunda escala en La Habana, la de 1956, Paz se reunió con algún escritor cubano. ¿No vio entonces a Cintio Vitier, con quien cruzara varias cartas ese mismo año? Lo cierto es que aquellas dos visitas fueron demasiado breves como para que La Habana imprimiera una huella discernible en su mente. Por algo no hay imágenes habaneras en la poesía de Paz. Aunque sí hay vislumbres de una Cuba imaginaria, más real que la que juntan sus ciudades, recibidas en la lectura de quienes, a su juicio, eran los mejores poetas de la isla: Heredia, Casal, Martí, Guillen, Ballagas, Lezama, Diego, Vitier y Sarduy.


          A principios de los sesenta, Paz confesó su deseo de viajar a La Habana. “Tengo unas ganas inmensas de ir a Cuba —para ver su cara nueva y también la antigua, su mar y su gente, sus poetas y sus árboles’’, le decía a Roberto Fernández Retamar, quien llegó a invitarlo en tres ocasiones: primero, como jurado del premio literario de la Casa de las Américas, en 1966; luego, a un homenaje a Rubén Darío, celebrado en enero de 1967, y, finalmente, al Congreso Cultural de La Habana de 1968. Pero Paz siempre declinó aquellas invitaciones. Después del encarcelamiento y juicio del poeta Heberto Padilla, el autor de Libertad bajo palabra no sólo se alejó de todos los intelectuales cubanos que intervinieron o justificaron aquel auto de fe estalinista, sino que decidió no viajar a Cuba mientras persistiera el régimen de Fidel Castro y se acercó, cada vez más, a escritores disidentes y exiliados como Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy, Lydia Cabrera y Reinaldo Arenas. Su denuncia, serena y constante, de cualquier orden totalitario, fuera de derecha o izquierda, lo convirtió en una figura denostable para las élites cubanas.


          La publicación de una serie de cartas de Octavio Paz a José Lezama Lima, Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar en la sección “Páginas salvadas” de la revista habanera Casa de las Américas, quiere ser, según sus editores, un primer intento de “reparar esa ausencia”. Dicha “reparación” (también se le llama, en la jerga oficial de La Habana, “rescate”, “recuperación”, “regreso”, “reivindicación”, “apertura”…) sería plenamente encomiable si no trasluciera los ardides de un siniestro montaje. El principal reproche que se le puede hacer a ese dossier es que publica sólo algunas cartas de Octavio Paz a tres escritores cubanos, sin las respuestas de ellos a Paz. Se trata, pues, de una incorrespondencia, de un monólogo que ni siquiera podría considerarse, parcialmente, como un epistolario, ya que no aparecen todas las cartas de Paz a la intelectualidad de la isla en los años sesenta y muchas de las que aparecen no están completas. Al leerlas, conocemos mejor las lecturas cubanas de Paz y su inicial y cauteloso acercamiento a la revolución de 1959, pero desconocemos qué pensaban Lezama, Vitier y Retamar de Paz, cómo reaccionaban ante sus ideas, qué esperaban de él. En todo caso, la buena voluntad de los editores se ve empañada por la incansable maquinaria de legitimación del castrismo y esas “Páginas salvadas” cumplen el objetivo de difundir la desconocida prosa revolucionaria de un enemigo. La maniobra es, sin duda, tentadora: un elogio de Octavio Paz a la Revolución cubana vale por diez de cualquier escritor castrista. 


          Las dos cartas a Lezama, aunque no son las únicas y ya han sido muy publicadas, nos revelan algunas coordenadas: el temprano interés de Paz en la poesía del grupo Orígenes (“desde Espuela de Plata los sigo, a usted, a Vitier y al resto”), el de Lezama por Jorge Cuesta y la intensa lectura que hizo Paz de la gran novela de Lezama: una lectura que, a juzgar por el comentario que le envía en abril de 1967, le causó una fuerte turbación poética:

Leo Paradiso poco a poco, con creciente asombro y deslumbramiento. Un edificio verbal de riqueza increíble; mejor dicho, no un edificio sino un mundo de arquitecturas en continua metamorfosis y, también, un mundo de signos —rumores que se configuran en significaciones, archipiélagos del sentido que se hace y deshace—, y el mundo lento del vértigo que gira en torno a ese punto intocable que está ante la creación y la destrucción del lenguaje, ese punto que es el corazón, el núcleo del idioma. [1]


          Por una carta de Julio Cortázar a Lezama, del verano de 1968, sabemos que Paz leyó Paradiso en Nueva Delhi, durante un viaje de más de dos meses del primero a la India. En esa carta, luego de recomendarle a Lezama la lectura de Blanco y afirmar que “sólo una revolución a lo Mao podría hacer algo por la India”, Cortázar, al igual que Paz, usaba la palabra “vértigo” para resumir la sensación que producía aquella novela:

Me dices que te hubiera gustado mirar por la cerradura este encuentro; yo te digo que muchas noches estuviste con nosotros, porque yo tenía en las manos las galeradas de Paradiso y muchas veces le leí a Octavio largos pasajes, los discutimos, los indagamos, nos perdimos en tus Indias fabulosas para retornar, con el vértigo del que sale del maelstrom, a ese jardín de Nueva Delhi donde cantaban pájaros nocturnos y se oía a lo lejos el aullar de los chacales. [2]

 

          Las cartas a Vitier, aunque testimonios de un respeto literario, nunca llegan a ese entusiasmo verbal con que Paz le escribe a Lezama. De la poesía de Vitier, previa a su conversión católica de 1953, y reunida en el libro Vísperas, Paz prefiere la metafísica visual de Sustancia, un cuaderno de 1950 que le comenta en cuatro cartas. En una de ellas, le escribe: “gracias por el envío de su libro: piedra blanca sobre lo negro, fruto reconcentrado que resiste el asedio de lo amarillo solar. Sustancia que se modela; encuentra su forma y se abre paso a través de ella”. Frases que, como hallazgo de una confluencia, son ecos de algunos versos de Piedra de sol. Canto llano, el libro que expone la conversión de Vitier al catolicismo, le interesa menos. Su comentario no trasciende la locuaz cortesía mexicana: “encuentro en su libro la misma calidad poética, la misma inteligencia, la misma sensibilidad, la misma complejidad”. En cambio, la lectura que hace Paz de Testimonios (1968), el poemario que marca la segunda conversión de Vitier, es decir, la conversión ideológica al castrismo, no está exenta de sutiles discordancias. En una carta del verano de 1966, como si quisiera despejar sus dudas acerca de la función moral de la poesía, le dice: “el poeta teje en el Taller, prosigue el Trabajo. Aunque nadie o pocos lo vean, el poema —no el poeta— es el Eje del mundo. Sí, ‘hay otro lenguaje. Casi nunca, distraídos, lo comprendemos”.

Aquellas dos conversiones de Vitier, aseguradas por un nacionalismo capaz de desplazarse entre muchas fórmulas autoritarias, estuvieron motivadas por una genuina reflexión sobre los encuentros y desencuentros entre poesía, historia y política. Es indudable que las lecturas de El laberinto de la soledad y de El arco y la lira fueron decisivas para la transformación poética de Vitier en los años cincuenta. Al parecer, luego de leer El laberinto…, Vitier le escribió a Paz preguntándole sobre su idea “del catolicismo como forma cultural perecedera”. Paz le respondió, entonces, como un marxista escéptico:

Desde luego no lo concibo como una “forma”, sino como algo que ha atravesado muchas formas culturales y sociales. El catolicismo ha sobrevivido al feudalismo, al absolutismo y al liberalismo; ¿podrá sobrevivir al capitalismo? Su vitalidad —dejando aparte, si esto es posible, el aspecto sobrenatural de la cuestión— depende de los católicos. Sobrevivir al capitalismo significa, para mí, vencer al mundo moderno. De nada valdría derrotarlo en la historia, si esta victoria no se acompaña de una revolución interior y exterior del mundo que lo ha engendrado. Y he aquí que estamos otra vez en el mundo de la política .[3]


          El escepticismo de Paz actuaba como una vigilancia contra los excesos doctrinales, que impedía su deslumbramiento ante cualquier idea o creencia. Así como fue un marxista escéptico, también fue un liberal y un demócrata prudente que nunca pensó que el mercado y las libertades, a la manera de fármacos infalibles, curaban todos los males de la sociedad. En los últimos ensayos de Paz se observa una creciente preocupación por la impotencia que muestran los Estados modernos para enfrentar la injusta y desigual reproducción de la vida. Sin embargo, esas preocupaciones, que lo llevaron a intervenir en el reino de la opinión, siempre desde el perfil de un intelectual público, jamás lo hicieron dudar de que la escritura poética constituía, por sí sola, un mundo, una ciudad, que como la divina de San Agustín, servía de espejo a la otra, la terrenal, la política, para su perfeccionamiento. La leal entrega de Cintio Vitier, como poeta y ensayista, a la justificación ideológica de un régimen comunista en Cuba seguramente desilusionó a Paz. Vitier olvidó aquellas palabras que él mismo había escrito, en una hermosa reseña de La estación violenta, a propósito del dilema entre poesía e historia o entre literatura y política:


          Paz sugiere otra relación vegetal, quizás maternal: la palabra floreciendo, pariendo al acto; pero ¿quién la fecunda? Volvemos a la culpa: la relación entre acto y palabra se ha vuelto fatalmente incestuosa, clandestina para el poeta. Al escindirse acción y contemplación, mito y metáfora, hecho e imagen, vida y palabra, la poesía se ha tornado un menester esencialmente agónico y purgativo. Paz hace la pregunta que todos nos hacemos: “¿No hay salida?” Su testimonio está en la línea de fuego: no cabe mayor elogio [4].


          Las cartas a Fernández Retamar, todas de mediados de los sesenta, se deben más a un acercamiento intelectual y amistoso que a una comunicación poética, como la que Paz sostenía con Lezama y Vitier. No hay en esas cartas comentarios detenidos sobre los libros En su lugar, la poesía (1959), Con las mismas manos (1962) o Historia antigua (1964), que Paz debió leer dentro de la compilación Poesía reunida de 1966. Sólo en una carta, de noviembre de ese año, Paz dice haber leído la antología de Retamar y afirma: “todo me gusta —hasta lo que no me gusta”. Más adelante, le elogia dos versos, uno dedicado a Lezama, “extrañas aves posadas en los adverbios”, frase que, según Paz, capta la impresión que le dejan los poemas de Retamar, y otro dedicado a Tailet: “usted tenía razón, Tailet, somos hombres de transición”. A lo que Paz agrega una cariñosa salvedad: “un gran poema, aunque yo creo que también los muertos son hombres de transición”. De manera que la correspondencia con Fernández Retamar se centra, más bien, en el debate político que suscita la Revolución cubana dentro del medio intelectual latinoamericano y europeo.


          En este sentido es perceptible que, desde las primeras cartas a Retamar, Paz deja muy claro su rechazo a los sistemas comunistas de la Unión Soviética y Europa del Este y enfatiza que sus simpatías por la Revolución cubana se deben a los contenidos nacionalistas e hispanoamericanos de la misma y no a los rasgos dictatoriales que la acercaban, cada vez más, a un totalitarismo de izquierda. Así, por ejemplo, al rechazar hacer una colaboración para el homenaje al surrealismo que proyectaba la revista Casa de las Américas en 1964, le dice:

No tardé en darme cuenta que existía una oposición radical entre los regímenes de Europa Oriental (extendida hoy a los que imperan en China y otras partes) y las pretensiones liberadoras de la poesía. Esta oposición no sólo es imputable a la pesadilla que fue el estalinismo para mi generación (en Hispanoamérica: para unos cuantos de mi generación) sino que pertenece a la naturaleza de las cosas. No diré más, no quiero decirte más. Quiero demasiado a Cuba y a su pueblo, quiero demasiado a Latinoamérica para encender ahora una vieja polémica. [5]


          Ya en 1967, cuando Paz rechaza la invitación a asistir al Congreso Cultural de La Habana, estas sutiles discrepancias van tomando la forma de una crítica a la acelerada sovietización de la isla. En su última carta a Retamar, de diciembre de ese año, insiste en que admira la Revolución cubana por su defensa de la soberanía nacional, su hispanoamericanismo y su libertad artística, pero no por su ideología comunista. Treinta años después, Paz recordaría aquella carta como el primer indicio de su ruptura pública con el castrismo:

El caso más notable —tristemente notable— es el del régimen de Fidel Castro. Comenzó como un levantamiento en contra de una dictadura; por esa razón, así como por oponerse a la torpe política de los Estados Unidos, despertó grandes simpatías en todo el mundo, principalmente en América Latina. También despertó las mías aunque, gato escaldado, procuré siempre guardar mis distancias. Todavía en 1967, en una carta dirigida a un escritor cubano, Roberto Fernández Retamar, figura prominente de la Casa de las Américas, le decía: soy amigo de la revolución cubana por lo que tiene de Martí, no de Lenin. No me respondió: ¿para qué? El régimen cubano se parecía más y más no a Lenin sino a Stalin (modelo reducido). [6]


          Los editores de Casa de las Américas suponen que la publicación de estas cartas de Octavio Paz a José Lezama Lima, Cintio Vitier y Roberto Fernández Retamar ilustran el caso de un escritor latinoamericano, originalmente amigo del socialismo, que luego, por una “dramática involución” —similar, según ellos, a la de José Vasconcelos—, se enemistó con Cuba. Esta idea, versión del viejo tema del héroe y el traidor que obsesionaba a Borges, oculta el hecho de que quien cambió o “involucionó” —extraño verbo en labios marxistas— fue la Revolución cubana y no Octavio Paz. Desde 1948, cuando leyó en París las denuncias de David Rousset sobre los campos de concentración soviéticos, Paz se opuso al orden totalitario del comunismo. Esa oposición, en el plano político, fue paralela a su hallazgo filosófico de la crítica como “brújula moral” de la modernidad. Cuando en 1968, Fidel Castro apoyó la invasión soviética a Checoslovaquia y desató una ola represiva contra la disidencia en la isla, Paz confirmó su peor sospecha: la Revolución cubana, nacida de un movimiento democrático contra un régimen autoritario, se convertía finalmente en una dictadura comunista. Entonces, ocultar su crítica y fingir lealtad a un sistema político que le resultaba opresivo, como hicieron tantos intelectuales cubanos y latinoamericanos, habría sido algo más grave: una traición a sí mismo.



NOTAS

[1] Octavio Paz, "Páginas salvadas",en Casa de las Américas, abril-junio de 1998, p. 103

[2] Iván González Cruz, Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1998, pp. 825-829

[3] Ibidem.

[4] Cintio Vitier, Crítica sucesiva, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1971, p. 213.

[5] Ibid, p. 117.

[6] Octavio Paz, "La letra y el cetro" en Obras completas IX, México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 45.


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