Conversaciones y novedades

La Revolución en Paz

Rafael Rojas

Año

2018

Personas

Fuentes, Carlos; Domínguez Michael, Christopher; Cortázar, Julio

Tipología

Conversación

Temas

Recontextualizaciones

Lustros

1930-1934
1965-1969

 

Mural de Diego Rivera "Tierra y libertad". Palacio Nacional

Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Historiador y crítico literario, es un profundo conocedor de las ideas y corrientes intelectuales de América Latina. En 1999, en el primer número del anuario de la Fundación Octavio Paz, publicó “El gato escaldado. Viaje póstumo de Octavio Paz a La Habana”, ensayo sobre la relación del poeta con la revolución cubana, tras su coincidencia con algunos escritores de la isla en el Congreso de Escritores Antifascistas de 1937. A ese ensayo le han seguido otros en los que Rafael Rojas examina la evolución del concepto de revolución en el pensamiento de Paz, desde su fascinación inicial de los años treinta a la crítica severa iniciada en los años setenta. Las siguientes páginas son el primer capítulo de La polis literaria (Taurus, 2018), reproducidas con la autorización del autor.



Era inevitable que un intelectual como Octavio Paz, escritor nacido en México en 1914, que desde su obra poética y ensayística entabló un diálogo permanente con la historia de su país, colocara en el centro de su pensamiento literario e histórico el concepto de Revolución. México había producido la primera revolución del siglo XX latinoamericano y Paz, hijo de un abogado zapatista y vasconcelista, creció y se formó intelectualmente en el México refundado luego de la gesta antiporfiriana, encabezada por Francisco I. Madero y Emiliano Zapata, Francisco Villa y Venustiano Carranza, que tuvo en la Constitución de 1917 su modelo de sociedad y Estado.[1]


          En las páginas que siguen intentaré un breve recorrido por la representación intelectual del fenómeno revolucionario en la obra de Paz, deteniéndome en dos momentos de su biografía política: el periodo que va desde sus primeros poemas, en los años 30 y 40, hasta el año 68, y, luego, la madurez de los años de Plural y Vuelta. En buena medida, la idea de Revolución en Paz, muta conceptualmente entre un periodo y otro. Si para el joven poeta, la Revolución era, fundamentalmente, una rebelión o una revuelta, lo mismo en tiempos de Zapata, en México, que en mayo del 68 en París, para el intelectual público de los años 70, 80 y 90, la Revolución, en Europa del Este, México o Cuba, será la forma demagógica de nombrar distintos tipos de dictadura.


          La crítica de la Revolución en Paz, como un mecanismo histórico constructor de regímenes autoritarios, llegó a su punto culminante en los años de la caída del Muro de Berlín y las transiciones a la democracia en América Latina y Europa del Este. Sin embargo, no es imposible advertir en los años de vida del poeta una vindicación del fenómeno revolucionario, especialmente en México, como creador de un Estado, capaz de reformarse a sí mismo y de propiciar la democratización de la sociedad. La idea de la Revolución, en Paz, parece moverse pendularmente de la asunción al rechazo y del rechazo a la asunción, escenificando el desdoblamiento de su escritura al calor de la historia.


La magia de la revuelta 

A mediados de los 30, cuando un veinteañero Paz, estudiante de Derecho y Filosofía y Letras en la UNAM, comienza a escribir, tiene lugar la radicalización revolucionaria del gobierno de Lázaro Cárdenas, por medio de la política agraria, nacionalizadora y educativa, y la guerra civil española. Paz se involucra intensamente en ambos procesos: participa en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, en Madrid y Valencia, en 1937, junto a César Vallejo, Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Juan Marinello y Alejo Carpentier, y toma parte en las misiones educativas de Yucatán, impulsadas por los gobiernos de Cárdenas y de los gobernadores yucatecos, Florencia Palomo Valencia y Humberto Canto Echeverría.


          A pesar de que Paz excluyó de las ediciones personales de su obra poética, a partir de Libertad bajo palabra (1960), el cuaderno No pasarán (1936), un largo poema de adhesión pública a la II República española, a dos meses del golpe franquista, y de que desde muy joven renegó de ese tipo de “poesía comprometida” o “de comunión”, el concepto de Revolución recorre buena parte de su poética juvenil. La conexión que en el aprendizaje ideológico del joven Paz, establecieron el cardenismo y la guerra civil española, se lee en poemas de aquellos años como “Entre la piedra y la flor”, donde se reconstruyen los escenarios de la reforma agraria, la alfabetización y la crítica al capitalismo, o en “Elegía” y “Los viejos”, donde se habla de “camaradas muertos en el ardiente amanecer del mundo” y de la “sangre en destierro de hombres partidos por la guerra y campesinos de voces de naranja”.[2]


          Pero que Paz abandonara la poesía comprometida no quería decir que, por momentos, desistiera de una poesía civil, en la que lo político aparecía desde un extrañamiento moral, por momentos, contradictorio con su propia ideología. En algunos poemas de esos mismos años, como “Soliloquio de medianoche”, que comparte el aliento y la atmósfera con “Entre la piedra y la flor”, o “El ausente”, en el que el poeta emprendía una angustiosa cavilación sobre la existencia de Dios, Paz colocaba a la Revolución como una de las grandes entidades simbólicas frente a las que se movía entre la certeza y la duda, la posesión y la pérdida:

Subieron por mis venas los años caídos,
Fechas de sangre que alguna vez brillaron como labios,
Creí que al fin la tierra me daba su secreto,
Pechos de viento para los desesperados,
Elocuentes vejigas ya sin nada:
Dios, Cielo, Amistad, Revolución o Patria.[3]


          Como observa Domínguez Michael, estas tensiones entre la poética y la política de Paz, entre los años 30 y 40, estuvieron relacionadas con una suerte de escisión sufrida por el poeta entre su inclinación a seguir la estética de Contemporáneos, por un lado, y sus genuinas simpatías políticas por el comunismo. La polémica con Rubén Salazar Mallén, a fines de los 30, y luego, la ruptura con Pablo Neruda en los 40, produjo, en Paz, el acomodo decisivo entre una idea vanguardista de la poesía, un posicionamiento político a favor de un socialismo democrático, cercano al trotskismo y al anarquismo, y una visión de la historia de México, que giraba en torno a la idea de la Revolución como apoteosis del ser mexicano.


          La tesis central de El laberinto de la soledad (1950) ya está planteada en una serie artículos que Paz publicó en 1943, en el periódico El Universal, y, especialmente, en “Poesía de soledad y poesía de comunión”, recogido luego en Las peras del olmo (1957). Aquellos textos, que intentaban resolver la tensión entre literatura y política en la obra de Paz, acabaron esbozando una “poética de la historia”, como ha señalado David Brading, que hizo de El laberinto de la soledad una suerte llave de acceso  o punto de partida y llegada de toda la obra del poeta y ensayista mexicano.[4]


          Lo primero que llama la atención en el tratamiento del concepto de Revolución en ese ensayo es, justamente, el uso de la mayúscula. Para Paz la revolución en la historia de México es una, la de 1910, y por eso la escribe, la mayoría de las veces, con R capital. En El laberinto de la soledad hay una evidente reticencia a reconocer como revolución la guerra de independencia de principios del siglo XIX. No porque sea “ambigua”, o a medio camino entre el antiguo régimen —el virreinato de la Nueva España o la “colonia”— y el nuevo, la república, ya que toda revolución, según Paz, lo es, sino porque las gestas de Hidalgo, Morelos y Mina —los tres próceres que cita— le parecen, más bien, una cadena de rebeliones, que continúa luego con la “era de los pronunciamientos” del siglo XIX.[5]


          Paz se refiere a la guerra de independencia como rebelión y, también, como “guerra de clases”.[6] Cuando Paz se refiere, en dos ocasiones, a “nuestra Revolución de Independencia” lo hace, curiosamente, para colocar la epopeya separatista mexicana en un rango inferior, desde el punto de vista revolucionario, si se compara con la suramericana y, especialmente, con la neogranadina, la de Miranda, Bolívar y Bello: “nuestra Revolución de Independencia, dice Paz, es menos brillante, menos rica en ideas y frases universales y más determinada por las circunstancias locales”.[7] Más adelante, regresa al mismo tópico: “nuestra Revolución de Independencia jamás manifiesta las pretensiones de universalidad que son, a un tiempo, la videncia y ceguera de Bolívar”.[8]


          De acuerdo con la terminología historiográfica más extendida, Paz llama “Reforma” al movimiento liberal de transformación social, económica y política que emprendió la clase política mexicana entre los años 50 y 70 del siglo XIX. Su comprensión del momento juarista como ruptura con el pasado y la asociación de esa ruptura con una reforma y no con una revolución pesó mucho en la conceptualización de ésta última como un fenómeno ambivalente y paradójico, que quiebra y, a la vez, restablece los lazos entre el presente y el pasado. A pesar de ello, en algún momento, refiriéndose a la Reforma, Paz habla de una “Revolución liberal”.[9] Pero lo hace, como en el caso de la Independencia, para señalar los límites de aquella lógica revolucionaria liberal, si se compara la experiencia mexicana con la europea: “contra las previsiones de los más lúcidos, la Revolución liberal no provoca el nacimiento de una burguesía fuerte, en cuya acción todos, hasta Justo Sierra, veían la única esperanza para México”.[10]


          Tras el largo lapso de enmascaramiento del liberalismo mexicano, que Paz asocia con el Porfiriato, viene la irrupción de la verdadera “Revolución mexicana”. La noción histórica de la Independencia y la Reforma como dos movimientos de conexión de México con el mundo, el primero a partir de las ideas ilustradas y el segundo a partir de las liberales, determinó, en buena medida, su idea de la Revolución de 1910. Esta última, a diferencia de las otras dos epopeyas, no había sido un acontecimiento vinculado al devenir global sino un fenómeno estrictamente nacional. Un hecho que no sucedía en el orden de causalidades mundiales sino que “irrumpía” en la historia de México como “revelación del ser” mexicano.[11] Paz sigue a Silva Herzog en el juicio cuestionable de que la Revolución mexicana “no tuvo nada en común con la rusa, ni siquiera en la superficie; fue antes que ella”.[12] Para Paz ese carácter casi mágico o súbito del estallido revolucionario hace que, aunque posee “causas” y “antecedentes”, carece de “precursores” intelectuales o ideológicos.[13]


          A diferencia de historiadores como James D. Cockroft, François-Xavier Guerra o Charles Hale, quienes hablarían luego de precursores intelectuales de la Revolución mexicana, Paz no consideraba a Andrés Molina Enríquez, Filomeno Mata, Paulino Martínez, Juan Sarabia, Antonio Villarreal, Ricardo y Enrique Flores Magón o Emilio Rabasa —a quien ni siquiera mencionaba—, como precursores y mucho menos “intelectuales”, ya que “ninguno de ellos era verdaderamente intelectual”.[14] La identidad de la Revolución mexicana, según Paz, tenía que ver con su naturaleza inusitada y con su aislamiento global: “la ausencia de precursores ideológicos y la escasez de vínculos con una ideología universal constituyen rasgos característicos de la Revolución y la raíz de muchos conflictos y confusiones posteriores”.[15]


          Aunque Paz no citaba a Daniel Cosío Villegas en aquellas páginas —los únicos historiadores profesionales que refería eran Silvio Zavala y Jesús Silva Herzog— su idea del Porfiriato como un régimen autoritario que puso límites a la hegemonía regional de Estados Unidos en la región y, sobre todo, como un periodo de “enmascaramiento” o de “simulación” de la modernidad, tienen algunas sintonías con obras de Cosío Villegas, posteriores a El laberinto de la soledad (1950), como Estados Unidos contra Porfirio Díaz (1956), La Constitución de 1957 y sus críticos (1957) y El Porfiriato. Vida política exterior (1960). Naturalmente, Paz agregaba a la visión historiográfica de Cosío Villegas, una interpretación antropológica y, específicamente, mitológica, del fenómeno revolucionario, abastecida por varias corrientes de pensamiento: la escuela de filosofía de lo mexicano (Samuel Ramos, José Gaos, Emilio Uranga, Leopoldo Zea...), la sociología cultural francesa (Roger Caillois, Jacques Soustelle, Marcel Mauss, Lucien Lévy-Brull), el surrealismo, Sigmund Freud y el psicoanálisis.[16]


          Es ese campo referencial, sobre todo francés, de los años 40 y 50, el que permitiría, como sugiere Domínguez Michael, una comparación entre las tesis de El laberinto de la soledad (1950) y los dos ensayos fundamentales del psiquiatra martiniqueño Frantz Fanon: Piel negra, máscaras blancas (1952) y Los condenados de la tierra (1961). Si en el primero, Fanon denunciaba el enmascaramiento de la cultura colonizada, en un sentido similar a la descripción de las máscaras del mexicano en Paz, en el segundo ya defenderá una descolonización radical, basada en la violencia revolucionaria, que produzca una cultura y un Estado nacionales, capaces de relacionarse y mirarse cara a cara con las culturas y naciones metropolitanas.[17] Las diferencias entre Paz y Fanon, como observa Domínguez Michael, son notables, pero ambos autores, con similares lecturas francesas, otorgan un papel primordial al mito y a lo sagrado en la historia y, específicamente, en la revolución.


          La Revolución mexicana, según Paz, es un evento único porque revela y, a la vez, cifra el ser mexicano, pero también porque los mexicanos la viven como un suceso mítico y sagrado: como una fiesta y, a la vez, un exorcismo. Esta visión antropológica de la Revolución, en tanto revelación de un ser nacional, genera necesariamente una interpretación unitiva del fenómeno revolucionario, que constriñe su pluralidad ideológica y política. Aunque Paz citaba varias veces a Silva Herzog, no compartía del todo la idea del historiador, desarrollada pocos años después en su Breve historia de la Revolución mexicana (1960), de aquel proceso como una sucesión o una yuxtaposición de varias revoluciones: la antirrelecionista, la maderista, la zapatista, la anarquista, la villista, la carrancista o la constitucionalista, sin que ésta última pudiera presentarse como síntesis de las previas.[18]


          En el fondo para Paz la Revolución mexicana es, esencialmente, la Revolución de Emiliano Zapata, el líder revolucionario al que dedica el pasaje más extenso de El laberinto de soledad. Si la Revolución, como dice Paz, fue un movimiento caracterizado por la “carencia de un sistema ideológico previo y el hambre de tierras”, entonces lo revolucionario mexicano, por antonomasia, es el agrarismo sureño.[19] Lo “original” y “verdaderamente auténtico” es esa masa de campesinos que se levantan en armas para rescatar formas ancestrales de tenencia comunal de la tierra, como el “calpulli” o el ejido, enajenadas o confiscadas por las reformas liberales de la República Restaurada y el Porfiriato, que reprodujeron las haciendas del antiguo régimen. 


          El “tradicionalismo” que Paz observa en Zapata le sirve tanto para afirmar el carácter paradójico o ambivalente con que toda Revolución rompe y, a la vez, se reconcilia con el pasado, pero también para privilegiar el sentido de revuelta popular espontánea que tuvo el movimiento campesino. A diferencia de Silva Herzog, a quien tanto citaba, Paz no creía que el intento de organización constitucional del proceso revolucionario, a pesar del peso que dio a la restitución y dotación de ejidos, formara parte de la esencia de la Revolución. Con Carranza y la Constitución de 1917, que, a juicio de Paz, intentaron “dar permanencia al programa liberal”, heredado de la República Restaurada y el Porfiriato “se abrió nuevamente la puerta a la mentira y la inautenticidad”.[20]


          Una de las implicaciones más tangibles de la sinécdoque de Paz —entender por Revolución mexicana la revuelta zapatista— era que el proceso histórico de 1910 a 1917 era visto como una experiencia sin ideas. Este tópico de una “Revolución sin ideas”, que reiterará Jean Paul Sartre a propósito de la Revolución Cubana, en 1960, reforzaba la connotación antropológica del evento revolucionario, como ritual de revelación de un ser, y como manifestación espontánea de una voluntad popular que, a la vez, cifraba una identidad nacional. La idea paciana de la Revolución mexicana era deudora, por tanto, de la tradición jacobina, anarquista y, en buena medida, trotskista de entender los procesos revolucionarios como eventos congelados en su máxima radicalidad, como sostendría Ferenc Feher en un libro clásico.[21]


          La historiografía sobre la Revolución mexicana, desde los años 60 del siglo XX, ha cuestionado varias de las ideas de Paz sobre la Revolución mexicana. No hay mucha sintonía entre esta visión unitiva y mítica de aquel proceso y los estudios canónicos de Jean Meyer, François-Xavier Guerra, Alan Knight, Friedrich Katz o Charles Hale.[22] Pero hay, naturalmente, interlocuciones entre el ensayo de Paz y textos posteriores sobre la Revolución, como el Zapata y la Revolución mexicana (1969) de John Womack y, sobre todo, La revolución interrumpida (1971) de Adolfo Gilly, con quien Paz sostuvo una interesante correspondencia en los años 70.


La prédica liberal 

En los alrededores de la revuelta juvenil de 1968, que Paz vive intensamente desde Nueva Delhi, hasta la renuncia a la embajada mexicana en la India, luego de la masacre de Tlatelolco, el autor de El laberinto de la soledad comprende y, de algún modo, desenmascara la sinécdoque. En un ensayo, precisamente titulado “Revuelta, revolución y rebelión”, e incluido en un volumen muy a tono con la filosofía libertaria de la Nueva Izquierda, titulado Corriente alterna (1967), Paz expone su preferencia por los conceptos de “revuelta” y “rebelión”, antes que por el de “revolución”. Sigue pensando que ésta última es cíclica, en relación con el pasado, pero, a diferencia de las primeras, que son “espontáneas y ciegas”, es siempre portadora de una dualidad: es violenta y, a la vez, lúcida, es espontánea y reflexiva, es arte y es ciencia.[23]


          En Posdata (1969), un ensayo en el que actualizaba las ideas de El laberinto de la soledad tras la masacre de Tlatelolco y la decadencia del autoritarismo postrevolucionario, Paz insistirá en que la segunda dimensión de la dualidad revolucionaria, aquella que se asocia, plenamente, al régimen, a la burocracia o al Estado, construido por toda Revolución, es la que choca con la conciencia crítica del intelectual moderno. Para Paz entonces es evidente que la Revolución mexicana, como la francesa, la rusa o la cubana, es un evento fundacional de esa modernidad, pero también un proceso histórico que desemboca en la edificación de un Estado autoritario que debe ser removido por una transición democrática. Una de las primeras críticas a la burocratización del socialismo cubano aparece, justamente, en Posdata, aunque con un guiño de “respeto y admiración” al Che Guevara, que no hay que ocultar:

El caso de Cuba se ajusta también al esquema que acabo de esbozar, aunque con la diferencia radical de que en Cuba ni siquiera hubo rebelión campesina: un pequeño ejército de revolucionarios liquidó a un régimen podrido y que carecía ya de todo apoyo popular, inclusive el de la burguesía. Las teorías sobre la guerrilla del infortunado comandante Guevara (la disidencia intelectual no excluye ni el respeto ni la admiración) fueron y son un extraño renacimiento de la ideología de Blanqui en pleno siglo XX. Extraño por inesperado y por desesperado. Pero Blanqui, al menos, fundaba su acción en la homogeneidad de la masa urbana, en tanto que la teoría de la guerrilla ignora la heterogeneidad entre el campo y la ciudad. Repetiré, por último, que si un movimiento campesino no se inserta en un proceso revolucionario más amplio de carácter nacional, se inmoviliza.[24]

La “crítica de la pirámide” en Posdata es, en buena medida, el punto de partida de una ascendente interpelación del autoritarismo mexicano, con sus dos pilares básicos —el partido hegemónico y el presidencialismo inacotado—, que Paz impulsará en los años 70, desde las páginas de la revista Plural (1971-1976) y que, de algún modo, desemboca en la fundación de la revista Vuelta y de la aparición del ensayo El ogro filantrópico (1979). Es en los 70, cuando Paz se instala en el centro de la esfera pública mexicana, como poeta, crítico y, a la vez, intelectual público, que su idea de la Revolución debe reajustarse al calor de las polémicas con la izquierda y con la derecha que generaba su apuesta por la democratización de México y América Latina. Una apuesta que, a la vez que lo colocaba en las antípodas del socialismo real en la URSS y Europa del Este, lo enfrentaba al gobierno cubano, a la Revolución Sandinista en Nicaragua y a las izquierdas simpatizantes de ambos regímenes. 


          En su estudio sobre la correspondencia entre Octavio Paz y Emir Rodríguez Monegal, Jaime Perales Contreras observa cómo desde Nueva Delhi el poeta mexicano siguió de cerca de la polémica entre Casa de las Américas y Mundo Nuevo y se identificó fuertemente con algunos escritores del boom como Julio Cortázar.[25] Paz, que por entonces se carteaba regularmente con Carlos Fuentes, muy cercano a Rodríguez Monegal y a Mundo Nuevo, envió a la revista parisina un ensayo sobre Rubén Darío y unas palabras en homenaje a André Breton, a la muerte del poeta francés en 1966.[26] Rodríguez Monegal, por su parte, le dedicó un ensayo elogioso en marzo de 1968.[27] Pero al estallar la polémica en torno al financiamiento de Mundo Nuevo y producirse la renuncia del crítico uruguayo, Paz cree que es conveniente lo que ha sucedido y que la coyuntura debe aprovecharse para fundar una nueva revista en París o en México, en la que se difunda lo mejor de la nueva narrativa latinoamericana —y también de la nueva poesía, que el mexicano no veía bien reflejada en Mundo Nuevo—, desde la plataforma política de una izquierda democrática. Se lo dice Paz a Fuentes en una carta de marzo de 1968, en la que también alude a Julio Cortázar:

Julio me enseñó la carta en que le cuentas la salida de Emir de Mundo Nuevo. Tú dices: es una lástima; de acuerdo, pero agrego: y una fortuna. El fin de Mundo Nuevo exige la aparición de nuestra revista. El mismo Julio lo piensa así (aunque, por razones que me parecen respetables, me ha dicho que no formará parte de nuestro Comité). Te contaré algo que te interesará: hablé con Plácido García Reynoso sobre nuestro proyecto. Se mostró entusiasmado y me dijo que no le parecía difícil conseguir ayuda de varias instituciones descentralizadas. La conversación con García Reynoso me ha animado mucho. También me levantó el espíritu una reciente carta de Arnaldo Orfila. Yo creo que debemos y podemos sacar la revista, con o sin ayuda francesa. Por mi parte, yo estoy más decidido que nunca y, si es necesario, regresaré a México en cuanto las cosas se pongan en marcha.[28]


          García Reynoso era Subsecretario de Comercio e Industria del gobierno de Díaz Ordaz y Orfila, ex director del Fondo de Cultura Económica, encabezada entonces la editorial Siglo XXI. La idea de Paz y Fuentes era que la nueva revista, con apoyo de instituciones autónomas del mundo editorial y cultural de México, retomara el proyecto de Mundo Nuevo, desde una perspectiva humanística más amplia, aunque con una orientación de política intelectual muy parecida, apegada a la posibilidad de un socialismo democrático en América Latina. El proyecto, como ha narrado en detalle John King, tomó forma definitiva con el apoyo de Julio Scherer García, director del periódico Excélsior desde 1968, quien, como Paz y Fuentes, había cuestionado el autoritarismo del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y la matanza de Tlatelolco.[29] 


          Cuando Arnaldo Orfila, que había viajado al Congreso Cultural de La Habana a fines de 1967, pero compartía con Paz el rechazo a la “necedad” de los ataques a Pablo Neruda porque asistió al encuentro del Pen Club de Nueva York, conoce el proyecto de la revista, rechaza inmediatamente cualquier continuidad con Mundo Nuevo.[30] Dice Orfila a Paz que no ve “conexión entre la revista que hemos pensado y Mundo Nuevo; no le oculto que no era ésta una publicación que gozara de mi simpatía, desde luego por todas las implicaciones políticas que alrededor de ella existían”.[31] En respuesta, Paz da la razón a Orfila: “no pensé que hubiese conexión ideológica, estética o política entre la revista que nosotros proyectamos y Mundo Nuevo”.[32] Pero era evidente que tanto Paz como Fuentes sí veían la conexión: la renuncia de Rodríguez Monegal y la “desaparición de Mundo Nuevo” ponían en crisis un modelo de “filantropía cultural”, si bien algunas pautas estéticas y políticas, como el repertorio del boom, la vanguardia artística occidental y la aproximación a la Nueva Izquierda descolonizadora y antiestalinista, debían pasar de una revista a otra.[33] Paz resume aquella herencia con una máxima extraída del artículo “La palabra enemiga” (1968) de Carlos Fuentes: “a partir de la izquierda, nuestra actitud es crítica —y sin excluir a la misma izquierda”.[34]


          Los primeros años de Plural describen claramente ese desplazamiento de una crítica que, a la vez que se posicionaba claramente contra las dictaduras militares latinoamericanas y los estragos de la sociedad industrial, no ocultaba sus reparos a la burocratización del socialismo en la URSS y Europa del Este. Christopher Domínguez Michael sostiene que Plural buscaba una “democratización de la política” latinoamericana y, también, del “gusto” y la cultura.[35] Como muestras de la primera democratización menciona el crítico mexicano la correspondencia entre Paz y el trotskista argentino, preso en Lecumberri, Adolfo Gilly, los artículos políticos de Daniel Cosío Villegas o la defensa de los disidentes de Europa del Este. Como prueba de lo segundo, los ensayos de Jorge Guillén sobre Paul Valéry o las ideas de Claude Lévi-Strauss sobre el mito o de Henri Michaux sobre los ideogramas chinos, incluidas desde el primer número.[36] 


          Agrega Domínguez Michael que aquella estrategia se regía por el principio de “ensanchar el centro para democratizar América Latina”, pero habría que preguntarse si no se trataba más de la deliberada proyección pública de una nueva izquierda democrática en la intelectualidad de la región. Los referentes de los primeros números de Plural —la crónica del concierto de Avándaro de Poniatowska, el desorden anarquista de Paul Goodman, las variables de futuro de Luis Villoro, la importancia de lo público para el desarrollo de Víctor Flores Olea o el llamado a cambiar el mundo de Noam Chomsky— eran de izquierda.[37] Sin embargo, al suscribir una noción de la narrativa latinoamericana que continuaba la teoría del boom de Mundo Nuevo y Emir Rodríguez Monegal y que no ocultaba su preferencia por Cortázar, Fuentes, Vargas Llosa, Cabrera Infante y Sarduy, aquella izquierda parecía ubicarse en un lugar específico de la Guerra Fría cultural latinoamericana.[38]


          En cuanto a Cuba, Christopher Domínguez Michael y John King llaman la atención sobre el cuidado inicial con que Paz se propuso enfocar el asunto. En carta a Tomás Segovia, por ejemplo, decía el poeta: “hay que ganarse el derecho a criticar a Cuba en lo que sea criticable, criticando antes a otros regímenes latinoamericanos, empezando por el de México”.[39] Pero más allá de que la crítica explícita al totalitarismo cubano demorara en aparecer en Plural —tal vez hasta el número 30, de marzo de 1974, dedicado a Solzhenitsyn y el gulag, aunque desde el número 6 de 1972, I. F. Stone había observado que las “características del stalinismo reaparecen en China bajo Mao y en Cuba bajo Castro”— lo cierto es que la ostensible presencia de Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y José Lezama Lima —a quien Ramón Xirau dedicó un apasionado ensayo en el primer número— era ya una elección estética y política.[40] 


          Tan evidente fue el posicionamiento de Plural frente a la falta de libertades en Cuba que en cuanto Scherer y Paz fueron expulsados del periódico Excélsior, por presiones del gobierno de Luis Echeverría, en el primer número de la nueva era de la revista, dirigido por el “responsable de la edición”, Roberto Rodríguez Baños, en julio de 1976, se incluye un artículo de Ángel Augier sobre “la Revolución Cubana en la poesía de Nicolás Guillén”, uno de los temas preferenciales de la cultura oficial cubana entre los años 70 y 80.[41] Que la salida de Octavio Paz y su grupo de Plural fue festejada en La Habana como un pequeño triunfo en la Guerra Fría cultural pudo constatarse en artículos de Armando Reyes Velarde en la nueva revista de Excélsior, como “El modelo revolucionario” o “Cuba: instituciones para la Revolución”, en los que se presentaba abiertamente el socialismo cubano como la vía a seguir por la izquierda mexicana.[42]


          Aunque todavía a fines de los 70, Paz decía defender un tipo de socialismo democrático para América Latina, su aproximación a la historiografía liberal de Daniel Cosío Villegas lo llevó a una crítica del saldo autoritario de la Revolución mexicana en aquella década que, en buena medida, prepara su paso al liberalismo en los años 80 y 90. En un texto en homenaje a Cosío Villegas, de 1976, Paz sostenía que la Revolución mexicana había fracasado en tres propósitos: “instaurar un régimen democrático, dar razonable prosperidad y dignidad a los ciudadanos, especialmente a los campesinos y a los obreros; y construir una nación moderna, dueña de sus recursos, reconciliada con su historia y decidida a enfrentarse a su futuro”.[43] 


          En eso Paz coincidía con Cosío Villegas. En lo que no coincidía era en la visión positiva y, por momentos, embelesada de la República Restaurada y, en menor medida, del Porfiriato. La modernización de fines del siglo XIX, según Paz, había generado un proceso civilizatorio “imitativo”. Como en El laberinto de la soledad, Paz tenía en cuenta la idea de la “imitación extralógica” de Gabriel Tarde, además de la crítica al mimetismo colonial de Frantz Fanon.[44] Pero a diferencia del psiquiatra martiniqueño, el poeta mexicano pensaba que la modernidad mexicana había llegado a un punto, sobre todo por la vía del mestizaje cultural entre la “máscara” y el “rostro”, que era imposible ya una vuelta a la “cultura nacional” que implicara un regreso a Tenochtitlan o a la Nueva España.[45] Paz concluía que Cosío Villegas tenía razón en enfatizar el status moderno que alcanzaba la historia de México, a partir de la Reforma, y corregía su idea histórica de la Revolución, expuesta en El laberinto de la soledad, al asegurar que “los tres proyectos —el liberal, el positivista y el revolucionario— son variantes de la misma idea. Los une el mismo propósito y los anima la misma voluntad: convertir a México en una nación moderna”.[46]


          Estudiosos de la obra de Paz como Yvon Grenier, Maarten van Delden y, más recientemente, José Antonio Aguilar y Christopher Domínguez Michael, han observado que el desplazamiento al liberalismo del poeta entre los años 70 y 80 produjo un cambio en su narrativa sobre la Revolución que, en buena medida, decidió la ruptura con la izquierda tradicional.[47] Uno de los elementos centrales de ese cambio, que tiene ver con el posicionamiento de Paz frente a la Revolución Sandinista y el modelo cubano en América Latina, que ve como proyección regional del “socialismo real”, y, a la vez, con el apoyo a las transiciones democráticas en España y Europa del Este,  es que, ahora, su idea de la Revolución se vuelve más universal y transhistórica. En ensayos de aquellas décadas, como El ogro filantrópico (1979), Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), Tiempo nublado (1983) y Pequeña crónica de grandes días (1990), Paz muestra mayor familiaridad con la historia de México, América Latina, Europa y Estados Unidos. 


          La idea de la Revolución no está controlada ya por la experiencia mexicana y, dentro de esta, por el capítulo zapatista, sino que expone mayores conexiones con la historia de Francia y Rusia, Estados Unidos y América Latina. El Paz de aquellas décadas, inmerso en las guerras culturales del último tramo de la Guerra Fría, cuestiona, a la vez, el totalitarismo comunista y el imperialismo norteamericano, desde cápsulas históricas que tienen dos revoluciones en su origen. Aunque Paz, como ha observado Xavier Rodríguez Ledesma, algunas veces cayó en el error de atribuir a Karl Marx la semilla del totalitarismo soviético, nunca dejó de compartir una visión favorable de la revolución bolchevique que, en buena medida, era otra variante de su simpatía juvenil por León Trotski.[48] Si el totalitarismo soviético, que se extendió a Europa del Este tras la Segunda Guerra Mundial, era, a su juicio, resultado de la mezcla de burocratización de la sociedad y de la férrea autocracia estalinista, el imperialismo norteamericano, tan costoso para las soberanías latinoamericanas, en los siglos XIX y XX, era una distorsión, en la política exterior, de los valores republicanos y democráticos encarnados por la Revolución de 1776.


          En la historia moderna de Estados Unidos y Rusia, México y Cuba, había una revolución en el origen que para el Paz liberal seguía teniendo sentido como evento fundacional. Los textos históricos y políticos de Paz durante los años 80 todavía están marcados por ese culto originario a la Revolución como motor de la historia, como acontecimiento romántico por excelencia, que traía aparejado, en la mayoría de los casos, una cultura crítica o vanguardista. Son esos los años en que la idea de la Revolución en Paz se aparta más de las nociones de “revuelta” o “rebelión”, que había privilegiado en el momento libertario del 68. No es extraño que la sacudida que representó la caída del Muro de Berlín en 1989 y el inicio de las transiciones al mercado y la democracia en Europa del Este, desestabilizaran ese concepto y provocaran una aproximación de Paz a la historiografía liberal sobre las revoluciones modernas. 


          Una vía de acceso a esa historiografía fue la obra del historiador francés François Furet, quien sería una presencia constante en la revista Vuelta durante los años 90. El gran historiador francés no sólo se convertiría en un referente clave para el concepto de la Revolución en Paz sino también para la reinterpretación del comunismo en el siglo XX, a la luz de la caída del Muro de Berlín, la descomposición del bloque soviético y las transiciones en Europa del Este, a partir de la aparición de su libro El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX (1995). Un artículo de Furet, aparecido en el número 160 de Vuelta, en marzo de 1990, y titulado “La historiografía de la Revolución Francesa”, sintetizaba muy bien el enfoque liberal, adelantado en el clásico Pensar la Revolución Francesa (1980). Aunque Furet se cuidaba mucho de entender la Revolución como una sucesión de fases, ideológica y políticamente disímiles, entre 1789 y la caída de Napoleón en 1814, sostenía en aquellos textos que el “espíritu de la Revolución se revelaba”, sobre todo, en el terror jacobino de 1793.[49]


          Furet asumía inscribirse en la tradición historiográfica liberal de Alexis de Tocqueville, pero lo cierto era que sus propios estudios sobre la Revolución, así como los de Mona Ozouf, partían de un concepto de “revolución” diferente al del autor de La democracia en América. En su obra El Antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville no entendía el fenómeno revolucionario como algo limitadamente relacionado con el año 89 o con el 93 sino como un proceso largo de destrucción del antiguo régimen, que comenzaba con la centralización borbónica en el siglo XVIII y se extendía hasta las otras dos revoluciones francesas de la primera mitad del siglo XIX, la de 1830 y la de 1848. Ese prolongado e “inmenso trastocamiento de las cosas”, en Francia, era la Revolución: un proceso, paradójicamente, más determinado por el antiguo régimen que por la Revolución misma que, al decir de Tocqueville, sólo había aportado “la atrocidad de su genio”.[50] Furet coincidía con Tocqueville y el liberalismo decimonónico francés en el rechazo al jacobinismo, pero divergía en cuanto a la comprensión del fenómeno revolucionario como un proceso de larga duración. 


          Furet era consciente de que su idea de la frontera entre el antiguo régimen y la Revolución, en Francia, era más precisa que la de Tocqueville. En una entrevista que le hiciera Julián Meza, en aquel mismo número de Vuelta, el historiador reiteraba sus elogios y citas de Tocqueville, pero confirmaba que el año 89 era para él mucho más importante que para su maestro y sostenía que era más fácil señalar el principio que el fin de la Revolución Francesa.[51] La coincidencia del bicentenario de la Revolución Francesa, con la caída del Muro de Berlín, le facilitaba, a su vez, el paralelo entre dos grandes revoluciones modernas, la francesa y la rusa. Según Furet, la gran diferencia entre ambas residía en que la francesa era un evento fundacional de la modernidad, mientras que la bolchevique, a través del comunismo, abandonaba ese sentido “matricial”. Lo que conectaba las dos revoluciones era el “episodio jacobino”, que Furet, un tanto obsesivamente, pensaba como el principal antecedente del bolchevismo.


          La familiaridad que Paz alcanzó con las ideas de François  Furet y, a través de éste, con las de Alexis de Tocqueville, se advierte en varios textos de aquellos años, pero especialmente en el ensayo “Poesía, mito y revolución”, el discurso que pronunció al recibir, justamente, el Premio Alexis de Tocqueville, de manos del presidente francés François  Mitterand, en el verano de 1989. Allí Paz sostenía que la Revolución era uno de los conceptos clave de la modernidad y proponía comprender la “fascinación” por el fenómeno revolucionario como una actitud emblemática de la cultura secular, heredada de la Ilustración y el romanticismo, entre los siglos XVIII y XIX. Involucrado, como estaba, en el debate sobre la modernidad y la postmodernidad —era uno de los pocos intelectuales latinoamericanos inmersos en aquella discusión—, Paz entendía que cualquier argumentación sobre la crisis del orden moderno, emplazaba inevitablemente la idea de Revolución, que veía atrapada en una contradicción insoluble:

Desde el momento en que apareció en el horizonte histórico, la Revolución fue doble: razón hecha acto y acto providencial, determinación racional y acción milagrosa, historia y mito. Hija de la razón en su forma más rigurosa y lúcida: la crítica, a imagen de ella, es a un tiempo creadora y destructora; mejor dicho: al destruir, crea. La Revolución, es ese momento en que la crítica se transforma en utopía y la utopía encarna en unos hombres y en una acción. El descenso de la razón a la tierra fue una verdadera epifanía y como tal fue vivida por sus protagonistas y, después, por sus intérpretes. Vivida y no pensada. Para casi todos la Revolución fue una consecuencia de ciertos postulados racionales y de la evolución general de la sociedad; casi ninguno advirtió que asistían a una resurrección. Cierto, la novedad de la Revolución parece absoluta; rompe con el pasado e instaura un régimen racional, justo, y radicalmente distinto al antiguo. Sin embargo, esa novedad absoluta fue vista y vivida como un regreso al principio del principio. [52]

Y agregaba:   

En suma, la Revolución es un acto eminentemente histórico y, no obstante, es una restauración del tiempo original. Hija de la historia y la razón, la Revolución es la hija del tiempo lineal, sucesivo e irrepetible; hija del mito, la Revolución es un momento del tiempo cíclico, como el giro de los astros y la ronda de las estaciones. La naturaleza de la Revolución es dual pero nosotros no podemos pensarla sino separando sus dos elementos y desechando el mítico como un cuerpo extraño… y no podemos vivirla sino entrelazándolos. La pensamos como un fenómeno que responde a las previsiones de la razón; la vivimos como un misterio. En este enigma reside el secreto de su fascinación. [53] 


          La doble condición mítica e histórica del fenómeno revolucionario tenía, a su vez, un efecto dual sobre la ciudadanía. Por un lado, la Revolución liberaba e, incluso, emancipaba, pero, por el otro, oprimía y sojuzgaba. En Francia o en Rusia, en México o en Cuba, la Revolución había creado estados autoritarios y, al mismo tiempo, había generado una vertiginosa politización de la ciudadanía. La entrada en política de las grandes masas era, también, una entrada en la historia, un espectáculo que seguía fascinando a Paz, aunque, al mismo tiempo, lo perturbaba por la dominación burocrática que era capaz de ejercer el Estado revolucionario. El encanto de la revuelta, que Paz desarrolló desde sus lecturas trotskistas y libertarias de juventud, aún pervivía en el Paz maduro. Sin embargo, esa condición doble del fenómeno revolucionario le permitía abandonar la ambivalencia entre revuelta y revolución que predominaba en sus textos juveniles.


          El Paz liberal de los años 80 y 90, que celebra la caída del Muro de Berlín y reprueba el levantamiento zapatista de 1994, es, paradójicamente, más simpatizante de la Revolución que de la revuelta. Con Tocqueville y Furet piensa la Revolución como un proceso emblemático de la modernidad que debe ser purgado de sus tendencias al despotismo. Tanto el jacobinismo como el bonapartismo, el bolchevismo o el estalinismo, eran corrientes propias de todo cambio revolucionario, que debían ser conjuradas por la democracia. La función del liberalismo era, justamente, esa: servir de dique filosófico a las formas despóticas generadas por la Revolución, preservando el gobierno representativo y haciéndolo transitar al orden democrático. 


          Como observa Christopher Domínguez Michael, en las páginas finales de su biografía, hay un priismo sutil e inconfeso en el Paz tardío, que se explica por el encargo providencial que el poeta asignaba al Estado mexicano en la democratización del país. Las últimas escenas de la vida del poeta, custodiado por el presidente Ernesto Zedillo y el Ejército mexicano, en la casona del conquistador Pedro de Alvarado, en Coyoacán, confirman la imagen patriarcal del Nobel, pero también su fe en la Revolución mexicana como piedra angular de la historia de México: “tocaba al Estado mexicano, como lo entendió Ernesto Zedillo, con afecto y gallardía, acoger al jefe espiritual de nuestra cultura. Fue, a mis ojos, un buen final: el anciano hijo de la Revolución mexicana quedaba al cuidado del ejército que se formó para llevarla al poder. Paz mismo fue servidor y crítico de ese Estado revolucionario que consideró una de las invenciones políticas más eficaces, aunque no la más honrada ni la más democrática, de su siglo”.[54]


          Si el liberalismo en el último Paz, como se ha dicho, es más un temperamento que una doctrina o una ideología, debería relacionarse con un lenguaje político e, incluso, una prédica intelectual, encaminada a lograr que el Estado autoritario mexicano, construido por el presidencialismo y el partido hegemónico, facilitara y condujera, entre los años 80 y 90, una transición pacífica a la democracia. Habría que concluir, por tanto, que a su muerte en 1998, lo que el poeta, a partir de otras experiencias como la española, la portuguesa, la suramericana o la de Europa del Este, entendía como tránsito a la democracia, comenzaba a darse también, a su manera, en México. La propia biografía intelectual y política de Octavio Paz parecía recorrer el viaje de su propio siglo, de la Revolución a la Democracia.



NOTAS

[1] Esta idea de Paz como “hijo de la Revolución” se reitera en los mejores estudios históricos o biográficos  sobre su obra: Jorge Aguilar Mora, La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, México, Era, 1978; Guillermo Sheridan, Poeta con paisaje. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz, México, Era, 2004; Enrique Krauze, El poeta y la Revolución, México, Mondadori, 2014; Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, México, Aguilar, 2014.

[2] Octavio Paz, Libertad bajo palabra. Obra poética (1935-1957), México, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 85-92.

[3] Ibid, p. 105.

[4] Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, México, Aguilar, 2014, pp. 103-128.

[5] David Brading, Octavio Paz y la poética de la historia mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 15-32.

[6] Octavio Paz, Huellas del peregrino. Visiones del México independiente y revolucionario, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 13 y 17.

[7] Ibid, p. 17.

[8] Ibid, p. 14.

[9] Ibid, p. 16.

[10] Ibid, p. 21.

[11] Ibid.

[12] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Fondo de Cultura Económica, 2004, p. 148.

[13] Ibid, p. 149.

[14] Ibidem.

[15] Ibidem.

[16] Ibidem.

[17] Enrico Mario Santí, “Introducción”en Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Madrid, Cátedra, 1995, pp. 989-112.

[18] Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp. 216-227.

[19] Jesús Silva Herzog, Breve historia de la Revolución Mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 1960, pp. 222-232.

[20] Paz, El laberinto..., op. cit., p. 153.

[21] Ibid, p. 159.

[22] Ferenc Feher, La revolución congelada. Ensayo sobre el jacobismo, Madrid, Siglo XXI, 1989, pp. 195-200.

[23] Para un repaso de la historiografía de la Revolución mexicana ver Luis Barrón, Historia de la Revolución mexicana, México, Fondo de Cultura Económica, 2004.

[24] Octavio Paz, Huellas del peregrino. Vistas del México independiente y revolucionario, México, Fondo de Cultura Económica, 2010.

[25] Ibid, p. 64.

[26] Jaime Perales Contreras, “Octavio Paz y el círculo de Mundo Nuevo” en Estudios, número 102, volumen 10, otoño de 2012, pp. 186-193; Jaime Perales Contreras, Octavio Paz y su círculo intelectual, México, Ediciones Coyoacán, 2013, pp. 102-126.

[27] Octavio Paz, “André Breton” en Mundo Nuevo, México, número 6, diciembre de 1966, pp. 59-62; Octavio Paz, “Presencia y presente”, número, mayo de 1968, pp. 4-44.

[28] Emir Rodríguez Monegal, “Octavio Paz: poesía y crítica”en Mundo Nuevo, México, número 21, marzo de 1968, pp. 55-61.

[29] Carlos Fuentes, Papers, Box 306, Folder, 2, FLPU.

[30] John King, Plural en la cultura literaria y política latinoamericana. De Tlatelolco a El ogro filantrópico, México, Fondo de Cultura Económica, 2011, pp. 85-126.

[31] Arnaldo Orfila y Octavio Paz, Cartas cruzadas. 1965-1970, México, Siglo XXI, 2016, p. 193.

[32] Ibid, p. 218.

[33] Ibid, p. 222.

[34] Ibidem.

[35] Ibid, p. 224

[36] Domínguez,  op. cit.,p. 358.

[37] Plural, número 1, octubre de 1971, pp. 1-4 y 8-20.

[38] Elena Poniatowska, “Avándaro” en Plural, número 1, octubre de 1971, pp. 34-40; Paul Goodman, “Confusión y desorden” en Plural, México, número 2, noviembre de 1971, pp. 32-35; Victor Flores Olea, “¿Iniciativa o sector público?” en Plural, México, número 3, diciembre de 1971, pp. 32-33; Luis Villoro, “Variables para el futuro” en Plural, México, número. 3, diciembre de 1972, pp. 35-37; Noam Chomsky, “Cambiar el mundo” en Plural, México, número 4, enero de 1972, pp. 33-39.

[39] “Mesa Redonda ¿Es moderna la literatura mexicana” en Plural, México, número 1, octubre de 1971, pp. 25-31; Julio Cortázar, “Verano” en Plural, México, número 2, noviembre de 1971, pp. 3-6; Severo Sarduy, “Gran mandala de la divinidades irritadas y detentoras del saber” en Plural, México, número 3, diciembre de 1971, pp. 14-16; Emir Rodríguez Monegal, Plural, México, número 4, enero de 1972, pp. 29-32.

[40] King, op. cit. pp. 156-158;  Domínguez, op. cit, p. 355.

[41] Ramón Xirau, “José Lezama Lima: de la imagen y la semejanza” en Plural, México, número 1, octubre de 1971, pp 6-7; Guillermo Cabrera Infante, “Minotauromaquias” en Plural, México, número 5, marzo de 1972, pp. 6-8; I. F. Stone, “La traición de la psiquiatría” en Plural, México, número 6, abril de 1972, pp. 38.

[42] Ángel Augier, “La revolución cubana en la poesía de Nicolás Guillén” en Plural, número 11, volumen 5, agosto de 1976, pp. 47-61. Sobre el golpe a Excelsior, en 1976, que coincide con la época de los golpes militares de la derecha latinoamericana,  ver Vicente Leñero, Los periodistas, México, Seix Barral, 2015, pp. 59, 238, 309 y 333, y John King, op. cit.,pp. 285-292.

[43] Armando Reyes Velarde, “El modelo revolucionario” en Plural, número 1, volumen 6, octubre de 1976, pp. 13-15; Armando Reyes Velarde, “Cuba: instituciones para la Revolución” en Plural, número 3, volumen 6, diciembre de 1976, pp. 17-21.

[44] Paz, op. cit., p. 96.

[45] Ibid, pp. 102-103.

[46] Ibid, p. 103

[47] Ibid, p. 102.

[48] Yvon Grenier, Del arte a la política: Octavio Paz y la búsqueda de la libertad, México, Fondo de Cultura Económica, 2004; Marten van Delden, “Double Itinerary: Narratives of the Revolution in Octavio Paz” en Roberto Cantú, The Willow and the Spiral: essays on Octavio Paz and the Poetic Imagination, Newcastle, Cambridge Scholars Publishing, 2014, pp. 156-169; José Antonio Aguilar Rivera, “Vuelta a Paz” en Nexos, México, número 433, enero de 2014.

[49] Xavier Rodríguez Ledesma, El pensamiento político de Octavio Paz: las trampas de la ideología, México D.F., UNAM/ Plaza y Valdés, 1996, pp. 240-260. Ver también Armando González Torres, Las guerras culturales de Octavio Paz, México D.F. Colibrí, 2002.

[50] Francois Furet, “La historiografía de la Revolución francesa”, Vuelta. número 160, marzo, 1990.

[51] Alexis de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, México, Fondo de Cultura Económica, 1998, pp. 79 y 271.

[52] Julián Meza, “1789: la invención del Antiguo Régimen y la Revolución” en Vuelta, número 160, marzo 1990.

[53] Octavio Paz, La casa de la presencia. Poesía e historia, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, pp. 523-524.

[54] Ibid, p. 524.

[55] Domínguez, op. cit.,p. 567.


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