Conversaciones y novedades

Revolución y revelación en Octavio Paz

Yvon Grenier

Año

2004

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Recontextualizaciones

 

Zapata y Villa en Palacio Nacional, 6 de diciembre de 1914. Fotografía de Agustín Víctor Casasola. Archivo del INAH.

Yvon Grenier es profesor e investigador en la Universidad St. Francis Xavier de Nueva Escocia, Canadá, Grenier es especialista en México, Cuba y América Central. Es autor, con nuestro consejero Maarten van Delden, de Gunshots at the Fiesta. Literature and Politics in Latin America. Lo que sigue es un fragmento —que reproducimos con su autorización— de su libro Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad, que también puede adquirirse en inglés. La traducción es de Ricardo Rubio.


 

Paz nunca propuso una nueva teoría de la revolución. Debe observarse esto sin olvidar qué poco novedoso se ha dicho al respecto desde Tocqueville. No obstante, los textos de Paz sobre la revolución son refrescantes gracias a su conciencia de las múltiples dimensiones complementarias, y en ocasiones paradójicas, de este fenómeno distintivo de la modernidad.

La revolución es un fenómeno moderno pero con hondas raíces en la premodernidad. Paz, junto con muchos más, nos recuerda que la revolución es tanto un salto hacia el futuro como un intento de reconciliar el presente con algunos orígenes míticos. Por ejemplo, es bien sabido que Zapata deseaba recuperar el statu quo previo a las reformas liberales y a la “modernización” de Porfirio Díaz. Una revolución puede tener una serie de motivaciones, no todas progresistas o compatibles. En una fórmula clásica suya, por ejemplo, Paz presenta la revolución como una “pasión generosa y un fanatismo criminal, una iluminación y una obscuridad”. La Revolución mexicana fue tanto tradicional como progresista, pues

se desplegó en dos direcciones: fue el encuentro de México consigo mismo y en esto reside su originalidad histórica y su fecundidad; además, paralelamente, fue y es la continuación de las distintas tentativas de modernización del país, iniciadas a fines del siglo XVIII por Carlos III e interrumpidas varias veces.

Es visible el gozo de Paz al analizar la “fiesta de las balas” desde distintos ángulos —histórico, político, psicológico, mitológico y artístico— y siempre con su famosa propensión a ver, en las contradicciones aparentes, dimensiones complementarias de fenómenos amplios y complejos, y en fenómenos en apariencia simples y homólogos, mosaicos sincréticos. Quizá valga la pena recordar al lector que toda esta sutileza se articuló en un país y región donde la palabra mágica “revolución” es de amplio uso en un sentido estrictamente maniqueo, si es que el PRI, o, más recientemente, el PRD, no la privaron ya de todo significado. 

La revolución es, para Paz, la expresión política máxima de la ideología del progreso. Sin éste, el concepto de revolución sería absurdo, pues revolución menos progreso no es sino “revuelta”. La revolución es la idea política progresista par excellence, la creencia última en una tabula rasa y la producción sistemática de un futuro mejor. De este modo, sus críticas al progreso, la modernidad y la revolución son en esencia una y la misma y, no obstante, el fenómeno de la revolución merece una atención especial en los textos de Paz, pues yace en la encrucijada turbulenta donde convergen y en ocasiones colisionan tres de sus grandes pasiones: su búsqueda perdurable del cambio radical, su afecto romántico y personal por la Revolución mexicana y su feroz crítica a la retórica revolucionaria que elaboran sus colegas intelectuales. 

La postura de Paz respecto de la revolución está, como la misma historia política de México, llena de paradojas. A riesgo de parecer un lugar común, diría que su corazón deseaba creer en la revolución mientras su mente la rechazaba de modo deliberado, disposición que lo dotó de una posición ventajosa (si bien incómoda) para entender este cenit de pasión y razón. En otras palabras, Paz ofrece tanto una apología de la Revolución mexicana como una crítica liberal de las revoluciones en general, en particular de las que defendieron sus colegas intelectuales contemporáneos mexicanos (y latinoamericanos). Es interesante observar que Paz llama a la revolución la “religión pública de la modernidad”, y a la poesía, la “religión privada de la modernidad”, que es lo mismo que decir que revolución y poesía tienen una base religiosa común. Ambas son imposibles de comprender sin considerar los impulsos irracionales que las anima, la búsqueda de algo que está más allá, o en algún lugar más profundo, del reino de los “intereses”. Este “algo” es la búsqueda cuasirreligiosa de una reconciliación total con el otro, tanto fuera como dentro de uno mismo, y es inasequible en términos estrictamente morales o políticos; está, por decirlo así, en algún grado significativo, más allá del bien y del mal.

En su juventud, este vástago de un activista zapatista y nieto de un pensador liberal muy independiente y en ocasiones rebelde, se vio cautivado por la musa, la revolución. Mucho después de perder casi todas sus ilusiones acerca de los modelos de revoluciones políticas en el mundo, permaneció en él el encanto de la posibilidad de una revolución estética e incluso moral. Por ejemplo, su pasión por el surrealismo fue más moral que artística y mucho más artística que política. Por moral debe entenderse no una doctrina exhaustiva, sino un intento romántico de changer la vie mediante la renovación del lenguaje, un deseo de creer en la capacidad de los artistas de cambiar a la sociedad de forma drástica. Incluso su obstinación en creer que el “socialismo no está muerto” —tras la debacle que ese edificio ideológico padeció desde todos los ángulos posibles— puede leerse como un acto de fe desesperado por parte de alguien que nunca separó —como afirmó en una entrevista con Guillermo Sheridan en 1997— “lo que siento de lo que pienso”. Se tiene la impresión de que Paz sentía que era su deber defender el cambio radical de los partidarios del statu quo y éste, desde una perspectiva democrática pluralista, de los revolucionarios irresponsables y profesionales.

Paz desconfiaba de la clase de muralismo ideológico que patrocinaron varios gobiernos mexicanos. No obstante, prestó un apoyo consistente a los mitos legitimadores centrales del régimen en curso: la naturaleza en esencia popular y radical de la Revolución mexicana. Para él, se trató de un momento unificador, un momento de la verdad en que el pueblo se descubrió a sí mismo como uno solo. Más allá de la Revolución de Zapata, Madero o Pancho Villa, siempre hay en Paz esta revolución mítica, única e indivisible. Nacido en el seno de una familia que participó de forma directa en la Revolución, Paz probablemente se identifica con ella. Cuando sostiene que la “Revolución mexicana fue el inesperado rebrotar de una vieja raíz comunitaria y libertaria”, es tentador observar que él también reconoce su propia deuda comunitaria y libertaria con su entorno. La Revolución mexicana, como señala en Posdata (1970), carecía de base ideológica —la característica más importante para un romántico—, omisión que, en su opinión, permitió al término “revolución” quizá “ceder a una facilidad lingüística”. Expresa esta postura en su discurso de aceptación del Premio Nobel:

A diferencia de otras revoluciones del siglo XX, la de México no fue tanto la expresión de una ideología más o menos utópica como la explosión de una realidad histórica y psíquica oprimida. No fue la obra de un grupo de ideólogos decididos a implantar unos principios derivados de una teoría política; fue un sacudimiento popular que mostró a la luz lo que estaba escondido. Por esto mismo fue, tanto o más que una revolución, una revelación. México buscaba el presente afuera y lo encontró adentro, enterrado, pero vivo. 

Esto apunta a un nivel más de análisis del fenómeno revolucionario por parte del autor de La otra voz. Durante décadas, Paz reflexionó sobre la necesidad de recobrar “realidades enterradas”, con lo que se refería a prácticas populares antiguas tanto de los pueblos indígenas como de los asentamientos europeos. De forma interesante, Paz busca de nuevo raíces preliberales, premodernas, de libertad. Acerca de estas “realidades enterradas”, afirma:

Es la misma realidad subterránea que aparece en los movimientos campesinos europeos de la época de la Reforma y, en México, en todos los levantamientos agrarios desde la Colonia hasta el siglo XX. Los intelectuales deben recoger esta herencia, sembrar esa semilla de verdad y repensar en la promesa que esconde: vivir en armonía en pequeñas comunidades es una aspiración social e individual, ética y estética que ilumina, en todas las civilizaciones, a la antigua noción de edad de oro. 

Y sobre estas semillas de libertad y democracia del tiempo de la Colonia:

En el caso de México —lo mismo puede decirse de otros países de América Latina— los principios democráticos fueron implantados, en primer término, por los españoles: ayuntamientos, audiencias, visitadores, juicios de residencia y otras formas de autogobierno y crítica del poder. Estas semillas democráticas fueron desarrolladas y radicalizadas, sucesivamente, por los “ilustrados” del siglo XVIII y, sobre todo, por los hombres que lucharon por la independencia de nuestro país y por los que consumaron, en los siglos XIX y XX, la reforma política democrática. En este sentido, la democracia mexicana —o más exactamente: los siempre amenazados islotes democráticos del México contemporáneo— ha sido una recreación original, con frecuencia heroica, de unos principios descubiertos por los pueblos y los intelectuales europeos en su lucha contra las distintas formas de dominación que ha conocido el hombre desde su origen.

La postura de Paz ante la Revolución mexicana debe entenderse desde la posición privilegiada anterior. Lejos de ser tan sólo una ruptura, fue de hecho el despertar de algo sin dirección y apenas “racionalizado”; fue una suerte de resurrección. Lo que otorga a la Revolución mexicana su encanto, fue para Paz su disimulada dimensión no revolucionaria que resultó ser su real subestructura popular, no racionalizada, “romántica”. No tenía futuro, pero, de forma muy parecida a la poesía, sí tenía una presencia, pues se conectaba con esta realidad subterránea y enterrada. Esto nos lleva de regreso al tema que fue origen de tanta aflicción para Paz: la relación entre la poesía y la política revolucionarias. Como sostiene en El arco y la lira:

La gesta de la poesía de Occidente, desde el romanticismo alemán, ha sido la de sus rupturas y reconciliaciones con el movimiento revolucionario. En un momento o en otro, todos nuestros grandes poetas han creído que en la sociedad revolucionaria, comunista o libertaria, el poema cesaría de ser ese núcleo de contradicciones que al mismo tiempo niega y afirma la historia. En la nueva sociedad la poesía será al fin práctica.

La revolución y la poesía apuntan al mismo ideal, pero sólo una lo ha alcanzado: la segunda. A la revolución la confiscaron ideologías autoritarias, mientras la posibilidad misma de revolución se evaporó con la propia modernidad. La revolución política se relaciona con los acomodos del poder, mientras la poesía se refiere a una dimensión mucho más profunda y fundamental de la experiencia humana. La poesía es, una vez más, el premio de consolación de la modernidad. Esto se relaciona con la crítica liberal de Paz a la revolución. 

Paz fue un producto lúcido del siglo XX; creyente en el cambio radical, poco a poco moldeó sus creencias de las contingencias de la historia. Una evaluación rápida de las revoluciones modernas revela que la Revolución estadunidense generó una república estable con la mayoría de las características estructurales básicas de una democracia, pero esta Revolución no fue precisamente la clase de juego suma-cero que se suele denominar revolución; se trató primero y antes que nada de una guerra de independencia que cortó los lazos institucionales con una matriz semejante pero lejana. Todos los demás casos de revoluciones modernas produjeron en esencia el mismo resultado: un Estado más fuerte, más centralizado, más penetrante (Francia y México) y casi siempre más autoritario, militarizado y represivo (todas las revoluciones del siglo XX, con la posible excepción de la Revolución mexicana). Todas las revoluciones del siglo XX tuvieron su Lenin, excepto los mexicanos, que contaron con muchos Mirabeaus, Saint-Justs y Napoleones.

Así, a la crítica romántica del liberalismo y a la aclamación romántica de la revolución, Paz añade una crítica liberal a la revolución. En su discurso de aceptación del Premio Tocqueville (1989), Paz nos dice por qué es necesaria e insuficiente una crítica liberal a la revolución.

La crítica de las revoluciones ha sido hecha por los nostálgicos del orden antiguo y por los liberales (en el sentido amplio del término liberal: más que una doctrina un temple filosófico y político). A la inversa de la crítica reaccionaria, la liberal ha sido eficaz: desmontó las construcciones ideológicas de las revoluciones, les arrancó la máscara religiosa y las mostró en su desnudez histórica, profana. El liberalismo no se propuso substituir esas construcciones con otras; la índole misma de esta tradición intelectual, esencialmente crítica, le ha prohibido proponer, como las otras grandes filosofías políticas, una metahistoria. Este dominio había sido antes de las religiones; el liberalismo no ofreció nada en cambio y circunscribió la religión a la esfera privada. Fundó la libertad sobre la única base que puede sustentarla: la autonomía de la conciencia y el reconocimiento de la autonomía de las conciencias ajenas. Fue admirable y también terrible: nos encerró en un solipsismo, rompió el puente que unía el yo al tú y ambos a la tercera persona: el otro, los otros. Entre libertad y fraternidad no hay contradicción sino distancia —una distancia que el liberalismo no ha podido anular—.

La crítica liberal de Paz a la revolución —en especial a las revoluciones, no a la mexicana— comienza con una tipología de violencia política y una proposición sobre la relación entre revolución y desarrollo. En Corriente alterna (1967) y Posdata, así como en varias publicaciones posteriores, Paz descompone el concepto omnisciente y encantador de revolución en tres categorías distintas: revolución, revuelta y rebelión. De hecho, la distinción entre revuelta y rebelión nunca es del todo clara, y la principal se encuentra entre estas dos, por una parte, y revolución, por otra. Una gran revolución —la francesa, por ejemplo— tiene dos características fundamentales: es producto del desarrollo y tiene un significado e implicación universales. En México se dio una conexión entre revolución y socialismo que Paz no explora de modo sistemático. En una larga entrevista publicada en 1977 sostiene que “el socialismo fue pensado y diseñado para los países desarrollados”, lo que significa que no sólo la revolución es inasequible para los países tercermundistas, sino el socialismo también.

En cambio, las llamadas revoluciones del Tercer Mundo son expresiones de un ayuno particular de dimensión universal. Estas “revueltas” son por lo general producto del subdesarrollo y sus protagonistas no son clases sociales o individuos, sino “naciones”. Esto, en su opinión, “es la gran limitación —sería más acertado decir: condenación— de todas las revoluciones en los países atrasados, sin excluir, por supuesto, ni la rusa ni la china”. Paz nunca explica esta intuición con la clase de elaboración teórica y empírica que satisfaría a un científico político, pero se entiende con facilidad que, para él, sólo las naciones más “avanzadas” tuvieron los medios suficientes para contemplar siquiera la utopía de “colonizar el futuro”. Los países subdesarrollados como los latinoamericanos están demasiado fragmentados, son demasiado elitistas y muy poco democráticos para intentar nada más que revueltas caudillescas y “revoluciones de palacio”. 

Para Paz, la revolución ya no es posible en el “centro” desarrollado (en oposición a “periferia”), por razones que no desarrolla de modo sistemático más allá de la explicación lógica de que las revoluciones necesitan una ideología omnisciente, una “gran narrativa”, una creencia sólida en la posibilidad de una base social fuerte; parafernalia que está todo menos extinta en el ocaso de la modernidad. En efecto, ¿cuál sería una ideología revolucionaria posible a finales del siglo XX? Y más aún, si la revolución propiamente dicha no es ya una opción en el mundo desarrollado y si tampoco lo es en el subdesarrollado (donde nunca lo fue, en primer lugar), invocar la “palabra mágica” en el mundo de hoy no es más que un engaño. En consecuencia, los revolucionarios contemporáneos —Castro, Che Guevara, los sandinistas, Marcos, etcétera— son en parte charlatanes, a menudo de la clase peligrosa. Uno no adquiere mucha popularidad en los círculos intelectuales latinoamericanos con esa clase de ideas.