En la mirada de otros

En la mirada de Antonio Calera-Grobet

Antonio María Calera Grobet

Año

1995

Lugares

Ciudad de México

Tipología

Memorias

Temas

Últimos años

Lustros

1995-1999

 

Antonio María Calera-Grobet, desconocida, Paz y Carmen Beatriz López Portillo, en el Claustro de Sor Juana, 1995

El escritor Antonio Calera-Grobet autoriza la reproducción de esta pequeña selección publicada originalmente con el título “Octavio Paz y yo”, en el periódico Sin Embargo, el 9 de julio de 2023. Esta breve muestra ilustra la estrecha relación que Paz mantuvo con la figura Sor Juana, pero también con el recinto donde ella pasó los últimos 25 años de su vida: el exconvento de San Jerónimo, lo que ahora es la Universidad del Claustro de Sor Juana. (AP)


 

El 17 de diciembre de 1997, pocos meses antes de morir, Octavio Paz apareció en la antigua Casa Alvarado, en Coyoacán. En silla de ruedas y hecho añicos por el cáncer que sufría

 

1.  1995.


En el año de 1995, mientras estudiaba la licenciatura en Ciencias de la Cultura en el Claustro de Sor Juana, se dio el acontecimiento de que Octavio Paz visitara el “campus” histórico. El motivo era obligado. Fue, recuerdo bien, un 17 de abril de 1995. Por invitación de Carmen Beatriz López Portillo, a 325 años de la muerte de la Décima Musa, Paz fue invitado a recitar una oración fúnebre a Sor Juana. Diría en aquella lectura Octavio Paz, que fue en el remoto 17 de abril de 1695 a la 4 de la mañana, en una de las celdas del mismo recinto ahora convertido en universidad, que ahí mismo había, como lo sabemos, muerto Sor Juana a los 46 años y cinco meses. Y siguió así: que, según Juan Ignacio Castorena y Urzúa, su conocido y quien se debe la edición, en el año de 1700 del tercer y último volumen de sus obras, fue el mismísimo don Carlos de Sigüenza y Góngora quien escribiera una oración fúnebre a la llamada “Décima Musa” y que tal oración se hubo perdido. Y luego de una cantidad de reflexiones históricas pasadas por su lucidez, cualquier cantidad de pensamientos que se vio le parecían verdaderamente claros por su importancia para las letras, no sin luego antes crear una atmósfera lo mismo lúgubre que absolutamente luminosa, espeto los siguientes versos dedicados a la monja feminista y libertadora:

 

“Juana Inés de la Cruz:/ cuando contemplo las puras luminarias allá arriba, / no palabras, estrellas deletreo: /tu discurso son cláusulas de fuego”. Por si fuera necesario, remató así el poeta: “He dicho”.

 

Y ahí, en el antiguo templo de San Jerónimo (que dejó de oficiar servicios religiosos en 1978 si no mal recuerdo), a unos cinco metros, estaba yo. Al terminar su lectura, entre una cascada de aplausos, el poeta pasó a mi costado con un traje negro impoluto. Se le veía, si bien no en júbilo por los motivos luctuosos de la efeméride, tranquilo, sereno, seguro de lo logrado. Por lo menos hasta que fue abordado por decenas de periodistas, medios de comunicación y asistentes, todos los camarógrafos. La alegría de los estudiantes que ahí nos dimos cita fue genuina y apabullante. Nos fuimos a emborrachar.

 

  

2. 1996.

 

Fue de nuevo en la Universidad del Claustro de Sor Juana, que le dedicaría por todo lo alto un homenaje: Jornadas Culturales: “Octavio Paz: la voz y la palabra”. A lo largo de toda una semana, entre intelectuales que hablarían de su amistad con el creador de “Piedra de Sol”, científicos literarios que hablarían de su legado, rodeados por toda la comunidad estudiantil, con todo el ánimo provisto y en verdad legítimo de los estudiantes, labradores de las humanidades, las Ciencias Sociales (así, con mayúsculas), flanqueado por supuesto por toda la plantilla de “Vuelta” como de invitados especiales (Enrique Krauze, Cristopher Domínguez Michael, Manuel Ulacia, Aurelio Asiain, Alberto Ruy Sánchez, Anthony Stanton, entre otros), el homenajeado se vio, por entero, feliz. Sumamente feliz. Recuerdo con mucho cariño, en verdad que cambió mucho mi manera de pensar, cuando vi que Octavio, (como pidió que le llamáramos los estudiantes y mucho por saber que nos veríamos por una semana, andaríamos juntos), apenas saliendo del espacio dedicado a la musa, ya en cielo abierto y cuidado por todos, de pronto, se subió a un bloque de ruinas (“Los Confesionarios” se llaman porque lo fueron), y ahí, a medio metro, suspendido, si bien con el apoyo de Marijosé (como se le dijo siempre en México a Marie José Tramini, su compañera amada, tan rotundos en ello), y dijo, con sonrisa de oreja a oreja, tan poderoso, en verdad, ese momento para mí, yo cargando la paquetería de la misma Marijosé como una cosa que salió de la nada: “Qué demonios, díganme, hago yo trepado en esto”.

 

Me atreví a entonces, en el espacio, según yo, abierto para el diálogo (y vaya que me costó envalentonarme, un amigo me ayudó al decirme algo así como: “no seas un maldito gallina”), a preguntarle al maestro (la misma rectora al descubrirnos me dio fuerzas con un seño, un espaldarazo sincero), sobre lo que pensaba sobre el concepto de democracia y su posteridad para la vida futura (aduciéndole yo, semejante escenita, a grito pelado, que el mismo Aristóteles en su “Política”, descreía de ella por su inminente riesgo de convertirse en demagogia, y por ello del sometimiento del pensamiento crítico por parte de unos mayoritarios malpensantes, y luego la tontería de preguntarle qué era lo que pensaba del amor, si eso del amor era posible de salvarnos. Y ahí fue. No lo hubiera creído pese a las caras largas, prejuiciosas incluso y hasta ojetas de varios profesores que no maestros de mi universidad, porque al toque, el maestro me contestara algo así: “Buenos días. Con todo gusto, le contesto a usted. Mire: la democracia no aliviará los males sociales de México. No. No es la panacea para todos los rezagos de la sociedad, el malestar que acribilla a este país. Los males de este país no vienen de nuestro imperfecto sistema no democrático, sino de cosas más antiguas: este incendio en que vivimos está ligado a la educación y al bienestar del pueblo. Habrá que hacer algo, no sé qué ni cómo, para acabar con ese problema que los gobiernos han creado”.

 

3. 1996. Museo Rufino Tamayo.

 

Según recuerdo, se trató de la única presentación en México del libro Estrella de tres puntas. Andre Breton y el surrealismo, publicado por editorial “Vuelta”. Un manjar, lo supimos, apenas nos enteramos. Al acabar la ponencia, empezamos a indagar a qué hora y por dónde saldrá Paz. Esperamos. Y esperamos. Volvimos a esperar. Muchos amigos desistieron, pero mi amigo de la biblioteca y yo, no. Llevábamos cubierto de una funda de almohada la obra mayor de nuestra biblioteca: Octavio Paz. Obra poética. 1935-1998. (Seix Barral, 1991). En fin que el poeta sale de la mano de Marijo y se topa al menos con 20 personas que lo esperaban en la puerta de atrás. Y al toparse con nuestra horda de tercos, dijo esto, exactamente: “¡Oh, no! ¿Pero cómo? ¡Estoy rendido!”. Para que, inmediatamente después, por un jalón de brazo de su mujer, consintiera: “Muy bien, vamos, está bien”. Y el poeta se brindó. Firmó y firmó hasta que llegó mi turno. En un tris saqué el libro azul de la funda, se lo abrí en la página indicada, le extendí una pluma y comenzó a escribir. O, mejor dicho, quiso hacerlo. La pluma no jaló y me lo hizo saber, zangoloteándola: “Esto no sirve”. Por un segundo me sentí apenado, me congelé, pero al cabo de otro, quizá se tratara de la mitad de un segundo en verdad, mi amigo de la biblioteca (no recuerdo su nombre pero sí que sus regalos de libros y dejarnos dormir ahí a puertas cerradas, su manera de proveernos de vino tinto por la madrugada lo hicieron para todos un semidios), le arrebató (sí, así, le zafó la pluma con rapidez y sin tapujos, en un acto para todos hasta violento), el artefacto inservible para meterle entre las manos un bolígrafo azul, chafota pero funcional, tras lo que el Nobel no tuvo más que decir: “Bien”. Por eso mi libro azul, ese tan clásico antes de la llegada de las Obras Completas, el mismo que veo ahora todo destartalado, tiene una “O” (de “Octavio”) en negro, y debajo de ella la firma completa en azul del gran Paz. Misión cumplida.


Octavio Paz. Obra poética. 1935-1998. (Seix Barral, 1991)”. Foto: Antonio María Calera-Grobet

 


4. El concurso. (¿Ca. en esos días de mediados de noviembre de 1996?)

 

Regreso. De nuevo en esas jornadas llamadas “Octavio Paz: la voz y la palabra”, que por cierto iban un tanto por celebrar los 20 años de la revista Vuelta (y con ello me dicen mis recuerdos, también dilucidar qué hubo sido, fue luego para los nuevos lectores, lo que quería ser para todos los lectores del mundo los empeños de “Taller”, “Plural”, “Vuelta Sudamericana”), se dio la suerte. Entre los miembros del consejo de colaboración de la revista dirigida por el maestro y los directivos de la universidad, se planteó la idea de un concurso literario. El mismo Paz, los escritores de la revista y los maestros del Claustro, serían los jurados. ¿El tema? Por supuesto la obra del mismo Paz. ¿El género? Ensayo.

 

No lo gané. Quedé en segundo lugar. Las fotos que tengo de todo ello, los diplomas, alguna vez los presumí de más chaval sin saber que eran y son nada. Ni siquiera guardo el ensayo aquel de 20 páginas. Aquel concurso me dio la oportunidad de subirme al estrado y estrechar su mano. Él sonreía, estaba muy contento como siempre se supo se sintió cuando se rodeó de jóvenes. Me dio su mano y me sonrió. Me dijo, nos dijo a los que ahí subimos: “Felicidades”.

 

El 17 de diciembre de 1997, pocos meses antes de morir, Octavio Paz apareció en la antigua Casa Alvarado, en Coyoacán. En silla de ruedas y hecho añicos por el cáncer que sufría. Y ahí, dijo: “Los jóvenes son el sol del nuevo México”. Y yo digo: “Ha dicho”. Los jóvenes, dijo, y no los capitales, no los empresarios salvajes, no los políticos corruptos, los jóvenes ha dicho.

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