En la mirada de otros

En la mirada de Antonio Alatorre

Antonio Alatorre

Año

1950

Tipología

En la mirada de otros

 

Antonio Alatorre

Antonio Alatorre (1922-2010), filólogo y escritor mexicano, rastreó la historia del español, realizó estudios importantes sobre la poesía de Sor Juana, además de investigaciones sobre música renacentista y barroca. Aunque lo conoció en París, su relación con Paz inició con el proyecto Poesía en voz alta hacia 1956. Ambos fueron miembros de El Colegio Nacional (Paz desde el 67 y Alatorre en el 81). No obstante que Paz, en algunas cartas a Segovia, mencionó que Alatorre era un ensayista que escribía “con gran gracia e inteligencia” y a quien apreciaba mucho, el trato entre ellos fluctuó entre el desacuerdo y la admiración. 


          En palabras de Juan José Arreola:

Con Antonio pasó algo curioso. Primero en el seminario y luego en la Facultad de Derecho tuvo una sólida formación dentro de la tradición humanista. Estudió y aprendió a la perfección el griego, el latín y el francés. Era un sabio en cuestiones de teología. Recuerdo que Antonio se mofaba mucho de ciertas lecturas que hacía en el seminario. Me decía que le habían dado a leer puras ñoñerías, que gracias a mí descubrió la verdadera literatura. Por esos días yo le revelé la otra literatura, la profana, que era el lado opuesto a la formación de carácter religioso que había recibido en el seminario. Antonio tenía una necesidad enorme de hacer otro tipo de lecturas, casi diría que leyó con voracidad algunos libros que le recomendé. [...] Al poco tiempo era el propio Antonio el que me ayudaba a descubrir nuevos matices en el arte literario [...]. Desde que conocí a Antonio Alatorre lo he visto amar a las palabras.[1] 

El siguiente texto fue extraído de “Octavio Paz y Poesía en Voz Alta” y “Octavio Paz y yo”[2], y de esta entrevista con Antonio Alatorre. (AGA) 



Antonio Alatorre y Juan José Arreola


I 

A Octavio Paz lo conocí en París en 1950. Estaba él en nuestra embajada, y yo tenía una beca del Colegio de México. Recuerdo que nos vimos varias veces, pero no de qué hablamos. (Yo había leído con enorme admiración Libertad bajo palabra, publicado el año anterior por el Colegio de México, y me estaba metiendo a fondo en la poesía del Siglo de Oro, pero seguramente hubiera sido incapaz de hablar con él de esas cosas). Aunque siempre fue cordial y afable conmigo, recuerdo que me intimidaba. Tal vez por eso me impresionó el que una vez me consultara una minucia “filológica”: Si podía emplearse de cierta manera el verbo manar, si no era demasiado violento decir algo como “manarse a sí mismo” (y creo que esto se relacionaba con la traducción al francés de un poema suyo). No sé qué le dije, pero la consulta no dejaba de ser honrosa: él, poeta ya muy seguro de su palabra, se “aconsejaba” con un aprendiz de filólogo. El hecho es que éste es el único recuerdo concreto que tengo del Octavio de entonces. 

 

II 

Del Octavio de 1956 guardo, en cambio, muchos recuerdos: lo vi mucho, hablé mucho con él, no sólo en el Teatro del Caballito, sino sobre todo en mi casa (colonia Hipódromo Condesa), donde varias veces estuvo él de “visita”. En una de esas veces le mostré una conferencia que di en la Universidad de Texas (¡y en inglés!) sobre él, Arreola y Rulfo, seguramente en ese mismo año de 1956. La parte dedicada a Octavio era un comentario sobre “El cántaro roto” (poema recién publicado, y que me fascinaba), con largas porciones traducidas al inglés. 


          (Recuerdo que Octavio me dijo que esta traducción, obra de Joseph Matluck, le gustaba más que otra que alguien había hecho, o estaba haciendo). En otra ocasión me animé a darle a leer los dos poemas de “adolescencia” que publiqué en la revista Pan en 1945, y él me dijo algo equivalente a “Pues mira, no son malos”, o sea un auténtico elogio. (En 1985, en el prólogo a la reimpresión facsimilar de Pan, digo que tampoco a mí me parecen malos, pero es porque Octavio me dio confianza para decirlo. Y, ahora que lo pienso, en ese momento, mudando brevísimamente de papel, fue Octavio quien “chuleó” mis versos.) En otra ocasión le di a leer las poesías de uno de esos estudiantes de Letras que hacen versos y andan perdidos y buscan consejo; después de leer unos cuantos poemas, Octavio cerró violentamente la libreta y dijo más o menos: “iNo puede ser! Este muchacho no tiene ni idea de lo que es la poesía moderna. Aconséjale que se ponga a leer a...”, y me dijo varios nombres, de los cuales recuerdo el de Juan Ramón Jiménez: creo que el “modo” de ese muchacho era juanramoniano de manera vaga y “en bruto”. (Muchas veces, desde entonces, hablando con poetas incipientes, les he aconsejado leer las Cartas a un joven poeta de Rilke y les he transmitido ese comentario de Octavio, convertido en parte de mi “magisterio”). También recuerdo con mucha nitidez esta confidencia: “iQué envidia le tengo a Yevtushenko! ¡Un poeta leyendo sus versos en un estadio, ante 60,000 oyentes!”. 


          Se me ocurre que todo esto —incluyendo la consulta sobre el verbo manar— lo tendrá Octavio perfectamente olvidado. En tal caso, el Octavio que estoy evocando es una especie de fantasma sin más vida que la que tiene en mi cabeza. En cambio, el Octavio de "Poesía en Voz Alta" no tiene nada de fantasmal. Su presencia, su actuación, sus ideas ocupan un amplio lugar —el lugar justo— en el libro de una notable estudiosa norteamericana, Roni Unger, Poesía en Voz Alta[3] [...], fruto de una investigación que no puede calificarse sino de exhaustiva y magistral. Ahora, para escribir estas paginitas, he releído la historia de los dos primeros programas, el “programa de Juan José Arreola” y el “programa de Octavio Paz”. Los jóvenes que me invitaron a escribir esto saben bien, aunque jóvenes, que el Grupo Alatorre, conjunto de madrigalistas dirigido por mí (y cuyos integrantes éramos yo mismo, Margit Frenk, un hermano mío y su mujer) fue aplaudidísimo por su participación en el programa de Arreola. (Margit y mi cuñada tuvieron también una partecita en el programa de Octavio: ellas cantaban la cancioncita de las maletas en El canario de Georges Neveux, traducido por Octavio. Siguen en mi cabeza los graciosos hexasílabos de la canción, y la adecuadísima música que les puso Joaquín Gutiérrez Heras, con ritmo como de ruedas de tren). Puedo decir, con absoluta objetividad, que la parte encomendada al Grupo Alatorre, o sea la parte central del programa de Arreola, fue tan aplaudida como las otras dos, dedicadas al teatro arcaico y al teatro supermoderno (estreno mundial de varias cosas de García Lorca). En el intermedio del espectáculo, los camerinos del teatro se llenaban de visitantes del inundo intelectual y artístico, desde Alfonso Reyes y Dolores del Río hasta perfectos desconocidos, y en verdad que los cantantes éramos tan festejados como los actores (recuerdo el beso que me dio Dolores del Río). [...]


De izquierda a derecha: Enrique y Yolanda Alatorre, Jas Reuter, Margit Frenk y Antonio Alatorre


          En esa historia objetiva brilla muy especialmente Octavio Paz [...]. Ese Octavio del segundo programa [...] tuvo una experiencia indudablemente feliz, no muy distinta de la de Yevtushenko: se reveló, se descubrió al pequeño “gran público” del México de entonces, o sea a muchos que de otra manera no hubieran tenido contacto con su poesía, o que no lo habían tenido hasta entonces. Por ejemplo, Cosío Villegas: don Daniel fue un atentísimo espectador de La hija de Rappaccini. [...] Fuimos muchos los que convivimos con Octavio durante los dos primeros programas [...]. Para todos, desde el director hasta el electricista, aquello fue un juego hermosísimo. Todos éramos iguales. Todos jugábamos a lo mismo, con el mismo entusiasmo y el mismo desinterés (quiero decir, sin otro interés que el de hacer bien las cosas). 


          Roni Unger, que reproduce íntegramente las presentaciones de los dos programas (la del primero por Arreola, la del segundo por Octavio), reproduce también, del segundo programa, un breve párrafo sobre Octavio Paz, escrito seguramente por el propio Octavio, autor de las notitas acerca de los demás “Autores” del programa (Georges Neveux, Jean Tardieu y Eugene Ionesco). Dice así:

La obra de Octavio Paz ha sido un gran monólogo. Pero un monólogo que tendía a desembocar en diálogo. Por eso no es de extrañar que se interese ahora en el teatro. La hija de Rappaccini es su primera aventura teatral. Basada en un cuento de Nathaniel Hawthorne (que utilizó a su vez un relato antiguo, procedimiento común a todos los escritores de todas las épocas), la pieza del poeta mexicano retoma algunas de las preocupaciones de su poesía: amor y realidad, el conflicto entre el instinto de supervivencia y el impulso amoroso completamente desatado. El teatro es disfraz, pero disfraz cristalino; su misión no es ocultar la condición humana, sino hacerla más transparente. 


          Yo estoy seguro de que el recuerdo que Octavio conserva de esta aventura es —toute proportion gardée— tan positivo y tan sonriente como el mío. Octavio derramaba cordialidad y afabilidad. Estaba entusiasmado, y su entusiasmo, juvenil como el de Arreola, se fundía con el de los demás, le daba cuerpo, lo elevaba. Y otra cosa: todos los textos representados en el segundo programa fueron obra de él: no sólo La hija de Rappaccini, sino también las tres preciosas miniaturas traídas por él de París, como regalo novedoso, pues fue él quien tradujo las tres: El canario (de Neveux), Oswaldo y Zenaida, o Los apartes (de Tardieu) y El salón del automóvil (de Ionesco). [...] 


          En el libro de Roni Unger [...] encontré algo que yo ignoraba. Los trajes del Grupo Alatorre, diseñados por Héctor Xavier —demasiado “arqueólogos” en comparación del imaginativo y moderno vestuario que Juan Soriano diseño para los actores—, fueron criticados por algunos. Yo llevaba unas mallas azules, muy ajustadas, y a León Felipe (según testimonio de Leonora Carrington) le parecían impropias de un profesor “serio” como yo. Soriano, que pensaba lo mismo, le contó a Roni Unger que él y Octavio me pusieron de apodo “Monsieur Pitoeff”. Fue curioso toparme con esta noticia en mi lectura. [...]

  

III 

Mi siguiente encuentro con él fue en Nueva Delhi, a fines de 1964. Los encargados de la propaganda cultural en Relaciones Exteriores me enviaron a varias ciudades asiáticas con la no fácil misión de hablar sobre literatura mexicana moderna. Llevaba escritas, en inglés, dos conferencias en que hacía lo posible por decirles algo a tan exóticos auditorios. “¿Qué traes?”, me preguntó Octavio. “Traigo esto y esto otro”, le contesté: y él meneó la cabeza: “Demasiado elemental para la clase de público que yo quiero reunir para ti en la embajada: necesitas escribir otra cosa”. Y tuve que hacerlo, durante dos días de encierro en el hotel. Creo que no lo hice mal. Los asistentes (artistas e intelectuales) dieron muestras de interés y hasta me hicieron preguntas. Así, pues, dicho sea, con toda modestia, hice quedar bien a las letras mexicanas modernas, y Octavio me hizo quedar bien a mí. 

 

IV 

Catorce años después ocurrió el primer percance. Jorge Aguilar, exalumno del Colegio de México, publicó en 1978 una crítica fuerte de ciertos aspectos del pensamiento de Paz, intitulada La divina pareja. Confieso que me costó trabajo leer este libro y que me hubiera sido imposible hacer de él una crítica precisa, pero había jóvenes exigentes e “inquietos” que no sólo leían, si no estudiaban, y una vez, varios meses después de su publicación, les oí decir que La divina pareja no había tenido reseñas en revistas ni suplementos culturales porque éste era un mundo “controlado por la mafia de Octavio Paz” y había consigna de aplicarle la ley del silencio. La cosa me pareció cuento, fantasía de muchachos muy amigos de Jorge, pero me quedé con ganas de saber qué había. Justamente, por entonces (noviembre de 1978), me topé en El Ágora con Huberto Batis, que a la sazón hacía en Sábado una especie de crónica literaria de la semana, y le dije: “Tú, que te mueves en el mundo de hoy —porque yo me muevo en el de ayer—, tendrás que saber si existe tal mafia; sería triste que a Octavio le sucediera lo que a don Alfonso [Reyes], a quien durante mucho tiempo le estuvo negado el beneficio de la crítica”. Batis, tras un breve silencio, me contestó lo que yo me esperaba: “No creo que haya tal cosa: José de la Colina, por ejemplo, me pidió que reseñara el libro de Aguilar; lo que pasa es que cuesta trabajo leerlo”. Y en su crónica del Sábado siguiente incluyó un resumen de nuestra charla[4]. Inmediatamente me llegó una carta de Octavio que dice, en esencia: “Yo te había tenido por amigo (de segunda clase, pero amigo), y ahora veo que te has pasado al bando de mis enemigos”. Al final de esta carta violenta me arroja como insulto supremo la palabra défroqué, o sea “seminarista destripado” (porque, en efecto, yo fui seminarista). Mi carta de respuesta dice, en esencia. “Eso que cuenta Batis sucedió en efecto, pero te ruego que leas de nuevo su crónica, porque tu lectura es torcida. Yo no le hice saber a Batis que existía una mafia Octavio Paz; lo que le dije fue: «Sería triste que la hubiera (y me alegra saber que un buen conocedor como tú no cree que la haya)»”. La respuesta de Octavio tardó unas semanas. No me llegó por carta, sino por teléfono, y fue muy breve (pues, según me explicó, estaba en esos justos momentos a punto de irse a Cuernavaca). Lo que me dijo fue un “Olvidemos el enojoso asunto y sigamos tan amigos como antes”. 


          Recuerdo bien la impresión que me dejó el incidente. Yo, la verdad, nunca supe bien quiénes eran los enemigos de Paz, qué tan temibles o alevosos fueran, ni qué cosas, exactamente, decían o hacían contra él. Pero era claro que Octavio veía enemigos por todas partes, y esto le amargaba la vida. La carga de su fama, enorme ya en 1978, tenía resultados no siempre amenos. ¡Qué vida tan complicada!

 

V 

En 1982, cuando apareció Las trampas de la fe, yo ya venía estudiando a Sor Juana, así es que leí el libro con mucha atención y muy despacio. Mi ejemplar, que tiene una dedicatoria sumamente amable, está todo marcado a lápiz. Y, como desde el principio me llamaron la atención ciertos errores muy concretos, les fui poniendo las iniciales O.P., que significaban: “Tengo que mandarle a Octavio una lista de estas cosas”. Y en efecto, hice una lista de más de cien errores y se la mandé con un recadito que decía más o menos: “Un libro tan importante debería estar limpio de estas manchas” (nombres mal transcritos, latines equivocados, etc., y también, cosa curiosa, varias vulgares faltas de sintaxis). Tuve buen cuidado de no incluir nada que fuera crítica del contenido. La respuesta de Octavio, que fue inmediata, comienza así: “Querido Antonio, muchísimas gracias. Eres muy generoso. Además, eres un lince y ves lo que no vemos los demás. ¡Cuántas cosas encontraste! En la segunda edición se corrige casi todo lo de lista, y en el prólogo se añade esta frase: “le doy las gracias a Antonio Alatorre, que con rigor generoso revisó las páginas de este libro”, lo cual es ambiguo: algunos han entendido que yo revisé el libro antes de que fuera a la imprenta (!). Hubiera sido más claro decir: “En esta segunda edición he corregido algunas cosillas que se me escaparon en la primera, y que me fueron señaladas por Antonio Alatorre”. 


          Dos años después, cuando Octavio cumplió los 70, le ofrecí como regalo, en Vuelta, un largo artículo donde, entre otras cosas, publicó un soneto desconocido de Sor Juana[5]. En mi opinión, ese artículo tiene más chiste que el haber hallado un centenar de gazapos, pero, cosa notable, ni por carta ni por teléfono ni de viva voz recibí de Octavio una muestra de agradecimiento, por convencional que fuera. La explicación que me doy es: en ese año de 1984 Octavio habría andado ocupadísimo. 

 

VI 

El segundo percance ocurrió en 1990. Hubo un pleito que fue muy público: tuvo lugar en la revista Proceso, y las réplicas y contrarréplicas se extendieron a lo largo de meses. En el pleito no me metí para nada con Octavio, pero sí, y mucho, con un señor Schmidhuber de quien Octavio se había constituido padrino. La editorial Vuelta le publicó a ese señor una edición de La segunda Celestina, comedia que Salazar y Torres dejó inconclusa a su muerte y que fue terminada, según Schmidhuber, por Sor Juana.[6] El libro todo (la introducción, los argumentos, la edición del texto) es un hervidero de disparates. Decidí entonces reseñarlo a fondo y publicar mi reseña no en Proceso, sino precisamente en Vuelta. Se publicó allí en efecto, con este título: “La segunda Celestina de Agustín de Salazar y Torres”, y un subtítulo: “Ejercicio de crítica”, puesto muy intencionadamente porque llevaba un mensaje: “Estoy ejerciendo la crítica y no creo que en Vuelta le tengan miedo a esa actividad”. Además, no quería que se repitiera algo sucedido años antes: Vuelta había publicado un artículo de Isaiah Berlin en una traducción pésima, verdaderamente vergonzosa, y yo, saliendo por el decoro de la revista, protesté y armé una buena lista de disparates. Pero Octavio me la mutiló. Empleando el conocido recurso de “Lamentamos que por falta de espacio...”, etc.; publicó sólo una parte y dejó en silencio, naturalmente, los disparates más gordos, los mejores, lo más cómicos. Mi reseña de La Segunda Celestina tenía que imprimirse entera. Enrique Krauze fue el intermediario entre Octavio y yo. La reseña se publicó entera, sí, pero precedida de un prologuito de Octavio que dice algo equivalente a esto: “Alatorre, con su estrecha mentalidad de filólogo y profesorcito, hace aquí una serie de observaciones que para los lectores de Vuelta, gente de horizontes amplios, no tendrán mayor importancia”. El prologuito me pareció destemplado, y ofensivo no sólo para mí, sino también para los lectores de Vuelta. Pero me callé la boca.[7] 


          En ese mismo diciembre de 1990 hay un artículo mío sobre Octavio en la revista Textual, número dedicado todo a él con ocasión del premio Nobel. Los de Textual me pidieron expresamente un artículo sobre el Octavio Paz de “Poesía en Voz Alta”, y lo escribí con júbilo, pues era una oportunidad inmejorable para “quedar bien” con Octavio, no porque me sintiera en culpa por lo de La segunda Celestina, sino simplemente porque quería que Octavio oyera una voz que le decía: “¿te acuerdas de cuando éramos amigos?”. 

 

VII 

El otro contacto fue muy distinto. En 1993, cuando hubo un simposio sobre Sor Juana en la UNAM, me pidieron que lo inaugurara. Entonces pensé que era una buena oportunidad para decir cosas que tenía ganas, entre ellas que el poema más importante de Sor Juana, “Primero sueño”, es uno de los que recibe el peor tratamiento en el libro de Octavio, quien no lo entiende en cuanto a conjunto; porque, aparte de complicarlo innecesariamente, mete un montón de cosas que no están en el poema, o sea que fantasea y toma el poema como pretexto para decir cosas tremebundas (por ejemplo, algo que llama mucho mi atención es que varias veces dice que el Sueño es una especie de viaje espacial, y habla de las esferas siderales; pero esto no es cierto, no hay tal cosa). 


          Donde sí me meto con Octavio es en mi “Lectura del Primero Sueño”, artículo publicado en 1993, donde critico desfavorablemente el capítulo de Las trampas dedicado al Sueño.[8] 


          Según yo, Octavio da señales de no haber entendido la obra maestra de Sor Juana. Pero tuve la precaución de mandarle copia del original, para que cuando apareciera en letra de molde no le tomara por sorpresa. Su larga contestación es una autodefensa no muy afortunada, y buena parte de ella no tiene que ver con la lectura del Primero Sueño, sino que consiste en reproches porque nunca salí en defensa suya contra sus muchos enemigos, y hasta me acusa de haber sido uno de los propaladores del mito de la mafia, olvidando que él mismo había dado por olvidado el incidente que antes conté. 


          Entonces escribí un texto, lo leí y, antes de publicarlo, le mandé copia a Paz para que no le sorprendiera. Recuerdo que le dije: “Te envío esto porque si lo ves de pronto en imprenta ya sé lo que vas a decir: '¡ah, enemigo!' Esta es una crítica y tú, aceptador de la crítica, dime si algo no está bien”. Pero no pudo decirme nada excepto una cosa un poco ingenua: que había querido engrandecer a Sor Juana y que yo la achicaba (como si inflar a Sor Juana con hermetismo fuera engrandecerla); así que en resumidas cuentas no pudo decir nada. 


          En verdad, Octavio nunca me perdonó la critica que hice de su lectura del Primero Sueño, de manera que nuestra amistad (de segunda clase, pero amistad, como él dijo) quedó muy agrietada. Y aquí viene el tercer percance, el definitivo. 


          El 17 de abril de 1995 se conmemoró el tercer centenario de la muerte de Sor Juana, y siempre se supo que el orador oficial en la ceremonia del Claustro de Sor Juana, con asistencia del presidente de la República, iba a ser Octavio Paz. Unos días antes apareció en Proceso una entrevista en la cual, a la pregunta de si yo iba a tomar parte en alguna de las anunciadas celebraciones, contesté que ni sobre Sor Juana ni sobre ninguna otra cosa me gusta hablar en esos actos de lucimiento en que hay personalidades del mundo político y abundancia de topógrafos, esos actos a los que les queda muy bien la designación de “eventos”. Los “eventos” son cosa puramente decorativa; nadie espera de ellos algo sustancioso.[9] Eso es lo que yo pienso. El que Octavio no sólo pensara de otra manera, si no que sintiera, como número uno de hoy, la obligación de pronunciar el encomio de la número uno de ayer, era cosa que yo daba por descontada. Pero lo que Octavio leyó en mis palabras fue un desacato, un insulto personal, como pude comprobar más tarde. 


          En 1995 ya no asistía él a a las juntas mensuales de El Colegio Nacional, pero un día de 1996 se presentó inesperadamente y, por casualidad, llegamos los dos al mismo tiempo. Yo, ingenuo, fui hacia él diciéndole: “¡Qué milagro!” y tendiéndole la mano. La mirada que me echó Octavio fue de enorme indignación. En ella, y en la expresión toda del rostro, se leía un “¡Qué desvergonzado, qué caradura!”, y se apartó de mí como quien huye de la peste. Así, entre rayos y centellas, Octavio declaró definitivamente rota nuestra amistad. 

 

VIII 

Todo está por escrito; comenté y discutí con Paz por escrito, por eso me apenó que, a causa de los comentarios que dije en El Colegio de México sobre mi relación con Octavio, semanas después de que había muerto, me acusaran de aprovecharme de su muerte. 



NOTAS

[1] Antonio Alatorre, “Juan José Arreola” en Boletín editorial, noviembre-diciembre de 2012, número 160, p. 20.

[2] Ambos textos recuperados en: Antonio Alatorre, Estampas, México, Colegio de México, 2012. Por lo que se refiere al texto “Octavio Paz y yo” fue publicado originalmente en Equis, núm. 11 (marzo 1999), pp. 27-31. Según Hugo Verani, “se adjunta una carta de Marie José Paz, que comenta el lado 'mezquino' y la 'envidia' de los detractores de Paz, agregando: 'jamás lo escuché pronunciar su nombre'.”

[3] Roni Unger, Poesía en Voz Alta, México, UNAM, 2006.

[4] El texto de Huberto Batis difiere a lo relatado por Alatorre (Huberto Batis, “Laberinto de papel” en Sábado, suplemento de Unomásuno, 18 de noviembre de 1978):

He avanzado hasta la página 184 de La divina pareja de Jorge Aguilar Mora (Ed. Era). El otro día le decía yo a Antonio Alatorre que no sé cómo agarrar ese texto, supongo que no hay otra que “por las hojas”. Antonio afirma que hay —según le dicen— una conspiración de silencio en torno al libro de Jorge, al que cree el mejor homenaje, el más serio, el más esforzado, fuerte, valeroso, ágil, es decir el más estrenuo que se le haya dedicado jamás a Octavio Paz. Según la teoría de la conspiración del silencio, Paz estaría tan ofendido y molesto con la tesis doctoral de Aguilar Mora como con los cuestionamientos de Blanco, Monsiváis, Semo, Aguilar Camín, etcétera. Cree Alatorre que los “cortesanos” han empezado a embalsamar en vida a Octavio, como le ocurrió a Alfonso Reyes. Invité entonces a Antonio Alatorre a escribir lo que piensa del libro de Jorge Aguilar Mora, La divina pareja, en esta columna, como huésped. Declinó porque, como su maestro y amigo, está muy cerca. La tesis fue publicada sin las notas, aligerada del aparato académico y, no obstante, es un libro arduo, pesado como un ladrillo, por lo mismo sólido, edificador y aplastante por su densidad. No hay tal conspiración del silencio, no hay nada de a ver quién le pone el cascabel al gato, no hay veto a La divina pareja en Sábado (José de la Colina, que anda por España para descansar un poco de nosotros y para dejarnos descansar de su continua exigencia de calidad en el suplemento, miembro de la redacción de Vuelta, me recomendó antes de partir: “Habrá que ocuparse del libro de Jorge”), y no lo he hecho por incapacidad y no por falta de ganas. Y La divina pareja es un libro de tonito majadero: “Lo incomprensible es que Paz insista en...”, “Tan traicioneras a la realidad como la interpretación de Paz”, “Paz queda prisionero de lo que niega”, “Tenemos que tomar con mucha reserva las afirmaciones de Paz sobre”, “Paz confunde... esto con aquello...”, etcétera, frases que no son diferentes del modo como Aguilar Mora se refiere a Antonio Caso, Samuel Ramos, José Gaos o Edmundo O'Gorman, todos historicistas, y contra quienes Aguilar Mora rompe lanzas con su personal estilo agresivo. “Si Paz hubiera sido consecuente con su lógica...”, “No hay lógica que resista su propia medianía sin...”, “La prosa de Paz no tiene aliento...”, ¡frases que sacadas de contexto parecen insultos! [...]. Creo que el libro deberá ser examinado por la tribu maniquea, porque replantea los problemas cruciales de nuestra cultura, como lo hizo Octavio Paz en El laberinto de la soledad, cuando refutó El perfil del hombre y la cultura en México de Samuel Ramos, con un “estilo retóricamente hermoso y convincente” y “una serie de lugares comunes que son naturalmente pedagógicos” (a esto, suficientemente claro, y ya insolente, Aguilar Mora agrega el insulto bravucón y sangrón por prepotente: “El laberinto, en efecto, se ha convertido en una secuencia de imágenes pedagógicas, de sobremesa, que no plantean conflictos demasiado complicados...”) La principal dificultad que tenemos los mexicanos de hablar con nuestros mayores, con nuestros padres, es que tenemos que rebajarlos a la propia estatura. Pero lo importante es saber si tiene Aguilar Mora en su argumentación lingüística-filosófica, además de sus hombradas, proposiciones que habrá que discutir.

[5] Se trata de dos sonetos: uno de Sor Juana y otro de fray Luis Tineo. Sor Juana le escribe, a Tineo, un soneto burlesco por no haber conservado todos los poemas en la edición de La inundación Castálida, que Tineo había recopilado y prologado. Antonio Alatorre, “Un soneto desconocido de Sor Juana” en Vuelta, septiembre de 1984, pp. 4-13. El artículo está dedicado a Paz por sus 70 años.

                       Soneto
de cierta señora, Décima Musa
     Érese un preste cara de testuz,
de cuyas barbas se hace el albornoz,
que, si le piden algo, tira coz,
en que no disimula lo andaluz.
     Parece se sustenta de alculcuz,
aunque como muy bien ganso y arroz,
y que se alienta en barros de Esternoz
con agua dulce de la Regaluz.
     Érase de vendimia un gran lanzón
de cecina un tasujo muy añejo,
un espíritu pronto merendón.
     Y este que he dicho no es el abadejo,
porque es un reverendo abadejón
de Abades y de Presetes fiel espejo.


                       Soneto
en respuesta al soneto antecedente
     Aunque preste, jamás presté el testuz
a beldad tan de casta de albornoz
que, por tomar, recibirá una coz,
aunque sea de un prójimo andaluz.
     Con este can, mi Reina, no hay cuz cuz,
que es el ganso muy flaco para arroz;
ni hay que brindarme en barros de Estremoz,
que no ha de haber conmigo regaluz.
     Es vano es de vendimia aquí el lanzón,
que aunque tasujo, en fin, soy perro añejo,
y el espíritu es poco punto al don
     cuando no hay que esperar más que abadejo;
y así, en tratando desto, habrá dejón,
bien que sois de Camilas fiel espejo.

[6] Sor Juana Inés de la Cruz y Agustín de Salazar y Torres, La segunda Celestina: Una comedia perdida de Sor Juana, edición de Guillermo Schmidhuber de la Mora, presentación de Octavio Paz, México, editorial Vuelta, 1990.

[7] El texto fue publicado en: “La segunda Celestina de Agustín Salazar Torres” en Vuelta, diciembre de 1990, pp. 46-52. Luego existe una respuesta de Guillermo Schmidhuber en la páginas siguientes: “Respuesta a Antonio Alatorre" en Vuelta, diciembre de 1990, pp. 52 y 53. En el siguiente número, se publicó una nota de Alatorre en la que expresa su incomodidad ante las palabras de Paz sobre su trabajo como filólogo. (“Apelación” en Vuelta, enero de 1991, p. 69.)

[8] Antonio Alatorre, “Lectura del Primero Sueño" en Y diversa de mí misma entre vuestras plumas ando, México, Colegio de México, 1993, pp. 101-126.

[9] “¿Por qué no dejamos tranquila a Sor Juana y nos ponemos a leerla?: Antonio Alatorre” en Proceso, 17 de abril de 1995.