Conversaciones y novedades

Octavio Paz y la literatura Nacional: Afinidades y oposiciones

Luis Leal

Año

1971

Personas

Reyes, Alfonso; Villaurrutia, Xavier; Cuesta, Jorge; Pellicer, Carlos; Yáñez Delgadillo, Agustín; Rulfo, Juan

Tipología

Recontextualizaciones

 

Octavio Paz ha publicado, además de su poesía, un libro de prosa poética (¿Águila o sol?), ensayos sociales y de interpretación sicológica, crítica de arte y crítica literaria. Esta ya es lo suficientemente extensa para que se le dedique un estudio mucho más amplio del que nos proponemos hacer en estas cuartillas, en las cuales sólo tocaremos un aspecto de esa crítica, el que se refiere a la literatura mexicana y, por extensión, a la hispanoamericana. Pero toda la crítica de Paz es digna de atención; por varias razones: lo que dice es siempre interesante, sus observaciones son originales, sus pensamientos profundos y bien expresados. Paz comenzó a escribir crítica literaria en las revistas mexicanas a las cuales se vio asociado durante dos décadas: Barandal (1931-1932), Cuaderno del Valle de México (1933-1934), Letras de México (1937-1947), Ruta (1938-1939), Taller (1938-1941), Romance (1940-1941), El Hijo Pródigo (1943-1946). Allí lo mismo que en la revista Sur de Buenos Aires –aparecen ensayos, notas y reseñas sobre literatura mexicana y extranjera, algunos de los cuales más tarde han de ser recogidos en libros como Las peras del olmo[1].

El primer libro en prosa de Octavio Paz es El laberinto de la soledad (1950)[2], que le hace famoso como ensayista y pensador; libro clave para el estudio de la sicología del mexicano, sólo antecedido por la pequeña obra de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México (1934-1937), a la cual supera. En esa colección de ensayos dedicados a explorar la naturaleza de la personalidad del mexicano, Paz nos habla en el capítulo VII, de algunas figuras prominentes en las letras mexicanas, dando importancia a los pensadores (Vasconcelos, Ramos, Cosío Villegas, Cuesta, Reyes, Zea, O’Gorman), como es de esperar en un estudio titulado “La ‘inteligencia’ mexicana”[3]. El retrato que Paz hace de Alfonso Reyes es memorable: “Reyes es un hombre para quien la literatura es algo más que una vocación o un destino: una religión. Escritor cabal para quien el lenguaje es todo lo que puede ser el lenguaje: sonido y signo, trazo inanimado y magia, organismo de relojería y ser vivo. Poeta, crítico y ensayista, es el Literato: el minero, el artífice, el peón, el jardinero, el amante y el sacerdote de las palabras. Su obra es historia y poesía, reflexión y creación. Si Reyes es un grupo de escritores, su obra es una Literatura. ¿Lección de forma? No, lección de expresión. En un mundo de retóricos elocuentes o de reconcentrados silenciosos, Reyes nos advierte de los peligros y de las responsabilidades del lenguaje. Se le acusa de no habernos dado una filosofía o una orientación. Aparte de que quienes lo acusan olvidan buena parte de sus escritos, destinados a esclarecer muchas situaciones que la historia de América nos plantea, me parece que la importancia de Reyes reside sobre todo en que leerlo es una lección de claridad y de transparencia. Al enseñarnos a decir, nos enseña a pensar. [...] De la obra de Alfonso Reyes se puede extraer no solamente una Crítica sino una Filosofía y una Ética del lenguaje” (pp. 146-147).

Después de Reyes es Jorge Cuesta el escritor mexicano a quien más atención le dedica Paz. A él se refiere en El laberinto de la soledad y en otros ensayos. Le admira tanto por sus ideas como por su carácter. De él toma Paz varios pensamientos sobre la poesía mexicana que después ha de desarrollar en sus propios libros. “Jorge Cuesta –nos dice– se preocupaba por indagar el sentido de nuestra tradición. Sus ideas, dispersas en artículos de crítica estética y política, poseen coherencia y unidad a pesar de que su autor jamás tuvo ocasión de reunirlas en un libro[4]. Lo mismo si trata del clasicismo de la poesía mexicana que de la influencia de Francia en nuestra cultura, de la pintura mural que de la poesía de López Velarde, Cuesta cuida de reiterar este pensamiento: México es un país que se ha hecho a sí mismo y que, por lo tanto, carece de pasado. [...] A pesar de las limitaciones de su posición intelectual, más visibles ahora que cuando su autor las formuló a través de esporádicas publicaciones periodísticas, debemos a Cuesta varias observaciones valiosas” (pp. 143-144).

En la “Advertencia” a la primera edición de Las peras del olmo (1957) vuelve Paz a referirse a Reyes y Cuesta y añade el nombre de Villaurrutia; pero los menciona para disculparse por no dedicarles estudios amplios, como quisiera[5]. “Apenas si me detengo –al estudiar la poesía mexicana– en la Ifigenia cruel, de Alfonso Reyes, uno de nuestros grandes poemas. [...] Lo mismo debo decir de la obra poética de Xavier Villaurrutia, precisa y preciosa como un mecanismo de cristal de roca que cada noche se enciende y se apaga al paso implacable de la sangre; y de Jorge Cuesta, espíritu de lucidez y generosidad incomparables y cuya vida y muerte fueron un admirable ejemplo de desprendimiento” (2a. ed., p. 6).

Paz se refiere aquí a su estudio “Introducción a la historia de la poesía mexicana”, escrito en París en 1950 y publicado primero como Prólogo a la Anthologie de la Poésie Mexicaine[6], ensayo crítico-histórico recogido en Las peras del olmo. Anterior a ese estudio es “Emula de la llama”, sobre el mismo tema, que data de 1942 y en el cual. sí habla de algunos poetas posteriores a López Velarde, come Pellicer, Gorostiza y Villaurrutia[7]. Además, en 1954 publicó unos polémicos comentarios sobre “Poesía mexicana moderna”, motivados por la antología La poesía mexicana moderna (1953) de Antonio Castro Leal. Es de gran interés lo que dice Paz ahí sobre su propia generación, el grupo de escritores –principalmente poetas– que se reunió en torno a la revista Taller. Estos estudios generales sobre poesía mexicana, que es el único género de 1a literatura nacional en cuya historia Paz se ha interesado, se complementan con el Prólogo a la reciente antología, Poesía en movimiento (1966), y con los ensayos que ha dedicado a varios poetas, como Alarcón, Sor Juana, Tablada, Gorostiza, Pellicer, López Velarde y Marco Antonio Montes de Oca[8].

Como crítico de la poesía mexicana moderna nadie aventaja a Octavio Paz. Alfonso Reyes no se interesaba en ella, o no quiso expresar sus juicios por escrito. Cuesta, y sobre todo Villaurrutia, son los críticos que preceden a Paz. De ellos desciende directamente. Su crítica, desgraciada mente, no es exhaustiva. Paz sólo se interesa en ciertas épocas, en ciertas corrientes (el barroco, el vanguardismo) e ignora las otras. El modernismo no le atrae; menos el romanticismo, y menos aún el Siglo de las luces. “La esterilidad artística del neoclasicismo –dice en Las peras del olmo– contrasta con el hervor intelectual de los mejores espíritus” (p. 20). Con los románticos es más severo: “Ninguno de ellos –con la excepción, quizá, de Flores, que sí tuvo visión poética aunque careció de originalidad expresiva– tiene conciencia de lo que significaba el romanticismo” (p. 21). Si es verdad que elogia a uno de los representantes de la corriente académica finisecular, Manuel José Othón, también nos dice, y con razón, que “ningún propósito de novedad anima su obra” (p. 22). Más original le parece Díaz Mirón: “Frente al lenguaje desvaído de los poetas anteriores –y también frente a las joyas falsas de casi todos los modernistas– la poesía de Díaz Mirón posee la dureza y el esplendor del diamante”. Y también: “Este artífice es el primer poeta mexicano que tiene conciencia del mal y de sus atroces posibilidades creadoras”. En cambio, para Paz, Gutiérrez Nájera y Nervo no tuvieron plena conciencia de lo que les pertenecía, ni del sentido profundo de la renovación modernista. Otros son los poetas de esa época que, según Paz, contribuyeron con obras originales; entre otros, Francisco A. de Icaza y Luis G. Urbina; y por supuesto, el más grande de ellos, González Martínez, “el único poeta realmente modernista que tuvo México” (p. 26). Con él, la poesía mexicana deja de ser descripción o queja para volver a ser aventura espiritual.

González Martínez, nos dice Paz con razón, dejó intacto el lenguaje y los símbolos; no así Tablada, ni López Velarde: el primero introdujo innovaciones formales significativas y el segundo la renovación del lenguaje. Para Paz, con López Velarde principia la poesía mexicana, “que hasta entonces no había encontrado su lenguaje y se vestía en formas que sólo eran suyas porque también eran de todos los hombres” (p. 32). Ambos poetas se arriesgan a inventar nuevas formas, siempre originales, y son al mismo tiempo fieles al lenguaje de su pueblo. Con estos comentarios sobre Tablada y López Velarde cierra Paz su introducción a la historia de la poesía mexicana.

De los poetas posteriores a López Velarde, esto es, de los Contemporáneos (Pellicer, Gorostiza, Villaurrutia), Paz habla con frecuencia; mas no de los de su propia generación (excepto en el caso de Alí Chumacero, a quien admira), y menos de los jóvenes pertenecientes a las nuevas generaciones, esto es, si excluimos el estudio sobre Montes de Oca. Al fin del libro Puertas al campo (1966) recoge un ensayo subscrito en Delhi, a 10 de enero de 1963 y titulado “El precio y la significación”, que es un comentario sobre los jóvenes pintores y escritores mexicanos. Ahí nos habla de otros jóvenes poetas (Aridjis, Zaid, Sabines, Pacheco, Mondragón), dramaturgos (Carballido, Luisa Josefina Hernández, Héctor Azar, Elena Garro), ensayistas (Xirau, García Terrés, Carballo, Monsiváis, Piazza) y narradores (Arreola, Rulfo, Segovia, García Ponce, Elizondo, Arredondo), pero sin profundizar en el análisis de sus obras[9].

Los juicios de Paz sobre los poetas ya sean mexicanos o extranjeros, son siempre justos y precisos; nos llevan directamente al meollo de la obra de que habla, y, nos revelan su significado. Al mismo tiempo, trata de ver las corrientes literarias desde dos perspectivas: lo nacional y lo universal. De cada autor nos revela las características que le dan originalidad dentro de la corriente nacional, al mismo tiempo que trata de engastar su obra en la literatura de occidente. Sin ser nacionalista, nunca se olvida de los aspectos autóctonos que hacen de la obra una manifestación de la literatura nacional; ni tampoco de aquéllos que la ubican en una corriente universal. Por eso sus juicios son siempre dignos de ser tornados en cuenta, tanto por el lector ocasional como por el crítico profesional.

Como poeta y ensayista Paz se ha interesado más en esos géneros que en la narrativa. Excepto de Yáñez y Fuentes, a quienes ha dedicado sendos estudios (“Novela y provincia: Agustín Yáñez”, en Puertas al campo; “La máscara y la transparencia”, en Corriente alterna), de otros novelistas o cuentistas apenas si se ha ocupado, aunque sí es verdad que de Rulfo habla con frecuencia. Los, novelistas de la Revolución mexicana no le interesan. Cuando Claude Couffon le preguntó “–¿Cuál es, a su juicio, la importancia de los llamados ‘novelistas de la revolución’? Pienso concretamente en Martín Luis Guzmán, en Mariano Azuela y, aunque más joven, en Rafael Felipe Muñoz...”, Paz contestó así: “– No niego la importancia histórica, por decirlo así, de estos novelistas; pero, en el fondo, no me interesan. Martín Luis Guzmán, Azuela y Muñoz son novelistas naturalistas que describieron, en calidad de testigos, con gran maestría, la sociedad mejicana enfrentada con la revolución. A título de documentos, sus obras tienen una importancia capital. Pero para los escritores de mi generación, para mí, no abren ningún camino. Los poetas de esta época que se alejaron de la transcripción literal de la realidad ejercieron sobre nosotros una influencia mucho más vigorosa.

“–¿Se refiere, sin duda, a Carlos Pellicer y a José Gorostiza?”

 “–Sí, y también a Xavier Villaurrutia. De hecho, Pellicer, Gorostiza y Villaurrutia fueron mucho más rebeldes que los novelistas de la Revolución”[10].

 De los narradores postrevolucionarios son Yáñez, Fuentes y Rulfo los que más le atraen. A Fuentes y Yáñez les ha dedicado artículos completos. En los cuales hace penetrantes observaciones sobre las novelas Al filo del agua, La región más transparente (“primera visión moderna de la ciudad de México”) y La muerte de Artemio Cruz[11]. El artículo sobre Yáñez, escrito en París en 1961 a propósito de la edición francesa de Al filo del agua, es una original contribución al estudio de esta obra maestra de la narrativa mexicana en la cual Paz ve una nueva interpretación del diálogo entre la religión y el erotismo. En ese mismo ensayo encontramos una rara nota (rara por ser tan pocos los comentarios de Paz sobre la narrativa mexicana moderna) reveladora de afinidades y oposiciones, tanto por lo que dice como por lo que calla: “Después de Juan Rulfo, autor de una de nuestras pocas ‘obras maestras’, la mayoría de los novelistas y cuentistas mexicanos prefieren explorar el tema de la ciudad. Al menos los más osados. Pienso en Carlos Fuentes, cuyos grandes dones me harían recordar el genio extenso de Diego Rivera si el autor de La muerte de Artemio Cruz no fuese también el de Aura y otros admirables relatos y cuentos; en José Revueltas, no menos dramático e intenso que Orozco –y más lúcido; en Juan García Ponce, al que unos cuantos personajes le bastan para suscitar un mundo; en Sergio Fernández, el más riguroso, el más afilado también; en José de la Colina, pasión e imaginación; en Jorge López Páez, Juan Vicente Melo, Sergio Galindo... Y sin embargo, en los últimos años han aparecido dos novelas notables con temas provincianos. Una de ellas es La feria, de Juan José Arreola, creación verbal que no me parece inferior a las invenciones de Quenau. La otra novela es una obra de verdad extraordinaria, una de las creaciones más perfectas de la literatura hispanoamericana contemporánea: Los recuerdos del porvenir, de Elena Garro”[12].

Acerca de la obra de Rulfo vuelve a hablar Paz en el ensayo “Paisaje y novela en México”, en donde nos dice que el autor de Pedro Páramo es “el único novelista mexicano que nos ha dado una imagen –no una descripción– de nuestro paisaje. Como en el caso de Lawrence y Lowry, no nos ha entregado un documento fotográfico o una pintura impresionista, sino que sus intuiciones y obsesiones personales han encarnado en la piedra, el polvo, el pirú. Su visión de este mundo es, en realidad, visión de otro mundo”[13]. Que la opinión que Paz sobre el valor de la obra narrativa de Rulfo no ha cambiado lo indica lo que dijo en reciente entrevista: “Rulfo es otro de los grandes escritores de mi generación. Un poeta: su español es una creación personal”[14].

Es evidente que los conocimientos que Paz tiene de la narrativa y el teatro mexicanos no son tan amplios como los que tiene de la poesía y el ensayo. Así y todo, lo que nos dice acerca de la narrativa contemporánea (desdeña todo lo escrito antes de 1940)[15], es significativo y útil, ya que su sensibilidad poética, su conocimiento de la lengua y su interés en el estilo lo califican para expresar juicios que es necesario tomar en cuenta. Sus ideas tuvieron influencia sobre Fuentes y otros jóvenes novelistas mexicanos y el renacimiento de la novela, en parte, se debe a la crítica que Paz hiciera de la novela tradicional.

La poética de Octavio Paz, lo mismo que su estética, ha sido estudiada por varios críticos[16]. No nos detendremos, por lo tanto, a hablar de sus teorías literarias según las expresa en El arco y la lira (1956) y Los signos en rotación (1965), en donde apenas si menciona a los escritores hispanoamericanos. No debemos olvidar, sin embargo, que en el primero de estos libros se encuentra un ensayo sobre teoría narrativa, “Ambigüedad de la novela” (pp. 216-228), en donde desgraciadamente no ilustra sus ideas con ejemplos sacados de la narrativa hispanoamericana, que muy bien podría haber hecho[17].

Las ideas de Paz sobre el problema de las literaturas nacionales han evolucionado con el tiempo. En 1941, en la respuesta a la encuesta lanzada por la revista Letras de México, en la que se presentaba esta disyuntiva: “¿La poesía mexicana, por qué sí o por qué no es mexicana y es poesía?”, Paz hace agudas observaciones en torno al tema y promete volver a tratarlo con mayor amplitud en próximo ensayo. En estas apresuradas (como él las llama) notas ya se perfilan las ideas del joven crítico acerca de las literaturas nacionales. No existe, nos dice, un Renacimiento o un Romanticismo italiano, francés o alemán, sino un espíritu europeo dentro de esos movimientos. “La poesía española –añade– es universal gracias a lo europeo”[18]. Si bien considera que la poesía colonial mexicana “es un reflejo de la poesía española”, se distingue por la preferencia que da a lo universal y por su repugnancia hacia lo nacional, en este caso lo español[19]. “El modernismo –continúa– reproduce la misma preferencia y la misma repugnancia. El mexicano se expresaba no sólo en su afrancesamiento [...] sino que este afrancesamiento ocultaba un deseo subconsciente no ser español. (Lo crepuscular, recogido, íntimo de la poesía mexicana, ¿no será un velo, un recato, un desdén íntimo? La poesía mexicana, más que expresar el carácter verdadero, profundo del mexicano, ¿lo habrá velado, como se vela en su silencio desconfiado el hombre de la meseta?” (p. 7)[20].

En ese momento Paz todavía creía en la posible existencia de una poesía nacional, cuya originalidad es necesario buscar. “El que, desde hace años, nos preocupe a todos encontrar ‘la mexicanidad’ de nuestra literatura, es una señal de que esa invisible substancia está en alguna parte. No sabemos en qué consiste, ni por qué caminos llegaremos a ella; sabemos oscuramente, que aún no se ha revelado y que hasta ahora, en los mejores, sólo ha sido una especie de aroma, leve y agrio sabor” (p. 10).

En la misma respuesta hace Paz una distinción entre buena y mala literatura mexicana. Para él los malos escritores son aquéllos que insisten en escribir literatura realista o costumbrista; los buenos son los que buscan lo universal. “La buena literatura mexicana ha vivido de la originalidad y la novedad. De la curiosidad, de la avidez por lo universal. (Lo otro, la literatura ‘nacionalista’, además de su pobreza espiritual, no es casi literatura, sino crónica periodística” (p. 10). El consejo de Paz al escritor mexicano es que busque la autenticidad dando expresión a lo universal. Autenticidad, para Paz, no quiere decir sinceridad, sino algo más profundo. El auténtico escritor es aquel que rechaza, por indignos y falsos, “todos esos intentos alevosos y preconcebidos de ‘mexicanidad’”. Ese consejo es el mismo que Drieu la Rochelle había dado a los argentinos. No es posible, les dijo, cantar el amor argentino, sino el amor. Pero después se descubrirá que ese canto de amor sonará con el sonido que no se oye sino en la Argentina. Para Paz, como para Drieu la Rochelle, lo nacional se expresa a través de lo universal. Esa idea es fundamental en la crítica literaria de Paz.

En “Emula de lea llama...”, que data de 1942, se interesa todavía en descubrir los rasgos característicos de la poesía mexicana. Primero rechaza la teoría de Pedro Henríquez Ureña, quien había señalado que las notas distintivas de la sensibilidad mexicana son la mesura, la melancolía, el amor a los tonos neutros; teoría aceptada por Reyes, Urbina, Villaurrutia y Castro Leal, si bien con algunas modificaciones[21]. Paz propone que la poesía mexicana es una “poesía de crepúsculo: angustia, lucidez, resplandor velado, suspiro” (Las peras..., p. 58). Termina diciendo que si bien lo crepuscular no define a todos los poetas mexicanos, ya que cada uno tiene su hora, su época y su luz, en todos ellos vive la misma poesía. Aquí Paz, sin duda alguna, cree en la existencia de tina poesía que puede ser reconocida como mexicana.

Precisamente diez años más tarde publica la UNESCO la Antología de la poesía mexicana en cuyo Prólogo Paz sintetiza las anteriores ideas.

Insiste en que las raíces de “nuestra poesía” son universales, como lo son sus ideales: “A diferencia de todas las literaturas modernas, no ha ido de lo regional a lo nacional y de éste a lo universal, sino a la inversa. La infancia de nuestra poesía coincide con el mediodía de la española, a la que pertenece por el idioma y de la que durante siglos no difiere sino por la constante inclinación que la lleva a preferir lo universal a lo castizo, lo intelectual a lo racial” (Las peras... p. 13). Y no sólo se escapa de lo castizo, sino de lo que Paz llama “la afectación modernista” (Ibid., p. 25).

Han de pasar otros diez años antes de que Paz vuelva a ocuparse del tema. En otro Prólogo también publicado en francés, esto es, el que escribió para el número que la revista Lettres Nouvelles dedicó en 1961 a la joven literatura hispanoamericana, observa que existe una literatura escrita en castellano que es diferente de la española: “¿Existe una literatura hispanoamericana? Hasta fines del siglo pasado se dijo que nuestras letras eran una rama del tronco español. Nada más cierto, si se atiende al lenguaje [...] Pero una cosa es la lengua que hablan los hispanoamericanos y otra la literatura que escriben. La rama creció tanto que ya es tan grande como el tronco. En realidad, es otro árbol. Un árbol distinto, con hojas más verdes y jugos más amargos. Entre sus brazos anidan pájaros desconocidos en España”[22]. Y da un paso más al afirmar que “la existencia de una literatura es, precisamente, una de las pruebas de la unidad histórica de nuestras naciones” (p. 13). Mas hay que subrayar que según Paz esa literatura hispanoamericana no presupone la existencia de “literaturas hispanoamericanas”. Nos dice en el mismo ensayo: “Ahora bien, el nacionalismo no sólo es una aberración moral; también es una estética falaz. Nada distingue a la literatura argentina de la uruguaya; nada a la mexicana de la guatemalteca. La literatura es más amplia que las fronteras” (p. 12). Esto no indica que Paz niegue también la existencia de otras estructuras. “Los grupos, los estilos y las tendencias literarias no coinciden con las divisiones políticas, étnicas o geográficas. No hay escuelas ni estilos nacionales; en cambio, hay familias, estirpes, tradiciones espirituales o estéticas. La novela argentina o la poesía chilena son rótulos geográficos, no lo son la literatura fantástica, el realismo, el creacionismo, el criollismo y tantas otras tendencias estéticas e intelectuales” (p. 12).

No sólo nos dice Paz que existen esas estructuras; también nos indica la hora de su nacimiento. Para él, la literatura hispanoamericana nace a fines del siglo XIX, con los modernistas, quienes “rompen bruscamente con el modelo peninsular” (p. 15). Aquí añade Paz concepto crítico: la idea, ya expresada por Jorge Cuesta, del desarraigo. “Los primeros escritores hispanoamericanos que tuvieron conciencia de sí mismos y de su singularidad histórica, fueron una generación de desterrados. Los que no pudieron salir, se inventaron Babilonias y Alejandrías a medida de sus recursos y de su fantasía” (p. 15). Los críticos nacionalistas, por supuesto, rechazan a los desarraigados. Paz los defiende. ¿Por qué? Porque el desarraigo permite al escritor recobrar su identidad, su porción de realidad. He aquí cómo justifica Paz ese rasgo distintivo del escritor hispanoamericano: “El desarraigo de la literatura hispanoamericana no es accidental; es la conciencia de nuestra historia: el haber sido fundados como una isla de Europa. Al asumirlo plenamente lo superamos. [...] Y hay más. Gracias a nuestro desarraigo hemos descubierto una tradición sepultada: las antiguas literaturas indígenas. La influencia de la poesía náhuatl en varios poetas mexicanos ha sido muy profunda [...] pero quizá esos poetas no se habrían reconocido en esos textos” (pp. 17-18). El desarraigo y el cosmopolitismo son las características fundamentales de la literatura hispanoamericana; pero también es búsqueda de una tradición, real o imaginada.

La crítica de Paz es una crítica en movimiento. En los últimos años ha llegado a negar la existencia de la literatura hispanoamericana. En el ensayo “Sobre la crítica”, recogido en Corriente alterna (1967), expresa una original idea: la crítica es la que crea una literatura: “La misión de la crítica, claro está, no es inventar obras sino ponerlas en relación: disponerlas, describir su posición dentro del conjunto y de acuerdo con la predisposiciones y tendencias de cada una. En este sentido, la crítica tiene una función creadora: inventa una literatura (una perspectiva, un orden), a partir de las obras. Esto es lo que no ha hecho nuestra crítica. Por tal razón no hay una literatura hispanoamericana aunque exista ya un conjunto de obras importantes” (p. 41.).

Así, Paz deslinda el problema del crítico: mostrar que las obras escritas por autores hispanoamericanos “son una literatura, un campo de relaciones antagónicas”; también descubrir las relaciones que existan entre esas obras y las que forman otras literaturas. En reciente entrevista nos dice que no podernos entrar en la literatura hispanoamericana si no conocemos sus relaciones con la literatura francesa y la inglesa. Ahí mismo expresa otra idea, en la cual nos parece ver la influencia del estructuralismo de Levi-Strauss. “La literatura moderna –dice– es un sistema mundial y dentro de ese sistema hay otros sistemas y subsistemas. Uno de ellos es el de la lengua española, compuesta por dos literaturas: la española y la hispanoamericana”[23]. ¿Contradicción? No; cuando Paz niega la existencia de la literatura hispanoamericana no está negando la existencia de obras escritas por autores hispanoamericanos, sino el hecha de que la crítica no ha sabido articular esas obras, definir esa literatura. De esto se desprende que para Paz la esencia de una literatura compuesta por obras de autores de diferentes nacionalidades, pero que escriben en una misma lengua, se encuentra en lo que esas obras tengan en común; y es obligación de la crítica descubrir esas relaciones y hacer ver que esas obras ver daderarnente pertenecen a un mismo sistema o subsistema. Lo que sí niega aquí, y con gran énfasis, es la existencia de literaturas nacionales en Hispanoamérica. “No hay una literatura chilena o argentina o mexicana; esas son invenciones de los profesores de literatura de cada país para ganar dinero escribiendo las historias de sus respectivos países; lo que hay es una literatura latinoamericana, cada vez más viva” (p. 11).

Es lástima que Paz no haya escrito una crítica estructural de la literatura hispanoamericana. Lo que nos ha ofrecido hasta hoy han sido brillantes ensayos en torno a problemas relacionados a la naturaleza de la literatura hispanoamericana, dando mayor importancia a la de su propio país; no por nacionalismo (que es lo que menos tiene Paz), sino porque es la que más le duele. Con su viva imaginación, su brillante estilo, su penetrante intuición, su sensibilidad poética y sus profundos conocimientos de la literatura universal, es él el crítico más indicado para interpretar, mejor dicho para crear, esa inexistente literatura hispanoamericana. Mas no esperemos –por las razones expuestas– que escriba una historia de la literatura mexicana, o de la poesía; a pesar del título de uno de sus prólogos sobre la materia.





[1] No es nuestra intención hacer aquí un estudio crítico exhaustivo de estos primeros trabajos en prosa. El interesado en esa bibliografía puede consultar el libro de Merlin H. Forster, An Index of Mexican Literary Periodicals (New York and London: The Scarecrow Press, 1966) y la bibliografía de Alfredo A. Roggiano que se publica en este número.

[2] La primera edición es la de “Cuadernos Americanos” (México, 1950), si bien el Copyright es de 1947. La segunda, publicada por el Fondo de Cultura Económica, es de 1959. Citamos por ésta.

[3] Este capítulo no aparece en la primera edición

[4] Paz escribía esto en 1959. En 1964 la UNAM publicó las obras casi completas de Cuesta: Poemas y ensayos, 4 tomos, ed. y prólogo de Luis Mario Schneider.

[5] Es curioso que Paz, que tanto admira la obra de Reyes, Cuesta y Villaurrutia, no haya escrito sobre ella estudios amplios como el de López Velarde en Cuadrivio. De Villaurrutia sólo se ha ocupado en dos reseñas, ambas en la revista Sur de Bueuos Aires; la primera, sobre Nostalgia de la muerte es de 1938 (n° 48, agosto), reproducida en Letras de México, 33 (1 nov., 1938), y la se gunda (sobre su teatro) de 1943 (n° 105, julio). A Reyes le dedicó algunas páginas, a propósito de su muerte, en Puertas al campo: “El jinete del aire”, pp. 55- 66.

[6] Colección UNESCO (París, 1952). Trad. de Guy Lévis Mano. Hay trad. al inglés, de Samuel Beckett: An Anthology of Mexican Poetry (Bloomington, Indiana, 1958).

[7] También recogido en Las peras del olmo. En 1943 Paz publicó en la revista Hoy, n° 307 (9 de enero de 1943), pp. 56-57, un artículo sobre poesía mexicana, “Pura, encendida rosa”, que había sido premiado por la Editorial Séneca.

[8] “Estela de José Juan, Tablada” (1945), “Sor Juana Inés de la Cruz...” (1950), “El lenguaje de López Velarde” (1950), Muerte sin fin (1951) y “La poesía de Carlos Peilicer” en Puertas al campo (México: UNAM, 1966). Más tarde a López Velarde le dedicará un largo ensayo en Cuardrivio (México: Joaquín Mortiz, 1965). Sobre Alarcón: “Una obra sin joroba”, Taller, 5 (oct. 1939) pp. 43-45.

[9] En el prólogo a Poesía en movimiento añade los nombres de otros jóvenes, y no tan jóvenes (Nova, Owen, Maples Arce, Ortiz de Montellano, Torres Bodet, Nandinoy Usigli, Leduc, Huerta, Bonifaz Nuño, Margarita Michelena, Rosario Castellanos, Calvillo, Hernández Campos), lo mismo que los colabaradores de los volúmenes colectivos La espiga amotinada (1960) y Ocupación de la palabra (1965). Sus juicios sobre los jóvenes poetas, nos dice Paz, son provisionales. El prólogo está subscrito en Delhi, 17 de septiembre de 1966.

[10] Claude Couffon, Hispanoamérica en su nueva literatura. Versión castellana, por José Corrales Ejea (Santander: Publicaciones de la Isla de los Ratones, 1962), p. 75.

[11] “Novela y provincia: Agustín Yáñez”, Puertas al campo, pp. 142-147; “La máscara y la transparencia”, Corriente alterna (México: Siglo XXI Editores, 1967), pp. 44-50.

[12] Puerta al campo, nota en las pp. 143-144.

[13] Corriente alterna, p. 18.

[14] Mercedes Valdivieso, “Entre el tlatoani y el caudillo. Octavio Paz: post data a Posdata”, Siempre! 876 (abril 8 de 1970), “La cultura en México”, pp. ii-vi; la cita en p. v. También dice Paz en esta entrevista que su próxima libro, que se llamará Conjunciones y disyuntivas, tratará “del diálogo entre el signo cuerpo y el signo no cuerpo. O sea la rebelión moderna del cuerpo”. En Postdata (México: Siglo XXI, Editores, 1970) no se discute la literatura.

[15] Ver “Razón de ser”, Taller I, 2 (abril, 1939), 30-34; “Invitación a la novela”. Taller I, 6 (nov., 1939), 66-68, y “Una nueva novela mexicana”, Sur 105 (julio, 1943), 93-96.

[16] Ver Manuel Durán, “La estética de Octavio Paz”, Revista Mexicana de Literatura 8 (novdic, 1956), 114-136; Ramón Xirau, Octavio Paz: el sentido de la palabra (México: Joaquín Mortiz, 1970); George G. Wing, “Poet in Revolt”, cap. 11 de su tesis doctoral inédita, “Octavio Paz: Poetry, Politics, and the Myth of the Mexican”. Univ. of California, Berkeley, 1961.

[17] Las primeras ideas de Paz sobre teoría narrativa se encuentran en las reseñas “Invitación a la novela” (ver n. 15) y “Mundo de perdición (de José Bergamín)”, Taller II, 11 (jul-ago, 1940), 65-68.

[18] “Nuestro tiempo. Encuesta sobre la poesía mexicana”, Letras de México (15 abril, 1941), pp. 7-10. La cita en la p, 7.

[19] Esta idea aparece primero en el ensayo sobre Ruiz de Alarcón, “Una obra sin jorobó”, Taller I, 5 kocr. 1939), 43-45.

[20] Esta idea la desarrolla Paz con todas sus variantes en el libro El laberinto de la soledad.

[21] Sobre este punto véase nuestro artículo, “Interpretaciones de la literatura mexicana”, Anuario Humánitas (1902), 259-273.

[22] Este Prólogo fue recogido en Puerta al campo, bajo el título “Literatura de fundación”, pp. 11-61. Reproducido en México en la Cultura, 645 (jul. 24 de 1961, pp. 1-6, con el título “Nuestra literatura es, regreso y búsqueda de nuestra realidad”. Trad. al inglés por Lysander Kemp: “A Literature of Foundation”, The TriQuarterly Anthology of Contemporary Latin American Literature. Edited by José Donoso and William A. Henkin. (New York: E.P. Dutton & Co. 1969). pp, 2-8, Citamos por Puerta al campo, pp. 11-12.

[23] Mercedes Valdivieso, “Entre el tlatoani y el caudillo...” p. vi.


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