Conversaciones y novedades

La poesía está entre el silencio y el canto

Ana María Larraín

Año

1993

Tipología

Entrevistas

Temas

Últimos años

 

Ana María Larraín

* Acercándose a unos 80, que no representa, el Premio Nobel mexicano se revela como un hombre tremendamente cálido y afectuoso que ha añadido a la plenitud de su inteligencia creadora una especie de sabiduría impregnada de franqueza y vitalidad. En este momento espera la publicación de sus «Obras Completas» en España.


          A pesar de la luminosa mujer que desde hace tantos años lo acompaña, a pesar de los catorce gatos y las sensualísimas plantas que dan vida a su casa junto a tanto hermoso libro y tanto objeto exótico traídos de sus innumerables viajes, dice —casi sin querer— sentirse solo en el medio literario. “La mayor parte de mis amigos son pintores y arquitectos: los escritores no me quieren”. Confiesa hasta el final de esta larga entrevista, en la que se ha conversado de todo y donde él ha preguntado, también, lo suyo: de arte y de religión, de la vida y los sentimientos, de la muerte y algunas incertezas, del valor inapreciable de la reflexión, del placer supremo de la poesía. Nada escapa, en verdad, al interés de este hombre inquisitivo, que no oculta su amor por la música y gusta de salir a pasear por las calles de Ciudad de México al atardecer. Y que sonríe, contento como niño chico, cuando le cuento que los taxistas de su país lo conocen y que, sí lo quieren, aunque quizás no hayan leído Libertad bajo Palabra, ni El laberinto de la soledad, ni su maravilloso El arco y la lira, ni Corriente alterna, Sor Juana Inés de la Cruz o Los hijos de Limo. Director de la revista Vuelta, la más prestigiada de América en su ámbito, reconoce con sencillez desarmante que, habiéndose instalado en la poesía y también, desde luego, en el ensayo, su afición oculta hubiera sido escribir teatro, “pero nunca nadie se interesó por montar la única obra que tengo en el género”.


—Madre española, padre zapatista, abuelo liberal, hijo de la Malinche, ¿Quién diablos es Octavio Paz?


(Suelta una larga, larguísima carcajada y contesta, con los ojos verdes aún más brillantes)… Bueno: este que soy. Este que calla sin cesar y que no sé, exactamente … Pero yo no me defino tanto por mis padres, ¿no? son como adioses. Está muy bien, pero… lo dejé todo atrás. Lo que uno se hace es lo que es; uno pasa toda su vida para fabricarse una cara, para enfrentarse a la vida. Y a la muerte, también.


—¿Y el resultado de su cara, lo tiene contento?


(Medita y tajante) ¡Podría ser peor! (Risas)


— ¿Quiere decir que no está conforme con lo que ha hecho?


—Yo creo que nadie está conforme, ¿no? (Serio). Es un equívoco todo esto. Lo que uno hace no es lo que uno hubiera querido hacer. No: no estoy conforme…


          Mire, yo todos los días leo poesía, no mía, si no de los otros, y me doy cuenta de que los grandes poetas alcanzan en algunos momentos cierta verdad poética, pero el resto… no.


—Con ese momento basta, ¿o no?


—Pues (dubitativo), sí, debería bastar. Pero la poesía no es la vida. Es una venganza contra la vida. Y la gloria... ¿para qué? Sin embargo, uno busca el reconocimiento.


—En su “Epitafio para un poeta” usted habla de “una vida verdadera de mentiras”. ¿En qué mundo vive realmente Octavio Paz y cómo ordena ambas realidades?


(Rápido) Bueno, yo creo que todos los seres humanos, no solamente los poetas, pero muy particularmente ellos, viven en este mundo real (enfatiza), que es la fantasía, y en este mundo ideal, que es la triste realidad nuestra: estamos yendo de un lado para otro. ¡Ay de nosotros si viviésemos solamente en la fantasía: sería irreal! O en el mundo de las “verdades mentirosas” sería sórdido.


—La conjugación de ambos mundos significaría, entonces...


—… una de las funciones no sólo de la poesía, sino de la literatura: poner en comunicación el mundo imaginario y el mundo de la realidad.


—Su lucha por la expresión poética exacta está plasmada en el famoso poema “Las Palabras”. Mas allá de la rabia por la resistencia que le opone el lenguaje, ¿podría darnos cuenta de su amor por él? ¿No hay un acercamiento efectivo de su parte a las palabras?


—¡Pero evidentemente que sí! Incluso es lo que prima. Nuestra actitud frente al lenguaje es erótica, en verdad. Está hecha de sensualidad, de amor, de cierto sadismo, sin el cual no es posible entender la relación erótica. De ira, también. De todas las pasiones humanas.


—Con respecto a nuestra lengua, precisamente, usted ha escrito que en ninguna otra existen tantas “palabras fantasmas”, ¿Cuáles con las suyas?


(Le brota desde el fondo otra gozosa carcajada.) ¡Qué pregunta tan maliciosa, caray!... ¡Me hace pensar!... No, no voy a caer en la trampa.


—¡Pero si usted mismo ha dicho que “poesía y pensamiento forman un invisible pero muy real sistema de vasos comunicantes”! Además, se lo pregunto porque se ha criticado la excesiva intelectualización de su propia poesía.


—Bueno, eh… Yo no estoy muy de acuerdo, ¿no? Al principio, en el origen del lenguaje, palabras y pensamiento eran indistinguibles: los primeros filósofos escribían en verso y los grandes textos religiosos también estaban escritos de una manera poética. Así pues, la poesía no se puede reducir solamente a la canción y al lirismo, aunque, al mismo tiempo, los sentimientos son fundamentales en la poesía. ¿Pero quién, que haya tenido sentimientos, no ha reflexionado sobre ellos? Digamos el amor. Cuando uno se enamora, se pregunta inmediatamente: “¿Qué me está pasando? ¿Por qué me pasa esto? “Y el celoso examina sus celos. No quiere ver su enfermedad, pero la estudia, ¿no? Lo mismo el sentimiento ante la muerte: ¿Por qué tengo miedo de ella? ¿Por qué pienso en la muerte?”


—¿Entonces?


—... Mire, todo lo que sentimos está ligado al pensamiento. Un hombre que fuera puro sentimiento, pues… sería un pobre hombre. Y uno que fuera puro pensamiento, no sería hombre. Entonces, la comunicación es continua. Y en poetas donde las sensaciones y los sentimientos son lo fundamental, como ocurre con el Neruda de Residencia en la Tierra, un hombre que ha escrito “como irnos cayendo desde la piel al alma”, está hablando con el pensamiento”.


—A propósito, usted ha dicho que el olvido de Gabriela Mistral es “un pecado espiritual”. ¿Recuerda otros olvidos importantes?


—Lo que pasa con Gabriela es que se le lee poco. No escribió muchos grandes poemas. Pero los pocos buenos poemas que escribió quedan, sus poemas sobre la materia, sobre la cotidianeidad, sus poemas religiosos. En verdad, no se me ocurren otros olvidos así de importantes.


—¿Quizás Alfonso Reyes, en nuestra lengua?


—¡Ah, bueno! Claro. Ese es el otro gran ausente. A Reyes nadie lo considera, al pobre, como un poeta importante, sino un gran prosista de la lengua española. Borges decía que había sido su maestro ¡Bueno, es verdad! Pero ésa es la prosa no de un gran novelista ni de un gran pensador, sino de un gran poeta que escribe en prosa sus miniaturas, retratos y descripciones.


—¿Y cómo enfrenta Paz la posibilidad de su propio olvido?


—Bueno, yo siempre quise ser poeta (como disculpándose). Y si he escrito de política es porque no tenía más remedio: todos los días tenemos retos políticos y la política forma parte de nuestra vida. Y si uno está vivo y escribe, pues... tiene que reflexionar sobre los hechos en forma independiente no desde un partido para tratar de explicarse el mundo. Pero… ¡a mí me hubiera gustado escribir menos de política! Y con respecto a lo otro, pienso que el tiempo se encargará de antologar: es como el viento que dispersa las páginas. Ahora están haciendo mis Obras Completas en España y sé que mucho de lo que hay en ellas no va a quedar; mejor sería hacer una antología, pero… es muy difícil. Me gustaría que quedasen una media docena de poemas.


—¿Antes que sus ensayos?


—Sí, los ensayos a mí me han ayudado a pensar y a vivir, pero… No lo mejor (se arrepiente), ¡pues sí, lo mejor!, y lo más entrañable para mí es la poesía: sentimiento, emoción y sensación. Yo creo que el cuerpo es muy importante.


—En definitiva, ¿quién sería Paz, el poeta?


—¡Yo no sé! Pero a mí me gustaría... probablemente, mis poemas expresan el instante. Ciertos instantes de iluminación, de descubrimiento de una realidad, de sensualidad. Por esto, he escrito poemas cortos, muy cortos, pero también poemas largos, en los cuales cuenta también el instante. Por otra parte, hay un elemento de diálogo con el lenguaje, de diálogo con el mundo y de diálogo con la parte de los hombres que son las mujeres. Ésa es mi poética.


—En su “Elegia Interrumpida” usted recuerda “a los muertos de mi casa” ¿A quiénes recordaría ahora, tanto años después?


—Bueno, recordaría a los mismos (“ al primer muerto nunca lo olvidamos”, a “la que murió noche tras noche y era una larga despedida”, “al que se fue por unas horas y nadie sabe en qué silencio entró”, “rostros perdidos en mi frente, rostros sin ojos, ojos fijos, vaciados“, “montón de días muertos, arrugados”) y ...tendría que añadir algunos más, entre ellos… mi madre, que ya no está más y… (baja la voz, se recupera). Al mismo tiempo, complementaría el poema con algunas elegías a amigos, porque yo creo mucho en la amistad. Y amigos míos se han muerto ya.


—Hay una historia muy linda sobre una premonición suya de la muerte de un amigo. ¿Le sucede muy a menudo eso?


—No. Me sucede, pero no es frecuente.


—“Alegría y pena / no se compran ni se venden”, dice un verso suyo. ¿Cómo diría que se obtienen y que elementos las provocan en usted?


—Yo no me las procuro; ¡siempre son dádivas! Uno quisiera siempre tener la alegría, no sé si la pena, pero… Son dádivas y, como tales merecidas o inmerecidas. Hay cierta disposición, claro: hay temperamentos melancólicos que buscan la pena, hay temperamentos optimistas que buscan la alegría. Pero cuando esto se presenta en forma demasiado unilateral, es malo. A mí me parece muy grave. ¡Extraño!, que una persona siempre se esté riendo. Tan terrible como una que siempre esté llorando.


—¿En qué lugar entre los opuestos se situaría usted?


—Quevedo decía muy bien, hablando de Demócrito y Heráclito como los prototipos de la risa y la melancolía respectivamente: “De que te ríes, filósofo cornudo/ Por quién lloras, filósofo anegado” (Se solaza a morir con su cita.) Pues bien, yo creo que hay que reír y hay que llorar. Es difícil conjugar ambas cosas, pero este es el camino.


—¿Y cuál de ambas realidades ha destacado en su vida, en términos de lo que le ha sido dado?


—Bueno, ha habido las dos cosas. Penas bastante profundas yo creo que la vida es una condena, pero también creo que tenemos la gran venganza de nuestros instantes de dicha, en general. El amor justamente es uno de los grandes surtidores de pena y de dicha.


—“Hay que soñar con las manos”, ha escrito usted. ¿Qué sueños?


—Siempre se dice que las manos son las que hacen; el hombre es el único animal que hace cosas con las manos. Yo creo que las manos están dotadas de sensibilidad, tienen ojos, tienen piel, sensaciones y, a veces… imagen. Por eso yo digo que hay que soñar con las manos. ¡Y ojalá que pudiésemos pensar y vivir con todo el cuerpo!


—Ese es, también, un sueño, ¿Cuáles son sus desvelos?


—¿Mis desvelos? (Me mira fijo) ¡Muchísimos!


—¿Por ejemplo?


—... Todos los hombres tenemos la espada de la muerte encima, todos somos mortales y eso, por cierto, me desvela, igual que a todo el mundo. Pero diré que más bien, la obsesión de la muerte es de la adolescencia. Y de la juventud. Ahora que estoy más cerca de ella, pienso en la muerte, con cierta... tranquilidad.


          ¡Bueno! Pero no es mi único desvelo. Me desvela mucho la suerte del mundo, ¡y no es que me crea apóstol, ni mucho menos! Pero la posibilidad de que Hitler pudiese ganar la guerra, como pareció en la primera época, no me dejaba tranquilo, aunque viviera en México. También me preocupó en París la idea que los rusos pudieran invadir Europa, en los años 50, cuando el conflicto parecía inminente. De modo que, como pueden ver… los desvelos sobran. (Observa, sonriente)


—También Latinoamérica parece haberle quitado el sueño…


—Ya que hablamos de eso, todos los dramas de América Latina, el drama de ustedes los chilenos, me han quitado el sueño (me pregunta, se interesa y comenta). Pero no quiero abrir viejas heridas.


—En su concepto, poesía son sonidos y es silencio. ¿Qué es lo que canta y que es lo que calla la poesía?


—Habría que contestarte con un poema. Creo que la poesía, no es lo que dicen las palabras del poema, sino aquello que no se puede reducir a razón: otra cosa. Tampoco es una mera emoción: está entre la razón y la emoción, entre el silencio y el canto es un diálogo continuo. ¡Cómo explicarlo! El poema crea una zona de silencio que habla con sonidos, son palabras y de pronto termina: ¡ahí está el poema! En esa zona de silencio.


— Hablando de silencio. ¿Todavía cree que “Dios contesta solo con el silencio que ahoga”?


—No, porque en aquella época Dios se me había perdido. Pero ya no tengo el problema.


—¿Y cómo lo oía? ¿Recuperó su fe?


—No. Yo no he recobrado la fe. Sólo que ésta ya no es un problema para mí.


—¿Item concluso?


—No concluso; estoy abierto a lo sagrado. Pero pienso que las revelaciones que me entrega la naturaleza de lo que me rodea y que de mi propia naturaleza surgen son…suficientes. Con eso me basta. En un poema hablo de que la Presencia —divina o de otra índole— aparece en cada forma de desvanecimiento. Se desvanece; por eso ya no es problema. Quizá porque estuve en Oriente muchos años y esta idea de vacuidad me tocó muy a fondo.


— Como que se tranquilizó usted en Oriente. ¿Y le duró?


—Así, de pronto… No, no es fácil, porque uno está lleno de pasiones. Y además, vivir en calma, pues…, es un poco aburrido. La calma está bien, pero… ¡No! Imposible. No podemos, ¿no?


—También Neruda vivió en Oriente y…


—Pero mi experiencia es absolutamente contraria a la de Pablo. Pensándolo, hemos sido los dos únicos poetas que hemos vivido en Oriente en el mismo país. Pablo y yo. Después él estuvo en Ceylán. Y muchos años más tarde, cuando ya nos habíamos perdido, yo fui a dar a Ceylán con mi mujer, cuando estábamos recién juntos: era un lugar paradisíaco. Y de pronto recibo un libro de un amigo con unas cartas de Neruda, sobre ese lugar que a él le parecía un infierno. ¡Y a mí me parecía tan extraordinario! Sentía que solamente le faltaba algo: la desdicha, la noche. Era una bahía prodigiosa, con un mar trasparente, trasparente; yacimientos de coral, cocoteros, campesinos y una pagoda budista. (Una vaga nostalgia se instala en el ambiente.) ¿Cómo se puede tener una experiencia tan radicalmente opuesta ante un mismo paisaje?


—Es que el paraíso no es tal si se está solo, don Octavio.


—¡Pues eso es verdad! Es el punto en que el paraíso se puede parecer, de pronto, al infierno.




NOTAS

*«La poesía está entre el silencio y el canto» se publicó en El Mercurio, pp. 1-5, el 14 de noviembre de 1993.


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