Conversaciones y novedades

Un aprendizaje difícil

Octavio Paz

Año

1951

Lugares

Paris, Francia

Tipología

Memorias

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

Lustros

1950-1954

 

Este texto, publicado originalmente en la revista Mar del Sur en 1951[1] es muestra de la producción narrativa de Paz. Es notable la influencia de la prosa surrealista, tal como en ¿Águila o Sol?, publicado el mismo año. El tema de una relación sadomasoquista entre un alumno y su maestro contrapuesto a un lenguaje poético recuerda vagamente a Lautréamont, o aún al Virgilio Piñera de La carne de René. Agradecemos a Péndola y a Alejandro José Ramírez por el hallazgo. (ELA)

 


Vivía entre impulsos y arrepentimientos, entre avanzar y retroceder. ¡Qué combates! Deseos y razones, alas y plomo, tiraban hacia adelante y hacia atrás, hacia la izquierda y hacia la derecha. Tiraban con tanta fuerza que me inmovilizaban. Durante años tasqué el freno, como río impetuoso atado a la peña de su manantial. Echaba espuma, pataleaba, me encabritaba; nervios y arterias hinchaban mi cuello: en vano, las riendas no aflojaban. Extenuado, me arrojaba al suelo; látigos y acicates me hacían saltar: jarre, adelante!

Lo más curioso era que estaba atado a mí mismo, y por mí mismo. No me podía desprender de mí pero tampoco podía estar en mí. Si la espuela me azuzaba, el freno me retenía. Así, mi vientre era un pedazo de carne roja, picada y molida por la impaciencia; mi hocico, un rictus petrificado, una masa de espuma y sangre coaguladas. Y en esa inmovilidad hirviente de movimientos y retrocesos, yo era la cuerda y la roca, el látigo y la carne llagada.

Recluido en mí, tendido, incapaz de hacer un gesto sin recibir un golpe, pero incapaz también de no hacerlo sin recibir otro, me extendía temblando entre el miedo y la fiebre. La inmundicia se acumulaba a mis costados. Mis pelos crecieron tanto que pronto quedé sepultado en su maleza intrincada. Allí acamparon inmediatamente pueblos enteros de pequeños bichos, belicosos, voraces e innumerables. Cuando no se exterminaban entre sí, me comían. Mi cuerpo era su campo de batalla y su botín. Se establecían en mis orejas, sitiaban mis axilas, se replegaban en mis ingles, asolaban mis párpados, se introducían en mi ojo derecho, ennegrecían mi frente. Me cubrían con un manto parduzco, viviente y siempre en ebullición. Las uñas de mis pies también crecieron y nadie sabe hasta dónde hubieran llegado de no presentarse las ratas, que en poco tiempo dieron cuenta de ellas y de unos cuantos dedos. Hasta mucho después no advertí estas pérdidas, entregado como estaba a mis convulsas cavilaciones. De vez en vez me llevaba a la boca -aunque apenas podía abrirla, tantos eran los insectos que allí se apiñaban- un trozo de carne sin condimentar, arrancado al azar de cualquier ser viviente que se ponía al alcance de mi brazo.

Semejante régimen hubiera acabado con una naturaleza atlética, que no poseo, desgraciadamente, porque desde niño preferí la reflexión al ejercicio. Pero al cabo de algún tiempo, guiados sin duda por el hedor que desprendía mi cuerpo, me descubrieron los vecinos. Sin atreverse a tocarme, llamaron a mis parientes y amigos. Hubo consejo de familia. No me desataron, pero me confiaron a un pedagogo. El me enseñaría, decidieron, el arte y la ciencia de la libertad.

Me sometieron a un aprendizaje intenso. Durante horas y horas el profesor me impartía sus lecciones, con voz grave e insinuante. A intervalos regulares el látigo trazaba zetas invisibles en el aire, largas eses esbeltas en mi piel. Con la lengua de fuera, los ojos extraviados, la cabeza baja y los músculos temblorosos, trotaban sin cesar, ansioso de aprender, dando vueltas y vueltas, saltando aros de fuego, trepando y subiendo cubos de madera. ¡Qué espectáculo! Mi profesor empuñaba con elegancia la fusta me hacía seguir con breves gestos sus órdenes secas, e subrayadas por el ruido estallante del látigo.  Todavía me conmueve -¿por qué decirlo?- recordar nuestra fe y entusiasmo. Me sentía orgulloso de mi maestro y estoy íntimamente convencido que a él, en secreto, le ocurría lo mismo.

Mi profesor amaba la perfección y nunca estaba satisfecho. Siempre exigía más. La extrema severidad de su método -que a otros podrá parecer excesiva- no solamente me agradaba sino que la agradecía como un honor.

Tenía conciencia de lo que significaba su encarnizado desvelo y con mi silenciosa y devota obediencia me esforzaba en probarlo. Mi reconocimiento se expresaba en formas al mismo tiempo reservadas y sutiles, púdicas y emocionadas. Ensangrentado, pero con lágrimas de gratitud en los ojos, trotaba día y noche, al compás del látigo y el grito. A veces la fatiga, más fuerte que el dolor, me derribaba. Entonces, haciendo chasquear la fusta en el aire polvoriento, él se acercaba y me decía con voz cariñosa: "Un esfuerzo más y serás libre". Y sacando una pequeña daga, me picaba las costillas. La herida y sus palabras de ánimo me obligaban a saltar. Con redoblada energía continuaba mi lección, repitiendo a cada vuelta, a cada pirueta, embriagado: "pronto seré libre".

Así fue. Un día me sacaron, sin previo aviso. La sorpresa y aún la contradicción formaban parte del sistema de mi maestro. De golpe, me encontré en sociedad. Al principio, deslumbrado por las luces y la concurrencia, sentí un miedo irracional, absurdo. Afortunadamente él estaba allí, cerca, para infundirme aliento e inspirarme confianza. Al oír su voz, apenas más vibrante que de costumbre, y escuchar el conocido y alegre sonido de la fusta, recobré la calma y se aquietaron mis nervios. Dueño de mí, empecé a repetir lo que tan penosamente me habían enseñado. Tímidamente al principio, pero a cada instante con mayor aplomo, salté, dancé, mi incliné, sonreí, volví a saltar. Todos me felicitaron. Saludé conmovido. Envalentonado, me atreví a decir tres o cuatro frases de circunstancia, que había preparado cuidadosamente y que pronuncié con aire distraído, como si se tratara de una improvisación. Obtuve el éxito más lisonjero y algunas damitas me miraron con cierta simpatía. Se redoblaron los cumplimientos. Volví a dar las gracias. Me aplaudieron. Impulsado por la emoción, corrí hacia adelante, con los brazos abiertos y saltando la barrera -había olvidado decir que había una barrera-. Los más cercanos, al verme avanzar, retrocedieron. Quise detenerme, pues oscuramente me daba cuenta que había cometido una grave descortesía. Era demasiado tarde. Y cuando estaba cerca de una encantadora niñita, mi maestro, rojo de cólera y de vergüenza, blandiendo una barra de hierro con la punta encendida al rojo blanco, me llamó al orden. La quemadura me hizo aullar. Me volví, sorprendido dolorosamente. Mi maestro sacó su revólver y disparó al aire. En medio del tumulto, se hizo la luz en mí. Comprendí mi error. Un segundo después, mascullando excusas, me retiré. Un vago murmullo me acompañó hasta la puerta. Mis piernas flaqueaban y mi pulso temblaba. Estuve a punto de sufrir un des mayo. Conteniendo mi dolor, confuso y sobresaltado, desaparecí. Una vez solo en mi cuarto me dejé caer en la cama. Di vuelta a la llave de la luz y a oscuras recordé mi vida, hasta llegar a la noche fatal: mi deslumbramiento, la sonrisa cariñosa de mi maestro, mis primeros éxitos, mí estúpida borrachera de vanidad y el oprobio último. Repasé después nuestros esfuerzos: las noches en vela, las llagas, el sonido incansable de la fusta, el polvillo asfixiante. ¡Todo había sido en vano! Decididamente no estoy hecho para la libertad, me dije. Y sentí que un llanto sordo y secreto me subía, desde no sé qué oscura región de mi ser, a los ojos. Pero no podía llorar. Aquellas lágrimas invisibles me quemaban por dentro, dejaban un rastro salado en mis entrañas y vísceras y al llegar a mi garganta se transformaban en una nube sofocante, que me ahogaba. Era un llanto seco. Llorar hace bien: descarga, desahoga. De pronto cesa el dolor, desaparece la angustia, se borra todo. Y uno se siente vacío, vacío y ligero; luego, se duerme pesada, profundamente, con el sueño negro, mineral, que precede al primer despertar. Pero yo estaba despierto y sin llanto. Me di cuenta que ya nunca más iba a dormir con el sueño de los niños, de las piedras, de los desgraciados. Había, al fin, despertado. Y para siempre.

Paris, 1950.





[1] Mar Del Sur V, no. 15, febrero 1951. Lima, Perú. Pp. 45-47


Artículos relacionados