Conversaciones y novedades

El genio de Octavio Paz

Harold Bloom

Año

2005

Lugares

Barcelona, España

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Recontextualizaciones

Lustros

2005-2009

 

Harold Bloom 

El poeta mexicano Octavio Paz fue el hombre de letras más sobresaliente de su país y fue uno de los pocos ganadores recientes del premio Nobel de Literatura (1990) que hicieron honor al premio (el otro fue José Saramago). Aunque he trabajado la mayor parte de su poesía (con ayuda de traductores distinguidos y de varios diccionarios), no puedo decir que conozca toda su obra en prosa, sorprendentemente diversa a causa de la universalidad de sus intereses. Me limitaré, pues, a buscar su genio en su poesía, en El laberinto de la soledad —donde intenta definir la identidad mexicana— y en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, su biografía crítica de Sor Juana Inés de la Cruz (1651[?]-1695), la primera poeta mexicana y latinoamericana importante. De sus numerosos escritos sobre poesía, el que me parece más útil como complemento a su propia obra poética es El arco y la lira.

 

Paz nació en la Ciudad de México, de padre mestizo y madre española, y de su padre, que fue representante de Zapata en Estados Unidos, heredó la tradición revolucionaria. Paz escribía poesía desde niño y empezó a publicar a los diecisiete. En 1937 fue a España a apoyar a la República contra los fascistas, pero ante la presión para que no se uniera al ejército, sino que trabajara por ella en México, regresó a casa y se dedicó al periodismo político. En 1944 pasó un año en Nueva York y San Francisco, y el año siguiente vivió en París, donde frecuentó a André Breton y el grupo surrealista. Desde 1946 hasta 1968, cuando renunció después de la violenta represión del movimiento estudiantil en la Ciudad de México, Paz trabajó con el servicio diplomático de su país en París, Nueva York y Ginebra. Desde 1962 hasta el fin de su carrera diplomática en 1968 fue embajador en la India, donde se casó.

 

Dedicó los restantes treinta años de su vida a la literatura y publicó más de cuarenta libros. Si se mira su obra desde afuera, da la impresión de ser de un misticismo erótico sumamente personal, una fusión de hermetismo occidental y surrealismo con las tradiciones orientales, en especial el tantrismo hindú y budista. El breve volumen en prosa Conjunciones y disyunciones (1969) es la declaración más prístina del erotismo visionario de Paz. El libro fue escrito bajo el resplandor de las rebeliones estudiantiles del 1968 y más de treinta años después su conclusión tentativa parece muy de su época:

¿O la rebelión juvenil es un indicio más que vivimos un fin de los tiempos? Ya dije mi creencia: el tiempo moderno, el tiempo lineal, homólogo de las ideas de progreso e historia, siempre lanzado hacia el futuro; el tiempo del signo no-cuerpo, empeñado en dominar a la naturaleza y domeñar a los instintos; el tiempo de la sublimación, la agresión y la automutilación: nuestro tiempo se acaba. Creo que entramos en otro tiempo, un tiempo que aún no revela su forma y del que no podemos decir nada excepto que no será ni tiempo lineal ni cíclico. Ni historia ni mito. El tiempo que vuelve, si es que efectivamente vivimos una vuelta de los tiempos, una revuelta general, no será ni un futuro ni un pasado sino un presente. Al menos esto es lo que, oscuramente, reclaman las rebeliones contemporáneas. Tampoco piden algo distinto el arte y la poesía, aunque a veces lo ignoren los artistas y los poetas. El regreso del presente: el tiempo que viene se define por un ahora y un aquí Por eso es una negación del signo no-cuerpo en todas sus versiones occidentales, sean religiosas o ateas, filosóficas o políticas, materialistas o idealistas. El presente no nos proyecta en ningún más allá —abigarradas eternidades del otro mundo o paraísos abstractos del fin de la historia— sino en la médula, el centro invisible del tiempo: aquí y ahora. Tiempo carnal, tiempo mortal: el presente no es inalcanzable, el presente no es un territorio prohibido. ¿Cómo tocarlo, cómo penetrar en su corazón transparente? No lo sé y creo que nadie lo sabe... Tal vez la alianza de poesía y rebelión nos dará la visión. En su conjunción veo la posibilidad del regreso del signo cuerpo: la encarnación de las imágenes, el regreso de la figura humana, radiante e irradiante de símbolos. Si la rebelión contemporánea (y no pienso únicamente en la de los jóvenes) no se disipa en una sucesión de algaradas o no degenera en sistemas autoritarios y cerrados, si articula su pasión en la imaginación poética, en el sentido más libre y ancho de la palabra poesía, nuestros ojos incrédulos serán testigos del despertar y vuelta a nuestro abyecto mundo de esa realidad, corporal y espiritual, que llamamos presencia amada. Entonces el amor dejará de ser la experiencia aislada de un individuo o una pareja, una excepción o un escándalo... Por primera y última vez aparecen en estas reflexiones la palabra presencia y la palabra amor.
Fueron la semilla de Occidente, el origen de nuestro arte y de nuestra poesía. En ellas está el secreto de nuestra resurrección 
[Conjunciones y disyunciones, Joaquín Mortiz, México, 1991, pp. 176-77].

Este texto no deja de darme un poco de grima, y me recuerda mi único encuentro con el poeta, en Nueva York en 1972, cuando nos enfrentamos por el asunto de la autenticidad espiritual de los acontecimientos de 1967 a 1970. Él invocó a Blake, a Novalis y a Breton, y yo le repliqué que Blake había diagnosticado estos falsos amaneceres como producto de la rebelión cíclica del titán que llamó Orc, que al envejecer siempre se convierte en Urizen, un maduro dirigente de negocios, del gobierno y de los medios —y ése efectivamente ha sido el destino de mis propios estudiantes rebeldes de hace treinta años. Pero Paz era un poeta-profeta, un genio que deseaba desesperadamente fusionar la poesía y la vida. Yo lo veneré en ese momento, en ese breve desencuentro, y quiero hacer ahora un acto de expiación, no tanto por mi profecía que las últimas consecuencias del levantamiento destruirían los estándares estéticos— como por no haberme quedado callado y haberlo oído hablar más. 

El tantrismo es un misticismo erótico intensamente vigoroso, cuya sola descripción es intimidante para la mayoría —aunque quizás subestime la extremidad y la persistencia de la religiosidad subyacente en todos. Conjunciones y disyunciones reúne a Calvino y a Sade, los budismos esotéricos y las diosas aztecas. Paz recuerda siempre el origen asiático de los aborígenes mexicanos y trata de ir más allá, con Lévi-Strauss, hasta la supuesta Edad de Oro del Neolítico: nada de Estado, de división del trabajo, de armas o de escritura, y nada de sacerdotes. Es un mito bonito, y conmovedor por eso mismo, y, de acuerdo con Paz, nuestros órganos sexuales nos indican que sí hubo una Edad de Oro. Blake pensaba lo contrario, siguiendo la versión de Milton del amor angelical ("El Paraíso perdido", libro 8, pp. 620-29) en su propio "Nueva Jerusalén".

Conjunciones y disyunciones deja claramente establecido que Paz es un vitalista, con una extraña mezcla de erotismo occidental y oriental. Es el legítimo heredero de Góngora y de Quevedo, los escritores más perturbadores del barroco español. Su gran poema, "Piedra de sol", escrito en la Ciudad de México en 1957, se basa en el calendario circular azteca, de acuerdo con el cual el ciclo del planeta Venus tarda quinientos ochenta y cuatro días: "Piedra de sol" tiene quinientos ochenta y cuatro versos, de los cuales los seis primeros y los seis últimos son idénticos, de manera que el poema es circular e infinito (y maravillosamente desquiciante).


amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo, el mundo
es real y tangible, el vino es vino,
el pan vuelve a saber, el agua es agua,
amar es combatir, es abrir puertas,
dejar de ser fantasma con un número
a perpetua cadena condenado
por un amo sin rostro;
        el mundo cambia
si dos se miran y se reconocen,
amar es desnudarse de los nombres:
"déjame ser tu puta", son palabras
de Eloísa, mas él cedió a las leyes,
la tomó por esposa y como premio
lo castraron después;
mejor el crimen,
los amantes suicidas, el incesto
de los hermanos como dos espejos
enamorados de su semejanza,
mejor comer el pan envenenado,
el adulterio en lechos de ceniza,
los amores feroces, el delirio,
su yedra ponzoñosa, el sodomita
que lleva por clavel en la solapa
un gargajo, mejor ser lapidado
en las plazas que dar vuelta a la noria
que exprime la sustancia de la vida,
cambia la eternidad en horas huecas,
los minutos en cárceles, el tiempo
en monedas de cobre y mierda abstracta

["Piedra de sol".][1]


Estos excesos barrocos no sólo nos recuerdan a Góngora y a Quevedo sino al arcipreste de Hita (siglo XIV), cuyo Libro de buen amor es alabado en Conjunciones y disyunciones. "Piedra de sol" continúa y culmina el proceso de secularización del dogma de la encarnación, convertido en la transfiguración de la carne por la carne y a través de la carne. En El arco y la lira, dos años anterior a "Piedra de sol", se asume la poesía como una revelación total, a la manera surrealista. Aquél es un libro lleno de afirmaciones nostálgicas que no convencen a su autor. El antiquísimo disgusto entre la poesía y la fe se muestra recalcitrante a la solución del poeta:


La palabra poética y la religiosa se confunden a lo largo de la historia. Pero la revelación religiosa no constituye —al menos en la medida en que es palabra— el acto original sino su interpretación. En cambio, la poesía es revelación de nuestra condición y, por eso mismo, creación del hombre por la imagen. La revelación es creación. El lenguaje poético revela la condición paradójica del hombre, su "otredad" y así lo lleva a realizar lo que es. No son las sagradas escrituras de las religiones las que fundan al hombre, pues se apoyan en la palabra poética. El acto mediante el cual el hombre se funda y revela a sí mismo es la poesía. En suma, la experiencia religiosa y la poética tienen un origen común; sus expresiones históricas —poemas, mitos, oraciones, exorcismos, himnos, representaciones teatrales, ritos, etcétera— son a veces indistinguibles; las dos, en fin, son experiencias de nuestra "otredad" constitutiva. Pero la religión interpreta, canaliza y sistematiza dentro de una teología la inspiración, al mismo tiempo que las Iglesias confiscan sus productos. La poesía nos abre la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida o muerte un solo instante de incandescencia [El arco y la lira, Fondo de Cultura Económica, México, 1956, pp. 155-56].


Blake, con más brevedad, habló de tomar las formas de adoración "de las narraciones poéticas". Blake sabía (como también debía de saberlo Paz) que esta afirmación es reversible. T. S. Eliot, sorprendentemente un favorito de Paz, aseguraba que el único baluarte de la cultura europea era la cristiandad. Paz es un poeta piadoso cuya religión no es la poesía, como se le ocurrió en ocasiones, sino una curiosa mezcla de budismo tántrico, el aterrador culto azteca al sol (que recurría a los sacrificios humanos) y el romanticismo europeo (y su secuela de modernistas). El pasaje más lúgubre que yo haya leído en la prosa de Paz aparece al final de Conjunciones y disyunciones:


[Y la] nostalgia de la Fiesta. Pero la Fiesta es una manifestación del tiempo cíclico del mito, es un presente que regresa, en tanto que nosotros vivimos en el tiempo lineal y profano del progreso y de la historia. Tal vez la revuelta juvenil es una Fiesta vacía, el llamamiento, la invocación de un acontecimiento siempre futuro y que jamás se hará presente —jamás será. O tal vez es una conmemoración: la Revolución no aparece ya como la elusiva inminencia del futuro sino como un pasado al que no podemos volver y tampoco abandonar. En uno u otro caso no está aquí, sino allá, siempre allá. Poseída por la memoria de su futuro o de su pasado, por lo que fue o lo que pudo ser—no, no poseída: deshabitada, vacía: huérfana de su origen y de su futuro—, la sociedad los mima. Al mimarlos, los exorciza: durante unas semanas se niega a sí misma en las blasfemias y los sacrilegios de su juventud para luego afirmarse más completa y cabalmente en la represión. Magia mimética. Víctima ungida por el prestigio ambiguo de la profanación, la juventud es el chivo expiatorio de la ceremonia: en ella, después de haberse auto profanado, la sociedad se castiga a sí misma. Profanación y castigo simbólicos: todo es una representación inclusive si, como ocurrió el 2 de octubre de 1968 en la plaza de Tlatelolco en México, la ceremonia moderna evoca (repite) el rito azteca: varios cientos de muchachos y muchachas inmolados, sobre las ruinas de una pirámide, por el Ejército y la Policía. La literalidad del rito —la realidad del sacrificio—subrayan atrozmente el carácter irreal y expiatorio de la represión: el régimen mexicano castigó en los jóvenes a su propio pasado revolucionario [Conjunciones y disyunciones, Joaquín Mortiz, México, 1991, pp. 173-74].

Éste es Paz en su mejor momento: su universalismo y su idealismo poético nunca tienen la fuerza de sus textos sobre México. Sus dos mejores libros en prosa son el primero, El laberinto de la soledad (1950), que es una búsqueda de la identidad mexicana, y Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1988), en el que vuelve a traer a la vida a la poeta Juana Ramírez, Sor Juana Inés de la Cruz, la gran poeta de la Nueva España del siglo XVII. Estos dos libros —junto con sus poemas más ambiciosos: "Piedra de sol", "Salamandra", "Maithuna", "Blanco" y "Vuelta", y varias de sus más sombrías conmemoraciones, como su poema "Luis Cernuda"— son la verdadera otredad de Paz, su genio.


En "Vuelta", Paz regresa a Mixcoac, donde vivió de niño, cuando Mixcoac era un pueblo; ahora forma parte de la Ciudad de México, la ciudad más populosa del mundo. Mis estudiantes mexicanos me hablan de atascos de cuatro horas y de viajes en metro que deben durar veinte minutos pero que se tardan dos horas y media. Encontramos en Paz ecos misteriosos de los "Preludios" de Londres, de T. S. Eliot, como si el surrealista tántrico necesitara al visionario de la decadencia londinense para ayudarlo a expresar la fantasmagoría del desparramamiento de la Ciudad de México:


Arquitecturas paralíticas
barrios encallados
jardines en descomposición
médanos de salitre
baldíos
campamentos de nómadas urbanos
hormigueros gusaneras
         ciudades de la ciudad
costurones de cicatrices
           callejas en carne viva
Ante la vitrina de los ataúdes
  Pompas Fúnebres
putas
pilares de la noche vana
Al amanecer
en el bar a la deriva
el deshielo del enorme espejo
donde los bebedores solitarios
contemplan la disolución de sus facciones
 
El sol se levanta de su lecho de huesos
El aire no es aire
ahoga sin brazos ni manos
El alba desgarra la cortina
Ciudad
montón de palabras rotas
     El viento
en esquinas polvosas
hojea los periódicos
Noticias de ayer
más remotas
que una tablilla cuneiforme hecha pedazos
Escrituras hendidas
lenguajes en añicos
se quebraron los signos
at dachinolli
se rompió
agua quemada
No hay centro
     plaza de congregación y consagración
no hay eje
dispersión de los años
desbandada de los horizontes
        Marcaron a la ciudad
en cada puerta
       en cada frente
el signo $
["Ciudad de México, vuelta".][2]



México es la musa de Paz pero México es la Chingada, descrita con tanta elocuencia en El laberinto de la soledad:

Por contraposición a Guadalupe, que es la Madre virgen, la Chingada es la Madre violada. Ni en ella ni en la Virgen se encuentran rastros de los atributos negros de la Gran Diosa: lascivia de Amaterasu y Afrodita, crueldad de Artemisa y Astarté, magia funesta de Circe, amor por la sangre de Kali. Se trata de figuras pasivas. Guadalupe es la receptividad pura y los beneficios que produce son del mismo orden: consuela, serena, aquieta, enjuga las lágrimas, calma las pasiones. La Chingada es aún más pasiva. Su pasividad es abyecta: no ofrece resistencia a la violencia, es un montón inerte de sangre, huesos y polvo. Su mancha es constitucional y reside, según se ha dicho más arriba, en su sexo. Esta pasividad abierta al exterior la lleva a perder su identidad: es la Chingada. Pierde su nombre, no es nadie ya, se confunde con la nada, es la Nada. Y sin embargo, es la atroz encarnación de la condición femenina.
Si la Chingada es una representación de la Madre violada, no me parece forzado asociarla a la Conquista, que fue también una violación, no solamente en el sentido histórico, sino en la carne misma de las indias. El símbolo de la entrega es la Malinche, la amante de Cortés. Es verdad que ella se da voluntariamente al conquistador, pero éste, apenas deja de serle útil, la olvida. Doña Marina se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, violadas o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano no perdona su traición a la Malinche. Ella encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios, estoicos, impasibles y cerrados. Cuauhtémoc y doña Marina son así dos símbolos antagónicos y complementarios. Y si no es sorprendente el culto que todos profesamos al joven emperador —"único héroe a la altura del arte", imagen del hijo sacrificado—, tampoco es extraña la maldición que pesa contra la Malinche. De ahí el éxito del adjetivo despectivo "malinchista", recientemente puesto en circulación por los periódicos para denunciar a todos los contagiados por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior: los verdaderos hijos de la Malinche, que es la Chingada en persona. De nuevo aparece lo cerrado por oposición a lo abierto ["Los hijos de la Malinche", El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, pp. 94-95).


La Madre México es la personificación de la Chingada, pues sus hijos desprecian a la Malinche aunque la aceptan como antecesora, como la Eva y la Lilith mexicana. Paz, un gran hacedor de mitos, casi nos convence de que la "soledad" del mestizo es el resultado del trauma original de la Conquista española. Los españoles, que sí eran monstruosos, derrocaron el igualmente monstruoso imperio azteca, una pesadilla de esclavitud y sacrificios masivos, de tortura y muerte, en los que el canibalismo ritual aumentaba el deleite. Las masacres organizadas por los españoles y dedicadas a la gloria de Jesucristo tenían un toque de ritual pero quizás se quedaban cortas en comparación con los horrores rituales del imperio azteca del sol. Es tan fácil rastrear los orígenes del trauma histórico hasta los españoles como hasta los aztecas.

 

No por ello pongo en duda el poder de El laberinto de la soledad como hacedor de mitos, lo cual nos lleva a lo que sin duda es la obra maestra en prosa de Paz, Sor Juana Inés de la Cruz, una meditación barroca sobre una gran poeta, sobre su México (o su Nueva España) y sobre las penas (acrecentadas para una mujer de genio) de la identidad mexicana. Juana Ramírez nació en lo que ahora conocemos como México, en 1648 o en 1651. Antes de cumplir los veintiuno ingresó a un convento por razones que siguen siendo desconocidas, pues nunca dio señales de otra cosa que no fuera una vocación literaria. La suya no es una poesía piadosa sino filosófica, a la manera de la tradición hermética del neoplatonismo (tema sobre el cual la obra de Francis Yates es definitiva). La musa de Sor Juana fue la diosa Isis, no la Virgen María, y Paz le sigue el rastro a la herejía gnóstica en toda su poesía. Deja sin aclarar, como tienen que quedar, los fundamentos biográficos de su poesía amorosa, que parece lesbiana pero en una forma neoplatónica, que podría indicar que sólo hubo relaciones idealizadas.

El poema más importante de Sor Juana es "Primero sueño", un largo romance que también es una saga, una búsqueda, durante la cual la poeta duerme mientras su alma viaja por los cielos. Su precursor más evidente es las Soledades de Góngora, soberbia poesía de la desilusión; pero Paz encuentra en ella una anticipación de Valéry, de Mallarmé y de su propio "Blanco". La visión de Sor Juana, barroca y hermética, tiene una enorme deuda con el hereje Giordano Bruno, quemado en Roma por sus escritos.

Ya fuese por causa de su esoterismo, o más posiblemente de su fama literaria, Sor Juana fue obligada por la Iglesia a abjurar de sus libros y de sus manuscritos, dejó de escribir poesía y se dedicó a la penitencia. En el epílogo, Paz resume con gran talento la tragedia de Sor Juana:


Apenas si es necesario señalar las semejanzas entre la situación personal de Sor Juana y los tropiezos que hemos experimentado en el proceso de modernización. Entre Sor Juana y su mundo había una contradicción insalvable. Esta contradicción era no sólo intelectual sino vital y puede condensarse en tres puntos. El primero, entre su vocación por las letras y su condición de religiosa. En otros momentos, aunque no en Nueva España, la Iglesia se había mostrado tolerante y había albergado a escritores y poetas que, a veces con grave y público descuido de sus deberes religiosos, se habían dedicado exclusivamente a las letras. Estos casos —los más notables son los de Góngora, Lope de Vega, Tirso de Molina y Mira de Amescua— son diferentes al de Sor Juana en un capítulo esencial: eran poetas y dramaturgos, no intelectuales. En la monja mexicana confluían las dos vocaciones: la del poeta y la del intelectual. A fines del XVII, en España y en sus dominios, un religioso con vocación intelectual no podía ni debía sino consagrarse a la teología y a los estudios sagrados. Esta incompatibilidad se agravaba porque la extraordinaria inquietud intelectual de Sor Juana y su curiosidad enciclopédica —lo mismo puede decirse de Sigüenza—coincidían con un momento de inmovilidad de la Iglesia y de postración de la cultura hispánica.
El segundo punto de discordia se originaba en el sexo de Sor Juana. El hecho de que una mujer —y más: una monja— se dedicase con tal afán a las letras debía simultáneamente maravillar y escandalizar a sus contemporáneos. La llamaron "Décima Musa" y "Fénix de América"; esas expresiones de admiración eran sinceras y deben haberla mareado un poco. Ella nos cuenta en la Respuesta que, al lado de estas alabanzas, no faltaban las críticas y las censuras. Estas últimas venían de altos prelados de la Iglesia novohispana y se fundaban en un punto de doctrina. No en balde el obispo de Puebla, al pedirle que dejase las letras profanas, citaba a San Pablo. Era muy distinto ser tolerante con Lope y con Góngora, malos sacerdotes, que con Sor Juana Inés de la Cruz. Aunque su conducta no era reprobable, sus actitudes sí lo eran. Las letras profanas eran ocasión del pecado de elación, un pecado al que el vano sexo femenino es particularmente susceptible. El orgullo perdió a Luzbel porque es un pecado que conduce a la rebeldía. Entre las letras, que sacan a la mujer de su natural estado de obediencia, y la rebelión, los censores de Sor Juana veían un nexo natural de causa a efecto. Sor Juana había convertido la inferioridad que en materia intelectual y literaria se atribuía a las mujeres en motivo de admiración y aplauso público; los prelados transformaron esa admiración en pecado y su obstinación en continuar consagrada a las letras en rebeldía. Por eso le exigieron una abdicación total [Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Fondo de Cultura Económica, México, 1983, pp. 615-17].


Justo antes de este epílogo, conmovedoramente titulado "Ensayo de restitución", Paz comprime la culpa de la Iglesia en una oración: "Regaló sus libros a su persecutor, castigó su cuerpo, humilló su inteligencia y renunció a su don más suyo: la palabra". Murió un año después de su resignación a la disciplina eclesiástica, a los cuarenta y seis años, quebrada y humillada. Al contar su historia y revivir el esplendor de su poesía, Paz expresó plenamente su propio genio en prosa.

No obstante, el genio de Paz merece ser definido a través de su poesía y para ello recurro a "Blanco" (1966), mi favorito entre sus poemas principales. Bajo la influencia del budismo tántrico y usando "Un coup de dés" ("Golpe de dados"), de Mallarmé, como modelo, "Blanco" medita sobre la paradoja del silencio poético. El poema fue escrito en Nueva Delhi, simultáneamente con un sabio librito, Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, cuyo último párrafo quizás es el que mejor lo elucida:


La esencia de la palabra es la relación y de ahí que sea la cifra, la encarnación momentánea de todo lo que es relativo. Toda palabra engendra una palabra que la contradice, toda palabra es relación entre una negación y una afirmación. Relación es atar alteridades, no resolución de contradicciones. Por eso el lenguaje es el reino de la dialéctica que sin cesar se destruye y renace sólo para morir. El lenguaje es dialéctica, operación, comunicación. Si el silencio del Buda fuese la expresión de este relativismo no sería silencio sino palabra. No es así: con su silencio cesan el movimiento, la operación, la dialéctica, la palabra. Al mismo tiempo, no es la negación de la dialéctica ni del movimiento: el silencio del Buda es la resolución del lenguaje. Salimos del silencio y volvemos al silencio: a la palabra que ha dejado de ser palabra. Lo que dice el silencio del Buda no es negación ni afirmación. Dice otra cosa, alude a un más allá que está aquí. Dice Sunyata: todo está vacío porque todo está pleno, la palabra no es decir porque el único decir es el silencio. No un nihilismo sino un relativismo que se destruye y va más allá de sí mismo. El movimiento no se resuelve en inmovilidad: es inmovilidad; la inmovilidad, movimiento. La negación del mundo implica una vuelta al mundo, el ascetismo es un regreso a los sentidos, samsara es nirvana, la realidad es la cifra adorable y terrible de la irrealidad, el instante no es la refutación sino la encarnación de la eternidad, el cuerpo no es una ventana hacia el infinito: es el infinito mismo. ¿Hemos reparado que los sentidos son a un tiempo los emisores y los receptores de todo sentido? Reducir el mundo a la significación es tan absurdo como reducirlo a los sentidos. Plenitud de los sentidos: allí el sentido se desvanece para, un instante después, contemplar cómo la sensación se dispersa. Vibración, ondas, llamadas y respuestas: silencio. No el saber del vacío: un saber vacío. El silencio del Buda no es un conocimiento sino lo que está después del conocimiento: una sabiduría. Un desconocimiento. Un estar suelto y, así, resuelto. La quietud es danza y la soledad del asceta es idéntica, en el centro de la espiral inmóvil, al abrazo de las parejas enamoradas del santuario de Kali. Saber que sabe nada y que culmina en una poética y en una erótica. Acto instantáneo, forma que se disgrega, palabra que se evapora: el arte de danzar sobre el abismo [Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, Seix Barral, Barcelona, 1990, pp. 127-28].


El verdadero lema de "Blanco" bien podría ser ése: "No el saber del vacío: un saber vacío". No me resulta fácil aprehender el budismo y prefiero su análogo en la visión gnóstica de nuestro mundo como kenoma, un vacío perceptible. "Blanco" me fascina por el interesante contraste que plantea con la tradición poética angloamericana que va desde Shakespeare y Milton hasta Wordsworth y Coleridge y, más allá, hasta Emerson, Whitman, Melville y Emily Dickinson, hasta culminar en Wallace Stevens, tradición que desarrolla el triple significado de la palabra inglesa "blank" como el color blanco, el vacío y la diana. Paz, siguiendo a Mallarmé, añade un cuarto: el espacio que se deja en un texto, y un quinto, en el sentido budista: el objeto o el propósito del deseo.

Los lectores se sienten intrigados con "Blanco", pero también enfurecidos, según su temperamento. Puede ser leído como una obra única o como un poema sobre el "silencio" —en su columna central. Pero la columna de la izquierda es un poema de amor a la manera tántrica, y la columna de la derecha es otro poema dedicado a la comprensión imaginativa. Si todo esto careciera de ironía sería insoportable, y si fuera solamente irónico también sería difícil de aceptar. "Blanco" fusiona la pasión erótica tántrica y una ironía distanciadora, muy difícil de explicar con citas. Es el himno de Paz a la compleción erótica que encontró con su esposa, y puede ser comparado con Look! We Have Come Through! (Mira: ¡lo logramos!), de D. H. Lawrence, aunque Lawrence escribe como Walt Whitman y Paz escribe en lo que supongo ha de ser su singular surrealismo mexicano.

No se le hace un favor a un poeta al compararlo con Dante, y Paz —aunque es un artista maravilloso— tampoco saldría bien librado. Pero debo invocar a Dante en este momento para señalar que a pesar de la universalidad de su campo de acción —París, India, Estados Unidos, Japón—, Octavio Paz estaba tan apegado a la Ciudad de México como el exilado Dante a Florencia. Dante era tan orgulloso que se negó a volver a Florencia si no era en sus propios términos, y nunca volvió. Paz, alejado del gobierno mexicano a causa de los sucesos de 1968, descubrió su camino de regreso a casa y merece ser recordado como el genio de su ciudad y de su nación.



Traducción de Margarita Valencia

Harold Bloom Genias: un mosaico de cien mentes creativas y ejemplares, Anagrama, Barcelona, 2005.



[1] Octavio Paz, Libertad bajo palabra, Fondo de Cultura Económica, México, 1990, pp. 248-49.

[2] Octavio Paz, Los hijos del limo/Vuelta, La Oveja Negra, Bogotá, 1985, pp. 165-66.


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