María Esther Maciel
Lugares
París
Tipología
Análisis y crítica
Temas
Recontextualizaciones
Lustros
1960-1964
1965-1969
*Algunos escritores sobreponen a
su vida civil una existencia de papel: se inventan en la misma proporción en
que escriben su texto, dándose a leer no como personas, sino como ficciones.
Otros, en cambio movidos por una inquietud intelectual, trasponen el territorio
de la escritura y asumen públicamente un rostro, una voz y una biografía;
consiguen conciliar, así sea de manera asimétrica, creación literaria y
experiencia vivencial.
Octavio Paz puede ser considerado un poeta-crítico que, aparte de dedicarse al oficio de la escritura, desempeñó lúcidamente su papel de intelectual activo, atento a las cuestiones culturales, sociales y políticas de su tiempo. Conjugando vida y obra, pero consciente de las disensiones entre ellas y de la imposibilidad de explicarse íntegramente una mediante otra, Paz puede ser leído bajo diversos ángulos. Viajes, contactos intelectuales, lecturas, conferencias, entrevistas, premios, cursos, componen en la historia del poeta mexicano un universo no menos complejo de como lo es su obra. De ahí la posibilidad de ser elucidada ésta por aquél, sin perjuicios para la autonomía de ambos: en Octavio Paz esos dos caminos oblicuos se cruzan y se iluminan recíprocamente sin confundirse, no obstante.
A través de este prisma, los viajes, por ejemplo, que realizó el poeta mexicano a lo largo de las décadas de 1940 a 1960, se ofrecen como un rico material para que podamos poner en claro algunos aspectos de su formación poética y teórica. Si, como dice Cioran, “todo poeta forja para sí una mitología particular, un Olimpo propio, que puebla y despuebla a voluntad”, puede decirse que las experiencias pacianas en España, en los Estados Unidos, en Francia, en la India y en Japón fueron bastante provechosas para que el autor compusiera y rehiciera críticamente su mitología particular, con textos, conceptos, creencias y valores de varias tradiciones. En especial si pensamos en la tarea que él mismo se asignó y ejerció a lo largo de toda la vida: la de traducir y entrecruzar, a la luz de la invención, esas alteridades poéticas y culturales en innumerables textos que hoy se nos presentan también como una especie de “mapa de las navegaciones” del poeta-pensador, a lo largo de casi todo el siglo XX.
En este conjunto de experiencias que compone la obra y la historia de Octavio Paz, ocupa un lugar importante su contacto con las corrientes estructuralistas a principios de la década de los años sesenta, cuando pasó un año en París, al servicio de la embajada de México, después del intervalo de casi una década que siguió a la temporada (también de un año) vivida en Japón y en la India.
Paz, que ya había estado seis años en la capital francesa, a partir de 1945, habiendo inclusive participado en el movimiento surrealista al lado de Bretón, encuentra en la ebullición intelectual de los años sesenta referentes teóricos que no sólo lo llevarán a revisar su obra crítica anterior, compuesta de obras como El laberinto de la soledad y El arco y la lira, sino también a añadir nuevas directrices a su producción poética y ensayística de los siguientes años.
Puede decirse que, en especial a partir de su doble descubrimiento de la antropología lévi-straussiana y del formalismo de Jakobson, Paz repoblará teóricamente su obra, ya surcada por las influencias del surrealismo y de la filosofía (o antifilosofía) oriental, reinventando así sus propias concepciones de poesía, cultura e historia.
Los signos en rotación, El signo y el garabato y Conjunciones y disyunciones son algunos de los textos resultantes de este descubrimiento que culminó, en 1967, con la publicación del libro Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, donde el poeta mexicano expone, de manera más explícita, sus inquietudes teóricas ante la antropología lévi-straussiana, interpretada por él según los preceptos lingüísticos de Jakobson y confrontándola a partir de ellos y de la contribución asistemática de la filosofía oriental.
Ese libro, señalado por una dicción que oscila entre la subjetividad y la reflexión, caracterizado por el propio autor como resultado de sus “impresiones y cavilaciones” en torno al pensamiento sinuoso del intelectual francés, no sólo discute el concepto antropológico de mito, buscando en él elementos para un reajuste de los conceptos de poesía, lectura y traducción, sino que también problematiza creativamente, a la luz de lo poético, algunos puntos medulares del método estructural. Puntos que aparecerán, recreados, traducidos, a lo largo de toda la trayectoria teórica del poeta-crítico.
Puede decirse que, a partir de la noción de estructura —comprendida como una invariante que se repite tanto en el mito como en el lenguaje y en los sistemas de parentesco, y configurada como un “sistema de relaciones” movido por una lógica binaria e inconsciente—, Paz ampliará y redefinirá sus reflexiones sobre lo que siempre juzgó ser fundamento del lenguaje poético: la analogía.
Partiendo de la idea de que tanto el universo como el lenguaje están regidos por un ritmo universal, fundado en el juego de afinidades y de oposiciones simultáneas entre los signos, Paz particulariza el poema como lugar donde ese abanico de correspondencias se materializa de manera más evidente. Vistas así las cosas, el poema, por estar compuesto de frases o unidades mínimas en las cuales sonidos y sentidos se relacionan, ya sea por semejanza, ya por oposición, es en sí mismo un pequeño cosmos en movimiento, donde la conjunción y la disyunción de las alteridades enfrentadas se hace ver sincrónicamente.
Con esto reformula, según el concepto lévi-straussiano de combinatoria y del principio de las equivalencias de Jakobson, la noción tradicional de analogía, vista desde siempre como una relación de semejanzas, dispuesta en torno a la idea de identidad sin grietas entre los términos. Es decir que si bien en el concepto antiguo de analogía, lo que se repite en el lenguaje es el orden de las cosas del universo, en el concepto paciano lo que se repite es el ritmo, entendido como una fuerza que rige el movimiento del mundo y del lenguaje, cuya función, lejos de ser la anulación de las diferencias es, realmente, la de “atar alteridades”, mostrando que esto es aquello, sin que el esto y el aquello dejen de ser independientes el uno del otro.
Por último, Paz confiere a la analogía la potencialidad inventiva de crear un juego dialógico entre los signos, a través de dos enlaces gramaticales: el como y el es. En Los hijos del limo nos dice:
...esto es como aquello, esto es aquello. El puente no suprime la distancia: es una mediación; tampoco anula las diferencias: establece una relación entre términos distintos. La analogía es la metáfora en la que la alteridad se sueña unidad y la diferencia se proyecta ilusoriamente como identidad.
Así, la analogía sería para Octavio Paz lo que Haroldo de Campos llamó en Metalinguagem e outras metas:
...la no-lógica del tercero incluido, donde una cosa puede dejar de ser igual a sí misma para incorporar lo otro, la diferencia, ya que, postulada una relación de similitud, le cabe ai poeta (y es incluso señal de su genio) percibir esas relaciones, esas afinidades simpoéticas capaces de reconciliar, en el abrazo de la mismidad así relativizada, el extrañamiento subversivo de la otredad.
El como y el es mencionados por Paz funcionarían, dentro de esta lógica, como el puente que hace posible ese '‘abrazo”, para sustituir la ecuación tautológica de x=x por “una ecuación de similitud flexible y arriesgadamente idiosincrática” representada tanto por x es como y, como por x es y (lo cual, en el campo semántico, puede generar la metáfora).
Octavio Paz, devoto de la metáfora, le atribuye un poder de desdoblamiento casi infinito. Poder que, según él, es inherente a todo procedimiento analógico, dado que todo sistema de relaciones engendra otro, en una cadena continua.
Para la razón analógica de Paz, todo es metáfora: la realidad, el lenguaje, el texto, la lectura. La palabra, considerada una pequeña combinatoria hecha de afinidades y oposiciones entre sonido, imagen y significado, es ya una metáfora. El mundo, por no ser un conjunto de cosas sino de signos, es, por ello mismo, también una metáfora. De ahí que no exista, según él, una palabra original: “cada una es metáfora de otra palabra que es una metáfora de otra sucesivamente” (El mono gramático 519). Pero al mismo tiempo cada metáfora es única, por ser distinta de la otra, lo cual permite la pluralidad, la diversidad y la disonancia.
Ese encadenamiento metafórico forma, con esta óptica, una constelación (imagen cara a Octavio Paz), en la cual la “fuente puntal de verdad” o de origen deja de existir. Esto es porque, pese a que el movimiento (el ritmo) que rige esa cadena se repita, los elementos se transforman, generando una gran combinatoria de textos distintos y borrando cualquier indicio de un supuesto texto original. Fundado en este principio, el poeta mexicano formula sus conceptos de lectura y traducción. Crear es una forma (también rítmica) de leer las metáforas del mundo; considerando que la lectura recrea esas imágenes (el lector, en este caso, sería un “ejecutante silencioso”), ésta es también una traducción. Así, el acto de leer un poema es una forma de traducirlo, y el acto de traducirlo a otro poema es una forma de repetirlo y modificarlo simultáneamente.
En el terreno específico de la traducción textual, en tanto que operación translingüística, puede decirse que Paz construye toda una poética del traducir bajo una perspectiva analógica. Para él, traducir y crear son prácticas que inevitablemente se conjugan, en vista de que “traducir no es sólo trasladar, sino transmutar”, lo cual corrobora, de cierta manera, las consideraciones de Paul Valéry sobre esta cuestión, cuando afirma que “el traductor procura producir, con medios distintos, efectos semejantes” (“Literatura y literalidad” 42). Si, por un lado, la traducción suprime las diferencias entre las lenguas, por otro las explica: ''gracias a la traducción —dice Paz— nos enteramos de que nuestros vecinos hablan y piensan de un modo distinto al nuestro” (66). Traducir, por lo tanto, se convierte en un ejercicio de “otredad”.
En ese sentido, la traducción puede ser tomada, en la obra paciana, como un operador eficaz también para tratar otras cuestiones, como la de la relación de los poetas modernos con la tradición o las tradiciones del pasado, o la del diálogo y entrecruzamiento entre las culturas del planeta y, más específicamente, de la cultura latinoamericana con otras tradiciones culturales. Traducir se vuelve también una manera “de asegurar la continuidad de nuestro pasado al convertirlo en diálogo con otras civilizaciones”, y de sostener el flujo de una tradición en la misma proporción en que la transforma.
Dentro de tal lógica, la tradición o las tradiciones deben ser vistas en su condición de movilidad (o como dice Elaroldo de Campos, una “partitura transtemporal”), nunca de cristalización. “Una tradición que se petrifica sólo prolonga a la muerte”, afirma Paz (Poesía en movimiento 7). De lo cual se desprende que toda tradición viva es siempre otra y sólo tiene asegurada su permanencia en el proceso de la memoria (que, para Paz, también es creadora) y de la recepción actualizada que, en este caso, funciona también como una traducción hecha simultáneamente de desvíos, repeticiones y transgresiones. Como añade Paz, “al negar la tradición, la prolongamos; al imitar a nuestros predecesores, los cambiamos. La imitación es invención; la invención, restauración” (Convergencias 147). De ahí, que toda tradición sobreviviente o revivida lo es también en condiciones de novedad.
Viendo con este prisma es como Paz sostuvo la existencia de una permanente tensión entre las generaciones literarias, una “lucha a muerte” entre los poetas y sus maestros (141) y defendió la lectura como una actividad capaz no sólo de dar continuidad al pasado, sino de recrearlo con la perspectiva del ahora. Y así, acreditar que “cada innovación se alimenta de las invenciones del pasado, cada ruptura es una reiteración y un homenaje a las obras de los abuelos” (La otra voz 111). Una vez más, las nociones de identidad y alteridad, tradición y ruptura sostienen una relación dialógica no excluyente, iluminando también las consideraciones del poeta acerca del embate de la cultura latinoamericana contra el legado extranjero.
Octavio Paz considera a nuestro siglo como “el siglo de las traducciones”. No únicamente de textos, “sino de costumbres, religiones, danzas, artes eróticas y culinarias, modas y, en fin, de toda suerte de usos y prácticas” (El signo y el garabato 135). A lo cual se suma, en el caso específico de nuestro continente, la confrontación paradójica de la literatura latinoamericana con la tradición central de Occidente, vista como una experiencia de traducción constituida, simultáneamente, por incorporaciones y rupturas: al mismo tiempo que el latinoamericano participa de una cultura que, aunque lo excluya, también le pertenece (según ya observó Borges), la incorpora críticamente, alterándola por el lado de la imaginación y del rescate creativo, no solamente de su propio pasado precolonial, sino también de otras voces culturales de tiempos y territorios diferentes. Movimiento, éste, similar al que Haroldo de Campos describió en el ensayo “De la razón antropofágica: diálogo y diferencia en la cultura brasileña”, al atribuir al escritor latinoamericano una lógica “expropiadora y devoradora de lo excéntrico, de lo descentrado” (Metalinguagem... 261), que lo torna una especie de “traductor diferencial de la tradición”.
Como dice Paz:
En Latinoamérica, pensar la diferencia significa reconocer aquello que nos distingue, la heterogeneidad y la pluralidad étnica y cultural de nuestros pueblos. [...] América Latina pertenece a Occidente tanto por sus lenguas -el español y el portugués-, como por su civilización. Nuestras instituciones políticas y económicas también son occidentales. Pero dentro de esa “occidentalidad” se ocultan el Otro, los Otros: el indio, las culturas precolombinas o traídas de Africa por los negros, la excentricidad de la herencia hispanoárabe, el carácter de nuestra historia [...] Todo esto nos convierte en un mundo distinto, único, excéntrico: somos y no somos Occidente [Hombres en su siglo 41-42].
Esa mirada atravesará la propia lectura que Paz emprende, en el libro Los hijos del limo, de la historia de la poesía moderna de Occidente (Occidente que aquí envuelve, como es natural, la “occidentalidad paradójica de los latinoamericanos”); y aparecerá en Conjunciones y disyunciones, donde, con el pretexto de escribir un prefacio para el libro La nueva picardía mexicana, de Armando Jiménez, el poeta construye un inusitado tejido metafórico conforme va discutiendo los signos de la historia del mundo indoeuropeo y entrelaza analógicamente con varias expresiones de la cultura oriental: el hinduismo, el taoísmo, el islamismo y varias vertientes del budismo. Otro ejemplo sería el libro Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), donde la autora mexicana del siglo XVII es revisitada a la luz de la “modernidad más moderna” en medio de un complejo juego analógico entre americanismo y cosmopolitismo, pasado y presente, continuidad y discontinuidad.
En el caso de este libro puede decirse que Paz construye una Sor Juana que se destaca tanto en el contexto de la literatura barroca de lengua hispánica como en el escenario de la moderna poesía occidental, además de crear para sí mismo (en aquella perspectiva de Borges en “Kafka y sus precursores”), su precursora hispanoamericana que, como tal, no le debe nada a los modernos poetas europeos, dado que el propio autor la compara con eminentes representantes de la “tradición de la ruptura”, como Mallarmé y Valéry (en relación con los cuales habría tenido ella un carácter anticipador). Así, con el doble intento de definir su propio linaje poético-intelectual y volver a trazar —por un camino no lineal— la tradición poética hispanoamericana en sus imbricaciones con la historia del barroco europeo y con la poesía moderna, el escritor mexicano recorre con ojos de poeta y lector del siglo XX toda la compleja estructura del México colonial del siglo XVII. Realiza, por lo tanto, un estudio reconfigurativo no sólo de la vida, de los textos y del contexto de la monja barroca, sino también de ciertas voces poéticas de la modernidad occidental. Lo cual constituye también, dentro de la lógica analógica del poeta, una labor de traducción.
De este modo, al insertar a América Latina en el concierto universal, Paz, lejos de disolver las marcas diferenciales de nuestra literatura en relación con las demás, muestra que, exactamente, por estar al mismo tiempo en sintonía y disonancia con las demás, sustenta su propia especificidad. No una especificidad uniforme sino contradictoria, pluralizada y en movimiento. En este sentido, la expresión “búsqueda de identidad” le suena inadecuada, por considerar que lo que llamamos identidad “no es una cosa que se pueda tener, perder o recobrar, tampoco es una sustancia ni una esencia”, porque en ella resuenan siempre las voces diferenciales de la otredad. Es también en este sentido que el término “universal” se despoja, en sus consideraciones, de la dimensión cerrada, unitaria, que las antiguas cosmologías y la estética acuñaron. Así, se desprende de su obra que toma la literatura universal más o menos como aquello que Severo Sarduy en sus ensayos sobre el barroco llamaba un estallido en el cual los signos giran sin que ninguna fórmula permita trazar sus líneas o seguir los mecanismos de su producción. O sea un sistema intrincado de relaciones y en movimiento continuo.
Aquí volvemos a las consideraciones iniciales de este texto en cuanto al diálogo del propio Paz con Lévi-Strauss, Jakobson, el surrealismo y las tradiciones culturales de Oriente, legados que están presentes, en cierta medida, ya que están reprocesados mediante el filtro de la traducción, en el universo paciano. A través de ellos podemos poner en claro, pero no explicar, las líneas de la lógica relacional y paradójica que recorre el pensamiento del autor. En especial si consideramos que a ese diálogo pueden añadírsele también otros muchos, mantenidos por el poeta mexicano a lo largo de su trayectoria por el siglo XX.
El conjunto desdoblable de estos diálogos constituye su universo textual y vivencial. Como poeta, crítico, lector y traductor, Paz compuso no solamente una obra de confluencias, especie de ars combinatoria de signos culturales procedentes de tiempos y espacios diversos, sino una manera prismática de pensar y de escribir, inserta en lo que él mismo llamó “modo de operación del pensamiento poético”. La elección de la poesía como punto de irradiación de todo su trabajo intelectual es lo que le permitió romper con las cristalizaciones y los binarismos reductores del pensamiento racionalista occidental y lo que hizo que su obra sea siempre otra para los lectores/traductores de todas las generaciones.
NOTAS
* Publicado por la Universidad Federal de Minas Gerais. Traducción de Juan Almela.