Conversaciones y novedades

Crónica

Gerardo Deniz

Año

200

Tipología

Historiografía

Temas

Lecturas y relecturas: la obra poética

Lustros

1950-1954
1955-1959
1965-1969

 

Gerardo Deniz y Octavio Paz, ca. 1993

Acerca de Octavio Paz* se ha escrito mucho y continuará escribiéndose por siempre; nunca faltará paño que cortar. No me atrevería a entrar a una competencia tan reñida, de manera que deberé limitarme a evocar —cualquier otra cosa, muchos pueden hacerla cien veces mejor que yo— mi encuentro con Paz, tanto más cuanto que, para mí, se trató asimismo del encuentro con la poesía, ni más ni menos.

“Qué gran engaño la escuela” —comenta un personaje incidental de Pedro F. Miret. Pues bien, tiene toda la razón. Años y años de clases y más clases de “lengua y literatura”, luego de literatura a secas. Para nada, o peor aún. Pues me consta de sobra que todo aquel esfuerzo bienintencionado —quiero creerlo— de nuestros maestros era estéril, sino incluso contraproducente, como en mi caso y en otros que bien recuerdo. Estéril, digo, porque en mi grupo no faltaban, por supuesto, lectores insaciables que, a los trece o a los quince, devoraban Sófocles, Nietzsches o Machados, es decir, precisamente, lo que no figuraba (o no todavía) en los cursos de literatura que padecíamos. Cada cual seguía su camino, sin que los maestros importasen un pito. Hace poco mencioné, de pasada, mi estimación sincera hacia determinada obra clásica de la literatura castellana, y mi interlocutor, un compañero de clase de aquellos remotos tiempos, frunció la nariz y me echó en cara haber olvidado el asco eterno que en nuestra adolescencia de 1948 nos había suscitado la profesora Fulánez hacia la literatura española en conjunto.

Con mínima esperanza, aunque salvado ya de la escuela, leí un poco, aquí y allá. De poesía, nada. Mis escasos amigos estaban en las mismas. Vi con horror a uno que otro embarcarse en Dostoievski y en Hermann Hesse. Nunca retornaban. Lo inexplicable era que varios teníamos ganas de “escribir algo”. ¿Como qué? Ahí estaba el problema. A veces hasta lo discutíamos largamente. En vano. Aparte de hacemos odiar la literatura, nuestros maestros, cercanos aún, nos habían inculcado todo género de desdeñables principios y normas, de modo que creíamos saber acerca de qué cosas se “podía” escribir.

Será superfluo señalar que mis amigos y yo nos entregábamos en cuerpo y alma a asuntos y gustos muy alejados de la literatura. Sin duda éramos algo tontos, pero sobre todo ignorantes y pedagógicamente deformados. Y sin embargo queríamos escribir. Yo, decididamente, poesía (¿por qué, por qué?). Hice unos cuantos intentos que hoy me espanta recordar. El desventurado a quien enseñé una página de aquellos esfuerzos me miró con inquietud y me señaló, con voz insegura, que allí pululaban palabras de las cuales está prohibido echar mano en poesía. Lo reconocí, sin arrepentirme. Por fortuna habíamos hecho, al fin, un hallazgo: dos docenas de poemitas japoneses, en una historia de la literatura. Cosa interesante, algunos se apartaban decididamente de las normas escolares.

En estas circunstancias se comprenderá mi sorpresa, desconcierto, casi temor —todo a la vez— cuando cierta tarde, en la biblioteca más antiliteraria y más mía que pueda imaginarse, obedecí al letrero —“tome uno”— puesto sobre un montón de uno de esos incontables periodiquillos culturales sin día siguiente. Cuatro páginas. En la última, dos columnas simétricas. “Poetas de ayer”; “Poetas de hoy”: dos poemas de Octavio Paz, “Testimonios, IV” y “Noches de nacimiento”. Leí, y por primera vez sentí eso. Cosa notable, sobre todo teniendo en cuenta que de entonces acá y a diferencia de la música (muy anterior para mí), no más de una docena de poetas me han causado un efecto parecido.

Por la noche los dos poemas estaban memorizados a fuerza de relecturas. En cuanto tuve ocasión, pregunté por Octavio Paz a cierta conocedora —más o menos— de nuestras letras. Su respuesta, ideológica y mamarracha, me fue por completo indiferente. Treinta años más tarde habría de decirme exactamente lo mismo cierto joven progresista a quien hice leer un libro de poesía de Paz, a ver si así. Nones. Hay cosas que no hay por dónde agarrarlas.

Al año siguiente, 1954, mi noviecita me entregó su poesía completa, que cabía en una página, y me pidió la mía. Con la mayor serenidad, le pedí uno de sus cuadernos y le escribí “Noches de nacimiento” como si se tratara de una improvisación mía. Ella quedó encantada. Como bien sabemos, este pecado juvenil es frecuentísimo y representa el mejor homenaje que puede hacérsele a un poeta, según reconoció Octavio cuando se lo conté mucho después.

A mediados de 1955, el idilio acabó catastróficamente (aunque no para siempre). En diciembre, al llegar el cumpleaños de ella, yo seguía desconsolado. Salí a cambiar sin rumbo y de pronto se me ocurrió hacer lo que habría sido de esperarse dos años antes: buscar algún libro de Octavio Paz. Jamás antes había yo comprado un libro de poesía. Recorrí numerosas librerías. En todas conocían a Paz, sólo que sus obras estaban totalmente agotadas. Sin embargo acabé de salirme con la mía y volví a casa con dos hermosos libros de la colección Tezontle. Aquí los tengo: ¿Aguila o sol? y la primera edición, 1949, de Libertad bajo palabra.

Al atardecer inicié la lectura y a medianoche cerré el segundo, con plena conciencia de que acababa de transcurrir una de las fechas más significativas de mi vida. Sigo creyéndolo. Con el tiempo llegarían, como es natural, nuevos hallazgos, discrepancias, trifulcas, retornos y cuanto se quiera. No obstante, conservo intacta aquella impresión abrumadora y deliciosa.

Analizarla sería una empresa aburrida y, en resumidas cuentas, bastante engañosa. En cambio, nada más fácil que compendiar la experiencia en tres sílabas —libertad—, que Paz emplea desde un título inmejorablemente multívoco y matizado, y que hoy por hoy encabeza su obra poética completa.

Libertad y, de paso, para mí, liberación. Muy tardía, ¡tenía ya veintiún años! Alcanzada —me gusta creer— en el último instante en que aún era posible. En pocas horas se hicieron añicos los preceptos con anteojos, escurrió la lluvia por cristales que tantas virtuosas almas enturbiaron. Simultáneamente, adquirió forma, flexible pero firme, la ambición de intentar por mi cuenta algo siquiera análogo.

Entre las contadas obras que conocía aceptablemente antes de entrar en ¿Aguila o sol? figuraban los famosos poemas en prosa de Baudelaire. Ahora bien, el libro de Octavio Paz ensanchó sin límites las posibilidades de la prosa, aunque fue sin embargo la poesía de Libertad bajo palabra, primera edición, la que me deslumbró sobre todo.

Entonces sí que me lancé a conseguir todo lo posible de Paz. No fue fácil, pero tuve bastante éxito. Ya no sé bien quién me prestó Entre la piedra y la flor. Un amigo distante se decidió a prestarme A la orilla del mundo, si bien nada más por unos días. En medias cuartillas que todavía conservo, copié de este libro cuantos poemas pude. A máquina, pues aún no habían llegado las fotocopiadoras. Por fin, una exmaestra (¡no de literatura!) me prestó los últimos libros, por entonces, de Paz: Semillas para un himno, Piedra de sol que me provocó una curiosa sensación de déjà-vu:

                           …Voy entre verdores
enlazados, voy entre transparencias,
entre islas avanzo por el río,
por el río feliz que se desliza
y no transcurre, liso pensamiento.
Me alejo de mí mismo, me detengo
sin detenerme en una orilla y sigo,
río abajo, entre arcos de enlazadas
imágenes, el río pensativo.
 
Sigo, me espero allá, voy a mi
encuentro,
río feliz que enlaza y desenlaza
un momento de sol entre dos
álamos,
en la pulida piedra se demora,
y se desprende de sí mismo y sigue
río abajo, al encuentro de sí mismo.

 

¿Piedra de sol? No: un poema, “Arcos”, que figura en Libertad bajo palabra de 1949. Mucho después, preparando una edición posterior del mismo título, defendí a capa y espada dicho poema contra su propio autor, empeñado en suprimirlo. Pues desde el primer día conocí la propensión paciana a la autoenmienda y la supresión. Ya, por ejemplo, en mi primera lectura de Libertad bajo palabra me sorprendió encontrarme de pronto con un poema, “Noche de verano”, que era una versión alterada y recortada de “Noches de nacimiento”, uno de los dos poemas de Paz que conocí, sueltos, inicialmente. Para remate, ambas versiones me gustaban por igual. No es éste el lugar para insistir en la cuestión, más complicada de lo que parece.

Otra consecuencia de mi descubrimiento paciano fue que durante un par de años me pusiera a leer poesía en abundancia, mientras rompía relaciones, casi del todo, con la novela. Nadie me orientaba, de suerte que me quedé sin conocer —y ésta es la fecha— a muchos autores importantes. En un tiempo más bien corto debí reconocer que, por muy estimables que me pareciesen ser algunos poetas, nacionales y extranjeros, eran a fin de cuentas unos pocos, una docena a lo sumo, según dije antes. El resto me importaba poco o nada. Una vez más, así continúo.

Por último, el afecto principal —¡para mí, se entiende siempre!— de mi descubrimiento de la poesía gracias a Octavio Paz fue animarme a escribir. A intentarlo, cuando menos, con asiduidad.

 …doblan la esquina, puntuales,
Dios y el tranvía.
[Libertad bajo palabra]
 
Zarpan las casas la iglesia
los tranvías…
[Semillas para un himno]
 
…los tranvías que se derrumban
en esquinas remotas…
[La estación violenta]

 

Así sí juego —pensaba yo, imaginando qué habrían dicho de todos estos tranvías algunos exmaestros, a quienes recordaba de sobra. Largo tiempo escribí mucho, mucho, imitando muy mal a Paz. Casi nada de aquello sobrevivió, y así el mundo se salvó de unos cuantos libritos primerizos. Al fin y al cabo yo no tenía prisa, y sabía más o menos lo que aspiraba a lograr. En 1967 lo conseguí —más o menos— y tuve una ocurrencia singular: ¿qué opinaría Paz? (yo continuaba venturosamente apartado del mundo de los literatos). Así que le envié algunas páginas, que merecieron la respuesta más generosa imaginable. A los pocos meses Octavio vino de la India y lo conocí en persona. A partir de entonces le debí estímulos y apoyos inapreciables, mientras en el Fondo de Cultura Económica eran reeditados, bajo mi cuidado, los libros que al principio me había sido tan trabajoso el conseguir.

Hacia 1957 me habían señalado a Paz en el intermedio de una función de teatro. A las nueve de la mañana del día siguiente, crucé la Zona Rosa, desierta a aquella hora (¿o se llamaba todavía “la Zona del Arte y el Buen Gusto”?) Di vuelta en una esquina. Por la calle de Génova venía, despacio, el mismo Octavio Paz de anoche.

 
Es una calle larga y silenciosa.
Ando en tinieblas y tropiezo y caigo
y me levanto y piso con pies ciegos
las piedras mudas y las hojas secas
y alguien detrás de mí también
las pisa:
si me detengo, se detiene;
si corro, corre. Vuelvo el rostro: nadie.


Nos miramos intensamente al cruzarnos y cada quien siguió de largo. Todavía no era tiempo.



NOTAS

* Publicado originalmente en el Anuario de la Fundación Octavio Paz, número 2, Fondo de Cultura Económica, 2000.

 

Artículos relacionados