Conversaciones y novedades

El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes

Octavio Paz

Año

1989

Lugares

Ciudad de México

Tipología

Historiografía

Temas

La consolidación de la figura: Vuelta, encuentros y desencuentros

Lustros

1985-1989

 

Discurso en el acto de fundación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes; el 2 de marzo de 1989. Se publicó en Pequeña crónica de grandes días (México, Fondo de Cultura Económica, 1990) y está recogido en El peregrino en su patria. Historia y política de México, volumen 8 de sus Obras completas (México, FCE, 2006, sexta reimpresión).


 

México vive un período de cambios. Como todas las transformaciones sociales, estos cambios son el resultado de fuerzas y tendencias, ideas y realidades, que durante los últimos veinte años, a manera de ríos y corrientes subterráneas, han agitado y conmovido el subsuelo social. Ahora, al aparecer en la superficie, nos revelan que nuestro país penetra en una nueva época de su historia. Damos los primeros pasos, no sin titubeos, por un territorio desconocido y al que debemos poblar con nuestros actos y, en cierto modo, inventar con nuestras obras. Las novedades más visibles son las de orden político y económico: pluralismo democrático y modernización económica. Los cambios en el dominio de la cultura, menos ostensibles, no son menos decisivos. El mejor ejemplo de la influencia de la cultura en la historia es el siglo XVIII: no sólo fue una gran mutación en las ideas y las ciencias sino en las costumbres, la moral pública y las artes. Sin esa inmensa transformación cultural no habrían sido posibles los cambios políticos y económicos del siglo XIX, de la Revolución francesa a la Revolución Industrial.


          Tal vez una de las grandes fallas de nuestra historia, desde la Independencia, ha sido la disparidad entre el carácter acentuadamente tradicional de nuestra sociedad y la modernidad de nuestras leyes y sistemas políticos. No hubo transformaciones culturales que preparasen los cambios políticos y jurídicos que fueron la Independencia y la Constitución liberal de 1857. De ahí que muchas de esas bien intencionadas reformas resultasen verdaderas superposiciones. Precisamente una de las grandes virtudes de la Revolución mexicana fue su tentativa, no del todo realizada, por restablecer la comunicación entre la realidad real de México y la realidad ideal de sus estructuras jurídicas, políticas y económicas.


          La creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes corresponde a esta idea. Es el reconocimiento, en primer lugar, de la naturaleza eminentemente social y libre de la cultura; en seguida, de la obligación que tienen el Estado y la sociedad económica de ayudar y estimular a la cultura, respetando siempre la libertad de creación y difusión de las obras literarias y artísticas. El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes nace inspirado por una idea que hoy todos compartimos: la cultura es, ante todo, una creación social libre. Recoge así, y renueva, una tradición mexicana que comienza, en la época moderna, con Justo Sierra y que prosiguen José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Carlos Chávez.



          La palabra cultura tiene distintos significados. Entre ellos elijo uno que, más que una definición, es una delimitación: el término cultura designa a la producción, la difusión y la conservación de obras de arte y de literatura. Entendida así, la cultura es un dominio en el que se mezclan, de modo inextricable, lo social y lo individual. Las obras de arte, ¿son la expresión del temple de una sociedad o del temperamento de una persona? En ocasiones, se carga el acento sobre lo social; en otras, sobre lo individual. En la época romántica, un filólogo alemán sostuvo que Homero era un nombre sin realidad que ocultaba sucesivas generaciones de aedas. Nietzsche se burló de esta hipótesis y repuso que la existencia de Homero no era un problema filológico sino estético: esos poemas poseían tal perfección y coherencia que no podían ser sino las obras de un poeta de carne y hueso, no de una fantasmal y anónima corporación de cantores.


          El ejemplo del arte popular puede ayudarnos a salir de este atolladero. Lo que ante todo sorprende en las artesanías es la fidelidad espontánea al modelo. Cada objeto no es una copia sino una pequeña variación, a veces involuntaria, de un arquetipo heredado. Estamos ante un estilo, sí, pero ante un estilo comunal y transmitido de generación en generación. El arte individual surge cuando un artista transforma ese estilo común en una obra distinta, única, irrepetible. El arte propiamente dicho comienza con la transgresión creadora de un estilo heredado. A su vez, esa obra única no tarda en convertirse en bien común hasta que no surge un nuevo artista que la niega y la cambia. El arte es, al mismo tiempo, creación colectiva e individual, tradición e invención, continuidad y ruptura.


          El arte y la literatura no son únicamente un diálogo entre tradición e invención, estilo comunal heredado y transgresión personal creadora. El escritor y el artista sostienen también un diálogo, no pocas veces acerbo y aun violento, con la sociedad y sus poderes: Iglesias, Estados, partidos. El arte es celebración de la gesta de un pueblo y de sus valores pero, asimismo, puede ser la crítica y la negación tanto de los valores como de las costumbres, las creencias y los hechos de una sociedad, de un Estado o de una Iglesia. En las épocas primitivas y en las civilizaciones antiguas, primordialmente religiosas, la sujeción del poeta y del artista a las reglas sociales o a la voluntad de un rey-sacerdote era completa. Apenas aparece la democracia, en Atenas, nace el arte libre. El más alto ejemplo, en la Antigüedad, fueron la tragedia y la comedia griegas. En la Edad Moderna, desde el Renacimiento, la creación artística y literaria ha sido más y más libre y autónoma.


          La literatura y el arte de la modernidad son inseparables de la crítica y la negación. Casi todos nuestros grandes creadores —poetas, músicos, novelistas, pintores, dramaturgos— en un momento o en otro han participado en esta gran tradición del arte libre. La alianza entre la crítica y la creación es el rasgo que, para mí, define al arte moderno, lo mismo a Shakespeare que a Balzac, a Goya que a Courbet, a Dostoievski que a Beethoven. En el siglo XX muchos escritores y artistas han sido víctimas de persecuciones desatadas por los Estados y las ideologías que han ensombrecido a nuestro tiempo. La historia del arte y la literatura del siglo XX ha sido también un martirologio.


          El pasado de México ha sido menos violento. Sin embargo, no debemos olvidar que en Mesoamérica los poetas y los artistas estaban sometidos a los cánones rígidos de una religión gobernada por sacerdotes crueles. Durante el virreinato, clérigos y teólogos escudriñaban comedias y poemas en busca de herejías y medían la inclinación y los pliegues de los mantos de las vírgenes y los mártires para comprobar si se ajustaban a las normas. Al mismo tiempo, ¿cómo olvidar las pirámides y las esculturas mesoamericanas, las iglesias y los palacios, los poemas y los retablos de Nueva España? Aun en la servidumbre, el arte es creación. Y quien dice creación, dice libertad. No libertad política ni filosófica, sino otra distinta y no menos preciosa: la de la visión y la imagen. Aquellos artistas no eran libres pero creían y sus creencias les daban alas.


          Desde la Independencia, la Iglesia dejó de patrocinar a las artes. En cambio, el Estado practicó un mecenazgo discreto y modesto. A veces acalló conciencias y fomentó el conformismo, como en el período modernista. Agrego que también hizo posible la continuidad de nuestra tradición, rota por las guerras civiles desde 1810. Las clases dominantes fueron avaras e indiferentes, aunque algunos grandes señores del porfiriato protegieron con generosidad a los poetas y a los artistas. Después de la Revolución, el Estado se convirtió en el patrón de las artes y singularmente, entre 1920 y 1940, de la pintura mural. No impuso una ortodoxia —más bien fueron los artistas los que se empeñaron en imponer una estética ideológica— pero sí favoreció la propagación en los muros de una imaginería oficial de nuestra historia, con sus beatos y sus réprobos. No importa —o más bien: importa poco. Lo esencial fue lo que se hizo y lo que ha quedado: no los dogmas sino los colores y los volúmenes, los paisajes y los desnudos, las llamas y su vegetación heroica, la arquitectura de las formas y las nubes, los cuerpos y las visiones.


          Después, se abre el período contemporáneo, el nuestro. Es cierto que ha habido recaídas en la intolerancia, en el gobierno y fuera del gobierno —turbas frenéticas han encendido piras en nuestras calles y han invadido uno de nuestros museos— pero las amenazas contra la libertad del arte y la literatura no son políticas ni ideológicas sino sociales y económicas. La gente lee poco, nuestros museos carecen de recursos y lo mismo sucede con nuestras orquestas, nuestros teatros y nuestras salas de conciertos. Todo esto no es ya responsabilidad exclusiva del Estado sino de la sociedad entera.


          La creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes es un anuncio de los tiempos. Por primera vez en la historia de nuestro país se asocian voluntariamente el Estado y los empresarios para fomentar la creación y la difusión de las obras artísticas y literarias. Por primera vez también —cambio inmenso, radical— los escritores y los artistas tendrán la posibilidad de dirigir y orientar a la cultura viva de México, en el dominio del arte, la literatura y la historia, tanto en la provincia como en la capital. En fin, por primera vez todos los que participamos en esta tarea aceptamos como único principio y guía la libertad de creación. La historia de la cultura moderna de México comenzó el 1º de marzo de 1691, fecha de la carta de sor Juana Inés de la Cruz a un prelado defendiendo el derecho de las mujeres al saber y la libertad del escritor. Hoy, 2 de marzo de 1989, nace el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, destinado a fomentar la libre creación. Veo en la unión de estas dos fechas algo más que una coincidencia: un signo de la historia de México. Un signo y una promesa.


México, a 1º de marzo de 1989

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