Autor
Marchamalo, Jesús; Flores, Damián
Año
2006
Tipología
Ilustración
Octavio Paz, el pelo engominado
Un día su padre cogió un caballo y dijo que se iba al sur,
con los zapatistas, aquellos tipos de color sepia, todos ellos bigotón [sic] y
sombrero de mariachi, que andaban siempre subidos en los estribos de los
trenes, pegando tiros al aire y a los soldados a poco que se descuidaran. Así
que el joven Octavio y su madre tuvieron que irse a Mixcoac, a casa del abuelo.
Y cuentan que la noche que llegaron a aquella vieja casa del patriarca, el
pueblo les recibió con un castillo de fuegos artificiales: decenas de cohetes
de colores que estallaban en el cielo estrellado, negro como la boca del lobo,
y en los que el niño Paz, los ojos abiertos como platos, quiso ver una
premonición, una señal, un aviso sutil de la fortuna, máxime cuando al día
siguiente volvieron a repetirse los cohetes, y al otro, y al otro... Resulta
que en un barrio cercano estaban radicadas varias empresas de pirotecnia que
con frecuencia probaban nuevas pólvoras, y efectos y bolas de fuego. Así que
media infancia fue una cascada incandescente de chispas, con sonido a lejana
balacera.
Allí, en casa de su abuelo, en la que se impedía la entrada
de las plantas cerrando bien la puerta por la noche y echando los postigos de
todas las ventanas, tuvo Paz su primera biblioteca. El abuelo Ireneo, que había
sido director del diario La Patria y autor de novelas populares, tenía una
serie de atriles giratorios con fotos de sus escritores favoritos: Hugo,
Balzac, Zola, Byron, Tolstói, y Galdós y la Pardo Bazán... Muchos de aquellos
libros acabaron en las estanterías de su casa de Cuauhtémoc, ya viejo y
consagrado, después de que la casa del abuelo fuera finalmente devorada por los
helechos y las enredaderas. Y no es broma. Antes de irse a vivir a Los Ángeles,
en California, donde aprendería a decir spoon
y lunch, vio el joven Paz cómo una
punta de hiedra se colaba por la rendija de la ventana de su cuarto, una
mañana, frágil en apariencia, apenas una yema blancuzca e inocente. Cuando
volvió, dos años después, ya era demasiado tarde, la casa era una maraña de
raíces y de troncos fornidos.
A España vino durante la guerra, alto y repeinado, tan
elegante como un actor, tan joven que, cuando fueron a recogerlo a París, al
tren que lo traía, le preguntaron por su padre, de puro adolescente en
apariencia. Viajó mucho, después, como embajador, cada vez más alto y
repeinado, más elegante y joven. Contaba siempre, entre risas, que tuvo dos
tías que se llamaban Angustias una, y la otra Salud. Y que la vida, al fin, era
como esas dos tías: un extraño equilibrio entre un beso en cada mejilla. Ya viejo,
poco antes de morirse, vio cómo un incendio, en su casa, devoraba buena parte
de sus libros. Las lenguas de fuego se colaron en muchos de los suyos, de
infancia, y otros de la biblioteca de su abuelo. Dicen que nunca se recuperó de
aquella pérdida. «Los libros», dijo, los ojos llorosos ante los periodistas,
«se van como se marchan los amigos». Dijo.
Caricatura y texto contenidos en el libro 39 escritores y medio, de Jesús Marchamalo y Damián Flores, España, Siruela, 2006.