Jaime Vázquez
Año
2022
Tipología
Análisis y crítica
Temas
Lecturas y relecturas: la obra en prosa
Desde la acera de enfrente vemos a Silverio Gama salir a la calle. La noche anterior, en el baño del salón en el que le celebraban una fiesta, habló un momento con su padre, muerto ocho años atrás. Pudo reconocerse en las palabras. Hoy visitó a su madre (su cabeza es una nebulosa que confunde los recuerdos y los tiempos), quien le contó que había visto completa su recámara en el baño de un cine; alguien, no se imagina quién, la llevó ahí.
Silverio Gama es un hombre de éxito, documentalista, hacedor de cine, que vive en los Estados Unidos. Ahí edificó su fama, que México celebra, premia y reconoce ahora. Se siente un migrante que añora, ama y critica su origen; un desarraigado de su raíz y también de su silueta y el contorno que proyecta su notoriedad en Estados Unidos.
Camina por las calles silenciosas y extrañamente vacías del Centro Histórico de la Ciudad de México. Escuchamos el eco de sus pasos, su acompasado caminar sobre las baldosas, el sonido que rebota en las paredes de piedra de los edificios y casonas. Se detiene en una esquina, escucha otros pasos y mira cómo crecen en el pavimento las sombras de personas sin cuerpo, siluetas alargadas que aparecen en las calles alumbradas por el tímido sol de ese día de frío.
Silverio avanza, recorre el barrio antiguo de la ciudad. De pronto emerge el gentío que va poblando las calles, los comercios, la rutina diaria de la urbe caótica. Se entretiene unos segundos para observar en un aparador a una tarántula que camina sobre un vestido de quinceañera. Silverio cruza la calle y se detiene frente al aparador de una taquería, pide: “Dos de lengua, por favor, sí, con todo”.
Sobre la acera, en un instante, fulminada por el absurdo, una mujer cae. No estoy muerta, estoy desaparecida, le responde a Silverio, que la interroga sorprendido. Un sacerdote cruza el umbral del templo y sonríe ante lo sucedido. Los transeúntes, anónimos alientos que se van, comienzan a caer al suelo, son decenas, cientos, hasta conformar un nutrido tapiz humano de rostros y cuerpos desconocidos que, con su desvanecimiento, vuelven a silenciar el día, la calle, la ciudad. Miles de desaparecidos, ejército de ausencias. Desde un balcón la autoridad militar observa la escena sin emitir palabra, simplemente parece presidir la escena.
La ciudad se oscurece y una inmensa nube gris se apodera de la escena.
Entre los cuerpos arrojados y las campanadas de la Catedral, entre escombros y bajo la lluvia, Silverio camina hacia la plaza mayor, el Zócalo. En la explanada yace una enorme figura prehispánica, monigote de piedra derribado por la historia, el dios Centéotl mutilado y vencido. Deidad del maíz y la embriaguez, es una triste identidad doble: hombre y mujer que, como un desaparecido más, muere en la mítica plaza de los poderes.
Silverio escucha una voz a lo lejos: “[…] las ideas se comieron a los dioses/ los dioses/ se volvieron ideas/ grandes vejigas de bilis/ las vejigas reventaron/ los ídolos estallaron/ pudrición de dioses […]”.
Curioso, Silverio Gama camina hacia la voz, se acerca a una pila de cuerpos y comienza a subir, a escalar esa montaña de muerte para llegar a la cúspide. La voz continúa su monólogo: “[…] enjambre de moscas […] fue muladar el sagrario/ el muladar fue criadero/ brotaron ideas armadas/ idearios ideodioses/ silogismos afilados/ caníbales endiosados/ ideas estúpidas como dioses/ perras rabiosas/ perras enamoradas de su vómito”.
Silverio alcanza la cima, y en la cumbre de cadáveres mira al hombre que habla, y le comenta: “Hemos desenterrado a la ira/ El anfiteatro del sol genital es un muladar […]”, antes de preguntarle: “¿y usted quién se cree para robarle las ideas a Octavio Paz?”.
Hernán Cortés, sentado, oscuro, responde con voz rasposa y profunda: “sus palabras existen porque yo existí, don Silverio”.
Petrificada petrificante, el poema
Alejando González Iñárritu, en su película Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, construye esta escena y pone en boca de Hernán Cortés algunos versos del poema Petrificada petrificante de Octavio Paz. Cortés dialoga con Silverio Gama en el centro mismo de la representación simbólica del nacimiento de México, en la cima del poder político y religioso, presidiendo un cementerio histórico, un tzompantli al que le agregaron cuerpos inertes. Allá se asoma el edificio del Ayuntamiento de la Ciudad, a un lado, Palacio Nacional, y detrás de Cortés, con su campanario silencioso, la Catedral Metropolitana. Piedras sobre piedras, que Silverio recorrió en la realidad de la ficción cinematográfica para reconocerse en ellas, para mirar de nuevo la ciudad que abandonó, un migrante que regresa, un desconocido que se pregunta por su origen.
Publicado originalmente en la revista Plural,[1] Petrificada petrificante de Octavio Paz está incluido en el poemario Vuelta[2] y en el tomo VII de sus Obras completas.[3]
En Vuelta, recordemos, Petrificada petrificante se suma a otro poema fundamental en la obra de Paz: Nocturno de San Ildefonso. Piedras sobre piedras, la memoria del poeta, desde la semilla hasta el ave.
Hernán Cortés, conquistador y padre genocida que se afirma orgulloso de haber dado origen a una cultura, conversa con Silverio Gama, hijo desgarrado y desterrado del mestizaje, crítico del origen mítico, personaje contradictorio y complejo. Gama aguijonea, Cortés responde. El Zócalo se oscurece, la historia regresa a las páginas del pasado, herida de siglos.
“¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lo han abandonado. La gran traición con que comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses”, escribe Octavio Paz en El laberinto de la soledad.[4] Dioses vencidos y dominados.
El diálogo se interrumpe de pronto. Un “muerto” comienza a quejarse, el cigarro que Cortés arroja a sus pies lo quema. Se enciende un potente spot que ilumina la escena. Los “extras” que interpretan a los indígenas muertos se levantan, deshaciendo la torre de cadáveres. Gama les pide que no se retiren, que van a hacer otra toma, que conserven sus posiciones. La filmación, la película debe de continuar. Suena un teléfono móvil, se escucha el grito de “¡corte!” y el “extra” responde al teléfono: “aquí, en el rodaje de una película, de un pinche director bien mamón”.
Bardo, la película de González Iñárritu
Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades se filmó en la Ciudad de México en 2020 bajo la dirección de Alejandro González Iñárritu, quien contó con Nicolás Giacobone como coguionista, en una segunda colaboración después de la exitosa Birdman, multipremiada en la entrega del Óscar en 2014.
Para la plataforma Netflix se produjeron dos cintas de tinte autobiográfico previas al proyecto de González Iñárritu: en 2018, Roma, de Alfonso Cuarón, y en 2021 Fue la mano de Dios, del italiano Paolo Sorrentino. El turno fue para González Iñárritu, en evidente clave fellinesca. Con una narrativa de cine autorreferencial, el director confiesa su entramado de ideas, vida y sentimientos, un saludo al maestro Federico Fellini en su aclamada 8 ½ y en Amarcord, tal como lo hizo Woody Allen en Stardust Memories o Steven Spielberg con Los Fabelman. El cine puede ser un diván y el espectador un navegante entre los sueños relatados.
La palabra "bardo" nos remite al poeta cantor de los celtas, así como a una manera de llamarle al fango, al barro. Es el estado intermedio o de transición entre la muerte y la reencarnación, según la cosmovisión tibetana. Silverio Gama está en ese viaje.
Para González Iñárritu, esta falsa crónica de unas cuantas verdades es también un ajuste de cuentas metafórico con la vida, con su vida.
Daniel Giménez Cacho y Alejandro González Iñàrritu
Fotografiada con virtuosismo por Darius Khonji, con un espectacular diseño de arte de Eugenio Caballero y con la magistral actuación de Daniel Giménez Cacho como Silverio Gama, el filme está habitado por sueños, símbolos, sentimientos, alegorías, críticas y autocríticas. Bardo es la piedra roseta del director, en ella está escrito el boleto para un viaje al sentir y no al pensar. Estamos frente a un cine de autor en estado puro que nos comparte sin aparente orden temas nodales en la vida del realizador: los padres y el puente sinuoso y estrecho con los propios hijos, la dolorosa profundidad de reconocerse como migrante, la crítica y la necesaria reflexión autocrítica sobre la existencia, la jabonosa definición de “éxito” y su búsqueda, la punzante pregunta sobre la validez de nuestras ideas y su consecuencia social, las interminables contradicciones de la vida, la elección y el destino, la tragedia y el humor, la borrosa frontera entre la realidad y el sueño, el mito y la historia.
La película, con críticas a favor y en contra, nominada al Óscar en 2023 es, indudablemente, una butaca de casi tres horas para hacer un paseo profundo por las texturas de nuestra intimidad. ¿Alguien se sintió extraño frente a ese espejo cinematográfico?
González Iñárritu hace suya aquella conseja que dice que todo lo que escribimos es autobiográfico porque todo lo que escribimos es ficción.
Para el migrante que no se encuentra en su país ni en el país que habita, la vuelta es siempre un descubrimiento doloroso, un tema que González Iñárritu abordó ya en algunas de sus películas anteriores (Babel, Biutiful o específicamente en su cortometraje de realidad virtual titulado Carne y arena).
Con un regreso herido a la patria agraviada, a ese pasado de símbolos huecos y de festejos callejeros, de muertos y ausentes, de envidias y rencores, Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades (filme contado como un sueño líquido) toma de un poemario, en uno de los momentos más polémicos de la película a Petrificada petrificante, los versos de Octavio Paz, para definir el retorno, ciertas vueltas a la patria personal, social pero íntima, mitológica pero real.
Esa patria en la que, en palabras del poeta: “se golpean con piedras/ los ciegos se golpean/ se rompen los hombres/ las piedras se rompen/ adentro hay un agua que bebemos/ agua que amarga/ agua que alarga más la sed/ ¿Dónde está el agua otra?”.
[1] Plural, número 24, septiembre de 1973.
[2] Paz, Octavio. Vuelta, Seix Barral, Biblioteca breve, 1974.
[3] Paz, Octavio, Obras completas VII, Obra poética, 2° ed., Fondo de Cultura Económica, 2014.
[4] Paz, Octavio. El laberinto de la soledad. Tercera reimpresión, 1973. Fondo de Cultura Económica.