Conversaciones y novedades

Octavio Paz: remembranza

José Woldenberg

Año

2019

Tipología

Historiografía

Temas

Recontextualizaciones

 

Reproducimos el artículo de José Woldenberg (Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM) publicado originalmente en Octavio Paz: entre poética y política (Anthony Stanton, ed. El Colegio de México, 2009).


El panorama y el debate intelectual en México serían otros sin Octavio Paz. Referencia obligada, polémica, ilustrada, incisiva, contundente, su obra generó y genera los más álgidos debates y obliga a un encuentro cargado de pasión. No se le puede ni se le debe leer con distancia, descuido, impunemente.

     Cuando Anthony Stanton me invitó a esta mesa me preguntó sobre el título de mis notas. Le respondí que sería sobre “Paz y la izquierda”. Pero cuando puse manos a la obra me di cuenta de que si bien el enunciado no debía ser desatendido, lo mejor sería un acercamiento personal a la obra de Octavio Paz.

     Creo que para una generación —la mía—, nuestro primer contacto, la primera referencia, fue la renuncia al cargo de embajador en la India, el gesto de dignidad en 1968. Es decir, no su poesía ni sus ensayos, sino su conducta vertical en un ambiente opresivo. Luego de la represión al movimiento estudiantil, y en aquel clima de rabia e impotencia, la decisión de Paz se convirtió en una denuncia, en un gesto de entereza y en una luz de esperanza. No todo ni todos se inclinaban servilmente ante el poder paranoide.

     De esta manera, el primer libro que leí de Paz fue Posdata (Siglo XXI) en 1970, año de mi ingreso a la Facultad de Ciencias Políticas en la UNAM. Era un ensayo que intentaba aprehender el significado del movimiento estudiantil de 1968 y el de la represión criminal de la que había sido víctima

     Se vivía un ambiente ominoso, cargado de los peores presagios, y desde la izquierda se multiplicaban los diagnósticos y las más diversas propuestas de acción política. Fueron tiempos en los que surgieron proyectos editoriales y organizativos; se construyeron opciones múltiples en las universidades, los sindicatos, el campo y las colonias populares; no fueron pocos los estudiantes que llegaron a la conclusión de que las vías del quehacer político estaban clausuradas y que por ello las armas eran la única forma para cambiar “las cosas” y, en el extremo opuesto, los que vieron en el nuevo presidente de la República la única salida del laberinto autoritario.

     En ese ambiente que conjugaba rabia y ganas de cambios, irritación y proyectos sin fin, Paz apuntó con claridad que la única salida perdurable era la democratización de la vida política. Y lo hizo a través de un ensayo luminoso y sugerente. Hoy, algunos de sus pasajes pueden aparecer como parte del sentido común, pero en su momento no lo eran. De ahí su importancia. De ahí la forma tan intensa en que fue debatido. ¿Qué vio Paz que otros no veían? Las siguientes son apenas respuestas tentativas:

     a) “Una subcultura juvenil internacional”, fruto del status específico de los estudiantes, “mitad reclusos privilegiados” y “mitad irresponsables peligrosos”. Se trataba de una nueva sensibilidad, rebelde, ante los efectos de una modernidad que fragmentaba y excluía. Una forma de expresión que reclamaba justicia y espacios para el placer.

     b) En el caso de los países del este europeo y en México, movimientos portadores de un profundo reclamo democrático y con fuertes pulsiones nacionalistas. Estas últimas frente a la dominación y la injerencia externas (soviética en un caso, estadounidense en el nuestro) y democracia frente a los autoritarismos.

     c) Una defensa de la democracia y un alegato a favor de la democratización, más allá del desencanto que una franja del mundo ilustrado pudiese tener en relación con los países de Europa occidental. Las limitaciones de la democracia occidental son muchas —escribía Paz—, “régimen burocrático de partidos, monopolio de la información, corrupción, etc.”, pero “sin libertad de crítica y sin pluralidad de opiniones y grupos no hay vida política”.

     d) La democracia como un fin en sí mismo. “Toda dictadura, sea de un hombre o de un partido, desemboca en las dos formas predilectas de la esquizofrenia: el monólogo y el mausoleo. México y Moscú están llenos de gente con mordaza y de monumentos a la Revolución”.

     e) México vivía un período posrevolucionario, y no escatimaba en subrayar algunos de sus logros: crecimiento económico, instituciones que generaban estabilidad, modernización de la vida toda. Pero eran precisamente esas novedades las que pugnaban por abrir el monolitismo político.

     f) “El movimiento fue reformista y democrático, a pesar de que algunos de sus dirigentes pertenecían a la extrema izquierda”. Es decir, por sus formas de lucha —pacíficas y masivas—, por su pliego petitorio —a decir de Paz, moderado—, y porque su poder de seducción consistió en su clamor democratizador, se trató de un movimiento anunciador de lo que vendría.

     g) Con la represión no finalizó solamente el movimiento estudiantil sino una época de la historia de México. La paranoia y el miedo que se apoderaron de las élites gubernamentales, la apelación a la violencia estatal mientras se mantenía acartonado el lenguaje revolucionario, la esclerosis que impedía comprender los nuevos reclamos, sellaron el fin de una etapa. “Como esos neuróticos que al enfrentarse a situaciones nuevas y difíciles retroceden, pasan del miedo a la cólera, cometen acciones insensatas y así regresan a conductas instintivas, infantiles o animales, el gobierno regresó a períodos anteriores de la historia de México: agresión es sinónimo de regresión”.

     h) Para entender el 68, hacía una elocuente recapitulación de la historia política de México. Apreciaba el papel civilizatorio de la no reelección presidencial, de la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR) para evitar rebeliones y caudillismos regionales, de las reformas sociales de Cárdenas y del desarrollo económico a partir de Alemán, es decir, no se mimetizaba a esa idea infantil que presupone que la crítica es sinónimo de nulo reconocimiento a todo lo que han hecho “los otros”. Por el contrario, era precisamente esa evaluación de lo que significaba la estabilidad, por un lado, y los agudos conflictos, por el otro, de donde provenía la fuerza de su propuesta reformadora.

    i) El Partido Revolucionario Institucional (PRI) resultaba una pieza clave. A diferencia de los partidos comunistas, no se trataba de una organización ideológica. Había sido un instrumento de “paz y estabilidad” y un dique para la dictadura personalizada. Era una escuela de disciplina y un organismo burocrático que cumplía funciones político-administrativas. Pero al mismo tiempo era sumiso al presidente, mecanismo de dominación política, cada vez más sordo a los reclamos de la sociedad y protector de la irresponsabilidad y la venalidad. Por ello, su democratización era una necesidad.

     j) Era consciente que la vida política siempre puede ir a peor. Temía a la dictadura y a la anarquía, como fórmulas que paradójicamente se alimentan una a la otra, y a las cuales podíamos arribar si se endurecía más el sistema (hasta desembocar en una dictadura), lo cual multiplicaría la espiral de conflictos (anarquía).

     k) La industrialización del país, impulsada desde el gobierno, había generado la aparición de una nueva clase capitalista que se independizaba del poder político. Es más: de las propias filas del PRI surgían quienes se ponían al frente de empresas privadas y quienes asumían la dirección de las empresas estatales, generándose lógicas de comportamiento enfrentadas.

      l) La corrupción en el lenguaje constituía una ola expansiva que todo lo degradaba. Era necesario restablecer el poder explorador y liberador del lenguaje para intentar trascender la profunda crisis moral que teñía a la vida pública. De ahí su esperanza en la nueva literatura y la creación artística como fórmulas para abrirle paso al “sueño en libertad”.

     Y mucho más.

     De ahí pasé a El laberinto de la soledad (Cuadernos Americanos, 1950). Paz aparecía como un escritor singular, encantado y encantador con el manejo del lenguaje; su capacidad lúdica y su erudición, eran capaces de jugar con intuiciones y crear moldes y modelos. De cara a la aridez de muchos textos de historia, sociología y política, resultaba agudo, sugerente, vital. El lenguaje no aparecía como algo petrificado, sino como una materia viva, expresiva. Pero también se trataba de un gran ejercicio mitificador, más resultado de la “imaginación crítica” que del afán indagador. El laberinto... no solicitaba una lectura literal, provocaba el hipnotismo del mago. La palabra que amplía el horizonte pero también disfraza y porta un destello cegador.

     Y de ahí, aunque soy incapaz de recrear el orden exacto, a una obra monumental, rica, diversa, envidiable: El signo y el garabato (Joaquín Mortiz, 1973), El ogro filantrópico (Joaquín Mortiz, 1979), Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo (Joaquín Mortiz, 1967); su poesía: Libertad bajo palabra (Fondo de Cultura Económica, 1960); sus ensayos literarios: Cuadrivio (Joaquín Mortiz, 1965), El arco y la lira (Fondo de Cultura Económica, 1956) y Al paso (Seix Barral, 1992). Y tantas obras más.

     Decir que la izquierda leía o lee a Paz resulta una insensatez. La izquierda es un universo complejo, diferenciado, que al igual que cualquier corriente política e ideológica, no puede ser reducida a unos cuantos de sus integrantes. Pero afirmar que los “cuadros” lectores de la izquierda estaban pendientes y que, claro, leían a Paz, creo que no puede ser refutado. Sus opiniones y juicios políticos estaban ahí, no podían ser eludidos, y sólo desde posiciones autistas (que por cierto las hay) se les podía dar la espalda.

     Pero hay que decirlo. No siempre la pasión polémica de Paz resultó agradable. Un botón de muestra. Muy, pero muy menor, menor en la obra de Paz, pero mayor para quienes resentimos sus juicios categóricos.

     El 7 de julio de 1977 doce mil policías irrumpieron en Ciudad Universitaria para romper la huelga del STUNAM. Entonces yo era el Secretario de Educación Sindical y Promoción Cultural de aquel sindicato que intentaba reunir a los trabajadores académicos y administrativos y que demandaba a firma de un contrato colectivo único de trabajo. Paz escribió: “La actitud del rector Soberón mostró, una vez más, que la firmeza es la mejor política para emprender una negociación”. El texto me (nos) resultó irritante, agresivo, incluso —cosa rara en Paz— mostraba desconocimiento de los hechos (“detrás de las decisiones de los líderes del sindicato estaba y está el Partido Comunista Mexicano”, haciendo a un lado a las otras corrientes que no solamente convergíamos en el sindicato sino en la dirección del mismo) y una reproducción acrítica de las tesis de la Rectoría (“no eran negociables la libertad de cátedra e investigación, el pluralismo ideológico y filosófico...”, como si ello pretendiera el sindicato). En ese texto, recogido en El ogro filantrópico, dolió la descalificación en bloque de una mirada pasajera y distante. Tan las demandas sindicales no eran una insensatez que unos años después (1979-1980) los derechos laborales de los trabajadores universitarios fueron incorporados de manera inequívoca a la Constitución y la Ley Federal del Trabajo. (Y me apresuro a establecer mis salvaguardas: asunto distinto es la evolución gremialista y poco solidaria de los sindicatos con las propias universidades y por supuesto la utilización de la huelga como una fórmula contra la propia Universidad, pero creo que vale la pena situarnos en aquel 1977 y no en el año 2004).

     Pero incluso en esa misma nota, cuando Paz ampliaba su marco de visión, volvía a ser certero: “la raíz del mal no está en la Universidad sino fuera de ella [...] los mexicanos no hemos sabido o no hemos podido crear ese espacio donde, en las democracias, se despliegan las luchas políticas”.

     Otro desencuentro ocurrió en 1984. Como se sabe, ese año Paz recibió merecidamente en Frankfurt el premio de los libreros alemanes. Y en su discurso Paz hizo una crítica clara y abierta al gobierno sandinista, pero también los acusó de pretender “instalar en Nicaragua una dictadura burocrático-militar según el modelo de La Habana”. Esa afirmación a mí me pareció entonces, y aún hoy, inexacta. Con los años y con la degradación por corrupción del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), buena parte de la crítica de Paz resultó certera, pero lo cierto es que el FSNL nunca pretendió eternizarse en el poder suprimiendo a los partidos disidentes o a las elecciones, y ello constituye un elemento claramente diferenciador del autoritarismo cubano. Esa descalificación de lo que era un proceso vivo y en modelación dentro del mundo de la guerra fría, cuando muchos se preguntaban hacia dónde y cómo evolucionaría Nicaragua, me pareció excesiva.

     No obstante, aquel discurso de Paz también desató las pulsiones más autoritarias y vergonzosas de la izquierda, las cuales tuvieron su máxima expresión en la quema de su efigie frente a la embajada de los Estados Unidos. Acto inexcusable y vergonzoso que hasta la fecha —quiero imaginar— ruboriza a la izquierda democrática.

     Paz nos volvió a sacudir y a iluminar en 1990 con su Pequeña crónica de grandes días (Fondo de Cultura Económica), en la que desplegaba algunas de sus mejores cualidades como ensayista: claridad, imaginación, espíritu crítico y convicción democrática. Un texto destinado a contribuir a forjar un México más abierto intelectualmente. Con unos cuantos trazos precisos, Paz daba cuenta del “fin de un sistema”, el edificado en la URSS a partir de 1917. Enumeraba causas, detectaba obstáculos para el proceso de reformas, observaba cómo se desgranaba un imperio. Alertaba en torno a la emergencia de nacionalismos beligerantes y apostaba a favor de la construcción de una gran casa europea.

     En un mundo que se integra aceleradamente, repasa la situación de América Latina, las dos caras de la política estadounidense (democracia e imperio), y las posibilidades y contradicciones, los retos y los miedos de lo que entonces era una eventual asociación económica entre México, Canadá y los Estados Unidos. Hay dos opciones —nos dijo—, “asociación o soledad histórica”. Analizaba con perspicacia el proceso democratizador que vivía México y reclamaba una concurrencia más decidida de la izquierda. Porque quizá como nadie Paz insistió en que la única desembocadura digna que tenía México era la de la democracia, único arreglo político que permitiría la coexistencia de la diversidad política.

     Porque Paz no alcanzó a ver la alternancia en la presidencia de la República a través de elecciones libres y equilibradas, pero acompañó, quizá como ningún otro, con lucidez, pasión y razón, el proceso democratizador.

     Estoy convencido de que una de las constantes —quizá una de las obsesiones— presentes en la iluminadora obra de Octavio Paz es una especie de atracción/repulsión por la izquierda mexicana. En diálogo con ella, como fiscal agudo siempre exigente y más de una vez incomprendido, la historia intelectual de Paz y la trayectoria política de la izquierda en México no pueden apreciarse cabalmente sin las mutuas tensiones y también los encuentros (más de los que Paz reconoció y más de los que la izquierda está dispuesta a aceptar).

     ¿Por qué le interesó tanto la izquierda a Paz y qué quiso de ella? Éstas son mis respuestas.

     Paz supo, conoció y compartió el aliento profundo que anima a la izquierda, el anhelo de justicia; sabía que las causas de la izquierda —equidad y democracia— podían ser o eran sus causas, pero —claro— siempre y cuando la izquierda asumiera sin dobles lenguajes ni falsos compromisos su adhesión a la democracia. Paz sabía que durante largas décadas de autoritarismo gubernamental y corrupción expansiva, la izquierda fue portadora de una ética a prueba de balas y sobornos; que ante los intereses duros y maduros de los grupos de poder, la política de la izquierda ofreció una agenda que puso en el centro múltiples necesidades; y que buena parte del laicismo que aún preside parte de las relaciones políticas tiene su fuente de inspiración en la izquierda.

     Pero Paz deseaba algo más y así lo enuncié en un artículo en La Jornada del 2 de abril de 1994. El siguiente es el texto que escribí en aquella ocasión.

*

Paz desea:

  1. una izquierda ilustrada que no se deje arrastrar por los prejuicios y sinrazones que emergen de lo profundo de una sociedad sin escolaridad y sin información;
  2. una izquierda civilizada con argumentos y sin guiños cómplices hacia la violencia;
  3. una izquierda más cercana a Europa y alejada de la fascinación por la Unión Soviética;
  4. un compromiso profundo con las libertades, las cuales no deben ser vulneradas aduciendo coartadas políticas de coyuntura;
  5. un socialismo absolutamente impregnado de liberalismo que garantice amplias zonas de autonomía y libertad a los individuos;
  6. un socialismo que no suprima por decreto al mercado, pero está muy lejos de haber caído en la fascinación por un mercado que supuestamente todo lo pone en su lugar;
  7. lectores y no oidores;
  8. una izquierda más educada al pluralismo, menos segura de sus consignas y más dispuesta a escuchas otras razones;
  9. una izquierda menos iluminada y más estudiosa, menos creyente y más dispuesta al aprendizaje;
  10. una izquierda laica heredera de la Ilustración y refractaria al dogmatismo;
  11. una vía “gradual y pacífica hacia una democracia plural y moderna” y que sabe de los peligros que incuba cualquier vía corta —revolucionaria— de transformación;
  12. una izquierda autocrítica, que no vea sólo la paja en el ojo ajeno sino la viga en el propio. Una izquierda pedagógica, capaz de hacer el balance de su pasado;
  13. convencer a la izquierda de que requiere menos de ideólogos y más de políticos (democráticos), menos de comisarios y más de hombres ilustrados;
  14. que los intelectuales de izquierda no sean compañeros de viaje sino intelectuales a secas;
  15. una izquierda moderna y modernizadora no atada a un idílico pasado que nunca existió ni a todo tipo de mitos premodernos;
  16. una izquierda abierta y no una fortaleza paranoica que en cada crítica vea un enemigo;
  17. una izquierda receptiva, guiada por el espíritu de Occidente y ajena a todo fundamentalismo;
  18. una izquierda tolerante;
  19. que la visión de la izquierda fuera más allá de la política, y se convirtiera en un amplio horizonte para la vida civilizada. La política es imprescindible, pero no lo es todo.
  20. Paz se desespera cuando la izquierda, sin capacidad para evaluar lo que realmente significan los Estados Unidos, hace de cualquier enemigo de éste un amigo de la izquierda (remember al tristemente célebre Saddam Hussein).
  21. Paz tiene buena parte de sus mejores lectores en la izquierda y de sus no lectores (ellos se lo pierden) también.
  22. Paz teme a la izquierda cuando se convierte en Iglesia o Ejército.
  23. Paz quisiera que cuando señala que los comentaristas fueran más responsables y no hicieran la apología de la violencia, no le contestaran con la necedad de que entonces él está contra la libertad de expresión.

Bueno, creo yo, su lector, que eso quiere.

*

Octavio Paz asumió a la izquierda como su sombra, y la izquierda tuvo en Paz una conciencia crítica incómoda, pero productiva. Se trató de un debate en ocasiones cargado de pasión, “opacado por el ruido que nos niega” y “el silencio que nos ignora”, pero que al final modificó buena parte de las pautas culturales, por lo menos de la izquierda democrática.

     Paz fue para la izquierda un acicate y dejó una huella más fuerte de lo que él mismo creyó. Al final, como decía aquel personaje suyo en “Monólogo en forma de diálogo”, “si el regreso a la unanimidad es imposible, ¿es factible la construcción de la pluralidad política?”.[1]



[1] "Monólogo en forma de diálogo”, en El peregrino en su patria: historia y política de México, tomo 8 de las Obras completas (Barcelona/ México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1993 / 1994), p. 520.


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