Conversaciones y novedades

El laberinto de la soledad y Posdata: una aventura del pensamiento

Manuel Durán

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

Manuel Durán

Texto leído en la Librería Octavio Paz del Fondo de Cultura Económica, el 21 de agosto de 2000. La presentación estuvo a cargo de Manuel Ulacia.


Recuerdo que leí El laberinto déla soledad a poco tiempo de su publicación, sin hacer pausas en mi lectura, de un tirón, como se lee una crónica muy dramática, llena de descubrimientos, aventuras y crímenes. O como una novela apasionante.

En muchos países, como Estados Unidos, forma parte obligada del currículum de estudios sobre América Latina: se lee, entonces, como libro de texto.

En algunos cursos de sociología se lee como un estudio sociológico, un tanto original y diferente de otros estudios, más personal, quizá menos objetivo.

Podemos leerlo como libro de psicología o antropología social, o bien, sin duda, como una meditación filosófica de tipo existencial. La pregunta que me hice entonces, hace cincuenta años, y que sigo haciéndome hoy, es: ¿Qué clase de libro es, cómo clasificarlo? ¿Es un tratado de sociología o de antropología cultural escrito por un gran poeta? ¿O quizás un largo, espléndido poema que trata del ser y el existir de toda una cultura?

Podemos, sin embargo, creer que no es necesario clasificar un libro para entenderlo y apreciar su contenido. Esto es verdad en gran parte, aunque no del todo. La vieja clasificación de los textos literarios en cuatro géneros: poesía, narrativa, teatro y ensayo, nos resulta cada vez menos útil, porque los géneros literarios se han ido mezclando, combinando, contaminando. No olvidemos que los géneros literarios han sido inventados por los críticos de la literatura, no por los creadores, y esta invención ha sido perfeccionada y hecha permanente por los bibliotecarios. No olvidemos también el caso de El mono gramático, otra obra de Paz que se resiste a una fácil clasificación. Poema en prosa, diario, libro de confesiones íntimas, libro de viajes, comentario filosófico, es todo eso y algo más. Los largos poemas narrativos del siglo XIX, como el Martín Fierro, tienen algo, o quizá mucho, del género novela.

Y sin embargo si no clasificamos un libro nos resulta difícil echarlo a navegar como pequeño barco de papel en ese inmenso río que es la literatura, y sobre todo compararlo con los otros libros que se le parecen, para, así, relacionando unos con otros, enriquecer el contenido de cada uno, y apreciar la originalidad que cada uno ofrece. Hay que colocar el libro de Paz al lado de otros títulos que tratan de analizar y definir otros ambientes, otras culturas. Pienso ahora en el Ideárium español de Ángel Ganivet, en Radiografía de la Pampa y La cabeza de Goliat de Ezequiel Martínez Estrada, en España invertebrada de José Ortega y Gasset, y también, en el siglo XIX, en Democracy in America de Alexis de Tocqueville. Los libros de análisis sociocultural, de introspección nacional, se multiplican en los tiempos modernos, lo mismo que en una familia en que los hijos están creciendo y cambiando rápidamente hay que tomar fotografías para fijar, por lo menos de momento, su apariencia y su identidad.

Una clasificación provisional se impone: El laberinto de la soledad es un apasionado y lúcido ensayo encaminado a comprender la esencia y evolución de una cultura, en este caso la mexicana, y pertenece a la categoría de ensayo antropológico y filosófico, teñido de una corriente muy propia de aquellos años, el existencialismo.

Esta corriente no es totalmente moderna, o mejor dicho, contemporánea. Hay un existencialismo antiguo, pagano o cristiano. Con frecuencia surge en momentos de crisis, como un necesario alto en el camino, una introspección indispensable, una meditación angustiada, un preguntarse ¿cómo cambiar de ruta?, ya que parece que la que seguíamos no nos lleva a ninguna parte. Marco Aurelio cuestiona su existencia en un momento en que el imperio romano ha dejado de avanzar y parece haberse paralizado. San Agustín contempla el final de una era, la disolución del imperio de Marco Aurelio, y cuestiona el ser del tiempo, de los hombres, de la historia, frente al poder infinito y al infinito amor de Dios. El existencialismo alemán florece en los años veinte, a la sombra de la derrota del imperio del Káiser en 1918. El francés de Camus y Sartre aparece precisamente en los años de la Segunda Guerra mundial y la inmediata posguerra en que Francia, derrotada, vuelve la vista hacia sí misma y a través de angustiadas preguntas de tipo general revela la angustia más particular de su propia existencia en aquellos años difíciles.

Y en España la original y dramática interpretación que hace Américo Castro en obras como España en su historia y De la edad conflictiva, surge después de la sangrienta Guerra Civil de 1936-1939, y en parte como consecuencia y reacción al odio y la violencia que esta guerra hace subir a la superficie, surgiendo de un hondo pozo de intolerancia, racismo, y conflictos no resueltos. No olvidemos tampoco que la derrota de España en la guerra con Estados Unidos en 1898 determina también una larga y a veces amarga introspección por parte de varios miembros de la llamada, precisamente, generación del 98. Basta recordar algunas vibrantes páginas del Unamuno joven, y, más tarde, el largo ensayo irritante y discutible de Ortega, España invertebrada.

Si esto es cierto debemos preguntarnos ¿qué es lo que incita a Paz a cuestionar el ser y el existir de los mexicanos precisamente hace cincuenta años, en un momento en que México no ha perdido ninguna guerra y se encuentra en plena expansión económica?

No todas las introspecciones y análisis de una sociedad proceden de una crisis militar, política o económica. La Europa en que escriben Kierkegaard, Schopenhauer y Nietzsche es una Europa en que triunfa el positivismo, con una burguesía cada vez más próspera y optimista. La angustia de un Schopenhauer o un Leopardi expresa un yo personal mucho más que una visión de la sociedad que rodea al pensador y el poeta. A veces la crisis personal coincide con la crisis de la sociedad: tal cosa ocurre en la España del siglo de oro con el Quevedo de algunos sonetos y algunas cartas, en que el escritor ve desplomarse al mismo tiempo su vida y la de su patria.

Pero Octavio Paz. de personalidad vital, vibrante de energía y de ansias creativas, no se parece a Quevedo, Schopenhauer y Leopardi más que en la creatividad. Y por otra parte el México en que escribe tampoco parece encontrarse en crisis.

Uno de los aciertos de Paz, al prepararse a escribir El laberinto de la soledad, es el haber adivinado que tras la paz y la creciente prosperidad de México en los años 1940-1950 existía una crisis, o, quizá mejor, una pausa en el desarrollo de la conciencia nacional. Después de Cárdenas se agotaban los impulsos revolucionarios. Con Avila Camacho y Miguel Alemán lo que importaba era negociar, enriquecerse, cada vez en forma más estrechamente asociada a Estados Unidos. La novela de la Revolución se encontraba moribunda. Ni Juan Rulfo ni Carlos Fuentes habían iniciado su renovación de la narrativa mexicana. El muralismo de Siqueiros y Diego Rivera, agotado, se repelía en fórmulas previsibles. Rufino Tamayo pintaba a espaldas de la crítica oficial de Bellas Artes. El cine mexicano había dado unas cuantas obras maestras, pero se fosilizaba cada vez más.

En suma: un país próspero, una cultura aparentemente activa, pero cansada, frente a un panorama internacional desalentador, con el telón de fondo de la guerra mundial todavía muy cerca del presente, los campos de concentración revelados en el imperio nazi y poco después en la Unión Soviética de Stalin, la guerra fría en sus comienzos. Para que México pudiera decentemente ofrecer algo a aquel universo en ruinas tenía ante todo que poner algún orden en el desorden interno de su sociedad y de su historia. La ambición del joven Paz iba mucho más allá de lo que cabe sospechar en un autor que se prepara a escribir un libro de sociología o antropología cultural. Paz quería comprender, definir y criticar, todo a la vez.

Si el libro de Paz es difícil de clasificar, es también difícil de analizar y resumir. Tenemos la impresión de encontrarnos frente a una serie de esbozos, de dibujos trazados rápidamente, y nos preguntamos ¿cómo va a conectarlos el autor? Esta impresión perdura hasta acabar nuestra lectura. O, también, cabe ver el libro como una serie de hondas excavaciones, largos y profundos pozos que taladran las entrañas de una gran montaña. Intuimos que allá en lo más hondo hay una serie de galerías que conectan los pozos, pero no sabemos bien cómo encontrarlas, cómo avanzar por esas galerías. (No quiero anticipar en este momento la conclusión de estas observaciones mías, pero sí me atrevo a apuntar que yo creo haber encontrado el mapa de estas galerías subterráneas en otro libro de Paz, tan interesante por lo menos como el libro que nos ocupa ahora, que se titula Postdata.)

Si comparamos el libro de Paz con otra obra en cierto modo parecida, el estudio de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, publicado en 1934, encontraremos que el libro de Ramos es más sistemático y más claramente organizado, y resulta por ello más fácil de definir, clasificar y resumir.

El sentido común y la cortesía nos invitan, cuando encontramos difícil un texto, y nos hallamos cerca del autor, preguntar a éste qué es lo que quiso decir. El autor o la autora sabe mejor que nadie qué es lo que intentaba expresar, aunque a veces no sepa lo que su obra significa para cada lector. En este caso creo que hay que leer, o releer, El laberinto… guiados por otro importante estudio de Paz, un libro que, sin embargo, ha recibido mucha menos atención: se trata de Postdata, que aparece en 1970, a veinte años, exactamente, de la publicación de El laberinto…

En una nota preliminar Paz señala que el tema del nuevo libro es una reflexión sobre lo que ha ocurrido en México desde que escribió El laberinto de la soledad, y precisamente por ello ha titulado el nuevo ensayo Postdata. Es una prolongación crítica y autocrítica del libro anterior, y no solamente trata de continuarlo sino que es una nueva tentativa por descifrar la realidad. Y aclara que El laberinto de la soledad era algo muy distinto a un ensayo sobre la filosofía de lo mexicano o a una búsqueda del pretendido ser del mexicano:

El mexicano no es una esencia sino una historia. Ni ontología ni psicología —declara Paz, y prosigue—: A mí me intrigaba (me intriga) no tanto el “carácter nacional” como lo que oculta ese carácter: aquello que está detrás de la máscara. Desde esta perspectiva el carácter de los mexicanos no cumple una función distinta a la de los otros pueblos y sociedades: por una parte es un escudo, un muro: por la otra, un haz de signos, un jeroglífico [10*].

Y también:


En El laberinto de la soledad me esforcé por eludir (claro, sin lograrlo del todo) tanto las trampas del humanismo abstracto como las ilusiones de una filosofía de lo mexicano: la máscara convertida en rostro/el rostro petrificado en máscara. En aquella época no me interesaba la definición de lo mexicano sino, como ahora, la crítica: esa actividad que consiste, tanto o más que en conocernos, en liberarnos. La crítica despliega una posibilidad de libertad y así es una invitación a la acción [11-12].

Esta cita merece un comentario. En primer lugar, la clara posición existencialista, no importa si sartreana o heideggeriana o bien orteguiana o de otro tipo: “El mexicano no es una esencia sino una historia.” Y en segundo lugar el que Paz haya visto su primer libro como obra crítica. Actitud crítica que tiende al conocimiento pero también a cambiar algo que no funciona bien.

Es curioso y significativo que El laberinto… se inicie con un capítulo titulado “El pachuco y otros extremos”. Es quizá un capítulo difícil de comprender para el lector joven de hoy. La época de Tin-tán y su carnal Marcelo, los años cuarenta, en que triunfaban en los teatros de variedades con sus exagerados ropajes, ha pasado ya. Incluso la palabra “pachuco” parece hoy un tanto arcaica.

Pero creo que lo esencial en este capítulo es que Paz ve en el pachuco un ser que ha perdido buena parte de su tradición cultural, la mexicana, pero se niega a integrarse al sistema de valores norteamericano. Y coloca este capítulo al principio del libro porque al describir este ser fronterizo que es el pachuco puede comparar y contrastar la cultura mexicana y la norteamericana. Sus observaciones sobre los norteamericanos son tan penetrantes como lo que dice acerca de los mexicanos. No es necesario haber nacido en el seno de una cultura determinada para poder comprenderla. Las más agudas descripciones de la sociedad norteamericana fueron hechas en el siglo XIX por un francés, De Tocqueville. No olvidemos tampoco que Paz había pasado dos años en Estados Unidos, en 1944-1945, viajando y estudiando gracias a una beca Guggenheim.

Quiero señalar que las observaciones de Paz sobre la cultura y la sociedad norteamericanas son a veces muy duras, y a algunos lectores norteamericanos les parecen incluso crueles. También algunas de las frases de este capítulo acerca de los mexicanos parecen o pueden parecer un tanto desagradables. Octavio Paz evita aquí, no sé si conscientemente o no, un error bastante obvio en el libro de Samuel Ramos, libro que nos parece hoy excesivamente negativo al hablar de un supuesto, y nunca probado, complejo de inferioridad del mexicano. Paz critica tanto al mexicano como al norteamericano. Y nos parece que su crítica es justa, si bien severa, y, además, mucho más aceptable, al ser aplicado el análisis crítico del autor a las dos culturas, no solamente a una de ellas. Paz define cada cultura al oponerlas:
Me parece que para los norteamericanos el mundo es algo que se puede perfeccionar: para nosotros, algo que se puede redimir. Ellos son modernos. Nosotros, como sus antepasados puritanos, creemos que el pecado y la muerte constituyen el fondo último de la naturaleza humana. Sólo que el puritano identifica la pureza con la salud. De ahí el ascetismo que purifica, y sus consecuencias: el culto al trabajo por el trabajo, la vida sobria —a pan y agua—, la inexistencia del cuerpo en tanto que posibilidad de perderse —o encontrarse— en otro cuerpo. Todo contacto contamina. Razas, ideas, costumbres, cuerpos extraños llevan en sí gérmenes de perdición e impureza. La higiene social completa la del alma y la del cuerpo. En cambio los mexicanos, antiguos o modernos, creen en la comunión y en la fiesta; no hay salud sin contacto. Tlazoltéotl, la diosa azteca de la inmundicia y la fecundidad, de los humores terrestres y humanos, era también la diosa de los baños de vapor, del amor sexual y de la confesión. Y no hemos cambiado tanto: el catolicismo también es comunión [22*].
El sistema norteamericano sólo quiere ver la parte positiva de la realidad. Desde la infancia se somete a hombres y mujeres a un inexorable proceso de adaptación; ciertos principios, contenidos en breves fórmulas, son repetidos sin cesar por la prensa, la radio, las iglesias, las escuelas y esos seres bondadosos y siniestros que son las madres y esposas norteamericanas. Presos en esos esquemas, como la planta en una maceta que la ahoga, el hombre y la mujer nunca crecen o maduran [23].

Otro aspecto sobresaliente de este capítulo inicial es que en él el autor nos presenta temas, como la soledad, la idea de la muerte, la presencia y el sentido de las máscaras, la comunión y la fiesta, que reaparecen, con mayor desarrollo, en otros capítulos del libro. De pronto comprendemos que la desorganización de la obra es sólo aparente; este capítulo inicial desempeña el idéntico papel que en algunas ocasiones un compositor de una ópera asigna a la obertura, es decir, introducir melodías que con frecuencia serán presentadas nuevamente, en forma ligeramente distinta, en el curso de la ópera, y al hacerlo prepara al público para que reciba y aplauda estas melodías en su segunda aparición.

Si en los tres primeros capítulos del libro Paz lleva a cabo un análisis descriptivo del ser y el existir del mexicano, análisis que podemos calificar de observación perspicaz combinada con intuiciones poéticas, y, si se quiere, con el tipo de descripción fenomenológica que se limita a decimos cómo son las cosas, no cómo han llegado a ser así, a partir del cuarto capítulo, “Los hijos de la Malinche”, entramos ya de lleno en la historia. México, nos dice Paz, país de muy larga historia, de innumerables tradiciones, es, al mismo tiempo, un país que niega su historia, que no quiere verla. “Es pasmoso que un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria si pobre en historia moderna, sólo se conciba como negación de su origen” (79).

En algún oscuro rincón de la mente de los mexicanos siguen batallando Cortés y Cuauhtémoc. Los mexicanos, hijos de la Malinche, de una mujer india seducida o violada por un conquistador español, niegan un pasado trágico y triste. Pasado de luchas agónicas, en el que se oponen tenazmente tradiciones y culturas diversas, y, en épocas más cercanas a la nuestra, coexisten en angustiosa cercanía la siempre venerada Virgen de Guadalupe y el ateo y masón Benito Juárez:

Puede adelantarse que la Reforma liberal de mediados del siglo pasado parece ser el momento en que el mexicano se decide a romper con su tradición, que es una manera de romper con uno mismo. Si la Independencia corta los lazos políticos que nos unían a España, la Reforma niega que la nación mexicana en tanto que proyecto histórico, continúe la tradición colonial [79].

Juárez y su generación fundan un Estado cuyos ideales son distintos a los que animaban a Nueva España o a las sociedades precortesianas. El Estado mexicano proclama una concepción universal y abstracta del hombre: la República no está compuesta por criollos, indios y mestizos, como con gran amor por los matices y respeto por la naturaleza heteróclita del mundo colonial especificaban las Leyes de Indias, sino por hombres, a secas. Y a solas.

La Reforma es la gran ruptura con la Madre. Esta separación era un acto fatal y necesario, porque toda vida verdaderamente autónoma se inicia como ruptura con la familia y el pasado. Pero nos duele todavía esa separación. Aún respiramos por la herida. De ahí que el sentimiento de orfandad sea el fondo constante de nuestras tentativas políticas y de nuestros conflictos íntimos. México está tan solo como cada uno de sus hijos. El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y, asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio [79-80].

Las observaciones de Paz son tan originales como turbadoras. Por ejemplo:

¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lo han abandonado. La gran traición con que comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses. Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su caída [85].

Ello se debe en gran parte a la concepción cíclica del tiempo: para los aztecas el tiempo no era una medida abstracta y vacía de contenido, sino algo concreto, una fuerza, sustancia o fluido que se gasta y consume (85). De ahí la necesidad de los ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el siglo. La llegada de los españoles fue interpretada por Moctezuma como el acabamiento interno de una era y el principio de otra. Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.

Vale la pena señalar que en sus observaciones sobre la historia de México Paz desentraña no solamente el pasado, y con él el presente, de los mexicanos. Sus observaciones pueden aplicarse con frecuencia a toda Hispanoamérica, y por ello su libro ha sido leído con interés, a veces con entusiasmo, en países como Argentina, España, y Estados Unidos. Así, por ejemplo, cuando se refiere a la influencia de España, señala que si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma, no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento: poesía, pintura, novela, arquitectura. Esas formas, mezcladas a tradiciones e instituciones de entraña medieval, son trasplantadas al nuevo continente:

[…] es significativo que la parte más viva de la herencia española en América esté constituida por esos elementos universales que España asimiló en un periodo también universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y españolismo —en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra; costra y cáscara de la vieja Castilla— es un rasgo permanente de la cultura hispanoamericana, abierta siempre al exterior y con voluntad de universalidad. Ni Juan Ruiz de Alarcón, ni Sor Juana, ni Darío, ni Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española que heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista con desconfianza o desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia [39].

Paz explica en este párrafo, en unas cuantas palabras, lo que no encontramos, lo que buscaremos en vano, en largos y farragosos libros de texto, la verdadera originalidad de Hispanoamérica, su destino universal y universalista, y al mismo tiempo las dificultades que los espíritus selectos que han seguido esta tradición, empezando por Sor Juana, han tenido cuando han ofrecido sus ideas a un público más general, dificultades angustiosas que los unen a los que en la historia de España han intentado llevar a cabo algo parecido.

Las observaciones de Paz acerca de la Colonia son también originales y rectifican muchos de los tópicos de la propaganda oficial de la época de Calles y después los años de Cárdenas. Sin cerrar los ojos ante la crueldad y la injusticia, Paz subraya muchos aspectos positivos de aquella época que el México moderno había olvidado o negado:

[…] gracias a la religión el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formas históricas, sino un organismo viviente […] la diferencia con las colonias sajonas [las colonias inglesas en lo que será más tarde Estados Unidos] es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuera el último en la escala social, a los hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, pero no había parias, gente sin condición social determinada o sin estado jurídico, moral o religioso. La diferencia con el mundo de las modernas sociedades totalitarias es también decisiva [92-93].

La creación de un orden universal, logro extraordinario de la Colonia, sí justifica a esa sociedad y la redime de sus limitaciones. La gran poesía colonial, el arte barroco, las Leyes de Indias, los cronistas, historiadores y sabios, y, en fin, la arquitectura novohispana, en la que todo, aun los frutos fantásticos y los delirios profanos, se armoniza bajo un orden tan riguroso como amplio, no son sino reflejos del equilibrio de una sociedad en la que también todos los hombres y todas las razas encontraban sitio, justificación y sentido (93).

Las páginas dedicadas a la Reforma son igualmente certeras y precisas. La Reforma consuma la Independencia y le da su verdadera significación al cuestionar las bases mismas de la sociedad mexicana y los supuestos históricos y filosóficos en que se apoyaba. Niega la herencia española, el pasado indígena, y finalmente el catolicismo, pero es un proyecto tendiente a fundar una nueva sociedad, basada en la libertad de la persona humana. Frente al principio jerárquico que animaba la Colonia, la igualdad ante la ley de todos los mexicanos en tanto que seres humanos y entes de razón; funda el México moderno negando su pasado, rechaza la tradición y busca justificarse en el futuro (114). El liberalismo es una crítica del orden antiguo y un proyecto de pacto social. No es una religión, sino una ideología utópica; sustituye la noción de más allá por la de un futuro terrestre.

Al romper lazos con el pasado, los rompe también con la realidad mexicana. El poder será de quien se atreva a alargar la mano. Y Porfirio Díaz se atreve […] Suprime la anarquía, pero sacrifica la libertad. Reconcilia a los mexicanos, pero restaura los privilegios. Organiza el país, pero prolonga un feudalismo anacrónico e impío, que nada suavizaba […] En esos años México inicia su vida de país semicolonial. A pesar de lo que comúnmente se piensa, la dictadura de Porfirio Díaz es el regreso del pasado [116-117].

Poco a poco, en una progresión a veces en línea recta, otras con digresiones que recuerdan curvas o movimientos en zigzag, Paz se acerca a la conclusión: los mexicanos, y con ellos los hispanoamericanos, son ya, por primera vez en la historia, contemporáneos de los otros habitantes del mundo moderno. Es decir, se han “puesto al corriente”, y dialogan en términos de igualdad con los hombres y mujeres de otras culturas. Es curioso observar que esta conclusión positiva no aparece en la segunda edición del libro, la de 1959, y es sustituida por un final visionario y utópico, una apelación a la supervivencia de los mitos y sobre todo del sentimiento de comunidad:

Todos esperan que la sociedad vuelva a su libertad original y los hombres a su primitiva pureza. Entonces la Historia cesará. El tiempo […] dejará de triturarnos. Volverá el reino del presente fijo, de la comunión perpetua: la realidad arrojará sus máscaras y podremos al fin conocerla y conocer a nuestros semejantes […] Quizá, entonces, empezaremos a soñar otra vez con los ojos cerrados [191].

Hay en estas frases finales una fuerte dosis de irracionalismo poético a la vez majestuoso, sublime e inquietante, y creo se podría escribir un largo ensayo analizando simplemente estos párrafos finales. Como el final del Fausto de Goethe, el libro de Paz no termina en forma tajante, sino abierta: se desparrama en una serie de intuiciones explosivas que exaltan y exasperan a un tiempo al lector: Paz nos obliga a pensar en el presente y en el futuro, tanto si estamos de acuerdo con sus ideas como si las rechazamos. Ésta es, sin duda, la señal de que estamos frente a un auténtico pensador, frente a un poeta-filósofo, frente a un pensador que no solamente está “a la altura de los tiempos” sino que señala una ruta hacia un tiempo futuro más armónico, en el que la razón y los mitos pactarán y entraremos en una nueva edad de oro.

Todo el final del libro de Paz es una crítica del mundo moderno, y así, es crítica igualmente de un México que pugna por ser parte de este mundo moderno, que es ya en muchos estratos sociales parte de la modernidad. El pensamiento de Paz es expansivo, y no se limita al examen y crítica de lo mexicano. Al contrario: únicamente viendo los problemas de México como parte de los problemas universales podremos encontrar, a la vez, la clave del México contemporáneo y del futuro del mundo moderno. La fiesta, los mitos, la comunión, el amor, rompen la cárcel de nuestra soledad y nos permiten salir del laberinto en que nos habíamos perdido. Pero el mundo racional y racionalista de nuestros días niega los mitos, los encubre apenas, y los mitos se vengan, reaparecen en formas violentas y turbadoras. Las modernas utopías políticas expresan con violencia concentrada, a pesar de los esquemas racionales que las recubren, esa tendencia que lleva a toda sociedad a imaginar una edad de oro de la que el grupo social fue arrancado y a la que volverán los hombres un día de redención. Comparemos ahora esta visión utópica con una gigantesca reunión de soldados y miembros del partido nazi en Nuremberg, con un irracional pero prometedor discurso de Hitler, y veremos cuán difícil es salir de un racionalismo gris y aburrido sin caer en los peores excesos. La comunión engendrada por aquellas muchedumbres y aquellos desfiles (recordemos ahora los filmes de Leni Riefenstahl) era una comunión de mala ley, basada en el odio.

Paz se da cuenta de ello, y por esto el final del libro es a la vez utópico y ambiguo. La esterilidad del mundo burgués, nos dice, desemboca en el suicidio o en una nueva forma de participación creadora. El pensamiento puro, frío, sin emoción, nos ha llevado por los corredores de una sinuosa pesadilla, en donde los espejos de la razón multiplican las cámaras de tortura. Si conseguimos salir del laberinto quizá descubriremos que habíamos soñado con los ojos abiertos y que los sueños de la razón son atroces. Goya lo vio claramente cuando la época de la Ilustración racionalista empezaba a dejar paso a las tormentas románticas y las guerras napoleónicas: “el sueño de la razón engendra monstruos”.

La visión surrealista del futuro, que es la que inspira a Paz, nace del encuentro de palabras tales como “sueño”, “libertad”, “amor”, “imaginación”. Es, en principio, una visión utópica, puesto que el surrealismo fue siempre un movimiento minoritario, y la liberación de la imaginación y el deseo no pudo tener lugar más que en las mentes y los proyectos de unos cuantos artistas y pensadores (y sin embargo tanto Paz como George Orwell en Homage to Catalonia encontraron en la España republicana en guerra contra el fascismo las semillas de una libertad y una comunión que desaparecieron al final de la guerra, libertad y comunión que encontramos también en los poemas de otro gran testigo de aquellos años, César Vallejo). (Pienso ahora en su poema “Masa”, en que un soldado muere, todos los hombres del mundo le piden que siga viviendo, y el soldado resucita.)

Paz no nos promete un final feliz, sino un futuro incierto en el que, sin embargo, puede haber lugar para la libertad, el amor, la comunión. Si los sueños de la razón son atroces, “Quizá, entonces, empezaremos a soñar otra vez con los ojos cerrados” (191). Me he pasado horas tratando de interpretar esta frase final. Creo que lo que quiere decirnos Paz, lo que nos dice a lo largo del libro, es que tiene que haber un pacto entre la parte irracional de nuestro ser y la parte racional, pacto que no ha tenido lugar sino muy superficialmente y con mal resultado, y ese nuevo pacto tiene que salir de lo más hondo de nuestro ser, que ese pacto es la fuente de nuestra esperanza, y que es la única posible fuente de esta esperanza.

En 1951, a pocos meses de publicarse El laberinto de la soledad, tuve una larga conversación con Octavio, en París, en la que hablamos de muchos temas, incluso de su último libro. Me dijo que no lo consideraba definitivo, que le habían quedado muchas cosas por decir, y que esperaba ampliarlo algún día.

Así fue. Veinte años más tarde aparecía Postdata, libro más breve pero no menos interesante y original. Creo que no sólo la poesía, sino también los libros de ensayos como los que hoy ocupan nuestra atención nacen de profundas experiencias personales de Paz. Muy posiblemente El laberinto… surgió del contraste entre dos culturas, la mexicana y la norteamericana, fruto del viaje de Paz a Estados Unidos, y Postdata del choque mental y moral provocado por las rebeliones estudiantiles del 68 y, más todavía, por la matanza de estudiantes en Tlatelolco.

Paz, indignado, abandona el servicio diplomático, y es atacado por la prensa al servicio del gobierno. El panorama en Hispanoamérica es también desalentador. El lector tiene la impresión de que Paz, exasperado, lleva su actitud crítica más allá de lo que había dicho en El laberinto…, e incluso generaliza esa crítica a toda Hispanoamérica cuando escribe:

Gente de las afueras, moradores de los suburbios de la historia, los latinoamericanos somos los comensales no invitados que se han colado por la puerta trasera de Occidente, los intrusos que han llegado a la función de la modernidad cuando las luces están a punto de apagarse —llegamos tarde a todas partes, nacimos cuando ya era tarde en la historia, tampoco tenemos un pasado o, si lo tenemos, hemos escupido sobre sus restos, nuestros pueblos se echaron a dormir durante un siglo y mientras dormían los robaron y ahora andan en andrajos, no logramos conservar ni siquiera lo que los españoles dejaron al irse, nos hemos apuñalado entre nosotros… [Postdata 13-14].

Y no obstante, prosigue Paz, desde el modernismo “en estas tierras nuestras hostiles al pensamiento, han brotado, aquí y allá, dispersos pero sin interrupción, poetas y prosistas y pintores que son los pares de los mejores en otras partes del mundo” (14). Grandeza y miseria de Hispanoamérica: el tema del libro continúa y amplía las preguntas con que se inició El laberinto de la soledad. De ahí su importancia. Paz procede analíticamente: cómo y por qué hay inquietud y rebelión en los grupos de estudiantes de todo el mundo, cómo el Estado mexicano se ha enfrentado a sus estudiantes con una crueldad sin paralelo, por qué la Revolución y el PRI están ya en crisis permanente y a punto de desintegrarse. Procede también comparativamente: analiza lo ocurrido en otros países. Un leitmotiv de estas páginas iniciales es la crítica de la modernidad, la sugestión de que la modernidad es insuficiente y debe ser superada. El progreso es un fuego de artificio que nos deslumbra y desilusiona al mismo tiempo: “Los modelos de desarrollo que hoy nos ofrecen el Oeste y el Este son compendios de horrores: ¿podremos nosotros inventar modelos más humanos y que correspondan a lo que somos?” (13)

Dos críticas se superponen y completan a lo largo del libro, punto y contrapunto del rico y complejo pensamiento de Paz. Por una parte, la crítica de la pirámide, y por otra, la crítica de la modernidad superficial e insuficiente, modernidad a la cual, sin embargo, todos aspiran. La crítica de la pirámide es quizá la más visionaria y espectacular.

Sin embargo, la crítica de una modernidad obtusa, doctrinaria, intolerante, desarraigada de visiones míticas y poéticas, es una tendencia central en los ensayos de Paz, y la encontraremos tanto en los dos libros que nos ocupan ahora como en partes importantes de un libro tardío como La llama doble. Es, creo, no una crítica del liberalismo derivado del siglo XVIII, la Ilustración, la Enciclopedia de Diderot y la obra de Voltaire, sino más bien de su perversión. En este punto Paz está de acuerdo con otros escritores de su siglo. Pienso ahora en Albert Camus, quien en L’Homme revolté cuestiona el inflexible rigor mental de un Robespierre e incluso de un Saint-Just que en nombre de abstracciones en apariencia razonables, racionales, racionalistas aceptan el Terror como una necesidad imperiosa, razonable, incluso saludable. (Se ha hablado mucho, quizá demasiado, de la guillotina en la Francia de Robespierre, olvidando que el verdadero desastre, el auténtico genocidio, tuvo lugar en las aldeas de la Francia occidental, en la Vendea, contra campesinos posiblemente fanatizados pero incapaces de destruir el gobierno de París. Es curioso constatar que el pensamiento político de Camus sigue vigente, mientras que el de Sartre, con sus razonamientos laberínticos y sofísticos, con su intransigente e implacable odio a la burguesía, se ha desacreditado por completo.) Paz coincide también con pensadores de Inglaterra y de Estados Unidos como Isaiah Berlín y Lionel Trilling, todos ellos liberales, defensores de la democracia, y antiestalinistas. Trilling, en The Liberal Imagination, explica un proceso degenerativo: empezamos por interesamos generosamente, noblemente, por el destino de nuestros conciudadanos, nos sentimos deseosos de mejorar su situación, pero después los hacemos objeto de nuestra piedad, y luego, creyéndonos mucho más sabios que ellos, les imponemos nuestra voluntad, tratando de reformar la sociedad a la fuerza, mediante una dictadura si ello es necesario.

El impacto sobre la mente humana es igualmente negativo. Todos los deseos oscuros, los impulsos vitales, los sentimientos ambivalentes y los pensamientos contradictorios se convierten en imperfecciones del orden social que hay que modificar o extirpar mediante nuevas leyes y nuevos reglamentos de policía.

Este aspecto oscuro del resultado de un liberalismo mal interpretado, un liberalismo deformado y enfermizo, ha dado origen a textos literarios críticos importantísimos, fundamentales en el mundo moderno. Basta citar The Waste Land y The Hollow Men de T.S. Eliot y Brave New World de Aldous Huxley. Todos aquellos, y yo entre ellos, que hemos sido liberales desde siempre, debemos aceptar con tristeza que el liberalismo puede ser pervertido. Paz es indiscutiblemente liberal, de igual modo es claramente crítico de la perversión del liberalismo.

Pero quizá la parte más original, ciertamente la más dramática, es la destinada a aclarar el pasado y el presente de México partiendo de la matanza de estudiantes en Tlatelolco y también de la interpretación de la pirámide como emblema de México. Paz ve una continuidad sin rupturas entre el tlatoani o emperador de los aztecas, el virrey que España impone después de la Conquista, y el moderno presidente de la República. Más aún: la matanza de estudiantes en 1968 fue un hecho histórico, pero fue también

una representación simbólica de nuestra historia subterránea o invisible. Y hago mal en hablar de representación pues lo que se desplegó ante nuestros ojos fue un acto ritual: un sacrificio. Vivir la historia como un rito es nuestra manera de asumirla; si para los españoles la Conquista fue una hazaña, para los indios fue un rito, la representación humana de una catástrofe cósmica. Entre estos dos extremos, la hazaña y el rito, han oscilado siempre la sensibilidad y la imaginación de los mexicanos [114].

La sensibilidad poética y visionaria de Paz se revela sobre todo en su descripción de la geografía mexicana, geografía que es historia que es destino:

Cada historia es una geografía y cada geografía una geometría de símbolos: India es un cono invertido, un árbol cuyas raíces se hunden en el cielo; China es un inmenso disco —vientre, ombligo y sexo del cosmos—; México se levanta entre dos mares como una enorme pirámide trunca: sus cuatro costados son los cuatro puntos cardinales, sus escaleras son los climas de todas las zonas, su alta meseta es la casa del sol y de las constelaciones […] La geografía de México tiende a la forma piramidal como si existiese una relación secreta pero evidente entre el espacio natural y la geometría simbólica y entre ésta y lo que he llamado nuestra historia invisible [116-117].

Esta historia invisible se hace más patente si creemos, como lo afirma Paz, que los virreyes españoles y los presidentes mexicanos son los sucesores de los tlatoanis (emperadores) aztecas. Si desde el siglo xvi hay una secreta continuidad política, ¿cómo extrañarse de que el fundamento inconsciente de esa continuidad sea el arquetipo religioso-político de los antiguos mexicanos: la pirámide, sus implacables jerarquías, y, en lo alto, el jerarca y la plataforma del sacrificio? Desde la Independencia el proceso de identificación sentimental con el inundo prehispánico se acentúa hasta convertirse, después de la Revolución, en una de las características más notables del México moderno, fortificando, así, sin saberlo, el mito que encarna la pirámide y su piedra de sacrificios.

Paz rechaza la identificación del México moderno con el imperio azteca, que no es ni el único ni el mejor ejemplo de cultura precolombina, y es más bien una aberración en su excesiva violencia y crueldad. Paz nos invita a disolver mentalmente el lazo, hasta cierto punto arbitrario, entre el pasado azteca y el presente mexicano, a fin de dar mayor libertad a un futuro en que la crítica nos liberará de las imágenes que nos ataban y restringían nuestra libertad. Paz se consolida ante el lector como un excelente conocedor del pasado precolombino, mucho más original y sugerente en sus interpretaciones del mismo que la inmensa mayoría de los especialistas, si bien Paz se apoya también en muy sólidos antropólogos, como son Jacques Soustelle y Laurette Séjourné. La visión que nos da Paz de la llegada de Cortés y las reacciones de Moctezuma, que empieza a verse a sí mismo como un intruso que ocupaba un trono perteneciente a Quetzalcóatl, es singularmente dramática. El pensamiento de Paz funciona aquí como una gigantesca lanzadera, que va y viene del presente al pasado al futuro, en un vaivén que teje una tela histórica y crítica de inmensas dimensiones.

Paz empezó su meditación crítica, en El laberinto de la soledad, hablándonos del pachuco y su extraño deambular entre dos culturas, la mexicana y la norteamericana, y yo me preguntaba cuando leí el libro por primera vez por qué había el autor introducido este tema, que me parecía marginal y casi insignificante. Ahora, sin embargo, cincuenta años más tarde, creo encontrar la respuesta: el pensamiento de Paz se despierta y organiza en torno a un tema concreto, un tema irritante, como una piedra en el zapato que nos duele al caminar, o como la arenilla que irrita al ostión hasta que la convierte en perla. Este pensamiento se expande en esferas concéntricas, va de lo particular a lo general, de la tensión fronteriza en los pachucos a las tensiones trágicas en la historia de México, y desemboca en los inmensos y aparentemente insolubles problemas de la civilización moderna.

Y por segunda vez Paz nos dice que la imaginación crítica es la única que quizá podrá permitirnos escapar al laberinto, no sólo de México, sino de la civilización moderna. Una vez más su respuesta final se tiñe de surrealismo utópico:
En nuestra época la imaginación es crítica. Cierto, la crítica no es el sueño pero ella nos enseña a soñar y a distinguir entre los espectros de las pesadillas y las verdaderas visiones. La crítica es el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo. La crítica nos dice que debemos aprender a disolver los ídolos: aprender a disolverlos dentro de nosotros mismos. Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad [155].

Una vez más, el mensaje es ambiguo, pero si analizamos las palabras clave veremos que más o menos la mitad aluden al mundo de la razón, pertenecen a ese mundo. Así: “crítica”, “aprendizaje”, “la realidad del mundo”, aluden a una actitud racional, mientras que “soñar”, “espectros”, “pesadillas”, incluso “visiones”, y las palabras finales, “aire, sueño en libertad”, que Paz nos propone como meta de nuestros esfuerzos, pertenecen al mundo irracional.

En una orilla lejana, en la otra orilla, donde pactan los contrarios, la razón y la imaginación creadora, el pensamiento razonador y las visiones irracionales, pueden crear una síntesis salvadora. No es una promesa lo que Paz nos ofrece, sino más bien una posibilidad, difícil, casi imposible, y sin embargo necesaria: “tenemos que…” significa que nuestro deber es buscar la llave de la puerta cerrada, la salida del laberinto en que un oscuro minotauro nos espera, implacable. Paz seguirá buscando a lo largo de su vida esa llave, esa salida del laberinto. Encontraremos pistas, huellas, indicios de esa búsqueda en el resto de su obra. Yo creo haber encontrado algunos rastros de la llave, algún esquema de la salida del laberinto, en otro libro de Paz, La llama doble. Sin prisa, pero con urgencia, Paz a lo largo de su obra nos invita a cada uno a buscar la salida, nos invita a que aprendamos a ser aire, sueño en libertad. La tarea, lo vemos de inmediato, es difícil, casi imposible, casi como aprender a volar sin alas y sin avión. Pero es tarea necesaria. El minotauro, paciente, implacable, sigue esperándonos en el laberinto.



* Todas las referencias a El laberinto de la soledad corresponden a la edición del Fondo de Cultura Económica, 1959. (N. E.)