Conversaciones y novedades

Reflexiones acerca de El laberinto de la soledad

Eduardo Matos Moctezuma

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

Eduardo Matos Moctezuma 

En su conversación con Claude Fell que da paso a “Vuelta a El laberinto de la soledad”, Octavio Paz vuelve, una vez más, a reiterar que en El laberinto… no trató de hacer ni ontología ni filosofía del mexicano. “Mi libro —dice— es un libro de crítica social, política y psicológica.” Más adelante agrega: “La historia es conocimiento que se sitúa entre la ciencia propiamente dicha y la poesía. El saber histórico no es cuantitativo ni el historiador puede descubrir leyes históricas … Más que un saber es una sabiduría.” Para dejar clara su intención nos dice a manera de resumen: “En fin, mi tentativa fue ver el carácter mexicano a través de la historia de México.”


          No sé si quienes me acompañan en esta mesa compartan las ideas pacianas acerca de la historia. Pero siendo la historia uno de los ejes fundamentales que guían al autor, he querido poner atención en dos temas que asoman de manera permanente tanto en El laberinto… como en su inmediata consecuencia: Posdata. Son éstos: el tema de la muerte referido al mundo prehispánico y el problema de la otredad visto desde una perspectiva antropológica.


          No he leído a ningún otro autor que en una sola frase —como lo hace Octavio Paz— concentre los destinos que le están deparados al hombre prehispánico después de la muerte: “Dime cómo mueres y te diré quién eres.” En efecto, nuestro ensayista y poeta supo captar de manera impresionante los arcanos de un pensamiento que difiere en buena medida del nuestro y que se manifestó a través de una visión, o de una cosmovisión, en la que la vida deviene la muerte y de ésta, la muerte, volverá a surgir la vida… Nos dice Paz en el capítulo “Todos Santos, Día de Muertos”:


Para los antiguos mexicanos la oposición entre muerte y vida no era tan absoluta como para nosotros. La vida se prolongaba en la muerte. Y a la inversa. La muerte no era el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección eran estadios de un proceso cósmico, que se repetía insaciable.

          Sin embargo, habría que aclarar. ¿De dónde tomó el hombre mesoamericano este concepto? Las culturas antiguas eran fundamentalmente agricultoras y guerreras. Fue la experiencia cotidiana lo que las llevó a observar cómo en la naturaleza había dos momentos diferentes: una temporada de lluvias en que todo crecía y las plantas adquirían su verdor, y una temporada de secas en que faltaba la lluvia y todo moría. La dualidad vida-muerte estaba dada. Pero… de la muerte volvería nuevamente a nacer la vida. El ciclo volvía a repetirse constantemente y el calendario refleja las festividades dedicadas a determinados dioses encargados de enviar el agua a la tierra para que germine el maíz, en tanto que la otra parte estaba dedicada a las diosas madres y a la guerra. Estamos, pues, ante la presencia del principal concepto que nos permite adentrarnos en el pensamiento del México prehispánico: la dualidad vida-muerte. Ésta quedó de manifiesto de múltiples maneras: desde aquellos rostros duales en que está presente una parte descarnada y otra con vida, como lo plasmó el alfarero anónimo de Tlatilco hace más de tres mil años, o como lo muestra el Templo Mayor de Tenochtitlán con sus dos adoratorios en la parte alta, dedicados a Tláloc, dios del agua, de la fertilidad, por lo tanto de la vida, y a Huitzilopochtli, dios de la guerra y de la oblación de guerreros sacrificados en honor del sol, por lo tanto de la muerte.


          Y esto nos lleva a ver otro aspecto: el sacrificio. Acerca del tema nos dice Octavio Paz: “El sacrificio no entrañaba la salvación ultraterrena, sino la salud cósmica: el mundo, y no el individuo, vivía gracias a la sangre y a la muerte de los hombres.”


          El hombre mesoamericano vivía por el sacrificio y muerte de los dioses. A su vez, tenía que morir y ofrendar lo más preciado —la vida— para que de esa muerte naciera, una vez más, la vida misma. El sol, en su diario devenir, moría todas las tardes para entrar al mundo de los muertos y volver a ser parido cada mañana. El hombre no era ajeno a esto. Su muerte significaba la continuidad de la vida y al morir tenía que ser devorado por Tlaltecuhtli, Señor de la Tierra, para después ser parido y continuar su camino al lugar que se le destinaba conforme al género de muerte. Bien sabemos que a los guerreros muertos en combate o sacrificio se les destinaba a acompañar al sol desde el amanecer hasta el mediodía, en tanto que las mujeres muertas en el trance de dar a luz (que se consideraba como un combate), acompañarían al sol por el rumbo femenino del universo, desde el mediodía hasta el atardecer. Destino diferente era el de quien moría asociado al agua: iría al Tlalocan, lugar de eterno verdor en donde moraba el dios del agua, Tláloc. Quienes morían de cualquier otra manera, tendrían que ir al Mictlan, lugar de los señores de la muerte, para lo cual habrían de pasar por nueve acechanzas para, finalmente. llegar al noveno nivel o Mictlan. Esto no era otra cosa que el retorno al vientre materno: al igual que para nacer habían pasado nueve lunaciones, ahora tenía que hacerse el viaje a la inversa. Queda claro: "Dime cómo mueres y te diré quién eres.”


          Veamos ahora el tema de la otredad. Resulta impresionante que algunos temas que Paz trata acerca del mundo antiguo, estudios posteriores hacen ver que tenía razón. Lo mismo va a ocurrir con su concepción sobre la presencia de dos Méxicos. Nos dice el autor de Posdata: “A lo largo de estas páginas ha aparecido una y otra vez el tema de los dos Méxicos, el desarrollado y el subdesarrollado. Es el tema central de nuestra historia moderna.” Y creo que tiene razón. Veamos cómo lo expresa en el capítulo que, paradójicamente, lleva por título “Crítica de la pirámide”:


La porción desarrollada de México impone su modelo a la otra mitad, sin advertir que ese modelo no corresponde a nuestra verdadera realidad histórica, psíquica y cultural sino que es una mera copia (y copia degradada) del arquetipo norteamericano.


Y continúa diciendo:


Para referirse al México subdesarrollado, algunos antropólogos usan una expresión reveladora: cultura de la pobreza. La designación no es inexacta sino insuficiente: el otro México es pobre y miserable: además es efectivamente otro.


          Agrega más adelante: “El otro México, el sumergido y reprimido, reaparece en el México moderno: cuando hablamos a solas, hablamos con él, cuando hablamos con él, hablamos con nosotros mismos.”


          Todo esto me recuerda el ensayo El México profundo del antropólogo Guillermo Bonfil, escrito muchos años después de lo que planteara Paz. Sólo que a diferencia de aquél, tan lleno de utopías, el ensayo de Paz está pleno de realidades. En tanto que Bonfil parte de una imagen equívoca del mundo prehispánico, el segundo percibe este mundo con sus propias contradicciones. Mientras que en el primero se plantea el reconocimiento de que somos un país pluricultural para que se presente, pleno, el México profundo, en el segundo no es posible separar uno del otro. En palabras de Octavio Paz: “Apenas si debo repetir que el otro México no está afuera, sino en nosotros: no podríamos extirparlo sin mutilarnos.” Aquí está la gran diferencia…


          Octavio Paz termina su “Crítica de la pirámide” hablando sobre el Museo de Antropología. Receptáculo de culturas, el museo muestra paso a paso el predominio del Altiplano, del centro, sobre otras culturas. Paz captó esto de manera clara y afirma: “… desde el punto de vista de la ciencia y la historia, la imagen que nos ofrece el museo de Antropología de nuestro pasado precolombino es falsa”. Estoy de acuerdo. Como también lo estoy desde el momento en que advierte que exaltar y glorificar a México-Tenochtitlán en detrimento de otras culturas mesoamericanas, convierte al museo en un templo. Y yo agregaría que ese predominio centralista allí expresado, que lleva a colocar en la parte central a la sala mexica con su doble altura y su planta basilical, a diferencia de las otras salas del museo, resulta en un templo en donde el altar lo preside la gran piedra de sacrificios: la Piedra del Sol o calendario azteca.


          Para terminar acudo a las palabras finales de Paz:


La crítica es el aprendizaje de la imaginación en su segunda vuelta, la imaginación curada de fantasía y decidida a afrontar la realidad del mundo. La crítica nos dice que debemos aprender a disolver los ídolos: aprender a disolverlos dentro de nosotros mismos. Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad.

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