Conversaciones y novedades

Una lectura filosófica de El laberinto de la soledad

Juliana González V.

Año

2000

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

Juliana González V.

Texto leído en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el 24 de agosto de 2000. La presentación estuvo a cargo de Josu Lauda.


¿Filosofía en Octavio Paz? No la habría, en principio, por la misma razón por la que, según él, no hay filosofía en Sor Juana: porque carece “del poder que abstrae”. Paz está lejos, es cierto, de discurrir en la mera abstracción y romper el lazo con las realidades concretas y singulares; está lejos igualmente de la sistematización del filósofo, de los requerimientos metodológicos, epistemológicos y lógicos de un filosofar académico. Su pensamiento, además, no queda circunscrito al contexto teórico de la filosofía; sus parámetros culturales son más amplios y diversos: son literarios, históricos, psicológicos, sociológicos, políticos, artísticos en general. Y más distante aún se encuentra de una concepción racionalista de la filosofía, y de algunas filosofías contemporáneas que desembocan en la desesperanza y el sinsentido.

Y no obstante, hay una significativa presencia de la filosofía en la obra de Octavio Paz. Desde luego, esto se explica por las indudables influencias que la obra recibe de diversas filosofías, unas expresamente reconocidas, otras implícitas pero igualmente determinantes. Y no sólo: hay también en Paz una manera original de dialogar con sus fuentes y un filosofar propio nacido de preocupaciones genuinamente filosóficas, así como una clara capacidad de abstracción que le permite pensar los hechos en su universalidad y en su “esencialidad”, aun cuando no pierda el contacto con lo singular, ni prescinda de la imagen poética y de las múltiples libertades del lenguaje ensayístico. Y si además se recobra la memoria de los significados de sophía (sabiduría o sapiencia), así como de pltilia (amor y búsqueda del saber), que definen originariamente a la filosofía, no puede dejar de reconocerse en Octavio Paz al genuino filósofo, quien existe en permanente “estado interrogante” —como él lo expresa— ni puede dejar de verse el carácter filosófico de su obra.

Se trata, desde luego, de la filosofía en algunas de sus vertientes: de la filosofía moral y política, de la filosofía de la historia y de la cultura; y no de la lógica, la epistemología o la metafísica. Y en ese ámbito, Paz aporta todo un caudal de intuiciones e ideas filosóficas de enorme lucidez, profundidad y sapiencia.

Por lo que respecta a las posibles influencias filosóficas de El laberinto de la soledad, destaca, ciertamente, la del existencialismo francés, el de Sartre en especial, pero también la de Heidegger así como las de los vitalismos de Bergson, de Ortega y Gasset y, destacadamente, las ideas de los llamados pensadores de “la sospecha”: Marx, Nietzsche y Freud. Aunque tratándose de éstos, Paz precisará después: “Estoy más cerca de Nietzsche y de Freud que de Marx y Rousseau” (“Vuelta a El laberinto de la soledad” 259)[1].

Estas corrientes de pensamiento convergen además con otra, no menos determinante en el pensamiento de Paz, que es la dialéctica, tanto en su versión hegeliana como en la originaria de Heráclito. Las relaciones que guardan entre sí —particularmente el existencialismo y la dialéctica—, se tornan muchas veces decisivas para la interpretación filosófica que ofrece Paz de la soledad.

Desde luego. El laberinto de la soledad es forma eminente del ensayo, creación magistral en este género. Cercana a lo que es, dentro de la tradición francesa, el “ensayo moral”:

Libro polémico y, aún hoy, combatido —como lo describe uno de sus comentaristas—, constituye un complejo cruce entre el ensayo moral y la filosofía de la historia, la antropología de la cultura, la psicohistoria y la autobiografía.[2]

Cabe decir asimismo que El laberinto… responde a lo que sería un genuino pensar humanístico que discurre más allá de disciplinas escindidas y de visiones “especializadas” e impide, por tanto, cualquier intento de clasificación o encasillamiento. De ahí algunas de sus dificultades, pero también su propia riqueza y su arete o excelencia. Paz se distingue, en todo caso, por su espíritu de búsqueda, por su imperativo inquebrantable de pensar con libertad, reconociendo con Nietzsche que “el valor de un espíritu […] se mide por su capacidad para soportar la verdad” (El laberinto… 239)[3].

En muchos sentidos, en efecto. El laberinto de la soledad está próximo a ese pensamiento crítico capaz de “sospecha”, o sea, de poner en tela de juicio las creaciones, o más bien las ilusiones de la conciencia, de la moral, de la cultura entera; de ver en ellas máscaras y disfraces que ocultan una verdad más originaria —y no propiamente excelsa ni sublime— de reconocer que en las expresiones humanas y en la historia subyace una realidad que se necesita desenmascarar y descifrar. No en vano Paz reconoce la importancia de una obra como La genealogía de la moral de Nietzsche y, sobre todo, del psicoanálisis freudiano, el cual tendrá un papel verdaderamente determinante en El laberinto…

La “psicología de las profundidades” —como la llamó el propio Freud— tiene ciertamente una importancia decisiva en esta obra de Octavio Paz. Éste toma de la concepción freudiana la idea básica de la existencia de un psiquismo inconsciente —tan inconsciente como fundamental—, en el cual permanecen “enterradas”, pero no por completo destruidas, las distintas edades psíquicas, sobre todo las más arcaicas. El psicoanálisis intenta que salga a la luz ese fondo y traer a la memoria las experiencias psíquicas originarias y reprimidas; y Paz se propone eso mismo, con un sujeto (no individual sino colectivo) que es el mexicano y su historia.[4] Éstos son vistos, así, en términos de “contenidos manifiestos” y “contenidos latentes”, de “censura” y “represión”; sobre la base, en suma, del reconocimiento de una dualidad interior, o de la otredad que el ser humano tiene respecto de sí mismo.

Al igual que el individuo neurótico, el mexicano va a revelar en los análisis de Octavio Paz su propia psicopatología; sus conflictos no resueltos, sus desgarradas contradicciones, sus prisiones interiores y deseos reprimidos.

“Nada pasa, nada termina, nada se olvida en el inconsciente”, dice Freud. Y el poeta por su parte afirma: “Las épocas viejas nunca desaparecen completamente y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía.” Hay para Paz una “realidad escondida y que hace daño”, la cual coincide concretamente con “la persistencia del fondo precortesiano” (El laberinto… 115)[5]. Y en la entrevista con Claude Fell sobre El laberinto… precisa:

Una de las ideas ejes del libro es que hay un México enterrado pero vivo. Mejor dicho, hay en los mexicanos, hombres y mujeres, un universo de imágenes, deseos e impulsos sepultados […] Intenté una descripción del mundo de represiones, inhibiciones, recuerdos, apetitos y sueños que ha sido y es México [325]. [Las cursivas son mías.]

El psicoanálisis conlleva consecuentemente una idea de la temporalidad como “superposición” de las edades, que se correlaciona de manera notable con la historia de México destacada por Paz.

En México —dice el poeta— predominan los cortes históricos, las escisiones, los hiatos y la discontinuidad, a la vez que coexisten en el fondo las distintas edades. Y tales separaciones tienen su correspondencia en la geografía de México, como lo destaca en un memorable pasaje de su obra sobre Sor Juana:

La verdad es que la historia de México es una historia a imagen y semejanza de su geografía: abrupta, anfractuosa. Cada periodo histórico es como una meseta encerrada entre altas montañas y separada de las otras por precipicios y despeñaderos.[6]

Esta asociación entre lo temporal y lo espacial ya se daba en Freud cuando éste, precisamente tratando de explicar la coexistencia de las distintas edades psíquicas, acudía a la imagen de las distintas construcciones de Roma en su historia (desde la primitiva Roma quadrata, hasta la actual, pasando por la Roma imperial). En el espacio —decía— las sucesivas etapas se van desplazando: la nueva, destruye o se monta sobre las ruinas de la anterior; al contrario de lo que ocurre con la vida psíquica, pues “sólo en el terreno psíquico —afirma Freud en El malestar en la cultura— es posible esta persistencia de los estados previos junto a la forma definitiva”.

Pero Paz posee una imagen excepcional para aludir a la superposición espacio-temporal: la de la pirámide prehispánica. En ésta coexisten diversas etapas; cada una se construye en el lugar sagrado de la anterior y la conserva en su propio interior, sin destruirla.

Así ocurre con la historia v con la psique histórica del mexicano. Perviven en ellas sus tres grandes etapas: la indígena precortesiana. la colonial y el México moderno, a pesar de que cada una de ellas pretende construirse negando la anterior. En el fondo todas sobreviven, más allá de las “censuras” que cada etapa ejerce sobre su pasado.[7]

Pero a diferencia del psicoanálisis freudiano, lo que Paz encuentra en el fondo del psiquismo del mexicano y como clave de sus conflictos, no es propiamente la pulsión sexual, ni siquiera las pulsiones de vida y de muerte (aunque una y otras no están del todo ausentes en sus descripciones caracterológicas), sino justamente “el laberinto de la soledad” más cerca Paz, en este sentido, de otros psicoanalistas posfreudianos y sobre todo próximo a Jean-Paul Sartre.

Frente a lo que había afirmado Samuel Hamos en su búsqueda del ser del mexicano, o sea de aquello que define la “mexicanidad”, Paz —como se sabe— encuentra que no es “el complejo de inferioridad” —como quería Ramos— lo que nos define sino algo más radical y determinante: la soledad:

[…] más vasta y profunda que el sentimiento de inferioridad, yace la soledad. Es imposible identificar ambas actitudes: sentirse solo no es sentirse inferior, sino distinto. El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusión —como a veces lo es el de inferioridad— sino la expresión de un hecho real: somos de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos [El laberinto… 22].

Pero además, la soledad es universal, no es rasgo exclusivo del mexicano. Lo específico es la manera concreta y particular de vivirla, e incluso las formas en que se busca trascenderla. Lo distintivo es si acaso el acento, el estilo, la intensidad, la cualidad específica con que cada pueblo vive y expresa su soledad. “En todos lados el hombre está solo. Pero la soledad del mexicano, bajo la gran noche de piedra de la Altiplanicie, poblada todavía de dioses insaciables, es diversa” [22].

La soledad del mexicano queda particularmente intensificada por una conciencia tan honda como imborrable, la de la Conquista:

Y el drama de esta conciencia que ve derrumbarse todo en tomo suyo y en primer término sus dioses, creadores de la grandeza de su pueblo, parece presidir nuestra historia entera. Cuauhtémoc y su pueblo mueren solos, abandonados de amigos, aliados, vasallos y dioses. En la orfandad [105].

Es cierto que Octavio Paz reconoce que el libro de Ramos sobre El perfil del hombre…

[…] continúa siendo el único punto de partida que tenemos para conocernos. No sólo la mayor parte de sus observaciones son todavía válidas, sino que la idea central que lo inspira sigue siendo verdadera: el mexicano es un ser que cuando se expresa se oculta; sus palabras y gestos son casi siempre máscaras [173].

Pero para Paz los análisis de Ramos están demasiado cerca de los modelos psicológicos de Adler y aunque su explicación no es falsa —dice— es limitada. Sin lugar a dudas la interpretación de Octavio Paz apunta en otra dirección muy distinta a la de Ramos —y se entiende así que la discrepancia. que no es menor, haya dado lugar a insuperables controversias.

Lo que en principio el autor de El laberinto de la soledad defenderá es que no hay propiamente ser sino historia; que el hombre es su historia y no cabe, por tanto, hablar de una “esencia” inmutable (afirmación que sin duda tiene claros antecedentes historicistas y existencialistas).

“El hombre, me parece, no está en la historia: es historia” [28]. Consecuentemente, la historia, y en concreto la historia de México, no es para Paz un mero acontecer externo, impersonal. Ella tiene un sujeto, y éste no es otro que los hombres concretos en su proceso de ser. Es por esta razón que para él, la historia tiene un significado “moral”, cualitativo, fundamentalmente humano.

Y es en la historia de México donde cabe “leer” precisamente el drama de la soledad y su laberinto, así como de sus luchas por trascenderse a sí misma. Paz se propone desentrañar al mexicano en dicha historia, aunque también en algunas expresiones reveladoras de su carácter  —a las que presta particular atención en la primera parte de El laberinto...[8]

El mexicano, a juicio de Octavio Paz, vive, en efecto, encerrado, prisionero en el laberinto de su soledad. Existe replegado en sí mismo y enmascarado, esencialmente incomunicado. Su soledad coincide con su orfandad y con su ocultamiento. Así, afirma en varios pasajes de la obra:

El mexicano no quiere o no se atreve a ser el mismo [80].
El mexicano y la mexicanidad se definen como ruptura y negación. Y, asimismo, como búsqueda, como voluntad por trascender ese estado de exilio. En suma, como viva conciencia de la soledad, histórica y personal [97].
La mexicanidad, así, es una manera de no ser nosotros mismos, una reiterada manera de ser y vivir otra cosa. En suma, a veces una máscara y otras, una súbita determinación por buscarnos, un repentino abrirnos de pecho para encontrar nuestra voz más secreta [183].

En los célebres y controvertidos análisis de Paz (sobre “el pachuco”, las máscaras, la Fiesta de Muertos, los “hijos de la Malinche”, la “revuelta”, la “inteligencia” mexicana, etc.), la soledad revela significativas contradicciones: es afán de distinción o diferencia y, al mismo tiempo, deseo de no ser diferentes y asimilarse a otros; es búsqueda de la propia identidad y huida de sí mismo. Es “ninguneo” del otro y autoinvalidación. El mexicano se encierra en sí mismo y a la vez reniega de sí. La soledad le duele sin que logre trascenderla. Vive, de hecho, en los vericuetos cerrados y en los desiertos de su propio laberinto. Su ser es conflicto, escisión interior.

Pero Paz presta particular atención a dos hechos privilegiados en que México se expresa y que tienen correspondencias y algunas analogías entre sí: uno de carácter social y el otro histórico. El primero es la Fiesta, y el segundo la Revolución mexicana, pasajes verdaderamente clásicos de El laberinto de la soledad.

En la Fiesta (particularmente en los días de “Todos Santos" y de “Muertos”) el mexicano hace estallar su soledad. La Fiesta es participación comunitaria, dispendio; libre expresión de las emociones. “Fiesta, cruzada por relámpagos y delirios, es como el revés brillante de nuestro silencio v apatía, de nuestra reserva y hosquedad” [54].

Es tiempo de excepción. En él, el mexicano logra, por unas horas, entrar en el Tiempo mítico, el del Origen: “El tiempo deja de ser sucesión y vuelve a ser lo que fue, y es, originariamente: un presente en donde el pasado y futuro al fin se reconcilian” [52].

Y en la Fiesta, el mexicano logra la apertura y la unión con la comunidad; sale de sí, vence aunque sea transitoria e ilusoriamente su soledad. Supera hipocresías y su ser reprimido logra expresarse en la borrachera y la fusión con los otros. Pero la Fiesta se acaba y revela su fondo ilusorio:

Todo termina en alarido y desgarradura: el canto, el amor, la amistad. La violencia de nuestros festejos muestra hasta qué punto nuestro hermetismo nos cierra las vías de comunicación con el inundo. Conocemos el delirio, la canción, el aullido y el monólogo, pero no el diálogo.[58][9]

Y Paz encuentra señaladas analogías entre los significados liberadores de la Fiesta y los de la Revolución mexicana. Todas las revoluciones expresan de un modo u otro, según él, un intento por volver a tiempos originarios, a una edad mítica, verdadera “edad de oro”, estado primigenio de unión y concordia. Y así ocurre en la Revolución mexicana, especialmente por todo cuanto Zapata representa a los ojos de Octavio Paz. La Revolución implica una vuelta al mundo indígena precortesiano y un intento de recuperar la liga originaria con la tierra, por “restablecer una justicia V un orden antiguo”. El calpulli, como propiedad comunal no representa para Paz únicamente un valor social y económico, meramente “agrario” —valga decir— sino una literal reunión con el pasado indígena y una reivindicación de la vida primigenia y auténtica. La Revolución, como la Fiesta, es expresión de autenticidad, de reconciliación con el ser propio y, consecuentemente, de trascendencia de la soledad.

La Revolución mexicana es un hecho que irrumpe en nuestra historia como una verdadera revelación de nuestro ser […]. Por la Revolución el pueblo mexicano se adentra en sí mismo, en su pasado y en su sustancia, para extraer de su intimidad, de su entraña, su filiación [161].
La Revolución es una súbita inmersión de México en su propio ser […]. Es un estallido de la realidad: una vuelta y una comunión. un trasegar viejas sustancias dormidas, un salir al aire muchas ferocidades, muchas ternuras y muchas finuras ocultas por el miedo a ser. ¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser [162].

En ambas, en la Fiesta y en la Revolución, el mexicano, en efecto, hace estallar su soledad. La Fiesta es fugaz y termina revelando un fondo ilusorio, y la Revolución, sus propias contradicciones:

Como las fiestas populares, la Revolución es un exceso y un gasto, un llegar a los extremos, un estallido de alegría y desamparo, un grito de orfandad y de júbilo, de suicidio y de vida, todo mezclado [162].

La Revolución en suma es promesa: “forma parte de un proceso general “que aún no termina”.

El mexicano —escribe Paz en otro pasaje— se esconde bajo muchas máscaras que luego arroja un día de fiesta o de duelo, del mismo modo que la nación ha desgarrado todas las formas que la asfixiaban. Pero no hemos encontrado aún ésa que reconcilie nuestra libertad con el orden, la palabra con el acto y ambos con una evidencia que ya no será sobrenatural, sino humana: la de nuestros semejantes. En esa búsqueda hemos retrocedido una y otra vez, para luego avanzar con más decisión hacia adelante [209].

Soledad es separación, exilio, expulsión del “paraíso”. Es un hecho que concierne al género humano pero que se reproduce en cada acto concreto y singular de nacer. El nacimiento es como una “caída” en el mundo, dice Paz (no sin ecos heideggerianos). Y tal caída expresa para cada ser humano singular el hecho de desprenderse de la madre y, para la especie humana, separarse de la Naturaleza y perder así la “inocencia” original del reino prehumano; separarse de la “sustancia primigenia” (Santí). De ahí la universalidad y radicalidad de la soledad. Ésta tiene un alcance filosófico, justamente por su carácter universal y fundamental. No es un simple hecho psicológico ni social.

“La soledad es el fondo último de la condición humana” [211]. Paz encuentra, en este punto, el enlace profundo, íntimo y latente que existe entre la culpa original, el caos y el sacrificio humano. Los mitos del origen del hombre coinciden en esencia, según él, en que el nacimiento del hombre como hombre quebranta el orden universal, el cosmos compacto y cerrado; su aparición produce una especie de grieta, de hendidura en el seno del ser y del cosmos, a través de la cual tiende a irrumpir “la gran boca vacía del caos”. [10] El propio cosmos habría surgido tras la victoria heroica de los dioses sobre lo informe.

Y desde este encadenamiento interno, Paz propone una original interpretación del sacrificio humano en el mundo prehispánico, particularmente entre los aztecas. El sacrificio expresa el ritual de sangre y muerte por el cual los hombres buscarían reparar o compensar su “falta”, o sea su separación, y detener con ello la posibilidad de que el caos retorne. O quizás buscan también conjurar el deseo mismo de una vuelta tanática al desorden original; pues como lo expresa Hölderlin, y lo recuerda Paz: “[…] un deseo de volver a lo informe brota incesante. Hay mucho que defender. Hay que ser fieles”.[11]

El significado de la soledad se remonta así hasta el origen mismo; ella es el nombre de ese desprendimiento del estado primigenio de fusión con la Tierra. La soledad coincide con la orfandad original (bíblicamente, con la expulsión del Paraíso). “Pecado —dice Paz— es la noción mítica de la soledad.”

Para los prehispánicos, el sacrificio sería la vía de “redención”. Para nosotros, sería la de “ser fieles” “porque hay mucho que defender” —como dice Hölderlin y repite Paz; y sería, asimismo, para éste, asegurar “la vigencia de un orden en que coincidan la conciencia y la inocencia, el hombre y la naturaleza” [30].

Es revelador, por otra parte, que Octavio Paz tenga como epígrafe de El laberinto de la soledad un pasaje de Antonio Machado en el que se habla de “la esencial heterogeneidad del ser” y de “la incurable otredad que padece lo uno”. La heterogeneidad del ser —diríamos— fundamenta la soledad; ésta es, en efecto, otredad, diferencia; es saberse otro; ser, de hecho, otro, distinto y separado, no sólo respecto a los otros, sino respecto de sí mismo. Y esa otredad intrínseca es decisiva para la comprensión de las contradicciones de la soledad, puestas de relieve por Octavio Paz. El otro, en efecto, habita en el fondo de cada ser humano. “La otredad es nosotros mismos” —dirá en Postdata.

Cada uno es primeramente otro de sí mismo como ya lo develaba el psicoanálisis. En esta medida, estamos separados o escindidos en nuestro interior, solos de nosotros mismos. Nos ocultamos nuestro propio ser, le huimos, al mismo tiempo que existimos en búsqueda de él. La conciencia de nosotros mismos coincide en este sentido con la “conciencia desgarrada” o “conciencia infeliz” de que hablaba Hegel. La alienación fundamental es interna, asevera Paz; la llevan los seres humanos en sí mismos.

Y la soledad revela, de este modo, su esencia contradictoria y ambigua. Ella equivale, por un lado, a encontrarse perdido en el laberinto sin ser en verdad “sí mismo”; es, en este sentido, inautenticidad, autonegación, enemistad del hombre consigo mismo y mala fe —como lo describe Paz—, Pero lo decisivo es que también en la soledad radica la autenticidad, esto es, la sinceridad y la aceptación verdadera del propio ser, de la identidad y la diferencia. En la autenticidad, la soledad se reconoce a sí misma y el ser humano asume su condición separada, su nacer y su morir, superando la propia otredad o enajenación interna.Y en tanto que autenticidad, la soledad se torna, ella misma, apertura a la otredad del mundo y de los otros; se convierte en soledad abierta, desde la cual se logra la trascendencia y la comunicación, o más precisamente la comunión (como la llama Octavio Paz). “Nos buscábamos a nosotros mismos y encontramos a los otros."[12]

Una sería, entonces, la soledad cerrada que da vueltas en su propio laberinto, y otra, la soledad abierta cifrada en la posibilidad de ser sí mismo y, a la vez, en comunión con los otros y con el mundo. Estamos condenados a la soledad. Pero, más allá de las aporías existencialistas de la incomunicación, estamos condenados, a la vez, a trascender la soledad.

[…] en conciencia: estamos condenados a vivir solos, pero también lo estamos a traspasar nuestra soledad y rehacer los lazos que en un pasado paradisíaco nos unían a la vida. Todos nuestros esfuerzos tienden a abolir la soledad [211-212].

En su historia moderna, la soledad del mexicano adquiere una significación especial en tanto que entronca con la soledad del hombre del siglo XX, con el desierto creciente de la vida moderna y sus propios laberintos; o sea, con la desolación espiritual que ofrecen tanto el mundo capitalista como las dictaduras del socialismo real —aún vivas cuando se escribe El laberinto

Pero paradójicamente, esta desolación universal, pone al mexicano —según ve Paz— ante una soledad, ahora desnuda, que le abre la posibilidad de ya no seguir buscando por fuera esquemas, ideas y valores externos, máscaras y subterfugios de los que se sirve para evadirse de sí mismo y protegerse del otro.[13] Al fin estamos solos ante la posibilidad de no buscar ya evasiones ni simulaciones. La propia soledad del mundo moderno, su esterilidad, su vacío, deja al mexicano a la intemperie en esa situación de desamparo, favorable ella misma al vuelco sobre sí y a la apertura; ella propicia la autenticidad y simultáneamente la trascendencia; hace posible, en suma, que se conciben la singularidad del ser separado y su pertenencia a un inundo común y a un destino humano universal.

En un sentido estricto, el mundo moderno no tiene ya ideas. Por tal razón el mexicano se sitúa ante su realidad como todos los hombres modernos: a solas. En esta desnudez encontrará su verdadera universalidad […] La mexicanidad será una máscara que al caer, dejará ver al fin al hombre [185].

 Y en uno de sus pasajes más memorables, el poeta dice:

Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios. Somos por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres [210].

Es decisiva la profunda conciencia dialéctica de Octavio Paz. Él posee, sin duda, esa honda sapiencia de los contrarios, que es tan propia de la poesía y del mito. Pero tienen además en su obra una importante presencia las filosofías de Heráclito y de Hegel. Recordemos que, del efesio y su “acople de tensiones”. Paz toma el título de esa obra suya fundamental que es El arco y la lira. Y hay muchos indicios de que la dialéctica de Hegel no fue indiferente al autor de El laberinto de la soledad. [14]

La sensibilidad dialéctica de Paz, se expresa, en efecto, tanto en su constante percepción de los contrarios y las contradicciones, como en su capacidad de poner de relieve los conflictos, los antagonismos y desgarramientos, así como de reconocer, más allá de éstos, la intrínseca implicación o compatibilidad de los opuestos, y, consecuentemente, sus posibilidades de conciliación o armonía.

En el mundo moderno —afirma Paz— se quieren abolir las contradicciones y las excepciones: “Se cierran así las vías de acceso a la experiencia más honda i/ue la vida ofrece al hombre y que consiste en penetrar la realidad como una totalidad en la que los contrarios pactan” [219], [Las cursivas son mías.]

El ritmo interno de El laberinto… está dado por sus conciliaciones dialécticas. Las principales son, en efecto, la que se produce entre la singularidad y la universalidad y, por eminencia, la que constituye el eje mismo de la obra: la dialéctica de la soledad y la comunión.

Por lo que se refiere a la implicación de lo singular y lo universal, ya se ha dicho que Paz afirma —y lo reitera, una y otra vez— que la soledad es reveladora del ser del mexicano, pero al mismo tiempo es experiencia universal, inherente a la  condición humana.[15]

El destino de cada hombre no es diverso al del Hombre. Por lo tanto, toda tentativa por resolver nuestros conflictos desde la realidad mexicana deberá poseer validez universal o estará condenada de antemano a la esterilidad [El laberinto… 187].

De ahí que sean falsos los caminos que se empeñan en la búsqueda de una “mexicanidad” irreductible, e incluso de una “filosofía mexicana”, como si se tratara de algo cerrado en su “peculiaridad”. Falsos, en concreto los caminos del nacionalismo, el cual es incluso valorado por Paz como “enfermedad”. Pero falsa también, a la inversa, la afirmación de un supuesto “cosmopolitismo” o de una pretendida universalidad que es emulación de lo externo, fuga de la autenticidad.

No puede existir auténtica universalidad sin tener los pies sobre la tierra que nos crió.[16] […] Debemos pensar por nuestra cuenta para enfrentamos a un futuro que es el mismo para todos [“Prólogo” 31].

Dialécticamente concebida, la universalidad incluye, la diversidad y la pluralidad. De ahí que, en concreto, Paz pueda afirmar también que universalidad y “democracia” “son inseparables”. Y “democracia” —vista, precisamente desde el nivel de las motivaciones más básicas y poderosas de la historia universal— no se refiere sólo a una forma de régimen político —una entre otras—, sino que tiene, ante todo, un significado “moral” —en el sentido que “lo moral” adquiere en Paz—. Tiene, de hecho un alcance filosófico, en tanto que la democracia concuerda con lo constitutivo de lo humano (su libertad esencial), y coincide asimismo con esa “heterogeneidad de lo uno” que menciona Paz (la cual es aquello que justamente se quiere invalidar dentro de las dictaduras y totalitarismos —cualquiera que sea su signo).[17] 

En otro contexto, escribe Octavio Paz:

[…] la idea que me inspira —el ritmo doble de la soledad y la comunión, el sentirse solo, escindido, y el desear reunirse con los otros y con nosotros mismos— es aplicable a todos los hombres y a todas las sociedades [“Prólogo” 25].

La salvación se centra, ciertamente, en la posibilidad de conciliar soledad y comunión. Y Paz habla, en efecto, de comunión, la cual remite a la vivencia fundamental de saberse unido, de vencer las oposiciones y tener acceso así a lo que él ha descrito como “la experiencia más honda que la vida ofrece al hombre”: penetrar en la conciliación de los contrarios. En la comunión —según el poeta— todo queda cualitativa y sustancialmente transfigurado. Es vivencia que se halla en el orden de la sacralidad —sin que ello implique ningún pronunciamiento religioso, ni ir más allá de la existencia histórica y mundana—. Es trascendencia en el ámbito mismo de la vida y de esta realidad mortal. Es la experiencia, en suma, de esa otra realidad que se revela, dentro de la realidad misma, al ojo del poeta, del creador, del amante, del genuino buscador. “[…] el hombre accede a un mundo en donde los contrarios se funden” (El laberinto… 229).[18]

Y las vías de la comunión, son ciertamente, la poesía, el amor, el mito:

El amor —escribe Paz en El laberinto…— es uno de los más claros ejemplos de ese doble instinto que nos lleva a cavar y ahondar en nosotros mismos y, simultáneamente, a salir de nosotros y realizarnos en otro: muerte y creación, soledad y comunión [219].

El principal mal que conlleva el racionalismo —dice también— es privarnos del Mito y, con él, de la comunión con la vida y la existencia.

Por obra del Mito y de la Fiesta —secular o religiosa— el hombre rompe su soledad y vuelve a ser uno con la creación. Y así el Mito —disfrazado, oculto, escondido— reaparece en casi todos los actos de nuestra vida e interviene decisivamente en nuestra historia: nos abre las puertas de la comunión [229-230].

Y la comunión es en definitiva otra manera de vivir el Tiempo, tema al que se presta singular atención en El laberinto de la soledad.

En notable cercanía con la filosofía de Bergson, Octavio Paz distingue entre el tiempo cronométrico, cuantitativo, el de los relojes, y el que es para él el tiempo mítico y que corresponde en gran medida al tiempo vivido, cualitativo (de la durée bergsoniana), el cual, en función del contenido real de la experiencia vital puede ser tiempo breve o interminable, feliz o desdichado, así como puede, disolverse a sí mismo en la vivencia de eternidad.

El tiempo mítico […] no es una sucesión homogénea de cantidades iguales, sino que se halla impregnado de todas las particularidades de nuestra vida: es largo como una eternidad o breve como un soplo, nefasto o propicio, fecundo o estéril. Esta noción admite la existencia de una pluralidad de tiempos. Tiempo y vida se funden y forman un solo bloque, una unidad imposible de escindir [228].[19]

Pero más allá de Bergson, Paz reconoce el carácter, también cualitativo y vital, del espacio mismo. Hace suya, de hecho, la idea de la unidad espacio-tiempo, que significativamente era esencial en el mundo prehispánico. Ya en la Fiesta también se hacía patente que tiempo y espacio quedaban ambos unidos y sacralizados.

La experiencia primordial que tiene presente Octavio Paz es, ciertamente, la del tiempo como eternidad. O sea, la vivencia del tiempo mítico como percepción de la unidad de la temporalidad, que trasciende la apariencia de un tiempo escindido en pasado, presente y futuro, reconociendo la verdad subyacente de la unidad psíquica de los tiempos. El tiempo mítico se revela así como pervivencia, como presencia eterna y no como caducidad: es el tiempo que se une y conciba consigo mismo y con la vida en su plenitud. Tiempo sagrado, es cierto, de Fiesta y comunión.

Hubo un tiempo en el que el tiempo no era sucesión y tránsito, sino manar continuo de un presente fijo en el que estaban contenidos todos los tiempos, el pasado y el futuro. El hombre desprendido de esa eternidad en la que todos los tiempos son uno, ha caído en el tiempo cronométrico y se ha convertido en prisionero del reloj, del calendario y de la sucesión [227].

“Tiempo eterno”, “comunión”, “trascendencia”, sacralidad del “espacio-tiempo”, “Mito”, todo ello cobra pleno sentido, en fin, en el símbolo del “laberinto”, con toda su riqueza y complejidad.

Paz atiende a tres de sus principales “momentos” o componentes cuando señala que

[El laberinto es] uno de los símbolos míticos más fecundos y significativos: la existencia, en el centro del recinto sagrado, de un talismán o de un objeto cualquiera capaz de devolver la salud o la libertad al pueblo […] la presencia de un héroe o un santo quien tras la penitencia y los ritos de expiación […] penetra en el laberinto […]; el regreso, ya para fundar la Ciudad, ya para redimirla [226].

Pero cabe añadir que hay en el mito del laberinto —en especial en su versión cretense— otros significados (también dialécticos), que implícitamente corresponden a la dialéctica de la soledad destacada por Octavio Paz.

Ha de recordarse que el labrintos torna su nombre de la labris, el “hacha doble” o inás bien “el hacha una y doble” al mismo tiempo. El laberinto conlleva una significativa dualidad de sentidos: es prisión y, simultáneamente, contiene en su “centro” la liberación. Es prisión y es prueba para el recorrido del iniciado. Representa, él mismo, los impedimentos y obstáculos para el trayecto, sus movimientos erráticos, sus caminos cerrados, aporéticos. Paz habla de “selvas y desiertos”, “vericuetos y subterráneos” del laberinto de la soledad.

En la soledad cerrada, el solitario está perdido en su laberinto, sin llegar al centro ni encontrar salida. Simbólicamente, sólo el héroe mítico (Teseo) llegará a él, si vence las pruebas “laberínticas”, si destruye al monstruo interior (el Minotauro) y si dispone del hilo de Ariadna, símbolo —diríamos— del trayecto, el riesgo y la memoria, de la fidelidad-amor que une consigo mismo y con la otredad, con el interior y el exterior. Se hace expresa, así, la sapiencia del mito: quien accede — iniciáticamente— al centro del laberinto, ha de tener a la vez el secreto de la salida.

Y el centro del laberinto es expresamente sagrado para Paz, justamente porque en él se contiene la conciliación suprema de los contrarios, su más íntima unión. El centro mismo —cabe decir— es a la vez “dentro-fuera”; contiene también simbólicamente la síntesis soledad-comunión. En el más íntimo recinto, eterno y sagrado del laberinto los contrarios muestran su unidad primigenia, su esencial concordia. Y ahí se alcanza la autenticidad; es en esencia el centro de nosotros mismos —dice Paz—, de donde habríamos sido expulsados. La penetración en el centro del laberinto coincide, por tanto, con la vivencia del espacio-tiempo sagrado, del tiempo mítico: coincide en suma, con esa experiencia fundamental que tiene presente Paz cuando dice: “…y finalmente la gracia, esto es, la comunión” (227).

Se entiende así que ingresar al centro del laberinto sea trascender al fin la soledad. O como lo expresa el poeta: “… la plenitud, la reunión, que es reposo y dicha, concordancia con el mundo, nos esperan al final del laberinto de la soledad” (212).

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Sin duda la visión de Octavio Paz es una visión esperanzada. Lo era hace cincuenta años cuando pensaba que los tiempos eran propicios para que el mexicano trascendiera el laberinto de su soledad; lo era hace veinticinco años cuando revalida expresamente “la concepción central” de su obra, o hace siete en que revisa el texto para su edición en las Obras completas, y lo es ahora en que lo releemos nosotros medio siglo después. Éste es uno de los principales signos de la fuerza y de la vigencia del nuevo mito creado por Paz, “mito ordenador” —como lo define Alejandro Rossi.

El laberinto de la soledad está impulsado. de principio a fin, por la búsqueda crítica y la mirada moral. La obra entera de Octavio Paz, nacida de su “idea fija”, o más bien de su “amor fijo” por México, se halla impulsada, de principio a fin, por la Esperanza. Pues hemos de creerle, en definitiva, que:

Quien ha visto la Esperanza, no la olvida. La busca bajo todos los cielos y entre todos los hombres. Y sueña que un día va a encontrarla de nuevo, no sabe dónde, acaso entre los suyos. En cada hombre late la posibilidad de ser o, más exactamente, de volver a ser, otro hombre [31].



NOTAS

[1] Octavio Paz, Prólogo”, Vuelta a El laberinto de la soledad. Conversación con Claude Fell”. Obras completas 8. El peregrino en su patria. Historia y política de México, México, Fondo de Cultura Económica, 1994.

[2] Enrico Mario Santí, Prólogo” a El laberinto de la soledad, Madrid, Cátedra, 1993, p. 14.

[3] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Madrid, Cátedra, 1993.

[4] Freud había abierto también el camino del psicoanálisis social en sus interpretaciones del tótem y el tabú, y Paz reconoce expresamente la importancia que tuvo para él la obra de Freud sobre Moisés y la religión monoteísa.

[5] En Postdata hablará también de la persistencia de traumas y estructuras psíquicas e infantiles en la vida adulta”.

[6] Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, México, Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 24.

[7] Es necesario, por tanto, el reconocimiento de estas censuras y estos hiatos en nuestra historia, así como la toma de conciencia del fondo verdadero en el cual subsisten las distintas etapas (reprimidas. pero no por completo destruidas —no al menos en sus significaciones primordiales).

[8] Los análisis en un orden o en otro son complementarios: en la primera parte de El laberintocomo es sabidoatiende el carácter y en la segunda a la historia.

[9] No hay nada más alegre dice también Pazque una fiesta mexicana, pero también no hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo", p. 57.

[10] En otro momento, es la idea que de la muerte tiene el hombre moderno la que Paz describe como “gran boca vacía que nada sacia, habita todo lo que emprendemos”, p. 62.

[11] “Los frutos maduros”, citado por Octavio Paz en El laberinto…, p29.

[12] La soledad tiene de este modo una significación positiva, es formativa de sí misma. Concuerda con esa soledad de que hablaba Paz en una obra previa, “Y en ti soledad que me iras revelando la forma de mi espíritu y la lenta maduración de mi ser” (“Vigilias”: Primeras letras 95), citado por Santí en su “Prólogo” a El laberinto de la soledad).

[13] La disyuntiva se le presenta así entre desnudez, o mentira y nueva máscara.

[14] Así lo destaca Enrico Mario Santí, quien incluso afirma que es posible pensar a Paz como un hegeliano" (aunque reconoce también que sería un Hegel visto sobre todo a través de los poetas románticos alemanes).

[15] “[…] aunque El laberinto de la soledad —escribe el propio Paz— es una apasionada denuncia de la sociedad moderna en sus dos versiones, la capitalista y la totalitaria, no termina predicando una vuelta al pasado” (“Prólogo” p. 31).

[16] Octavio Paz. Vigilias: Primeras Letras 26 (citado por Enrico Mario Santí en Prólogo” a El laberinto de la soledad p. 24).

[17] Universalidad, modernidad y democracia son hoy términos inseparables. Cada uno depende V exige la presencia de los otros. Éste ha sido el tema de todo lo que he escrito sobre México desde la publicación de El laberinto de la soledad (Octavio Paz, “Prólogo” p. 31).

[18] Se funden señaladamente: pensamiento y mito, conciencia e inocencia, principios e instintos, razón y vida en definitiva. Pues de modo muy significativo, El laberinto de la soledad termina con el reconocimiento de que “los sueños de la razón son atroces”, p. 231.

[19] El tiempo cualitativo hace patente asimismo ese otro hecho decisivo que pone de relieve Paz: la implicación recíproca de la vida y la muerte. Como quiera que esta se conciba, ya como tránsito, ya como aniquilación (Paz se detiene socráticamente ante el misterio y asume la ignorancia), la muerte tiene sentido cualitativo, no es indiferente, como no lo es la vida; todas las propensiones del hombre moderno a evadir la conciencia de la muerte, son consecuentemente formas de evadir la vida misma.


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