Saúl Yurkievich
Tipología
Conversación
Temas
El laberinto de la soledad
Inquisición acerca del mexicano, El laberinto de la soledad
intenta develar su singularidad. Pone en juego una conciencia interrogante que
procura responder a la pregunta fundadora de esta interpelación: qué es el mexicano y cómo realiza lo que es.
A través de
su pujante examen. Octavio Paz por fin colige que el mexicano es un ser a
medias, un ser en vías de ser, un ser que no se atreve a ser lo que
esencialmente es. El mexicano, según Paz, no consigue recobrar su ser original,
entrañarse, volver a sus raíces, restablecer el vínculo con el pasado
primordial, con lo matricio, reinstalarse en la placenta regeneradora de la
tierra madre.
El laberinto de
la soledad es una búsqueda ontológica. El laberinto de la soledad en tanto obra literaria, es una ontología figurada;
es de cierto modo, de modo artístico,
una ficción (un como si, una
metáfora) ontológica.
El laberinto de
la soledad es un discurso
artístico, pensamiento conllevado por la forma y la figura, sujeto siempre a un
principio de selección estético y portado por la escansión prosaria, por el
ritmo-imagen que opera de sostén y de activante del flujo verbal, por ese
encauce cantarino que va configurándolo y no deja pasar sino lo que conviene,
lo concertante semántico y sonoro.
Cuanto léxico,
cuanta posible enunciación, cuanta palabra (la terminología técnica, lo
documental, lo estadístico),
tanto vocablo aliterario, lo cacofónico, las construcciones inelegantes no pasan si no
armonizan con este fraseo orquestal. Paz descarta aquello que no condiga con la
equilibrada arquitectura del escrito, con sus simétricos recortes y
distribuciones armoniosas, con el cadencioso despliegue de sus partes.
Aunque Paz filosofa,
psicologiza, sociologiza, antropologiza, su discurso ensayístico es distinto
del filosófico, del psicológico, del
sociológico, del antropológico
propiamente dichos, sujetos todos a una disciplina sistematizada. La ideación
de Paz está configurada
como forma artística.
La forma es visión subordinada a una compositio y dispositio
específicas. En El
laberinto de la soledad el
concepto hace alianza con el sortilegio. Este discurso artístico, exento de razón utilitaria y de prueba de veracidad, asegura su
perduración.
Muchas de las
aseveraciones, versiones o conjeturas de El laberinto de la soledad pueden
ser invalidadas por el curso real de la historia. Lo histórico efectivo en la
historia subyace, la infra o intrahistoria inmemorial, la arquetípica, la
modelada por las matrices de la imaginación profunda. No caduca esta recreación
regresiva, reminiscente, que abreva en la napa mitopoética. Ella recobra los
sueños de la especie, detiene la progresión horizontal del tiempo profano y lo
hace girar en redondo para restablecer el vínculo entre mito, rito, ciclo y ritmo.
No limita esta captura imaginativa que liga el acontecer humano con los
acontecimientos cósmicos, con la historia naturalizada, historia ancestral que
es historia sagrada.
Reiteradamente dice
Paz el anhelo de restablecer ese tiempo original que coincide con el íntimo,
rescatar ese presente puro, manantial que renueva y recrea sin cesar. Paz
insiste en la necesidad de completar el ser recuperando la dimensión mítica que nos devuelve a la solidaridad primigenia,
que nos reintegra al concierto cósmico.
“El laberinto… —afirma
Paz— fue una tentativa por descubrir y comprender ciertos
mitos y, al mismo tiempo, en la medida en que es una obra de literatura, se ha
convertido en otro mito.” Se ha convertido en otro mito porque esencialmente es
el fruto de una visión y una proyección míticas.
El laberinto
inextricable simboliza la confusión de la mezcla dispar, el extravío que impide
acceder el centro reparador y reconciliador. El laberinto aleja, apoca, asola, degrada. Representa la deambulación desorientadora en oposición a lo central o axial que
dota de entidad e identidad, de sentido y de destino. Para Paz, este centro
restaurador implica la reunión reconciliadora, el reintegro a la grey, a la
comunidad originaria, a la solidaridad y a la integridad del comienzo.
Este laberinto de la
soledad no se asemeja al de Borges, arquetipo de intrincada arquitectura y
metáfora de un universo irreductiblemente caótico, de su enmarañado e
inescrutable desorden. No es entrevero de tortuosos recorridos, “de perplejos corredores
y vanas antecámaras”, de puertas que no dan acceso, de calles circulares, de
falaces recorridos. No es esa endemoniada disposición de salas y patios que se
repiten, de simetrías equívocas, de bifurcaciones desconcertantes, de inútil desvarío.
Símbolo de
un sistema de defensas, el laberinto presupone la presencia de un centro
reservado al iniciado que, a través de una progresión de pruebas, se muestra
digno del acceso a la revelación. Como en el mito de Teseo y el laberinto de
Creta, el del vellocino de oro de la Cólquide o el de las manzanas de oro de
las Hespérides, quien alcanza el centro se convierte en un consagrado,
conocedor de las claves, y queda ligado al secreto del acceso.
El laberinto de
la soledad preconiza que
el mexicano debe buscar el centro a través de los vericuetos y escondites de su
propia conciencia. Ese centrarse en sí mismo posibilita el retorno a la concordia del
comienzo, permite actualizar el pasado armonioso, volver a instalarse en el
tiempo cíclico, aprehender el tiempo como perpetuo presente.
Gracias a la participación comunicante, el tiempo original de la comunión del
hombre con el cosmos coincide con el subjetivo y con el colectivo. Se vuelve
manantial que renueva y recrea sin cesar. Por el mito y la fiesta, según Paz,
el hombre se hace uno con la Creación. La historia entonces cesa su loca y
destructora carrera, la sociedad se autentifica, arroja sus máscaras y todos
los partícipes logran conocerse a sí mismos y conocer a sus semejantes, ser en concordia
con todos y con todo.
El laberinto de la soledad es un ensayo o sea obra de agudeza y arte de ingenio. Es prosa literaria sujeta a una especificidad genérica. Es portadora de conocimiento y está portada por una forma persuasiva, elocuente. Adopta una escritura discursiva, sapiente, pero atenta a la belleza de expresión, a la tensión rítmica, al armonioso equilibrio de sus partes, a un despliegue elegante. Porta un cuidado especial a cada instancia del texto. Es una disquisición amena que recurre al lenguaje figurado, que hace abundante uso de imágenes y de metáforas, que busca una atractiva alianza de gusto, intelecto y fantasía. Por eso, en medio de un razonado examen suele irrumpir una fulguración figural, el estallido ilustrativo y sintetizador de una imagen que alegoriza lo disquisitivo, que torna sensible por aprehensión fantasiosa lo que la andadura reflexiva expone en sucesión discursiva. De pronto, el decurso sesudo se transforma en poema:
Oscilamos entre la entrega y la reserva, entre el grito y el silencio, entre la fiesta y el velorio, sin entregamos jamás. Nuestra imposibilidad recubre la vida con la máscara de la muerte; nuestro grito desgarra esa máscara y sube al cielo hasta distenderse, romperse y caer como derrota y silencio. Por ambos caminos el mexicano se cierra al mundo: a la vida y a la muerte.
Bajo la advocación
de Alfonso Reyes, Paz declara que el escritor participa de la vida social
depurando o expurgando el lenguaje. En El laberinto de la soledad, el
primer ensayo largo que emprende, Paz preconiza y practica como premisa
clarificadora esta depuración idiomática. Quiere sacar la lengua informe de su
adocenado uso común, sacarla de su pedestre horizontalidad, erguirla e
individualizarla. Paz aspira a dilucidar con una lengua bien conformada,
aguzada, esclarecedora, el ser incierto, la soledad balbuciente del hombre
enmarañado que no acaba de ser y que no se conoce a sí mismo. El laberinto de la soledad se aplica a
una materia oculta y confusa, saca a la luz y analiza ese conflicto íntimo V central,
esa irresoluta puja entre soledad y comunión, entre mexicanidad y universalidad
que condiciona tanto las conductas privadas o las artísticas como las sociales
y políticas. Aparece ya en el estilo de Paz esa tendencia a disponerlo todo en
diadas de opósitos a la vez antagónicos y reversibles.
El
cuidado formal determina no sólo los modos de enunciación del libro; lo formal
adquiere una dimensión trascendente. Paz se propone captar la forma que
configura ese universo singular o esa singularidad universal que es México. Tal búsqueda de
una figura englobadora, postulada como clave del proceso de formación de la
entidad nacional, es el designio que conforma y cohesiona el derrotero histórico
de México, y es el diseño que rige la puesta en obra de El laberinto…
Toda la historia de México aparece aquí como
búsqueda de una Forma (con mayúscula) que posibilite, la autoexpresión de lo
mexicano, expresar su particularidad pero con proyección universal. El
laberinto de la soledad se construye como búsqueda literaria de un
lenguaje mexicano, de una forma donde resida la mexicanidad como matriz
formativa, y se construye como inquisición sobre esa forma mexicana que enlaza,
da continuidad y coherencia a un devenir histórico identificador:
Toda la historia de México, desde la Conquista hasta la Revolución, puede verse como una búsqueda de nosotros mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas, y de una Forma que nos exprese.
Todo es cuestión de
forma. El laberinto de la
soledad es un ensayo o sea una
tentativa hipotética, es una obra literaria o sea una conformación artística
del lenguaje que (como diría Darío) persigue una forma, que privilegia su forma
inherente y que pone en evidencia una forma más vasta que involucrándola la dota de sentido. Merced a esa forma
suprapersonal, la historia ya no es tumulto, atolladero, barullo sino una
búsqueda vectorial del destino y del sentido, del sentido como destino. Búsqueda
de la Forma que amalgame mexicanidad, modernidad y universalidad, debe ser
manifestación de lo humano integral, debe reconciliar al mexicano con sus
pasados, permitirle reencontrarse y reintegrarse.
La historia, para
Paz, es a la vez una flecha que apunta a la tierra prometida y una rueda que
devuelve al origen, a la madre traicionada, a la Malinche, a la madre aborigen
que inaugura la progenie nacida de la mezcla, que procrea la estirpe bastarda,
o sea mestiza. México resulta así el fruto de una doble violencia imperial y unitaria,
la de los aztecas y la de los españoles. Pero a la vez, los dos imperios, el
azteca y el español implantan esa Forma universal que organiza y reglamenta
integralmente el mundo terreno y el ultraterreno.
Los aztecas, los
últimos en establecerse en el valle de México, consuman con su estado
teocrático y militar la síntesis del triángulo civilizador Teotihuacán, Tula,
Tenochtitlan; fundan el Imperio Universal y erigen el modelo orgánico que rige
las concepciones religiosas, políticas y sociales. Está simbolizado por la
pirámide sacrificial, arquetipo que se fija entrañablemente en el imaginario
mexicano. Los aztecas fundan la unidad religiosa: “Las divinidades agrarias —los
dioses del suelo, de la vegetación y de la fertilidad, como Tláloc—, y
los dioses nórdicos —celestes,
guerreros y cazadores, como Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Mixcóatl— convivían
en un mismo culto.”
Con la Conquista, el
catolicismo se superpone al fondo religioso precortesiano, siempre vivo en la
nueva simbiosis entre Guadalupe y Tonantzin. También la España colonizadora
aporta a México una organización completa y una visión universal del mundo.
España implanta en América un Estado que incorpora a todos los pueblos
indígenas, que integra y ampara a todos sus súbditos. Impone una voluntad
unitaria. Pese a las diferencias de cultos, etnias y lenguas, postula un solo
idioma y una única
fe. A imagen y semejanza de la metrópoli, los españoles fundan un sólido
edificio social reglado conforme a principios jurídicos, económicos
y religiosos coherentes. Merced al catolicismo, los indios reencuentran su
lugar en el cosmos. La nueva fe llena el vacío dejado por el abandono de sus
dioses y el exterminio de sus jefes. A partir del bautismo, pasan a integrar un
orden universal abierto a todos los hombres y restablecen así su relación con lo sagrado. La creación de un orden
universal justifica, según Paz, a la Colonia; la redime de sus limitaciones. La
era colonial crea una civilización. Sus cimas son el Primero Sueño de
Sor Juana, la Grandeza mexicana de Sigüenza y Góngora, las Leyes de
Indias, la arquitectura barroca, sus sabios, sus historiadores. Para Paz, este
orden colonial, empresa renacentista y por tanto utópica, todo lo integra y
armoniza. Como cualquier civilización, la Colonia es una totalidad viva y
contradictoria que involucra lo magnánimo y lo cruel, lo digno y lo atroz, lo
bello y lo horrible. De modo semejante, la civilización azteca
presenta el contraste entre la
magnificencia de sus ternpíos y el culto al sacrificio, la calidad de sus artes
y el canibalismo ritual, la crueldad del Estado teocrático y sus portentosos
mitos.
Pero
la fe se petrifica, la tradición asfixia y el Estado colonial se cierra sobre sí mismo;
aplica, adapta pero nada inventa. Cunden las nuevas ideas, sopla en América
el ciclón revolucionario y los pueblos se sublevan contra el dominio español.
Después de la
síntesis
de los aztecas en Mesoamérica y la de Cortés en la Nueva España, el cuerpo
muerto del imperio se disgrega en una pluralidad de nuevas naciones. Afecto a
las perspectivas amplias, a la visión a distancia, al cosmorama, para ilustrar,
para hacer ver los grandes vaivenes de la historia, Paz recurre con gusto a la
imagen, no sólo como complementaria del pensamiento, también como su congénita
culminación:
Conquista e Independencia parecen ser momentos de flujo y reflujo de una gran ola histórica, que se forma en el siglo xv, se extiende hasta América, alcanza un momento de hermoso equilibrio en los siglos XVI y XVII y finalmente se retira, no sin antes dispersarse en mil fragmentos.
En México, la guerra de Independencia es una revuelta del
pueblo contra la metrópoli v los latifundistas nativos; es una revolución
agraria, una guerra de clases. Eos liberales proclaman las nuevas ideas, los
derechos del hombre y del ciudadano, la igualdad ante la ley, la democracia
representativa, el federalismo, el racionalismo revolucionario y romántico, el
Estado laico. Pero más
que modificar la realidad, legislan, cambian las leyes. La Reforma consuma la
Independencia, funda las bases de la sociedad mexicana a partir de una triple
negación: de la herencia española, del pasado indígena y del catolicismo.
Destruye dos instituciones que aseguran la continuidad histórica: las
asociaciones religiosas y el calpulli, la propiedad comunal indígena. Funda el México
moderno negando su pasado, perpetra un matricidio. Destruida la teocracia indígena,
el indio venera a la Virgen como a una madre. El liberalismo es una doctrina utópica
que no reconforta, combate e ignora la mitad del hombre que se refugia en los
sueños, que se expresa en los mitos, la comunión, el festín, el erotismo. La
Reforma, con su razón geométrica,
postula una libertad abstracta, predica una igualdad vacía. No genera una
burguesía ilustrada y se queda sin base social. Por pérdida de filiación
histórica, las ideas desencarnadas se convierten en máscaras.
El Estado laico
propicia la historia positiva del progreso, ignorando la historia oculta, la
retrospectiva, la intrahistoria subterránea. Esta aflora periódicamente para probar la persistencia de símbolos oscuros que
remiten a los acontecimientos del pasado primordial, siempre vigentes en la
memoria de los pueblos. Las invariantes históricas resurgen y actualizan ese
pasado que es presente oculto. Las invariantes son complejos, propensiones
inconscientes, presuposiciones que resisten con terquedad a la erosión de la
historia y a los cambios. Representan un perpetuo presente en rotación que cada
tanto vuelve para restaurar el tiempo primigenio. Así. la matanza del 2 de octubre de 1968 en la plaza de
Tlatelolco es simbólicamente la emergencia del sacrificio ritual, representa el
tiempo petrificado de la pirámide azteca, el lugar de la inmolación sagrada que
asegura la perpetuidad del culto solar, fuente universal de la vida.
La historia visible
es un palimpsesto lleno de lagunas que dejan presumir la historia subyacente. 0
es un códice cuyos jeroglíficos representan enigmáticamente la historia
invisible. Escritura cifrada, traducción de una traducción, nunca leemos la
historia original. Tal como Paz lo apunta en “Crítica de la pirámide”: “Vivimos la historia como si fuese una representación
de enmascarados que trazan sobre el tablado figuras enigmáticas; a pesar de que
sabemos que nuestros actos significan, dicen, no sabemos qué es
lo que dicen y así se
nos escapa el significado de la pieza que representamos.” Las claves de la historia son herméticas, se
relacionan tanto con condicionamientos culturales, materiales, como con
visiones, imágenes simbólicas. La historia es indisociable de las eras
imaginarias, se confunde íntimamente con el mito.
El
mito representa en imágenes cautivas aquello que la documentada, minuciosa y
metódica historiografía no devela, lo que está debajo de la superficie tumultuosa
de los acontecimientos humanos, de las efemérides, los enfrentamientos, las
transacciones, las distribuciones de poderes, su ejercicio, las acciones que
inciden sobre los grupos. La historiagrafía no saca a luz lo subsumido, lo que
subyace a las causalidades verificables. El mito retrotrae simbólicamente a la
historia originaria, es la metáfora secreta o el oscuro arcano que despierta
una inmensa sed de desciframiento.
El mito representa
en imágenes cautivas aquello que la documentada, minuciosa y metódica historiografía
no devela, lo que está debajo de la superficie tumultuosa de los
acontecimientos humanos, de las efemérides, los enfrentamientos, las
transacciones, las distribuciones de poderes, su ejercicio, las acciones que
inciden sobre los grupos. La historiografía no saca a luz lo subsumido, lo que
subyace a las causalidades verificables. El mito retrotrae simbólicamente a la
historia originaria, es la metáfora secreta o el oscuro arcano que despierta
una inmensa sed de desciframiento.
Por debajo de la
historia eventual, la que registra y analiza cierta categoría de acaecer
colectivo, por debajo o por dentro de la crónica epocal del curso sucesivo de
conservaciones, enfrentamientos y cambios, están los recurrentes modelos
ancestrales, fundados en las experiencias primiciales, están las actitudes y
los actos matrices, están las motivaciones atávicas, las propensiones o
pulsiones basamentales, los oscuros mandamientos instintivos. Allí, en esa
intrahistoria, arraiga el repertorio de símbolos que recrean la escena
primordial, esas figuraciones fantásticas, lo fantástico trascendental del que
habla Novalis en sus Schrifft.cn. Allí se entrañaa
un régimen universal de la imagen, una fenomenología de
la imaginación que alegoriza ese pacto, ese punto de convergencia entre
matrices sensomotoras y experiencias perceptivas, modales para generar los más persistentes símbolos: la rueda y la flecha para el tiempo, el cetro y la
espada para la conducta del señor, el padre sol, la madre tierra y el sexo
tumba para las generaciones humanas.
La historia de México vuelve a nutrirse en el humus mítico con el estallido de la Revolución. Y cuando la evoca, la pluma de Paz se inflama, recobra su poder mitopoético. La Revolución nace del corazón mortificado del pueblo. Insurrección de los despojados y postergados es un fruto violento de la tierra. Emiliano Zapata muere abrazado a la tierra natal: “Como ella —indica Paz— está hecho de paciencia y fecundidad, de silencio y esperanza, de muerte y resurrección.” Zapata, el hijo sacrificado por su madre tierra, se transfigura en un mito perdurable. Es un auténtico mito: un modelo ejemplar que reencarna un arquetipo inmemorial. Zapata representa la filiación, la ligazón umbilical con el terruño, con la uterina originalidad de la tierra. Personifica la revuelta que reivindica el calpulli, el reintegro al orden ancestral. La Revolución agraria restablece el vínculo con lo raigal, con la propiedad colectiva de la edad de oro. La Revolución es una insurgencia justiciera, reclama el elemental derecho a la tierra. La Revolución es una explosión popular que postula una verdad primordial. Por eso no tiene programa.
La Revolución hace
aflorar algo que está por debajo de las ideologías. Tiene que ver con
experiencias profundas, con el antiguo asentamiento, con un paisaje y un modo
de vida complementarios, con una remota genealogía, con la concreta vivencia de
la implantación del ser en el lugar que le es connatural, con la autoctonía del que vive en trato materno-filial con la tierra
que lo aposenta, lo nutre y lo ampara.
Zapata es el único
mito moderno memorable, constantemente evocado, redivivo, vigente. Es un auténtico
mito heroico que adquiere pronto dimensión legendaria. No es un prócer sino
algo más conmovedor, más sugestivo, más alegórico,
algo que afinca en el imaginario colectivo y que activa la fantasía. Zapata es
un mito o sea, un generador imaginante. Pocos personajes del pasado mexicano
encarnan mitos, en el sentido propio y potente del término, mitos
trasnacionales. Sin duda, el melancólico Moctezuma y su antagonista, el
arrojado y cruento Hernán Cortés
que arrasa con todo para suplantar la barbarie indígena, pagana, por la
cristiana civilización europea, quien conquista para España, con tanta astucia
como valentía, con un puñado de soldados, otro Catay en las Indias Orientales.
Cortés, el civilizador y el destructor, el letrado y el rapaz, el chingón que
siembra la tierra usurpada a sangre y fuego con su progenie nacida del abuso.
Como todo mito, el de Cortés es
ambivalente, plurívoco,
cargado de antitéticas proyecciones simbólicas. Es como el de su cómplice
aborigen, la Malinche.
Zapata es el mitológico héroe de la mítica guerra agraria. La Revolución subvierte planes
y programas. La impulsiva, la pujante insurrección popular no puede ser
interpretada sino como acontecimiento mítico, llamado o reclamo ancestral de
restablecimiento de un orden primigenio. La historiografía, la del análisis de
los anales, la tributaria del documento probatorio, la de la distancia
objetivante, la del inventario, el catastro y el cómputo se queda corta o queda
afuera frente a la exuberante y explosiva vitalidad de tan raigal como radical
ruptura del orden injusto. Queda inerme ante tan catastrófico aflujo de un
colmo, del caos regenerativo, del desmadre que posibilite la recuperación de la
plenitud del comienzo. La Revolución persigue lo ínsito, lo oriundo; sale de la
historia lineal, se naturaliza, entra en un movimiento circular en que hombre y
tierra se consubstancian y trasfunden, entra así a participar en los ritmos cíclicos del cosmos.
El examen reflexivo,
la disquisición conceptual con que Paz aborda la materia histórica es de
alcance insuficiente. Lo retiene, lo modera. En prosa siempre elegante, con
perspicacia y probidad, verdaderamente discurre, diserta. Pero a sus
consideraciones les suele faltar levadura. Lo histórico nunca le basta. Siempre
trata de bucear por debajo, de penetrar imaginariamente, por medio de la
oscurvidencia, en lo intrahistórico que es intrapsíquico. Intenta así captar las movilizaciones emotivas y figurales, los
impulsos ligados a la imaginación nuclear o placentaria, cernir las
simbolizaciones motoras y matrices del imaginario colectivo. Busca trascender o
introyectar la historia eventual, busca los complejos inconscientes, busca esas
predisposiciones particulares con que cada cultura aprehende lo real, busca el
doble oculto con el cual cada pueblo dialoga o se disputa, busca eso que en lo
que pasa no pasa, o pasa sin pasar del todo, busca un presente soterrado, en el
presente busca la perpetuación del pasado.
La manzana de los jóvenes
insurrectos, la de octubre del 68 en Tlatelolco, es un histórico derramamiento
de sangre, pero más
profundamente es una resurgencia de la intrahistoria. Perpetra y perpetúa un
sacrificio ritual, devuelve al estado antecesor, a lo precolombino, a la imagen
ancestral del cosmos, a México montaña
sagrada, a la pirámide, lugar del sacrificio divino, al modelo instaurado en el
principio, al pacto original de alimentar con muerte la vitalidad de la vida.
Cuando descifra los
signos de la historia invisible, cuando penetra en el entramado simbólico,
cuando su poder de penetración se confabula con el visionario poder de evocación,
el mitopoético, Paz adquiere su mayor capacidad expresiva y cognitiva. Allí la palabra torna en conjuro y el ritmo-imagen que la
anima se vuelve consmovisión, nos reintegra al universo analógico, al de las
correspondencias irrestrictas donde todo comunica, se coaliga, comulga con
todo.
La
Revolución reconquista el primado ancestral de la madre-tierra. La Revolución
reconcilia al mexicano con su historia autóctona. Es la tentativa de redención
y comunión de los desesperados. La Revolución es la palabra talismán que va a
cambiarlo todo, que prodiga euforia vital y muerte fogosa. Por ella el pueblo
se adentra en su sustancia para extraer de su terrestre entraña su filiación. Súbita inmersión de México
en su propio ser, es la fiesta de las balas, un exceso, un despilfarro de energías,
una mezcla de explosiva alegría y de desamparo. La revuelta comunitaria es la
comunión por la revuelta:
¿Y con quién comulga México en esta sangrienta fiesta? Consigo mismo, con su propio ser. México se atreve a ser. La explosión revolucionaria es una portentosa fiesta en la que el mexicano, borracho de sí mismo, conoce al fin, en abrazo mortal, al otro mexicano.
La historia de
México es, según Octavio Paz, la del hombre que busca su filiación, que “cruza
la historia como un cometa de jade que de vez en cuando relampaguea”. En su
descentrada carrera quiere volverse sol, volver al centro de la vida de donde
fue desprendido, remediar el reclamo de su conciencia recóndita, hacer que cese
la orfandad por haber sido arrancado del Gran Todo. Mitopoéticamente, la Revolución es un retorno redentor que
reanuda los lazos umbilicales que ligan a los mexicanos con la Creación. La
verdadera historia de México es para Octavio Paz, historia sagrada.