Conversaciones y novedades

Las palabras y los días

Ricardo Cayuela Gally

Año

2008

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra poética

 

Primera edición de Las palabras y los días (2008)

Como un homenaje a Octavio Paz, el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes le pidió a Ricardo Cayuela Gally elaborar una antología para acercar a nuevos lectores a la obra del poeta. Reproducimos aquí la introducción, que de forma puntual recorre los principales logros artísticos y batallas culturales de Paz a lo largo de su vida.


En 1949 Octavio Paz tiene treinta y cinco años y lleva más de una década intentando conciliar, sin lograrlo, su pasión crítica con su credo político, su libertad creativa con las exigencias de una ideología acartonada. Ese año axial publica Libertad bajo palabra y deja de ser un compañero de ruta del comunismo. A partir de ese momento nace el autor y el intelectual que la posteridad literaria recordará con el nombre de Octavio Paz. Este rompimiento evidencia un “doble no”.[1] No a la camisa de fuerza del “arte comprometido”, cárcel de la imaginación. Y no al silencio cómplice ante los crímenes cometidos bajo el signo del gran ideal, hechizo colectivo y tara ignominiosa del siglo XX. La gota que derramó el vaso fue su asombro mayúsculo al descubrir, gracias a las denuncias de David Rousset, en el París de la posguerra donde radicaba como funcionario de la Embajada de México (y como miembro del círculo surrealista de André Bretón), la existencia en la URSS de campos de concentración. Paz explícita esta renuncia al tiempo que llama la atención sobre los campos soviéticos en la revista Sur de Victoria Ocampo, lo que le acarreará, en México, hasta su muerte, el injusto sambenito de autor reaccionario. Unos versos de “Nocturno de San Ildefonso” resumen su visión de aquellos empeños y su desengaño:

    El bien, quisimos el bien:
                    enderezar al mundo.
    No nos faltó entereza:
                    nos faltó humildad.

Octavio Paz siempre creyó en el socialismo —y más concretamente, en la comunión fraterna entre los hombres—, pero nunca a costa de las libertades. Para Paz, desenmascarar el “fraude” de la URSS fue una misión moral que le ocasionó, sobre todo, frustraciones e incomprensiones, incluso después de la caída del muro de Berlín.[2] El cuadro se complica aún más si pensamos que, por otra parte, Paz fue siempre crítico de la economía de mercado y sus injusticias, en particular de sus responsabilidades en el mundo del arte y la poesía (algo de esto estudia en La otra voz, poesía fin de siglo), y un severo, analista de la doble naturaleza de Estados Unidos, la democrática y ja imperial, como se puede ver, entre otros títulos, en Tiempo nublado.

Este doble no le da la libertad necesaria para iniciar una indagación intelectual única y para construir, libre de cualquier tara ideológica (compárese con la “Oda a Stalin" de Neruda), una obra poética esencial en nuestro idioma. La obra de Paz forma parte de la conversación del mundo y su poesía ha influido en generaciones y generaciones de poetas. Y no sólo en nuestra tradición. Paz estudió la singularidad de la poesía como constante y esencia de lo humano (El arco y la lira); retrató la idiosincrasia del mexicano, gracias a su historia, no a una supuesta esencia, haciéndola, además, un tema universal (El laberinto de la soledad); exploró el lenguaje y sus secretos vasos comunicantes en el tablero que une y separa a Oriente de Occidente (El mono gramático); definió y combatió el sistema político mexicano (El ogro filantrópico, Postdata); entendió la ruptura del arte moderno (Apariencia desnuda: la obra de Marcel Duchamp) y la universalidad de los mitos que proponía Lévi-Strauss (Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo); comparó la religiosidad de Oriente y Occidente a través de una lectura de su relación con el cuerpo y la historia (Conjunciones y disyunciones); se preguntó sobre la naturaleza del amor (La llama doble) y sobre la realidad profunda de la India y su relación con México (Vislumbres de la India); analizó el desarrollo de la poesía moderna en Occidente y su contrapunto con la poesía oriental (Los hijos del limo); hizo una apasionada defensa de la libertad, contra tirios y troyanos (Itinerario, suerte de memorias políticas, y Pequeña crónica de grandes días), entre muchos descubrimientos, pasiones y hallazgos. Y esto sin olvidar que ante todo fue un poeta (Libertad bajo palabra, Vuelta, Salamandra, Pasado en claro, árbol adentro); “Piedra de sol”, “Pasado en claro”, “Nocturno de San Ildefonso” formarían parte de una antología universal de la poesía. Además, contribuyó al caudal de la lengua con muchas y curiosas traducciones (Versiones y diversiones), y fue uno de los últimos poetas vanguardistas de peso (Renga, Blanco); escribió una obra de teatro recreando un cuento tradicional hindú (La hija de Rapaccini) y una biografía que, al tiempo, retrata una época injustamente vilipendiada y entiende una obra singular (Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe). Durante toda su vida compaginó sus labores de escritor con la de editor de revistas (Barandal, El Hijo Pródigo, Taller…). Dos de ellas, Plural y Vuelta, permitieron situar a México en el corazón del debate hispanoamericano. Juan Villoro declaró en la televisión mexicana el día de su fallecimiento que su muerte equivalía “a la caída de una civilización . No exageraba. Por su parte, Alejandro Rossi, orador principal en el homenaje por el primer aniversario de su muerte, ante el mármol imponente del Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México, dijo: Algo sucedió en México, algo grave y definitivo sucedió cuando Octavio Paz comenzó a escribir”. Tampoco exageraba.

Gabriel Zaid escribió: “la aparición de Octavio Paz en la cultura mexicana ha sido un milagro, que la subió de nivel en una sola vida, como esos árboles que de pronto empiezan a echar ramas y a crecer más allá de lo esperado, hasta cambiar el paisaje mismo, del cual se vuelven símbolos”. Sin embargo, la imagen de Paz en las nuevas generaciones, o al menos en la “minoría vociferante”, es la de una estatua de sal, “petrificada, petrificante”. Peor aún, la de una institución, con los piramidales riesgos que eso entraña en México: odio irracional o aplauso obsecuente. En el ámbito intelectual, por el contrario, su legado no ha dejado de crecer, pese a los intentos de algunos ideólogos de café por dinamitarlo. El malentendido con los jóvenes, que no salva la lectura como libro de texto de El laberinto de la soledad, tiene que ver con los costos de la “perra fama”, con las disputas elementales en las que México sigue detenido y con la política editorial de sus títulos más emblemáticos. Esta antología, encargada para ese público, quiere ayudar a disipar algunos de estos errores de apreciación con los mejores argumentos, los propios poemas y ensayos de Octavio Paz. Pero propongo primero algunas intuiciones.

Los jóvenes que tengan ahora entre veinte y treinta años (no se preocupen: en México la juventud literaria dura hasta la senectud) tienen el vago recuerdo de un Paz omnipresente en la opinión pública, con el Nobel bajo el brazo (aunque rehusara el homenaje nacional que el gobierno de Salinas de Gortari le ofreció por el galardón) y Vuelta en los quioscos. El homenaje nacional por sus ochenta años y sus apariciones frecuentes en la televisión privada ayudan a perfilar este injusto retrato de mandamás cultural. Pero esta notoriedad, que vivió más como una carga que como una bendición, no debe distorsionar al verdadero Paz, siempre exigente en su escritura (después del Nobel publica Vislumbres de la India y La llama doble), crítico en todo foro, incluidos aquellos donde se , rendía homenaje, y transparente en sus filias y fobias Porque Paz fue, como pocos escritores en el siglo de la “traición de los clérigos”, consecuente con sus ideas: apoyó la causa republicana y a los exiliados españoles en México toda su vida, repartió octavillas a favor de Buñuel en 1950 cuando las autoridades mexicanas le negaron Su apoyo para la proyección internacional de Los olvidados, se solidarizó con Arnaldo Orfila cuando fue despedido del Fondo de Cultura Económica por imprimir —oh insensatez— Los hijos de Sánchez trasladando Poesía en movimiento a la nueva editorial de Orfila, dándole el manuscrito de Postdata, cediéndole derechos y recomendándole autores (confróntense las cartas cruzadas de ambos); renunció a la Embajada de México en la India por la matanza de Tlatelolco y salió en solidaridad con Julio Scherer de Excélsior, renunciando a Plural, su gran proyecto editorial (y su medio de subsistencia), y muchas otras muestras de coherencia y compromiso. Su primer premio importante lo recibió ya viviendo en la India con casi cincuenta años. En la correspondencia con Tomás Segovia se lamentaba, en los años sesenta, de la mala recepción crítica de sus libros en México, y en 1984, tras el discurso de Fráncfort en donde pidió a los sandinistas, en el poder en Nicaragua, respeto a las normas democráticas, su efigie fue quemada públicamente en el Paseo de la Reforma. Cuando desde la revista Vuelta organizó en 1990 el encuentro “La experiencia de la libertad”, el cónclave intelectual más importante que haya tenido jamás lugar en nuestro país, con la presencia en México de Leszek Kolakowski, Czeslaw Milosz, Jorge Semprún, Comelius Castoriadis, Adam Michnik, Juan Nuño, Ferenc Fehér, Jean-Francois Revel, Michael Ignatieff y Mario Vargas Llosa, entre otros, muchos de ellos supervivientes de campos de concentración o disidentes del Este, cierta prensa de la capital lo tildó de fascista. Paz fue remero a contracorriente y sólo en los años finales de su vida logró el reconocimiento que merecía en su tierra natal. Entre otras razones, porque supo articular en torno a sus revistas a un grupo de escritores independientes, constelación de subjetividades afines y no de ciegos partidarios, que convivían con plena naturalidad con las voces más relevantes del mundo. No, Paz no buscaba el aplauso fácil ni fue un caudillo cultural. Fue, eso sí, una voz exigente e incómoda que nunca rehusó un debate y que no dejó pasar un agravio de peso sin respuesta.

Fuera de México, Octavio Paz fue siempre, desde que con veintitrés años lo invitaran Rafael Alberti y Pablo Neruda a ser el miembro más joven del cónclave intelectual en defensa de la República que se dio cita en Valencia en 1937, un protagonista del banquete de la civilización, como soñara Alfonso Reyes. Paz fue el primer traductor al español de Fernando Pessoa; miembro del círculo surrealista de André Bretón en la postguerra; orador, con treinta y seis años, y junto a Albert Camus, en el homenaje a Antonio Machado (y la República española) en la tumba del poeta en Colliure, Francia; interlocutor de Stephen Spender, Claude Lévi-Strauss, Yves Bonnefoy, Joseph Brodsky, Kostas Papaioannou, Raimon Panikkar, entre cientos, y coautor del poemario Renga con Jacques Roubaud, Edoardo Sanguineti y Charles Tomlinson, con quien repite la experiencia en Hijos del aire.

Las Obras completas nos regalan la oportunidad única de leer cada volumen con los prólogos de Paz, verdaderas guías de exploración e indagación en su propia obra. Pero, para los jóvenes, resultan intimidantes mausoleos de papel. Y los títulos clave, que podrían servir de pórtico a su obra, están inexplicablemente ausentes de las librerías, agotados hace lustros. Esta antología quiere cumplir esa función de puerta de entrada al universo literario de Octavio Paz.

¿Constantes en su obra? La reflexión sobre la poesía; como tema general, como expresión de su propia poética y como actividad concreta de infinidad de autores. Y dentro de ese universo, su defensa de la poesía como la consagración del instante, aun en el torbellino de la historia. De ese amplio corpus, que abarca el primer volumen de sus obras completas y muchos ensayos a lo largo de otros tomos, escogí un texto que considero capital, “Poesía de soledad y poesía de comunión”, semilla de su libro El arco y la lira, del que escogí además el primer capítulo, ambos indispensables para quienes se preguntan sobre la naturaleza del fenómeno poético. De contar con más espacio, habría incluido también su texto “La consagración del instante”, esencial en su interpretación de la poesía, lo mismo que el capítulo homónimo de Los hijos del limo sobre el nacimiento de la poesía moderna, de la mano de la crítica. La reflexión sobre el mercado y el lector “Cuantía y valía”, de Poesía y fin de siglo, no menos importante, y su útil discurso al recibir el Nobel, en q hace un repaso vital de su fascinación por la poesía, al tiempo que desnuda su poética (y sus metamorfosis) lamentablemente debieron quedar fuera. De sus ensayos sobre poetas, es crucial Cuadrivio donde reúne sus lecturas de Rubén Darío, Ramón López Velarde Luis Cernuda y Fernando Pessoa.

El México de Paz que he seleccionado, al que literalmente le dedicó “miles y miles de páginas”, empieza con el ensayo “Máscaras mexicanas”, de El laberinto de la soledad, verdadero corazón del corazón de su obra sobre el ser y el estar en el mundo de los mexicanos Lo lógico habría sido seguir con el texto “Crítica de la pirámide” de Postdata, su polémica y discutida tesis sobre la permanencia del rito sacrificial en los mexicanos, y su lectura, a un tiempo histórica y mítica, de la matanza de Tlatelolco y de las formas de dominación política en México. Lo excluí finalmente por razones de espacio. Sirva este apunte para recomendarlo.

El México de Octavio Paz sigue con un texto al tiempo histórico y estético, “Risa y penitencia”, sobre las figuras sonrientes de los totonacas, entrada a las muchas y agudas páginas que escribió sobre Mesoamérica. Cronológicamente incluyo después su primera aproximación a sor Juana Inés de la Cruz, a la que luego dedicará un libro crucial en su bibliografía, ya que sirve para sacar del limbo histórico ese “paréntesis” de tres siglos que para la historia oficial sigue siendo la Nueva España. Paz fue un defensor y descubridor de Rufino Tamayo frente al universo nacionalista y dogmático de los muralistas. De los tres ensayos sobre el pintor oaxaqueño que escribió a lo largo de su vida he escogido “Transfiguraciones”, de El signo y el garabato, por ser una mirada original y una recapitulación de las anteriores. Sirve este texto también porque no sólo sitúa a Tamayo en el contexto de la polémica nacionalista sino en el mapa de la pintura universal, con lo que “cubrimos” una de las constantes de Paz, su reflexión sobre el arte, que abarca dos de los volúmenes de sus obras completas y que tiene en La apariencia desnuda, sobre Marcel Duchamp, uno de sus más importantes hitos.

Paz fue un defensor de la idea de que el mundo hispánico es una sola civilización, rota artificialmente por rencillas minúsculas magnificadas por caudillos mayúsculos, absurdas fronteras y tortuosos pasaportes. De esa idea, la del orbe hispánico, publicó un ensayo general, “Alrededores de la literatura hispanoamericana”, en In/mediaciones. Elegí no obstante, en lugar de esta tesis general, su aproximación a dos grandes de la creación hispánica, el poeta Rafael Alberti, en una emotiva despedida en la que hace la historia de su relación —sus encuentros y desencuentros— con el poeta gaditano, y el cineasta Luis Buñuel, creador surrealista y poeta de la imagen.

Paz tuvo un marcado impulso romántico, matizado por su “pasión crítica”. Su paso por el surrealismo podría rastrearse a lo largo y ancho de su obra; por ello me parece indispensable su ensayo “Estrella de tres puntas: el surrealismo”, de Las peras del olmo. En ese mismo sentido, selecciono una sugerente aproximación a las drogas como fuente del conocimiento y de la inspiración. El amor, la sexualidad y la mujer constituyen otra de las constantes en su obra. Incluyo el ensayo “Metáforas”, de Un más allá erótico: Sade, donde hace un original deslinde entre sexualidad y erotismo. Los tres representan una ruptura con la rigidez del mundo y sus convenciones. Una salida triple a la cárcel de la realidad que pretendo seduzca a los lectores jóvenes.

Las batallas ideológicas de Paz fueron características persistentes de su actividad intelectual. He seleccionado “Revuelta, revolución, rebelión”, de Corriente alterna, un clásico de su pensamiento político, y un fragmento de “Polvos de aquellos lodos”, de El ogro filantrópico, una mirada al debate sobre la naturaleza de la URSS y al testimonio de Solzhenitsyn sobre los campos de concentración soviéticos que, anclada en los años setenta, sirve no sólo para ver lo que Paz defendía, sino sobre todo, por oposición, lo que sus detractores aplaudían en aquellos años. Dudé mucho entre este ensayo y el titulado “Pobres doctores montoneros”, sobre la experiencia guerrillera latinoamericana y la locura ideológica que se trasminó de las aulas a las armas; pero al final elegí el primero por su carácter universal. Desde luego, Itinerario, una suerte de bitácora política, es una ventana indispensable para aquellos que quieran conocer en primera persona las batallas de Paz.

Paz fue un gran conocedor de la cultura oriental, mucho antes incluso de su larga residencia en la India. En 1957, por ejemplo, traduce Senda de Oku de Matsuo Basho. Oriente está en muchas de sus obras, como materia en sí misma y como comparación con Occidente. De ese universo, signo distintivo de Octavio Paz en contraste con el aldeanismo del escritor latinoamericano promedio, recomiendo encarecidamente “La tradición del haikú”, que sirve de pórtico no sólo a la poesía japonesa sino a toda su cultura. He optado sin embrago, por los recuerdos que relata de su primer encuentro con la India en “Bombay”, frenético caleidoscopio de los tipos y credos humanos que asaltan al visitante en el subcontinente.

La selección de su poesía fue un trabajo en verdad placentero. Más que un encargo, un regalo. No voy a justificar mis selecciones son una combinación de capricho y gusto personal. Sólo me impuSe un criterio: el cronológico. Sí he de decir, en cambio, que tuve que dejar fuera, por razones de espacio, un poema central en la poética de Paz y de la lengua: “Pasado en claro”, una suerte de autobiografía en verso que además configura uno de los polos de su poética —el otro sería “Piedra de sol”. Me consuela pensar que está ampliamente editado y es accesible para cualquiera. Habría podido escoger fragmentos, pero me parece que traicionaba su unidad molecular. Tampoco incluí nada de su poesía vanguardista, Blanco y los Topoemas pues están basados en la disposición del poema en la hoja en blanco y añaden una dificultad técnica innecesaria en una antología de estas características. De igual manera, no me fue posible añadir fragmentos de El mono gramático, cumbre de la poesía en prosa, de los límites del lenguaje y de la enunciación de las palabras, secreto diálogo entre Oriente y Occidente. Es un libro unitario, perfecto, que no resiste la fragmentación. Por razones obvias, también dejé fuera los libros que escribió en colaboración, Renga e Hijos del aire.

La obra de Octavio Paz está viva, es un refugio para abstraerse de la sinrazón del mundo y una brújula para orientarse y actuar en él. Espero que esta selección contribuya a despertar su lectura entre los jóvenes, y erradicar clichés y malentendidos. Si se acercan a la obra de Paz, su vida quizá no mejore, incluso es probable que se haga más compleja, pero justamente en ese proceso, imperceptiblemente, sus palabras y sus días adquirirán nuevos e inesperados significados. Un mundo se abre. Bienvenidos.



NOTAS

[1] Guillermo Sheridan, Poeta con paisaje, México, Era, 2004.

[2] Enrique Krauze, “La soledad del laberinto” en Letras Libres, número 52, abril de 2003.


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