Conversaciones y novedades

Cristina Pacheco en conversación con Octavio Paz

Cristina Pacheco

Año

1984

Lugares

Ciudad de México, México

Tipología

Entrevistas

Temas

La consolidación de la figura: Vuelta, encuentros y desencuentros (1976-1991)

Lustros

1980-1984

 

Octavio Paz acaba de cumplir setenta años consagrados “a la poesía, que es mi pasión; a la literatura, que es mi ocupación”. Sus libros más recientes: Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Tamayo, Tiempo nublado y Sombras de obras muestran que Paz conserva el valor de sus juicios y la voluntad creadora de su juventud. Esa voluntad —como la inteligencia y el prodigioso dominio del idioma— permanece firme y nítida, paisaje sólo modificado por la luz.


La palabra y la piedra

Nunca había conversado realmente con él, pero hace mucho que conozco a Octavio Paz. Mi hermana era empleada de la Librería Francesa cuando estaba junto a Excélsior, el Ambassadeurs, La Mundial y era sitio de reunión para los intelectuales. Muchas tardes me iba a la Librería Francesa a esperar la salida de mi hermana que, emocionada, me contaba: “el señor que pasó es Juan José Arreola”, “hoy estuvieron aquí Fernando Benítez y Carlos Fuentes”; pero, sobre todo: “Hoy vino Octavio Paz a tomar el té con la señora Balzolá”. Para mí Octavio Paz significaba Piedra de sol —un texto luminoso que leía con mis compañeros preparatorianos y me parecía un ser tan distante e inaccesible como los volúmenes de la Bibliotheque de la Pléiade.

Margarita Michelena asegura que una de las mejores guías para leer a Octavio Paz es escucharlo: "Su idioma es deslumbrante, esclarecedor de su propia escritura". Conmigo ocurrió, al contrario: la lectura constante de la poesía y los ensayos de Paz me permitió, después de tanto tiempo, hablar con él al fin. Transcribo la conversación para celebrar los treinta y un años de Siempre! y sumarme al homenaje a este gran escritor en sus setenta años. A título de simple lectora, tengo muchas cosas que agradecerle. Mencionaré sólo una: que en sus poemas y prosas haya rescatado ciertos lugares de esta ciudad que amo, algunos sitios que hoy —deformados o enteramente destruidos— ya sólo existen en su obra: la palabra ha sido más fuerte que la piedra.


La poesía en la era de la televisión

Por teléfono aclaramos el encuentro: hubo cambios, modificaciones y finalmente se determinó para el viernes 15 a las doce del día. Marie-José Paz me aclaró: "Anota la dirección, porque ya no vivimos en la casa que conociste. Ahora estamos en el edificio de Pani". Un año antes yo había visitado el sitio para entrevistar a don Mario. Él me explicó entonces los misterios de aquella construcción: el primer condominio de México que desde 1956 es tan clásico de la Reforma como el ángel dorado de esta ciudad sin ángel.

A mediodía un aire muy suave despejó el cielo. Las nubes se reflejaban en las fachadas de espejo que rodean, amenazadoras, ese intrincado islote donde es posible tener jardines y fuentes en las alturas. Allí estaba Octavio Paz, vestido de azul, dueño de todas las respuestas posibles para mis preguntas imposibles, acumuladas durante años y fundidas inevitablemente en una actualidad de la que el poeta "no pretende ser juez, sino testigo".

No es fácil describir la belleza del salón adonde amablemente me condujo Octavio Paz: infinidad de obras de arte hindú y africano, cuadros, libros. De la habitación contigua llegaba el sonido de la máquina de escribir, de afuera una luz transparente. Parecía llegar de otras mañanas en que vivimos tiempos menos difíciles que este Tiempo nublado.

A pesar de la cordialidad de Octavio Paz, me sentía culpable por quitarle un tiempo tan valioso, tan necesario para su trabajo. "Pero no, no crea usted que escribo tanto. En ese sentido, el regreso a México ha sido funesto: hay demasiadas presiones, demasiados compromisos que me hacen perder el tiempo. Por eso siempre digo que la mejor época para mi trabajo fue la que vivimos en la India mi mujer y yo. Allá estábamos aislados. Pero no vamos a hablar de eso. A ver, dígame, ¿qué quiere preguntarme, qué quiere saber?"

Comienzo por aquello de lo que todo el mundo habla: sus conversaciones por televisión. Deslumbrantes, y en ocasiones irritantes, esos programas han roto el mito del aislamiento de los poetas, nos han permitido conocer algo de su existencia; y a usted le han dado la oportunidad de profundizar la relación con quienes son o serán sus lectores.

—Cuando decidí iniciar esas conversaciones, no tenía la menor idea de lo que era trabajar en la televisión, aunque siempre me interesó mucho como medio.

¿Usted ve la televisión?

—Resistirse a verla sería como no querer ir al cine; sería lo mismo que si, en otro tiempo, la gente se hubiese negado a aceptar adelantos como el fonógrafo o la imprenta. Imagínese todo lo que cambió con la imprenta. La relación que tuvieron los trovadores con la literatura no pudo ser igual que la de los primeros escritores de libros quienes pensaron ya en un lector silencioso, distante.

Un texto publicado implica una aventura tan intensa, aunque quizá no tan amplia, como la televisión. ¿Cómo saber quién leerá esa página? ¿Cómo predecir quién nos verá en su televisión? ¿Tiene usted conciencia de a qué público se dirige la serie? Debo confesar mis limitaciones: muchas veces no he comprendido referencias suyas o de sus interlocutores.

—Cuando empecé a trabajar en la televisión pensé que era un experimento muy difícil, pero desde entonces advertí que no iba a tratar de ser más simple de lo que soy escribiendo. Aclaro que, aunque no soy un purista del idioma, sí me preocupa mucho, me ha preocupado siempre, ser lo más claro posible. Desde el primer programa pretendí ser natural en mi exposición, pero sin sacrificar por ello mis ideas.

Estoy de acuerdo en que hay temas o tratamientos difíciles todavía para la televisión. Uno de mis próximos programas versará sobre Sor Juana. En él mi interlocutora será Georgina Sabat de Rivers. En ese programa cambiamos algunas cosas porque pensamos que eran demasiado abstractas.

Sea como fuere, las conversaciones responden a lo que podemos llamar la vuelta a la oralidad. Al público le interesa leer, sí, pero también escuchar al autor, oír sus opiniones directas.

—En el pasado la poesía era oída, era un arte oral. Después, cuando se inventó la imprenta, fue leída, pero siempre hubo el intento, el propósito latente de unir la poesía con la imagen, de apoyarse en lo visual: los manuscritos revelan hasta qué punto el escritor se vale de la imagen y sabemos bien cómo la tipografía está al servicio de la poesía. Entonces no debe sorprendernos tanto ver la televisión relacionada con la literatura, con la poesía. Experimentos como el que he hecho en la televisión permiten esperar que llegará el momento en que aun la poesía más difícil podrá ser dicha a través de ese medio.

Desde hace mucho usted ha ido más allá del círculo que habitualmente atiende a los escritores mexicanos para llegar al amplio público que es el destinatario último de todos los libros importantes. Los suyos se han abierto camino, son ya clásicos y no necesitan publicidad alguna. Así pues, ¿qué pretendió al aceptar el ofrecimiento de esta serie?

—Pretendí hacer de estas conversaciones un testimonio y también interesar a diversos públicos en temas que siempre me han interesado y acerca de los cuales he escrito en distintas partes.


El arte de conversar

—La palabra escrita permite la reflexión, la correlación: una exactitud que difícilmente puede alcanzarse a través del testimonio oral.

—Siempre tuve miedo a la palabra hablada. Cuando yo era adolescente estaban de moda los concursos de oratoria, algo pavoroso en lo que fracasé terriblemente. Mi experiencia no fue amplia, pero la recuerdo: cuando estaba en la Secundaria 3 participé en uno de esos concursos. Al pronunciar mi discurso olvidé una palabra y todo se fue al diablo. Desde entonces procuré jamás volver a la palabra hablada. Con el tiempo, por exigencias de mi trabajo, sobre todo cuando estaba en el servicio diplomático, he tenido que dar conferencias y discursos. Si es necesario los improviso, aunque prefiero siempre recurrir a un texto escrito.

—Sin embargo, lo he escuchado a lo largo de los años y en consecuencia tengo cierta autoridad para decir que usted es un gran conversador.

—La conversación tiene una lógica, un ritmo propio de la improvisación. Ésta va acompañada de gestos que refuerzan la palabra. Es todo un arte o al menos lo fue en el pasado. De joven tuve oportunidad de escuchar a grandes conversadores. Algunos sólo emitían monólogos. Mi función era oírlos y de vez en cuando plantear ciertas preguntas que ellos deseaban oír. Ahora me doy cuenta de que más que preguntas les planteaba objeciones. Jorge Cuesta —que tuvo siempre una obsesión intelectual— concebía la conversación como una polémica, un duelo a punta de espada y no de golpes: era un encuentro de esgrima y no boxístico.

Mientras que Jorge Cuesta monologaba casi siempre, Xavier Villaurrutia sabía escuchar. La conversación con él era un intercambio de noticias, una experiencia placentera algo frívola: se trataba de reír, divertirse un poco. Otro gran conversador mexicano fue Alfonso Reyes. El procuraba ser más coloquial. En sus conversaciones uno adivinaba su amor a los detalles, a lo característico, a lo humorístico. El humor de Alfonso Reyes carecía de garra, de mala fe, pero era encantador. Carlos Pellicer fue otro maestro de la conversación, como lo es José Blanco.


El placer del texto

—La crítica, ¿es la más alta forma de la conversación?

— Sí, porque la crítica es un diálogo con la obra y con los lectores.

— ¿Cuál debe ser la primera facultad del crítico?

—Antes que nada, el oído atento para escuchar el lenguaje de la obra y tratar de comprenderlo.

—Desde su adolescencia, creación y crítica han sido inseparables en usted. Sin la otra ninguna hubiese llegado a ser lo que es. ¿Qué función asigna a la crítica?

—Su función más alta es tratar de aproximar la obra al lector o al espectador, algo como lo que hizo Dámaso Alonso con Góngora o Richard Ellmann con Joyce. El crítico enseña a leer, nos dice las formas en que un autor puede ser leído. Frente a esta tarea, lo menos interesante es el juicio del crítico.

—El artista es un intérprete, un lector de la realidad; el crítico nos guía frente a la obra de arte. ¿Están llevados por el mismo impulso?

—Lo que impulsa al crítico —o por lo menos, lo que debía impulsarlo— son dos cosas que van paralelas: primero, el placer del texto y luego el juicio sobre el texto. Mucho antes de que Roland Barthes hablara del placer del texto digámoslo en un pequeño acto de inmodestia —lo planté en un trabajo mío. El crítico se debe acercar al texto, a la obra en general, con simpatía, por gusto. Pero el gusto no es lúcido: es un instinto, nace de los sentidos. Esta sensualidad es el motor de la crítica; sin embargo, para que el gusto sea capaz de tener conciencia de sí mismo, necesita entendimiento.

—Todo esto se aplica muy bien a los ensayos reunidos en Sombras de obras. En Tiempo nublado la crítica es a la realidad, a la historia que vivimos y que nos vive. Los mecanismos de esta crítica, ¿son similares a los de la crítica literaria y artística?

—Es otro tipo de cosas. Pero no deseo hablar de política con usted. Además, aclaré muy bien que lo que doy en Tiempo nublado no son juicios sino opiniones. Esto vale porque considero muy importante que la gente opine acerca del momento en que vive. Por eso estoy cada vez más convencido de que el único sistema vivible es la democracia, con los defectos y limitaciones que pueda tener.


Poesía y ciencia

—La política está en todas las cosas: en la televisión, en el arte, en la poesía. En Sombras de obras, acerca de 1940, año tan terrible como 1984, usted escribe: "En época de tribulaciones la poesía se presenta al espíritu como un desagravio... " "En México, los que teníamos veinticinco años en 1940, oponíamos mentalmente las figuras de nuestros poetas a las de los tiranos: Darío, Machado, Juan Ramón nos compensaban de los Franco, los Somoza y los Trujillo.”

—Sí, pero nunca he creído que la poesía deba emplearse como un medio de discusión política, de planteamientos ideológicos.

—Para quienes tienen veinticinco años en 1984, ¿la poesía seguirá siendo un desagravio?

—Creo que sí. La poesía siempre ha tenido esa función. El mundo en que vivimos ahora no es tan diametralmente opuesto al anterior.

—Hay algo que lo hace más sombrío: la casi total ausencia de esperanza.

—Es verdad que se ha perdido la fe en las utopías, en eso estoy de acuerdo. Pero hay que ver las cosas desde otro punto de vista: la crisis puede devolvernos cierta sobriedad, quitarnos arrogancia; puede inyectarnos también contra el fanatismo. Por supuesto, lo que le digo no significa, en modo alguno, conformidad con lo que está ocurriendo.

—Es admirable su interés por ver en todas direcciones e interpretar todos los pensamientos. En una época de creciente especialización, es casi un milagro encontrar a alguien como usted, que sabe de poesía, literatura, pintura, historia, filosofía, política, religión.

—No crea que estoy tan enterado, pero sí hay en mí ese interés plural del que habla. Nací en la época en que se pensaba que la cultura estaba en contra de la especialización, que esteriliza a la gente. He querido vencer, hasta donde sea posible, los peligros de la especialización. Actualmente los conocimientos avanzan tanto y con tal rapidez que ya nadie puede aspirar a dominar todas las disciplinas. Es particularmente difícil para alguien que viene de las letras empaparse de la cultura científica moderna; sin embargo, es algo acerca de lo cual todos debemos tener un conocimiento siquiera elemental. Habrá visto que en mi libro escribí sobre Francis Crick.

—Sí, el artículo titulado “Inteligencias extraterrestres y demiurgos, bacterias y dinosaurios”.

—Tuve oportunidad de conocer a Crick en Cambridge. Mi esposa y yo lo vimos en Churchill College. A Crick le habían dado el Premio Nobel de Biología en 1962, con James Watson y Maurice Wilkins, por su descubrimiento de la estructura molecular del DNA. Lo recuerdo como un hombre joven a quien interesaba mucho la pintura moderna. En 1981 leí su libro, Life Itself, its Origin and Nature. Lo encontré fascinante: una mezcla de ciencia y ciencia ficción. Imagínese lo que significa su aseveración acerca del origen del hombre: hemos venido de otro planeta con otro sistema solar.


Creer y crear

—La teoría de Crick sobre nuestro origen consuma el asalto de la ciencia moderna contra la idea de Dios.

—Tal vez el avance científico explique algo que he venido sosteniendo desde hace tiempo: el gran ausente de Occidente es Dios.

—¿Y qué llena esa ausencia, esa necesidad de creer?

—Schopenhauer dice que la filosofía es la religión de los pocos, de aquellos que pueden vivir en la libertad, en la ciudad. La religión, en cambio, es la filosofía de los más: de aquellos que, para vivir, necesitan certidumbres.

—Si tenemos fe por la necesidad de aferrarnos a algo que nos proteja del vacío, ¿de qué nace la necesidad de crear?

—La capacidad de crear viene siempre de una carencia: porque sabemos que no somos inmortales, porque comprendemos que hay una distancia entre la realidad y el deseo, porque nos damos cuenta de que el mundo es imperfecto o porque tenemos conciencia de la muerte. La escritura es un testimonio frente a la muerte. Toda obra de arte está hecha frente a dos grandes potencias: la idea de la vida o la idea de la muerte, Eros o Tanathos. Nos debatimos por un lado entre el gran impulso erótico y por otro en el terror a la muerte. En esto el poeta demuestra ser un hombre como los demás.

— El artista tiene la posibilidad —por remota que sea— de salvarse en un tiempo que está más allá de la muerte: la inmortalidad.

—Cuando ocurre el hecho físico, la muerte real del hombre, eso no importa nada. Quizá lo más importante sea la inmortalidad de las obras que, primero, es relativa, y segundo, está hecha de sucesivas modificaciones. Evidentemente El Quijote que escribió Cervantes no es el que leemos actualmente: la obra ha sido modificada por pérdidas y mutilaciones, pero también se modifica porque el tiempo ha ido cambiando a los lectores. El tiempo real juega un papel importante: muchas veces destruye totalmente una obra, otras la mejora. 


La salvación del instante

—A usted le fue dado escribir grandes obras: tiene derecho a pensar en la inmortalidad.

—A veces pienso en esas cosas, pero hay otras formas de no morir que me interesan más: la vivacidad, por ejemplo. Uno siempre aspira a tener lectores, mejor si son contemporáneos, capaces de vivir la instantaneidad de la poesía.

El único acceso que tenemos a lo eterno, a Dios si es que existe, es el instante vivido plenamente en que nos olvidamos del tiempo y de nosotros mismos. Ese momento de vivacidad lo experimentan a veces los poetas, a veces los niños o los enamorados en horas de privilegio. En ciertas obras eso me ha interesado mucho: la vivacidad, la salvación del instante a través de la poesía. En la aspiración a salvar el instante juega un papel fundamental la memoria que, después de todo, es una parte de la imaginación.

—En su prosa, ¿busca igualmente la vivacidad?

—Sí, pero en mi prosa hay dos vertientes: la prosa de la crítica, la prosa de la reflexión, donde siempre he procurado ser lo más claro posible. Recurro a ella para desentrañar alguna obra o para expresar alguna idea. Junto con ésta, hay también una prosa de creación en la cual los propósitos son distintos: en ella la razón no es esencial: predominan la fantasía, la imaginación y el gusto. 


Cuentos y revistas

—Ignoro si voy a decirle una impertinencia, pero veo en muchos de sus textos cuentos magníficos. Me refiero, por supuesto, a las secciones narrativas de ¿Águila o sol? y a El mono gramático, pero también a otras páginas como "Visita a un poeta", su entrevista con Robert Frost, que está en Las peras del olmo, o el comienzo de "Magia de la risa". ¿Por qué no ha escrito más cuentos?

—Eso es verdad: yo hubiera querido escribir más cuentos. La novela siempre me asombró: me pareció demasiado larga. En cambio, el cuento siempre me fascinó porque es el género más parecido a la poesía: relata algo y tiene la intensidad de un poema. Al fin, la poesía me atrajo más y me permitió explicarme algunas cosas —por ejemplo, mi país, México—. Me habría gustado escribir más prosas pero una serie de obstáculos me lo impidió, la vida me llevó por otros caminos, fue necesario trabajar en cosas que me permitieran sobrevivir.

—A todas esas circunstancias tenemos que agradecerles que usted haya practicado el periodismo literario.

—Sí, es cierto. El periodismo literario, que concibo como una expresión de generosidad, lo han practicado muchos escritores: Baudelaire, Pound, Eliot, entre otros. Aquí en México hay una gran tradición de escritores dentro del periodismo literario.

—¿Cómo define el periodismo literario?

—Es una manera de defender ciertas ideas, gustos, tendencias, y más que de generosidad, es una forma de interés. Como dije, admiré mucho a Reyes, pero le reprocho que haya escrito tan poco acerca de los Contemporáneos, sobre los jóvenes de su tiempo; en cambio, Villaurrutia y Cuesta fueron de una generosidad extraordinaria, lo mismo que Vasconcelos.

—En Sombras de obras insiste en lo importante que fueron las revistas para su formación.

—Los jóvenes de mi generación fuimos afortunados porque nos tocó vivir un momento de esplendor de la cultura en nuestra lengua. Abundaban las revistas: leíamos Contemporáneos, cosa algo difícil porque a veces nos resultaba muy elevada; leíamos Revista de Occidente y otras que llegaban de Madrid, como La Gaceta Literaria, muy audaz porque allí aparecían noticias del surrealismo, de la vanguardia. Luego nos llegaron Sur y otras publicaciones de Buenos Aires y una muy buena de La Habana: Avance. Leyendo sus editoriales, sus artículos, nos formamos.

—Esas revistas, ¿eran fáciles de conseguir en México?

—Sí, porque las vendían en varios lugares: en una librería especializada en libros franceses, que estaba en 5 de mayo. Luego Misrachi nos puso cerca los libros norteamericanos, ingleses y también franceses. Hubo otras librerías importantes: Porrúa, Robredo y en la colonia Guerrero otra a la que yo iba mucho: la Librería Navarro.

—Por fortuna, el libro se ha democratizado: uno puede conseguirlo ahora en muchas partes. Sin embargo, esta ubicuidad de los libros nos ha privado casi por completo del gran placer de ir a las librerías.

—Para nosotros ir a la librería de Porrúa o de Robredo era una experiencia muy especial porque como estaban cerca de la Preparatoria Nacional y de la Secretaría de Educación Pública —donde los escritores eran maestros o empleados—, veíamos pasar a las grandes figuras: don Artemio de Valle Arizpe con sus bigotes; Xavier Villaurrutia, Julio Torri, Novo, Efrén Hernández. Muchos de ellos vivían prácticamente en Porrúa, conversando sobre las novedades editoriales, literatura, política. Recuerdo también a Alejandro Gómez Arias, Andrés Henestrosa y Manuel Moreno Sánchez. 


Ir y volver

—Henestrosa escribió muy temprano sus dos breves obras maestras; en cambio, me parece que ésta, la de sus años en Siempre!, será recordada como la mejor época escritural de Gómez Arias y Moreno Sánchez. Pasando a otra cosa, he oído decir que usted no tiene propósito de escribir sus memorias, aunque de hecho están comenzadas en su libro acerca de Villaurrutia y en Sombras de obras. Si —como esperamos— se anima a terminarlas, serían también la memoria de una ciudad tan presente en su obra como es México. Pese a sus largos años fuera del país nunca perdió el perfil de la ciudad ni el ritmo del habla cotidiana.

—Viví fuera de México muchos años: veinte. Muchas veces sentí nostalgia de mi idioma y a veces, al recorrer calles de París o Nueva York, tuve la viva sensación de transitar por una calle de la ciudad de México. Es verdad que nunca perdí ni la ciudad ni mi idioma. Confieso que los conservé sin proponérmelo.

—Cuando vivía fuera de México, ¿llevaba consigo algunos libros que mantuvieran viva su relación con el lenguaje y con la ciudad misma?

—Viajé años y años con ciertos libros, por ejemplo, la Antología de poesía medieval de Dámaso Alonso. Por desgracia, perdí el volumen en la India y nunca he podido recuperarlo. Leía a muchos autores en mi idioma y supongo que la poesía me ayudó a conservarlo. Leyendo poesía medieval me di cuenta de que la poesía encuentra sus tonos y acentos en el ritmo de la conversación. Esto me sirvió de un modo práctico: en 1945, cuando estaba en Nueva York, el padre Lobo me consiguió un empleo en la Metro Goldwyn Meyer: yo debía traducir las películas para su doblaje. Es un trabajo difícil, hay que lograr que los textos en español sean iguales que en inglés, que las labiales concuerden para que los movimientos de los actores sean exactos. Creo que hice bien el trabajo gracias a que lo aprendí del ritmo y los acentos del habla coloquial en la poesía.

—Dice que nunca se propuso conservar literariamente la ciudad, pero ella está en su obra. Rota, demolida, desbaratada, dejó algunos sitios que existen con un vigor extraordinario en su literatura. Para mí, como simple lectora, sus páginas tienen la claridad de ciertos días en la ciudad de México. ¿Qué sensación tuvo al volver, en 1953?

—La primera fue de extrañeza. Luego de tantos años de haber vivido lejos de la ciudad, un buen día me eché a caminar por el México viejo. Reconocía la ciudad, pero tuve la sensación de que ella no me reconocía, que era nada más uno de tantos: no encontraba a mis amigos y conocidos: algunos muertos, otros distantes. No sé por qué razón, de pronto, me encaminé al Colegio Nacional. Entré. Desde mi sitio miraba llegar a muchas personas conocidas, pero curiosamente ninguna me veía, ninguna me reconocía: claro, nadie esperaba encontrarme ahí. Reconocí al conferenciante: era Jaime Torres Bodet que, sin saber que me encontraba entre el público, me citó. Esa noche la mención de mi nombre me produjo gran dicha: sentí que volvía a existir.


El diálogo con la pintura

—Me da gusto que haya pronunciado el nombre de Jaime Torres Bodet. Excepto José Luis Martínez, Rubén Salazar Mallén y Rafael Solana, todos hemos sido injustos con él, ¿no le parece?

—Coincido en que respecto a Torres Bodet hay una injusticia que debemos subsanar. Recuerdo que un día, cuando él era ya director de la UNESCO, me lo encontré y le dije: “Jaime: a usted todo le sale bien y esto me da miedo”. Él me contestó: “Usted es muy cruel al decirme esto”, La causa de la injusticia que hemos cometido con Torres Bodet es que en él hay un hombre de Estado —eminente, pero no crítico— y un creador. Esta dualidad dañó al escritor, que produjo algunos poemas muy dignos, rescatables. Creo que Torres Bodet fue víctima de sus obras menos apreciables.

—Parte importantísima de su obra es la crítica de artes plásticas. ¿Cómo descubrió la pintura?

Al mismo tiempo que descubrí la música, es decir, en las salas y teatros, decorados por pintores mexicanos, a donde íbamos a oír a Carlos Chávez, un gran promotor de la música no sólo mexicana sino del mundo entero. Recuerdo que iba a los conciertos en el Teatro Hidalgo, en el Anfiteatro Bolívar; que a mi paso para algún salón de conciertos miraba los frescos de la Secretaría de Educación Pública. Años después, cuando fui a Nueva York, donde viví en los años de la guerra, iba mucho al Museo de Arte Moderno, que entonces no era nada popular. Allí vi la pintura europea, el arte moderno contemporáneo. En Francia seguí el diálogo con la pintura. He escrito sobre muchos pintores mexicanos —porque me lo han solicitado o por gusto—. Uno de los primeros artistas acerca del cual escribí fue Juan Soriano: uno de los artistas más inteligentes, vivos y generosos que he conocido.

No quiero abusar de su generosidad. Me despido de Octavio Paz y de Marie José. Vuelvo al Paseo de la Reforma y, a pesar de la devastación y la contaminación, evoco el verso de Piedra de sol que lo define: “No pesa el aire: aquí siempre es octubre”.



Entrevista originalmente publicada en Al pie de la letra, México, FCE, pp.325-334.