Jesús Salazar Romero
Año
1930
Lugares
Ciudad de México
Guerrero, México
Personas
Henestrosa, Andrés; López Malo, Rafael; Toscano Escobedo, Salvador; Vega Córdova, Raúl; Ramírez y Ramírez, Enrique; Dromundo, Baltasar; Retes, Ignacio; Tapia y Terán , Bulmaro
Tipología
Memorias
Temas
Los años de San Ildefonso (1930-1932)
Lustros
1930-1934
1960-1964
1995-1999
Jesús Salazar Romero (San Martín del Mezquite, Guanajuato,18 de mayo de 1914 - Ciudad de México, 6 de junio de 2011) retrata en su autobiografía, El oficio de ser hombre: Memorias de un hombre común (2004), la época en la que transcurrió la juventud de Paz. Para este recuento se han considerado todas las anécdotas en las que estuvieron involucrados los compañeros y amigos de adolescencia del poeta, con los que compartió intereses, discusiones y hasta enfrentamientos.
Para un mejor entendimiento, se presentan los textos en orden cronológico y no en la secuencia intercalada que Salazar Romero empleó.(AP)
La planilla opositora era apoyada por los riquillos de la escuela, especialmente atletas, que vestían mejor ropa y eran populares por sus éxitos en la pista y en el campo, pero mi colonia era brava y solidaria, me respaldó en la campaña, y fue una sorpresa para todos el triunfo de Rubén Mora Gutiérrez. Él resultó presidente de la escuela y yo, naturalmente, vicepresidente.
Pocas semanas después me llamó Rubén y me dijo:
—Ven, aquí te presento a mi paisano Manuel Sánchez, que está compitiendo para presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios, me pide que le recomiende a alguien para que le haga su campaña en la escuela y quiero que lo ayudes.
Manuel Sánchez H. era presidente de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria, iba acompañado por un grupo de estudiantes brillantes, que años después habrían de distinguirse en los campos de la literatura, la vida pública y la cultura: Octavio Paz, Roberto Guzmán Araujo, Enrique Ramírez y Ramírez, Salvador Toscano, Rafael López Malo, Jorge Tamayo, entre otros. Ese momento fue el parteaguas definitivo de mi vida; lo inteligente y lo brillante no se contagia, pero de todos ellos con quienes conviví casi dos años, aprendí mucho (aunque fuera en forma esquemática), hasta llegar a ser el autodidacta que aún soy.
Así empezaba para mí 1930. El año anterior había sido crucial en la vida de la universidad: año de la gran huelga estudiantil que culminó con la autonomía. Ese año lo había pasado correteado por los bomberos y la policía montada, escuchando los concursos de oratoria en su época de oro: Alejandro Gómez Arias, Pepe Muñoz Cota, Luciano Kubli y Adolfo López Mateos. Aún recuerdo la figura menuda y la voz delicada de Gómez Arias, en un concurso en el que la porra reventaba oradores, cuando le gritaron desde un palco:
—¡Tienes voz de mujer!—. Alejandro calló un momento, luego levantó el índice y señaló el palco de donde había salido la voz y dijo:
—La diferencia entre el hombre y la mujer no es su voz, la diferencia es entre los valientes y los cobardes. El valiente viene aquí, a esta tribuna, expone sus ideas y las confronta, el cobarde —y seguía señalando el palco con el dedo— tira la piedra y esconde la mano.
El aplauso fue atronador, Alejandro se había apoderado del escenario. Era el estudiante más culto, provenía de una familia acomodada y a los veintidós años había estado dos veces en Europa, tenía una voz pequeña, pero su personalidad era impresionante; fue el alma de la huelga del 29, fue su capitán y el joven que todos queríamos ser. Posteriormente, a través de Manuel Sánchez H. pude conocerlo, tratarlo y formar parte de su equipo político de base. También conocí a otros dirigentes excepcionales, a Baltasar Dromundo, Ciriaco Pacheco Calvo, Andrés Henestrosa, a los Zapata Vela y muchos más.
Manuel Sánchez H., mayor que yo por cinco o seis años, era un muchacho de sonrisa fácil, lo que se llama en el argot popular “sangre liviana”, era gentil, cariñoso, amigo cabal; me identifiqué con él. Yo era un muchacho sin asideros, que vivía en el filo de la navaja, Manuel era huérfano, el hermano menor de una familia; los vínculos que se establecieron entre ambos fueron sólidos y sólo terminaron con su muerte. Manuel era pobre, había llegado a la Ciudad de México procedente de Guerrero, buscando a dos de sus hermanos mayores que tenían una pequeña papelería, “La Popular”, en las calles de Argentina. Éstos al verlo llegar desvalido, dispusieron de él como mano de obra, por la sola comida diaria. Un día Manuel, según él mismo me contaba, les pidió que lo dejaran inscribirse en la Escuela Nocturna, se rieron, pero lo dejaron ir. Estaba dotado para ser líder, era estudioso y decidido, se inscribió en el concurso de oratoria de la Escuela Nacional Preparatoria que patrocinaba el periódico El Universal. Para sorpresa de todos ganó el primer lugar. Al día siguiente del concurso la noticia y su fotografía aparecían en la primera plana del periódico, eso y su carisma bastó para confirmar su condición de líder estudiantil. Sus hermanos, limitados culturalmente, estaban asombrados, había un hombre inteligente en la familia; inmediatamente cambiaron su actitud, le tuvieron consideraciones especiales, tiempo completo para estudiar y dejó de ser un obrero más. […]
Hay amigos que teniendo diez panes y estando tú en apremios, te invitan uno; eso, sin duda, tiene un valor; pero hay otros que teniendo ellos un pan, te invitan la mitad y eso es una cosa diferente, Manuel era de los segundos.
La campaña de Manuel para presidente de la Federación Universitaria culminó con el triunfo, después con el apoyo de ese grupo y de Rubén Mora me postulé para presidente de la Federación de Escuelas Secundarias y también tuvimos éxito […]
La vida estudiantil transcurría entre las calles de San Juan de Letrán, Tacuba, Argentina, hasta llegar a las calles de Bolivia, siguiendo por Perú hasta llegar al jardín del Carmen y bajar por la calle del mismo nombre a Licenciado Verdad, era un lugar bellísimo. Allí estaban la Escuela Nacional Preparatoria, “La Perrera Chica”, donde se encontraba mi escuela: el ex convento de San Pedro y San Pablo, la Escuela Nacional de Jurisprudencia, la Escuela Nacional de Medicina, la Escuela Nacional de Ingenieros, la Escuela Lerdo para Señoritas, donde estudiaban mujeres tan bonitas que diariamente hacíamos mítines para verlas salir. También en la calle de Licenciado Verdad estaban ubicadas las oficinas principales de la universidad, con el paraninfo (local cultural para reuniones de funcionarios de alto nivel). La Casa del Estudiante, en el jardín del Carmen. A todo ese perímetro le llamábamos cariñosamente el “Barrio Latino” y exagerando le decíamos el “Montparnasse de México”. En realidad era un lugar acogedor, bibliotecas, lugares culturales, con fondas, cafés de chinos y casas de huéspedes al alcance de los estudiantes. En las hermosas vecindades coloniales de aquel tiempo, tenían sus viviendas las familias de gran parte de los estudiantes. En una de ellas, en las calles de Colombia, vivía Pura Córdoba, la pionera del teatro radiofónico, que era la madre de Raúl Vega Córdoba, miembro del grupo, inteligente y brillante, fue en esa casa donde ocurrieron los acontecimientos que me llevaron a la cárcel de Belén. Contaré: Una tarde nos reunimos en la casa de Raúl, la mayor parte del grupo para hablar sobre la mejor forma de conducir la política estudiantil. Al terminar nos dividimos en pequeños grupos para charlar. Alfonso Ortega Martínez y yo nos quedamos en una pieza jugando póquer, las apuestas eran de 40 o 50 centavos, suma considerable para un estudiante; en una jugada yo ligué dos pares y él tenía corrida, que era superior, pero no lo advirtió a tiempo y tirando las cartas dijo:
—Perdí—. Junté mis cartas con las de él y las metí en el mazo de la baraja, comencé a barajarlas y fue entonces cuando recordó: —¡Yo tenía corrida! —; le hice notar que de acuerdo con las reglas él había perdido, ya que las cartas estaban en la baraja; no estuvo conforme, se disgustó.
Era alto y fuerte, me dio un golpe en la cabeza que me tiró al suelo; me levanté furioso y dispuesto a pelear, pero todo el grupo que se encontraba en la otra habitación intervino, no podía permitir que mi prestigio de guanajuatense bravo cayese por tierra, así que me salí de la casa fui a esperarlo en el zaguán de la vecindad; yo portaba una navaja que me acompañaba desde Guanajuato, hice un plan: sacar la navaja y hacerlo huir para nivelar mi prestigio perdido. Fue con esa intención que al verlo salir, le cerré el paso y se desencadenaron los hechos que me llevaron a la cárcel.
Al día siguiente, creyendo sin fundamentos que las cosas pararían ahí, fui a entrevistarme con Narciso Bassols, secretario de Educación Pública, para informarle sobre el resultado del congreso estudiantil al habíamos concurrido en la ciudad de Toluca; al salir del edificio me encontré con varios del grupo, y al verme tan tranquilo me miraron sorprendidos
—¿Qué no has leído los periódicos? ¡Te anda buscando la policía y también Lauro [Ortega Martínez]!—. Para disimular mi confusión y para guardar la figura, les contesté:
—No le hace, a Lauro también le doy. […]
Al día siguiente, en la tarde, me aprehendió la policía en mi refugio del ex convento de San Jacinto […]
Penetramos en la prisión. En conjunto era un rectángulo con un edificio de dos pisos en cada costado, llamados galeras; había una para los detenidos por "delitos de sangre"; otra para los detenidos por delitos contra la propiedad (robo, fraude, abuso de confianza); una más para detenidos por tráfico y consumo de enervantes y la llamada galera de turno; allí se alojaban los presos que entraban por primera vez, los que estaban en espera de recibir su boleta de libertad o formal prisión en un período máximo de setenta y dos horas; a esa última ingresé yo. Las galeras eran unas barracas grandes, como las de campos de concentración. Ahí estuve tres días. Al siguiente de mi entrada se oyó una voz en la puerta que decía:
—Jesús Salazar Romero a la reja!—. Me paré y fui a ver qué querían. Un sujeto dijo: —¡Sígame!— era otro preso, y agregó —lo van a llevar a un careo, con el hombre que usted hirió, al hospital de San Jerónimo de la Cruz Roja —yo no contesté, simplemente lo seguí.
Me pararon en medio de dos soldados federales (cada uno con su fusil en el hombro), bajo el mando de un sargento y por media calle me llevaron a lo largo de siete cuadras, hasta la calle de San Jerónimo. La cárcel de Belén estaba ubicada en Niños Héroes y avenida Chapultepec, donde está ahora el Centro Escolar Revolución. Llegamos al hospital y entramos a la sala de los lesionados, allí estaba Alfonso Ortega Martínez, el hombre al que yo había herido. Se encontraba acostado en una cama, y junto a él un representante del ministerio público, con su secretario. En cuanto llegué me leyeron la declaración de Alfonso, donde decía haber tenido una riña conmigo en una vivienda en las calles de Colombia y que al terminar yo me salí primero para esperarlo escondido en la oscuridad y apuñalarlo por la espalda. Claro que no había sido así: lo esperé en la puerta y le dije:
—¡Aquí quiero que me pegues!
—¡Aquí también te pego! —me contestó.
Como él era atlético y yo flaco y chaparrito, se me vino encima, pero yo tenía una navaja en la mano, cuando me quiso abrazar para desarmarme, lo libré y con la mano derecha le di unos cuatro o cinco piquetes en la cabeza. Como la sangre es muy chismosa y sale rápido, eso bastó para que le corriera por toda la cara y se espantó.
—¡Ya me chingaste! —dijo y me soltó.
Hui y al día siguiente me detuvieron los policías. Así fue como llegué a la cárcel de Belén.
Muchacho al fin de diecisiete años, en lugar de negar y aclarar cómo habían estado las cosas, simplemente le pregunté:
—¿Así estuvo Alfonso? —y él repitió con fuerza:
—Sí, así estuvo —no supe qué hacer, sólo le dije amenazante:
—Bueno, la cárcel no me va a comer.
Eso implicaba que lo estaba amenazando, era otro delito más. El secretario no lo anotó, así que simplemente dieron por terminada la audiencia. Además allí me enteré que había un certificado, expedido por un médico de la delegación del ministerio público, en el que se decía que las heridas recibidas ponían en peligro la vida y eso implicaba necesariamente pena de prisión. Después supe que este certificado lo había obtenido su hermano, el doctor Lauro Ortega Martínez que después fue subsecretario de Agricultura, senador, presidente del PRI, gobernador, persona muy importante. Él era amigo del médico de turno y arregló que clasificara las heridas como que ponían en peligro la vida.
Desde que estaba preso en el jardín del Carmen, en la delegación, hablé por teléfono con mi amigo Manuel Sánchez H […] para avisarle lo que pasaba. […] Fue a verme y me dijo:
—No te preocupes, voy a ver cómo te saco.
Poco después del careo, Manuel llegó a la prisión con mis amigos universitarios, Roberto Guzmán Araujo, Octavio Paz, Salvador Toscano, Jorge Tamayo, Rafaelito López Malo, Enrique Ramírez y Ramírez, brillantes todos, que después fueron gente notable, distinguida en las letras, en la literatura, en la política, en el arte. Todos me veían con una mezcla de extrañeza y de simpatía, ya que ninguno de ellos era capaz de liarse a golpes y navajazos con otro compañero. Su solidaridad me hizo creer que las cosas transcurrían bien y que saldría en veinticuatro horas. A los diecisiete años se es insensato, se piensa que todo se va a arreglar, no sabe uno por qué, pero lo cree. Estaba equivocado. Llegó el día siguiente y me llamaron de nuevo al juzgado. […]
Por supuesto que durante todo este tiempo mis amigos iban a visitarme los sábados, cuando estaba desempeñando mis funciones, especialmente Manuel Sánchez H., me acompañaba un rato en mi trabajo y me subía los ánimos.[…]
***
La posición de Manuel Sánchez H. como presidente de la Federación Universitaria lo colocaba en un lugar de oportunidad política, era la época de los generales incultos, y todo aquel militar que aspiraba a un puesto político procuraba vestir bien sus ambiciones agregando a su séquito estudiantes distinguidos. Así fue como el general Gabriel Guevara, que aspiraba al gobierno del estado de Guerrero, llamó a Manuel, guerrerense también, para que lo apoyara en sus pretensiones. Manuel correspondió con entusiasmo, pues en sus planes estaba la idea de ser diputado federal para iniciar una carrera política y ésta era la oportunidad perfecta. En esos momentos gobernaba el estado el general Adrián Castrejón [1929-1933], que tenía fama de ser reaccionario, violento y abusivo. Aunque el tiempo nos fue demostrando que no lo era tanto, pero para los efectos políticos resultaba conveniente mantener esa imagen. […]
Cuando salí de la prisión, me encaminé de inmediato a la papelería “La Popular”, donde vivía Manuel, para darle la noticia de mi libertad. Encontré a sus hermanos que me informaron:
—Manuel no está en México, fue a Chilpancingo a registrar la candidatura del general Guevara a gobernador, pero mañana llega de regreso. Me fui a dormir a mi viejo exconvento y a la mañana siguiente busqué a Manuel que me dijo emocionado:
—¡Qué bueno que saliste!, ¿traes un retrato? — despegué un retrato de una vieja credencial de estudiante y se la di: —Mañana salimos para Guerrero —continuó— vente mañana con tu ropa.
Llegué al día siguiente con una pequeña petaca que contenía mis cuatro calzones y un traje. Manuel me hizo entrega de una credencial expedida por la Secretaría de Guerra y Marina, que me autorizaba para portar armas en todo el país, y de una preciosa pistola niquelada calibre 32-20, que brillaba como si fuera de plata; en ese momento era yo un hombre feliz, iba a la violencia respaldado por una identificación y una sensación de poder. El mismo día salimos para Guerrero.
Llegamos a Iguala, una ciudad con calles de lodo, sucia, con casas bajas con techos de teja, triste y desangelada. Paramos ahí para que Manuel pudiera hacer algunos contactos políticos y luego seguimos para Chilpancingo. Muchos años después vi una caricatura de Abel Quezada, en que viajaban dos marcianos en un platillo volador y abajo, a lo lejos se veía, un pueblecito. Uno de los extraterrestres le decía al otro:
“¿No te gustó Iguala?... espérate a que lleguemos a Chilpancingo”.
Efectivamente, llegamos a Chilpancingo y comprobamos que los marcianos tenían razón. Pero a los pocos días descubrí que no obstante sus carencias, en aquella pequeña aldea de siete mil habitantes radicaba la mejor gente del mundo: cariñosa, acogedora, cordial, bondadosa, arriesgada y valiente; nos recibieron en sus hogares como si fuéramos parte de la familia, parientes que habían llegado después de un largo viaje. Íbamos a hacer una campaña de cuatro meses para regresar a la Ciudad de México y, quién lo podía imaginar, ahí pasé los mejores cinco años de mi vida; tenía dieciocho años al llegar y veintitrés cuando regresé a la capital; con el firme deseo de volver a convivir con aquella gente extraordinaria. Habrían de transcurrir dieciséis años antes de lograrlo, pero lo hice.
Con esa gente iniciamos la campaña. Era una sociedad aldeana y liberal, en la que no tenía arraigo el concepto de clases, todos eran iguales; […]
La campaña fue en ocasiones interesante y efusiva, los pobladores escuchaban los encendidos discursos contra el gobernador en turno y nuestro movimiento político era popular. Del grupo de estudiantes preparatorianos amigos y compañeros de Manuel, sólo fuimos a esa campaña cuatro o cinco de tiempo completo; de los muchachos brillantes que ya mencioné, sólo algunos iban el fin de semana, casi como turistas; entre ellos y en forma singular debo mencionar a Roberto Guzmán Araujo, muchacho inteligente, con prestancia física, perfil griego, ojos adormilados y grandes pestañas. Cantaba con una voz de barítono, era poeta y un orador notable.
A mis dieciocho años no conocía el mundo, pero sabía que existía Suiza y su afirmación me tomó de sorpresa; pensé “Se mandó el general”, esas palabras me pusieron en guardia, fueron el metro para medir lo que nos esperaba. […]
En esos días, fue nombrado recaudador de rentas de Iguala el señor Ignacio Retes, que era cuñado del general Guevara. El matrimonio tenía un hijo, con el mismo nombre del padre, de unos catorce años. Como no existía escuela secundaria en Iguala, lo enviaron a Chilpancingo para que asistiera al Colegio del Estado. Ese jovencito es el mismo que actualmente es actor y director de teatro. Con frecuencia platicaba con Ignacio en las bancas del jardín de Chilpancingo —yo soy mayor que él cinco años— y en las conversaciones abordábamos temas poco usuales para adolescentes de su edad; era una persona inquieta e inteligente, aptitudes que más tarde lo llevarían a ser lo que hoy es. Esa amistad duró algún tiempo y nos llevó a un incidente con Octavio Paz, poco antes de que el Nobel falleciera, del cual hablaré más adelante. […]
Durante la época en que Chucho [Salazar Toledano] fungía como secretario de Gobierno del D. D. F., allá por el mes de febrero de 1995, recibí una llamada telefónica de Ignacio Retes, el connotado director de teatro, a quien, como ya dije, conocí en Chilpancingo cuando tenía catorce años. Hacía cincuenta años que no teníamos comunicación, me dijo que pensaba tomar parte en un concurso de novela y quería rescatar en su obra los turbulentos acontecimientos de los años treinta, que habíamos vivido juntos en Guerrero. Existía la coincidencia de que ambos vivíamos en Tlalpan y concertamos una cita en mi casa; la conversación fue larga, recuerdos y más recuerdos, le proporcioné fotografías de aquella época y el ejemplar de un libro que Bulmaro Tapia había publicado sobre lo ocurrido en la campaña del general Guevara, tío de Ignacio Retes. Con esos documentos y apuntes que tomó, nos despedimos. Posteriormente nos reunimos a disfrutar de un café con Elena Leyva, su novia de la infancia, con quien yo conservaba amistad.
En el concurso, Ignacio Retes obtuvo el segundo lugar con el libro titulado Nostalgia de la tribu, lo que le daba derecho, aparte del premio, a la publicación de su novela. Entre las declaraciones que hizo con motivo de este premio, afirmó que en la campaña del general Guevara, había tomado parte Octavio Paz. Lo cual era inexacto, como se demostró finalmente.
Octavio Paz, a su vez, hizo declaraciones en los periódicos negando el hecho, pero Retes insistió en que era verdad. La molestia de Octavio Paz creció. La polémica fue en aumento, publicándose las declaraciones de ambos, en algunos diarios y principalmente en la revista Proceso, en ocasiones con toques violentos. Retes decía:
“Paz se ha de avergonzar ahora, pero estaba allá haciéndole la campaña a Gabriel R. Guevara, para gobernador del estado de Guerrero”.
Paz replicó:
“Jamás he participado en una campaña electoral, no conozco al señor Guevara, no soy de Guerrero y no he vivido nunca en ese estado, Quiero creer que se trata de una confusión de Retes y le pido que la rectifique inmediatamente”.
Retes contestó:
“No se trata de vilipendiar o calumniar a Paz”, pero reafirmó que éste anduvo en Guerrero durante la campaña de Gabriel R. Guevara, y que había tomado parte en la campaña a instancias de Manuel Sánchez y citando en apoyo de su dicho la publicación de Bulmaro Tapia El libro que no escribí: recuerdos de una vida intrascendente, donde éste menciona a Octavio Paz como participante. La violencia de la polémica creció y finalmente Retes se excedió declarando:
“La actitud de Octavio Paz es atentatoria, inmoral e injusta. Yo no digo mentiras en mi novela”, y agregaba: “Hay gente que vio a Octavio Paz en Chilpancingo, como don Jesús Salazar Romero, quien todavía puede testificar que Octavio Paz estuvo en la campaña y cuyo hijo es Jesús Salazar Toledano, el actual secretario de Gobierno del D. D. F; él conoció a Octavio Paz, habló con él en Chilpancingo. Este señor me proporcionó muchos datos que yo utilicé en la novela”.
Esta afirmación me involucraba directamente. Paz ya le había pedido a Retes que en apoyo de su dicho, le mostrara los periódicos de la época o algunas personas que hubieran participado Octavio investigó mi teléfono y me llamó, hicimos algunos recuerdos de la preparatoria y en seguida me explicó el motivo de su llamada, a mi vez yo le informé que habían venido a entrevistarme unos reporteros de la revista Proceso y les había hecho declaraciones rectificando las afirmaciones de Retes, pero que estas declaraciones no habían sido publicadas. Octavio me dio las gracias, agregando que iba a aclarar debidamente ese asunto.
Poco
después recibí la llamada de Julio Scherer, solicitándome información, le
expliqué con brevedad cómo habían ocurrido los acontecimientos, me escuchó y
dijo:
—¿Quiere, por favor dictarme su declaración?— y vía telefónica me entrevistó.
En el siguiente número de Proceso, aparecieron mis palabras:
DECLARACIÓN DE JESÚS SALAZAR ROMERO
En el año 1930 o 1931 se formó un grupo en la preparatoria, del que formaban parte Octavio Paz, Roberto Guzmán Araujo, Salvador Toscano, Raúl Vega Córdoba, Enrique Ramírez y Ramírez, Rafael López Malo y como unos diez estudiantes más Políticamente encabezaba ese grupo Manuel Sánchez H., que era presidente de la Escuela Nacional Preparatoria y contendía por esos años para presidente de la Federación Universitaria, apoyado por todos los ya mencionados.
En el año 32 Manuel Sánchez H., que era guerrerense, fue invitado por el general Gabriel R. Guevara, tío de Ignacio Retes, para que lo acompañara a su campaña política para gobernador del estado de Guerrero. De ese grupo varios estudiantes acompañaron a Sánchez, entre ellos su servidor, que tenía diecisiete años, los mismos de Octavio Paz.
Sobre lo que viene polemizando Octavio Paz, si estuvo en la campaña o no, a mí me consta que estuvo en Guerrero en el año de 1931 invitado por Sánchez H., a conocer su pueblo, Tixtla, y Octavio aceptó la invitación y estuvo en Tixtla y Chilpancingo por ese motivo. En el año 32 empezó la campaña, a la que como queda dicho concurrieron varios compañeros del grupo de Octavio Paz, por lo que seguramente quienes lo vieron en Guerrero el año anterior, dieron por hecho que había ido a la campaña del general Guevara.
Pero a mí me consta que Octavio no estuvo en la campaña, ni pronunció discursos ni nada que se le parezca, por lo que es explicable la confusión de Retes. De todo ese grupo solamente Octavio y yo somos sobrevivientes
En la misma página estaba publicada una carta de Octavio Paz dirigida a Julio Scherer, que contenía una emotiva narración de su viaje a Guerrero, que coincidía con mi declaración. Posteriormente Octavio me llamó para agradecerme y conversamos nuevamente sobre aquella época preparatoriana.
—Oye Salazar, ¿quiénes de los que tú mencionas fueron a esa campaña?
—Ninguno Octavio, ninguno. Sólo Roberto Guzmán Araujo, que recorrió la zona del Balsas pronunciando discursos. Tú ya sabes cómo era él.
—Si, era muy buen orador y muy divertido,
—Si Octavio, recuerda que le decíamos “El Loco” Guzmán—. Se oyó su risa.
Quedamos en reunirnos para seguir platicando de aquellos tiempos. Ese encuentro nunca se consumó, él se fue antes. […]
La visión se disminuye y no puedes leer, se pierde el oído. Aunque no te inhabilites completamente, tus reflejos se van perdiendo. No tienes con quién añorar y en ocasiones, sólo te queda escribir unas memorias.
Veamos por qué lo digo:
Mis amigos de la infancia: de ellos ninguno se ha ido, porque no existieron; no tuve infancia.
Los compañeros de la secundaria: Gabriel Chiñas, Rubén Mora Gutiérrez y otros pocos, ya se fueron.
Los amigos que conocí en la universidad: Roberto Guzmán Araujo, se decía dionisiaco y bohemio, y esas pasiones se lo llevaron; a Salvador Toscano lo engulló el Popocatépetl junto a Blanca Estela Pavón y Ramos Millán; Raúl Vega Córdoba se fue en una curva de la carretera de Acapulco; Manuel Sánchez era lo que se llama un buen gourmet y recuerdo sus palabras:
—Bigotón, los tragones cavamos nuestra tumba con los dientes —y así fue.
Jorge Tamayo se desplomó en su helicóptero. Octavio Paz vivió una vida fructífera, gloriosa; hace poco dejó huérfanas a las letras. Las cenizas de Enrique Ramírez y Ramírez van flotando hacia el mar por el no Cocoyoc donde según su voluntad fueron esparcidas. Rafaelito López Malo se quedó en su Coyoacán. Otros más también viajaron.
Salazar Romero, Jesús. El oficio de ser hombre: Memorias de un hombre común, México, 2004