En la mirada de otros

En la mirada de la familia Villoro

Juan Villoro

Año

1962

Personas

Villoro, Luis; Ruiz Milán, Estela

Tipología

En la mirada de otros

Lustros

1960-1964
1995-1999

 

Estela Ruiz Milán, Juan Villoro y Luis Villoro. Sin información adicional

Esta es la familia Villoro: Juan Villoro, escritor y periodista mexicano fue director entre 1995 y 1998 del suplemento cultural La Jornada Semanal. Otros medios en los que ha publicado son Proceso, Letras Libres, La Jornada, El País y El Nacional. importante Carmen Villoro, hermana de Juan, aunque no figura dentro de estos fragmentos, también escritora, poeta y narradora. El padre de Juan, Luis Villoro, filósofo catalán quien fue embajador de México ante la UNESCO de 1983-1987, fundador del Grupo Hiperión, presidente de la Asociación Filosófica de México, además de algunas otras distinciones. Su esposa de 1954 a 1964, también madre de Juan y Carmen, psicoanalista mexicana, fundadora de la Sociedad de Psicoanálisis y Psicoterapia de la Ciudad de México y directora del Centro de Teatro Infantil del Instituto Nacional de Bellas Artes.

 

La figura del mundo[1], el libro más reciente de Juan Villoro, funciona como un retrato de su padre y por extensión de su madre, a partir de sus recuerdos, anécdotas, vivencias, fragmentos de sus textos, hechos históricos y datos biográficos, entre los que también figuran estas dos anécdotas como evidencia de la amistad de Luis Villoro con Paz. (AP)


 

I

Cuando mis padres llegaron a la India, el embajador era Octavio Paz. Mi padre y él se admiraban y habían abordado temas semejantes en sus libros. Guillermo Hurtado ha llamado la atención sobre el paralelismo que guardan el capítulo final de la versión definitiva de El laberinto de la soledad ? "Soledad y comunión", conferencia que mi padre dictó el 29 de octubre de 1948 en la UNAM y que al siguiente año publicó en la revista Filosofía y Letras

[...] Resulta interesante situar a dos pensadores obsesionados en superar el predicamento de la soledad en las reuniones que compartieron en la India en compañía de la guapa esposa de uno de ellos [...]

Mi madre colocó en una bandeja las tres porciones de la cena para Chiquilín y comentó algo que nunca me había dicho. En ese momento, el poeta estaba soltero, aún no iniciaba su relación con Marie-Jo y ambos se sintieron atraídos. Él era un hombre muy apuesto, de intensos ojos azules, muy agradable y brillante. Lo único que a ella le disgustaba era su tono de voz, pero lo olvidaba cuando leía poemas viéndola a los ojos.

Paz defendía y practicaba el amor libre; había escrito páginas notables sobre el erotismo y criticaba las convenciones matrimoniales que obstruyen la pasión. Una noche, cuando los tres cenaban en la residencia del embajador, el poeta habló de un brahmán anciano que se había acostado con una mujer de treinta y cinco años. Poco después, la chica declaró que había asumido el sexo como una experiencia religiosa: el cuerpo era su altar.

El poeta ofreció un cuenco con frutas: Coman con las manos, así comemos aquí.

Mi padre criticó lo que la mujer había dicho del cuerpo y aprovechó para desaprobar las estatuas de representaciones sexuales que había visto en ciertos templos indios.

Paz sonrió y vio a mi madre, en espera de respuesta.

—Si la chica no lo hacía a los treinta y cinco años, ¡entonces cuándo! dijo ella en forma provocadora. Hizo una pausa en su relato para aportar una acotación desde el presente: Tu papá pensaba que el sentimiento religioso no podía ser sórdido y asoció la actitud del brahmán con la sordidez. “¡Pero si el sexo es lo más sublime!", dijo Octavio.

Agradecí que Chiquilín ladrara para celebrar su cena, interrumpiendo la conversación.

—¿Paz te propuso que te quedaras?

Para nada; tal vez ni siquiera lo pensó; fue muy correcto y educado, pero la atracción mutua era obvia. Cuando nos despedimos se quedó en su jardín, con una mirada triste. Bajó los ojos para ver el pasto y caminó muy despacio mientras nuestro coche se alejaba hizo una pausa para ver el techo y agregó sin ilación

—Tu papá no daba importancia a mis libros de literatura, a los "versitos"; no le gustaba tener esos libros en la casa: "Las novelitas las leemos y las regalamos", decía.

Mi madre exageraba. Le recordé que nunca se deshizo de sus libros de Kafka, Huxley, Mann o Dostoievski.

—Porque es literatura de ideas. Si crees que exagero no pongas eso en tu libro. Luis fue una persona magnífica, muy justa, muy apoyadora, pero los diez años con él... -se interrumpió con un suspiro. Cuando llegamos a Bangkok decidí dejarlo y fui por mi cuenta a Hong Kong.

Mi madre hablaba como un personaje de Somerset Maugham. Aproveché para decirle:

—No puedes estar orgullosa de tu matrimonio, pero sí de haber tronado en Bangkok, no cualquiera lo logra.

Recordé el tardío texto de mi padre en el que criticó que Octavio Paz no fuera congruente en su conducta pública con la radicalidad que implicaba su poesía. ¿Podría deberse a celos muy lejanos?

—De ningún modo respondió ella; eso fue insignificante; Octavio y tu papá se apreciaban mucho; lo que te cuento sólo fue una posibilidad; te lo digo porque te interesa la literatura.

Tenía razón: la discrepancia entre el poeta y el filósofo era de índole más profunda y dependía de la disyuntiva para escapar a la cárcel del aislamiento: el Amor o la Comunidad. Lo curioso es que mi madre hubiera sido un elemento vivo de esa discrepancia.


II

"Roberto Bolaño dejó un conmovedor pasaje acerca de la importancia que los libros pueden tener para un padre. Enfermo de gravedad, se preguntaba quién se haría cargo de educar a su pequeño hijo Lautaro. En La Universidad Desconocida escribe: 

"¿A quién encargar de su cuidado sino a los libros?"

 La mente del padre estaba en esas hojas que debían resistir, “como caballeros medievales”, para apoyar al hijo.

">Cuando regaló su biblioteca, mi padre ya había visto crecer a los suyos. A diferencia de Bolaño, no podía confiar en sus libros para decidir nuestro destino.

Curiosamente, por entonces tuvimos una acre discusión sobre Octavio Paz. Fue una de las pocas veces en que me atreví a desafiar su autoridad intelectual. Él publicó un texto donde lamentaba que el poeta, que solía identificarse con los disidentes de todas las épocas e insistía en la necesidad de no estar cerca de príncipe alguno, se hubiera convertido en un personaje tan cercano al poder: su mensaje liberador se ponía en entredicho con su conducta. Esto casaba perfectamente con la idea que mi padre repudió en aquella lejana discusión con su maestro José Gaos y abrazó durante el resto de sus días: todo pensador debe vivir conforme a sus ideas.

El diagnóstico sobre la figura pública de Paz era acertado. Admirador de numerosos rebeldes de otros países, el poeta fue una figura autoritaria. Si un joven autor lo criticaba en una remota publicación de provincia o asumía una postura política ajena a la suya, el patriarca de las letras nacionales le hacía saber su descontento, en forma directa o a través de sus numerosos corifeos; al modo del Estado mexicano, que bautizó como el "ogro filantrópico", Paz repartía favores y ejercía sanciones.

Sin embargo, la falta de congruencia entre su prédica y sus actos no le restaban fuerza a una obra luminosa. Un legado esencial de la Ilustración fue la autonomía de la obra, que no debe someterse a la sanción del Estado o de la Iglesia. A riesgo de perder la vida o padecer la cárcel o el exilio, Voltaire, Diderot y Rousseau se atrevieron a ejercer esa libertad. Mi padre los admiraba y por eso se los mencioné, pero la importancia que concedía al modo en que debe vivir un intelectual lo llevó a una postura que anticipaba la reciente cultura de la cancelación: la poesía y los ensayos de Paz ya no podían ser leídos como antes. El hombre negaba al poeta.

Me pareció que analizar la obra por la biografía era tan autoritario como lo que él pretendía criticar en Paz. Pasado en claro y Piedra de sol seguirían siendo magníficos poemas, aunque su autor se hubiera apartado de Cortázar por sus ideas, colaborara con Televisa o estuviera cerca del presidente de la República. Por otra parte, extender esa crítica puede llevar al absurdo de condenar a personas de siglos precedentes por no comportarse con los criterios que hoy nos parecen válidos. ¿Debemos abandonar a Séneca porque asesoró a Nerón? Todo esto para decir que me atreví a opinar que me parecía reductor condicionar la lectura de una obra a la conducta ética de su autor. Numerosos artistas han tenido biografías reprochables. ¿Tenía sentido establecer un nuevo tribunal, juzgar al artista por los hábitos del individuo? Un revisionismo estaba en marcha, negando méritos estéticos por deficiencias personales.

Mi padre insistió en que la tarea intelectual (como la del militante de izquierda) debe ser una forma de vida. Había admirado el apoyo solidario de Paz a la causa republicana en la Guerra Civil española, sus trabajos como alfabetizador en Yucatán, su vínculo con el surrealismo, sus críticas al totalitarismo soviético, su renuncia a la embajada en la India después de la matanza de Tlatelolco y a la dirección de Plural después del golpe al Excélsior. Ambos habían participado en la convocatoria que llevaría a la creación del Partido Mexicano de los Trabajadores. ¿No era esto suficiente? Para mi padre, eso acreditaba una biografía digna, pero no perdonaba el giro del poeta en sus últimos años.

Un pintor del Renacimiento comparaba a un colega brillante, que le parecía mala persona, con una luciérnaga: "Si aprecio su luz a la distancia, ¿para qué quiero conocer al gusano?".

Yo admiraba a Paz, le debía conversaciones de inmensa generosidad y buen humor y agradecía el trato que me había dado cuando dirigí el suplemento cultural de La Jornada ("me encanta colaborar con un periódico con el que discrepo", me dijo entonces); conté esa anécdota y, como buen filósofo, mi padre respondió:—Tal vez, no lo sé.

Estábamos en un restaurante de mariscos y no quiso seguir hablando. Vio la mesa durante largos minutos y pidió la cuenta (como siempre, insistió en pagar, atributo de su paternidad). Supe que lo había ofendido y no volvimos a mencionar el asunto.

La discusión fue incómoda para los dos. Yo no exigía que Paz fuera ejemplar; me bastaba que fuera un gran escritor. Mi padre vio en mi actitud un déficit moral, aunque luego pensó de otra manera. Su silencio, como tantas veces, encubría una reflexión profunda.

De manera póstuma, nuestras discrepancias sobre el sentido intelectual de dar ejemplo se sellaron con un ejemplo. Cuando los libros fueron a dar a Morelia, él se quedó con unos pocos para matar el tedio y con algunos más, que escondió rigurosamente.

Dos o tres días después de su muerte, me habló Marta, su cuidadora y cocinera: Su papá dejó un paquete para usted. Me sorprendió ese legado repentino, pero me sorprendió más la lección que entrañaba.

Fui a casa de mi padre. Marta me dio una mochila cilíndrica, de lona, como las que usan los deportistas. No sabía que él tuviera una de ese tipo. Descorrí el cierre. El equipaje contenía la inesperada reconsideración del filósofo.

En efecto, las Obras Completas de Octavio Pa





Como parte de sus intereses, Juan Villoro se ha dedicado al estudio de la obra de Paz. Este es un clip del documental realizado por el Instituto Cervantes «El laberinto de Octavio Paz» en los que Juan Villoro habla sobre su perspectiva respecto a la obra de Paz, sus ideas y sus preocupaciones, mismas que plantearon un punto de partida para futuras generaciones. 







[1] Villoro, Juan. La figura del mundo, Penguin Random House, 2023