Conversaciones y novedades

¿Dentro o fuera de la historia? El pensamiento de Octavio Paz en torno a México y los Estados Unidos

Maarten Van Delden

Año

1999

Lugares

Estados Unidos de América

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

* La relación entre México y los Estados Unidos se ha definido durante la mayor parte de su historia por la proximidad en el espacio y por la distancia en casi todo lo demás. Desde el surgimiento de México como nación independiente a principios del siglo XIX, el inmenso desequilibrio de poder entre ambos países ha resultado en una situación de conflicto poco menos que inagotable. El expansionismo de los Estados Unidos condujo a la anexión de aproximadamente la mitad del territorio de México en el periodo de 1836 a 1853 y, más adelante en el siglo XIX, a la absorción por los intereses estadunidenses de una porción considerable de la economía mexicana. De 1910 a 1917, la Revolución Mexicana se caracterizó por la repetida interferencia de los Estados Unidos, al grado de que la historiadora mexicana Berta Ulloa la describe como una “revolución intervenida”. Y, aun cuando las fuerzas de la globalización han impulsado una integración mayor de ambas naciones en años recientes, los conflictos actuales en torno a la migración, el libre comercio y el tráfico de drogas son otros tantos recordatorios de las dificultades persistentes para reconciliar los intereses de dos naciones tan distintas.

     En “México y Estados Unidos: posiciones y contraposiciones” (una conferencia dada en 1978 y recogida en 1986 en Tiempo nublado), Octavio Paz sostiene que las diferencias entre ambas naciones no pertenecen al reino de la política o de la economía, sino al “orden de las civilizaciones” (140). Paz comienza su ensayo describiendo el vínculo geográfico entre México y los Estados Unidos como ejemplo de las extrañas paradojas y bromas perversas que produce la historia, como una ironía inmensa y cruel, comparable sólo con el encuentro improbable de dos religiones completamente diferentes —el hinduismo y el islamismo— que él había presenciado durante sus años de estancia en la India. Más adelante, Paz afirma que la extrañeza del encuentro mexicano-estadunidense sólo puede aprehenderse cabalmente si dirigimos nuestra atención a la zona de la realidad…

en la que se funden y confunden las ideas y las creencias, las instituciones y las técnicas, los estilos y la moral, las modas y las iglesias, la organización material y esa realidad evasiva que llamamos no muy exactamente “el genio de los pueblos”. (141)

En el curso de una carrera excepcionalmente larga, Paz produjo una serie de meditaciones poderosas acerca de las diferencias de civilización entre México y los Estados Unidos. Manifiestamente, las respuestas de Paz a esas diferencias evolucionaron a lo largo de los años. Su primera discusión cabal de la relación entre ambos países aparece en El laberinto de la soledad (1950. 2a ed., 1959); fue el resultado, por lo menos en parte, de los dos años que Paz había pasado en los Estados Unidos a mediados de los años cuarentas. En los setentas, Paz produjo otra serie de importantes ensayos acerca de los Estados Unidos (centrados igualmente en sus diferencias con México), tales como “La mesa y el lecho” (editado en 1971 e incluido en 1979 en El ogro filantrópico), “El espejo indiscreto” (publicado en 1976 y recogido en 1979 en el mismo libro que el texto anterior) y “México y Estados Unidos...”. Es probable que una residencia temporal en los Estados Unidos haya sido también el origen de estos ensayos, ya que, a principios de los setentas, Paz dio clases en la Universidad de Harvard. Paz no dejó de advertir los cambios que se habían verificado en los Estados Unidos entre los cuarentas y los setentas: mientras que en El laberinto de la soledad hace hincapié en la uniformidad, la esterilidad y la represión sexual de la sociedad estadounidense, en sus escritos de los setentas registra los efectos de las transformaciones culturales que se habían iniciado en esa década. En las siguientes, se mantuvo atento a los cambios que se verificaban en los Estados Unidos: en una mesa redonda sobre “Particularismos, universalismos y literatura” que compartió en 1995 con Czeslaw Milosz, Claude Simon y Derek Walcott, Paz describió en varias ocasiones a los Estados Unidos como una sociedad “multicultural”. Sin embargo, hay también una coherencia notable en el análisis de Paz acerca de la relación entre los Estados Unidos y México, coherencia que coincide con su propia idea de que una civilización cambia con extrema lentitud —si acaso cambia— y que, por consiguiente, la línea divisoria entre los Estados Unidos y México bien puede ser infranqueable (“México y Estados Unidos...” 140). En cada etapa de su carrera, Paz vuelve al argumento fundamental de que los Estados Unidos son producto de la Reforma, en tanto que México es producto de la Contrarreforma. Esta dicotomía básica es responsable en última instancia de la índole discordante de la relación entre ambas naciones. Paz advierte una cualidad intemporal en el contraste entre México y los Estados Unidos. Por otro lado, resulta por demás interesante que esa oposición aparentemente inmutable de las civilizaciones tenga su raíz en la historia. En este ensayo, me concentraré en la manera como Paz explica las diferencias básicas y duraderas entre ambas naciones. Examinaré, sin embargo, la descripción que hace Paz de la relación de cada nación con la historia, ya que, de acuerdo con su explicación, lo más interesante de la oposición entre una civilización que se origina en la Reforma y una civilización que se origina en la Contrarreforma es que se produce una trayectoria histórica diferente para cada nación. Para concluir, mostraré que los elementos contradictorios en el tratamiento que Paz da a este tema son, en el fondo, una manifestación de su postura ambivalente con respecto al fenómeno más amplio de la modernidad.

     Paz sostiene con frecuencia que la historia es el reino del azar y del accidente; probablemente, esta afirmación nace como reacción ante las grandes narraciones de la historiografía marxista que dominaron la vida intelectual de su época. Sin embargo, la preocupación predominante en los escritos de Paz acerca de México y los Estados Unidos es, precisamente, la relación de cada nación con la historia, pero con una historia caracterizada por tener tanto orígenes como fines y entendida como el medio a través del cual las naciones establecen una identidad auténtica y se dotan de una trayectoria significativa. La tendencia general de los escritos de Paz es la de presentar a México y a los Estados Unidos como polos opuestos: un país es auténticamente histórico, mientras que el otro no lo es. Sin embargo, la nación elegida para representar el ser histórico no es una constante. Algunas veces México es una nación genuinamente histórica, en tanto que los Estados Unidos es antihistórica; otras veces, la relación se invierte.

     Paz sigue a una larga lista de comentaristas que ven en los Estados Unidos el arquetipo de la nación moderna. En “La democracia imperial” (publicado en 1980 y recogido en 1986), por ejemplo, Paz describe a los Estados Unidos como “la más perfecta expresión de la modernidad” (36). En la medida en que el avance de la modernidad es el rasgo clave de la historia de los últimos siglos, la historia de la nación más moderna del mundo debe considerarse necesariamente como la encarnación misma del proceso histórico. En “México y Estados Unidos...”, Paz sostiene que el mundo moderno empezó “con la Reforma, crítica religiosa de la religión y antecedente necesario de la Ilustración” (152). Dado que Paz agrega que los propios Estados Unidos son “hijos de la Reforma y la Ilustración” (152), la evolución de los Estados Unidos parecería ir de la mano con la evolución misma de la modernidad. En un pasaje ulterior en dicho ensayo, Paz completa su bosquejo histórico vinculando la Reforma no sólo a la Ilustración, sino también al surgimiento del capitalismo: “en las pequeñas comunidades religiosas de Nueva Inglaterra estaba ya en germen el futuro: la democracia política, el capitalismo y el desarrollo social y económico” (154). Es claro que, al postular una conexión entre la ética protestante y el espíritu del capitalismo, Paz aprovecha la obra de Max Weber. Resulta notable, sin embargo, que la formulación de Paz —especialmente su empleo de metáforas genealógicas y botánicas— sugiera que el desarrollo de la democracia y el capitalismo en las primeras colonias estadunidenses se parece al crecimiento orgánico. En “El espejo indiscreto” (1979), Paz reincide en el tema al describir el puritanismo como la “raíz enterrada” de la democracia estadounidense (59). El efecto de tales imágenes es sugerir que la sociedad estadounidense se desarrolló de manera semejante a un organismo vivo, y proponer, por consiguiente, que dicho desarrollo forma parte de un proceso natural.

     Paz hace hincapié en el crecimiento y en la continuidad no sólo al explicar la relación entre el pasado y el presente en los Estados Unidos, sino también al describir las relaciones entre los diferentes estratos de la sociedad en la Nueva Inglaterra puritana. En “México y Estados Unidos...”, Paz subraya el grado en que esa sociedad constituía un todo orgánico:

en aquellas comunidades se había operado la fusión entre las convicciones religiosas, la embrionaria conciencia nacional y las instituciones políticas. Así, entre las convicciones religiosas de los norteamericanos y sus instituciones democráticas no hubo contradicción sino armonía. (151)

Esta concepción hace eco de las ideas que Paz expone en otra parte acerca de la conexión entre ideología y sociedad en la Europa decimonónica. En El laberinto de la soledad, por ejemplo, Paz escribe que la filosofía positivista de Comte en Francia y la de Spencer en Inglaterra “expresa a la burguesía europea en un momento de su historia. Mas la expresa de una manera natural, orgánica” (143). Sin embargo, el propósito de Paz al invocar estos modelos de integración social es, en ambos casos, como veremos, el de contrastar la índole orgánica de las naciones modernas con la naturaleza inorgánica de la sociedad mexicana, el desarrollo normal de la modernidad con el curso anómalo de la historia de México.

     Paz habla de la historia de los Estados Unidos como un proceso orgánico y, sin embargo, su descripción de la sociedad estadounidense moderna sugiere que ese proceso orgánico ha producido paradójicamente una sociedad inorgánica. En El laberinto de la soledad, Paz describe al estadounidense promedio como una persona perdida “en un mundo abstracto de máquinas, conciudadanos y preceptos morales” (22). En una crítica que aprovecha el concepto marxista de enajenación, Paz sostiene que el capitalismo —y los Estados Unidos es, por supuesto, la nación capitalista por excelencia— despoja al trabajador “de su naturaleza humana... puesto que reduce todo su ser a fuerza de trabajo, transformándolo por este solo hecho en objeto. Y como a todos los objetos, en mercancía, en cosa susceptible de compra y venta” (El laberinto de la soledad 74-75). Más aún, en los Estados Unidos —al igual que en otras naciones modernas—, no hay idea de comunidad:

Las masas modernas son aglomeraciones de solitarios. En las grandes ocasiones, en París o en Nueva York, cuando el público se congrega en plazas o estadios, es notable la ausencia de pueblo: se ven parejas y grupos, nunca una comunidad viva en donde la persona humana se disuelve y rescata simultáneamente. (El laberinto de la soledad 52)

Paz vincula la naturaleza atomizada e individualista de la vida social en los Estados Unidos con la identificación puritana de pureza con salud, identificación que lleva a concebir todo contacto humano como una forma potencial de contaminación y que resulta en que el cuerpo esté inquietantemente ausente de la vida social y cultural en los Estados Unidos: de hecho, en El laberinto de la soledad, Paz habla de “la inexistencia del cuerpo en tanto posibilidad de perderse —o encontrarse— en otro cuerpo” (27). Al mismo tiempo, el poeta y ensayista se suma a una larga lista de observadores —encabezada por Tocqueville— que han sostenido que la insistencia estadounidense en la libertad individual desemboca en una sociedad extrañamente homogénea. En El laberinto de la soledad, Paz describe cómo la sociedad estadounidense bloquea el crecimiento natural de la personalidad humana:

Desde la infancia se somete a hombres y mujeres a un inexorable proceso de adaptación; ciertos principios, contenidos en breves fórmulas, son repetidos sin cesar por la prensa, por la radio, las iglesias, las escuelas [...]. Presos de esos esquemas, como la planta en una maceta que la ahoga, el hombre y la mujer nunca crecen o maduran. (28) 

La evolución natural de la sociedad estadounidense desde sus raíces en la época puritana hasta el presente —naturalidad que se pone de relieve, además, al identificar dicha evolución como la orientación principal del desarrollo de la historia moderna— produce una sociedad árida que reprime los instintos, destierra al cuerpo, disuelve la comunidad; en resumen: atrofia el crecimiento pleno de las facultades humanas. Aunque la historia de los Estados Unidos parezca haberse desplegado de manera enteramente natural, el desenlace de dicha historia es una sociedad que Paz considera como profundamente antinatural.

     La idea de que la sociedad estadounidense es abstracta e inorgánica está vinculada con la noción de los Estados Unidos como una nación que existe fuera de la historia. En El laberinto de la soledad, Paz alude a la creencia estadounidense de que una sociedad puede inventarse o reinventarse mediante un acto de la voluntad. En “La democracia imperial”, abunda en algunas de las consecuencias de esta visión. Para empezar, si la sociedad es producto de actos de la volición humana, entonces es posible romper con el pasado para crear una sociedad enteramente nueva. Es precisamente lo que pasó en los Estados Unidos:

La sociedad norteamericana se fundó por un acto de abolición del pasado. Sus ciudadanos, a la inversa de ingleses o japoneses, alemanes o chinos, mexicanos o portugueses, no son los hijos sino el comienzo de una tradición. No continúan un pasado: inauguran un tiempo nuevo. (38)

Los Estados Unidos, en otras palabras, es una nación fundada en la negación de la historia. En otra parte, Paz sugiere que una civilización se define por su posición con respecto al tiempo. La característica distintiva de los Estados Unidos es que es “una sociedad orientada hacia el futuro” (“México y Estados Unidos...” 153).

     La ruptura con el pasado europeo fue —escribe Paz en “La democracia imperial”— una ruptura con la carga de la Iglesia y el Estado: “los Estados Unidos fueron fundados para que sus ciudadanos viviesen entre ellos y consigo mismos, libres al fin del peso de la historia y de los fines meta-históricos que el Estado ha asignado a las sociedades del pasado” (138). Darle la espalda al pasado es pasar al mismo tiempo de la esfera pública a la privada. Siguiendo a Tocqueville, Paz ve a los Estados Unidos como una sociedad que se ha organizado en torno a las necesidades del individuo. Y, como Tocqueville, Paz deplora el consiguiente debilitamiento de la esfera política. Cree que las grandes preguntas acerca de la vida humana —“confiscadas tradicionalmente por las Iglesias y los Estados”— se han transferido en los Estados Unidos a la vida privada de cada persona (37). Pero considera que este proceso es, al mismo tiempo, antipolítico (pues la política es lo que hacen juntos los seres humanos en sociedad) y antihistórico (pues la historia es resultado de la acción colectiva). En los Estados Unidos, “el bien común no consiste en una finalidad colectiva o metahistórica sino en la coexistencia armoniosa de los fines individuales” (37). Para Paz, sin embargo, no hay historia sin metahistoria.

     México es, en la mayoría de los aspectos, el opuesto exacto de los Estados Unidos. Mientras que la ruptura con el pasado que fundó a los Estados Unidos lo convierte en una excepción entre las naciones del mundo, el enraizamiento de México en el pasado lo convierte en una nación normal. En “La mesa y el lecho”, Paz escribe que, “como la mayoría de los países, México es el resultado de las circunstancias históricas más que de la voluntad de los ciudadanos” (212). Mientras que en los Estados Unidos el pasado se borra constantemente, en México cada individuo lleva consigo la historia de la nación. Paz recuerda las ciudades sucesivas que se han erigido en la meseta central de México —Teotihuacán, Tula, México-Tenochtitlán, la Ciudad de México— y sostiene que cada una de estas etapas del pasado de la nación es un continuo que está presente en cada mexicano (“México y Estados Unidos...” 146). Señala que la facción más radical —y, por consiguiente, la más auténtica— de la Revolución Mexicana, el zapatismo, proponía no tanto la construcción de un futuro nuevo como una vuelta al pasado, a los orígenes de la nación. Emiliano Zapata y sus seguidores pelearon por la restauración de formas de propiedad comunitaria de la tierra que podían rastrearse hasta la época precolombina: “La imagen instintiva que los revolucionarios se hacían de la edad de oro se situaba en el pasado más remoto” (“México y Estados Unidos...” 153-154).

     Una idea de interconexión orgánica caracteriza la relación de México con su pasado. En su etnografía del México contemporáneo, Paz encuentra una necesidad de totalidad y de integración, es decir, en casi cualquier aspecto de la conducta mexicana, Paz detecta una búsqueda del contacto y la comunión. Las masas de la sociedad moderna son simples aglomeraciones de individuos aislados. El mexicano, sin embargo, conserva un auténtico sentido de comunidad, el cual se expresa, sobre todo, en la institución de la Fiesta, que Paz describe en El laberinto de la soledad como un modo de integración social: “la Fiesta es un hecho social basado en la activa participación de los asistentes” (57). Mientras que en la sociedad moderna el trabajo se ha transformado en una operación de índole abstracta e impersonal, en México el trabajo todavía supone una relación personal, incluso amorosa, con los productos de la labor propia. En El laberinto de la soledad, Paz menciona “la lentitud y cuidado en la tarea, el amor por la obra y por cada uno de los detalles que la componen” (77) para caracterizar cómo abordan el trabajo los mexicanos. Mientras que en los Estados Unidos la herencia puritana se traduce en que el cuerpo haya desaparecido de la vida social y cultural del país, en México el cuerpo humano es todavía una entidad tangible, un hecho confirmado en la observación de Paz de que para las mujeres mexicanas “el cuerpo, el suyo y el del hombre, es una realidad concreta y palpable. No una abstracción ni una función sino una potencia ambigua y magnética en la que se entrelazan inextricablemente placer y pena, fecundidad y muerte” (“México y Estados Unidos...” 150). La visión del cuerpo como una “realidad concreta y palpable” se refleja también en la conducta de los asesinos mexicanos: mientras que en el mundo moderno matar ha asumido la forma deshumanizada de los campos de concentración y los asesinatos en serie, en México, cuando alguien mata, mata a “una persona... un semejante” (El laberinto 66). En México, asegura Paz en el mismo pasaje, “la antigua relación entre víctima y victimario, que es lo único que humaniza al crimen” (66), aún no ha sido abolida, como sucede en el Occidente moderno. La naturaleza del asesinato en México se refleja, de hecho, en la perspectiva más amplia de la sociedad sobre la muerte: “la muerte mexicana es corporal, exactamente lo contrario de la muerte norteamericana, que es abstracta y descarnada” (“México y Estados Unidos...” 149).

     La reiterada descripción que hace Paz de México como un país de contacto y comunión, presencia y palpabilidad, sugiere que la sociedad mexicana debe contemplarse no como una máquina —que es el caso de los Estados Unidos— sino como un organismo vivo. Pero, si bien la metáfora organicista sugiere una entidad que crece por sí misma, es notable el grado en que la interpretación de Paz acerca de la historia mexicana —que fue muy congruente en el curso de su larga carrera— hace hincapié en las nociones de disyunción y fragmentación. Las meditaciones de Paz sobre el pasado de México parecen realmente preocupadas por la idea de que “Desde el siglo XVIII hemos bailado fuera de compás” (In/mediaciones 46) y por la creencia de que la historia mexicana, más que desplegarse de manera coherente y armoniosa, se ha caracterizado por ser una secuencia de rupturas traumáticas. Acaso el mejor ejemplo de esta interpretación del pasado de México en la obra de Paz se halle en las páginas iniciales de su libro monumental de 1982 acerca de Sor Juana, donde explícitamente introduce y luego rechaza la metáfora organicista.

     Paz advierte que hay dos interpretaciones principales de la historia mexicana y que ambas deforman y menguan el periodo colonial. En la primera versión, “México nace con el estado azteca o aún antes; pierde su independencia en el siglo XVI y la recobra en 1821 [...]. Nueva España es un interregno, un paréntesis histórico, una zona vacía” (23). La segunda interpretación parte de…

una metáfora a un tiempo agrícola y biológica: las raíces de México están en el mundo prehispánico; los tres siglos de Nueva España, especialmente el XVIII y el XVIII, son el periodo de gestación; la Independencia es la madurez de la nación, algo así como su mayoría de edad. (23) 

En relación con estas dos versiones de la historia mexicana, el propósito de Paz es doble: por una parte, desea restaurar la percepción de la importancia del periodo colonial en la historia mexicana; por otra parte, desea refutar la visión de la historia mexicana como “una continuidad lineal'’ (25). Este último punto interesa especialmente a mi argumentación. Al oponerse a la interpretación de la historia mexicana como “una ininterrumpida evolución progresiva”, inscrita en la imaginería agrícola y biológica que emplean ciertos historiadores, Paz sostiene que “la historia de México es una historia a imagen y semejanza de su geografía: abrupta, anfractuosa. Cada periodo histórico es como una meseta encerrada entre altas montañas y separada de las otras por precipicios y despeñaderos” (24). E identifica dos rupturas principales en la historia mexicana: la Conquista y la Independencia. Tan profundas fueron estas rupturas que, cuando miramos al pasado mexicano, vemos “no tanto una continuidad lineal como la existencia de tres sociedades distintas” (25). Para hablar de la relación entre estas tres sociedades diferentes, Paz no recurre a la imagen de una planta y su crecimiento natural, sino a la imagen de la topografía fracturada de México.

     Una de las razones para que la historia mexicana sea de índole inorgánica es la conducta de las élites intelectuales del país. De acuerdo con Paz, estas élites han actuado desde la Independencia como si fueran estadounidenses. Como sus vecinos del norte, han dado por sentado que una sociedad puede rehacerse conforme a una idea predeterminada. Pero en México el peso de la tradición, del hábito y de la costumbre ha frustrado repetidamente tales sueños. Así, Paz interpreta toda la historia mexicana desde la Independencia en función del conflicto entre los proyectos modernizadores de las élites nacionales y las estructuras preexistentes de la sociedad mexicana. La forma básica de este conflicto aparece con fuerza especial en la explicación que da Paz al siglo XIX en el capítulo sexto de El laberinto de la soledad, “De la Independencia a la Revolución”. Paz distingue tres fases clave en este periodo: la Independencia, la Reforma y el Porfiriato. Cada una de estas fases se caracteriza por la existencia de una problemática dual: México busca unirse al círculo de las naciones modernas, mientras que, al mismo tiempo, quiere dotarse de una idea cohesiva y auténtica de su ser nacional. Sin embargo, cada uno de los tres periodos está marcado por una idea semejante de inautenticidad y falsedad. El problema fundamental es que las ideas que inspiran a las élites de México no corresponden a la realidad de la nación tal como existe en los hechos. La ideología oculta la realidad más que revelarla o divulgarla.

     Se ha criticado repetidamente a Paz por considerar que las ideas son motores de la historia (Rodríguez Ledesma 217; Brunner 50). La verdad, sin embargo, es que aun cuando Paz siempre concedió mucha importancia al papel de las ideas en la historia, nunca exageró dicha importancia y criticó repetidamente la suposición de que las ideas por sí mismas pueden moldear la realidad. De hecho, un análisis cuidadoso de la interpretación que da Paz en El laberinto de la soledad al primer siglo de existencia de México en tanto nación independiente muestra que hace hincapié repetidamente en que las ideas en México y, más ampliamente, en Hispanoamérica, fracasaron en su intento por transformar la realidad. Así, la característica principal de las independencia hispanoamericanas es, para Paz, la disyunción entre la retórica desplegada por los líderes del movimiento y los intereses reales que representaban. “Aquel lenguaje era ‘moderno’, eco de los revolucionarios franceses y, sobre todo, de las ideas de la independencia norteamericana” (132), escribe Paz. Y, sin embargo, “los grupos que encabezaron el movimiento de independencia no constituían nuevas fuerzas sociales, sino la prolongación del sistema feudal” (132). Después de la Independencia, los liberales mexicanos, cuyos esfuerzos culminaron en las Leyes de Reforma plasmadas en la Constitución de 1857, cometieron el error de pensar “que basta con decretar nuevas leyes para que la realidad se transforme” (136). Pero la Reforma fue obra de una minoría instruida y estaba destinada a fracasar, pues nunca obtuvo “la adhesión de todo el país a las nuevas formas políticas” (140). Finalmente, el régimen porfirista adoptó el positivismo como ideología oficial pero, aun cuando suscribía los ideales de ciencia y progreso, fortaleció el carácter feudal de la nación. El resultado de esta grieta persistente en el cuerpo social —grieta que contrasta, como vimos antes, con la relación orgánica de clase e ideología en Europa y los Estados Unidos— es un estado de discordia profundo y duradero: “Una discordia más profunda que la querella política o la guerra civil, pues consistía en la superposición de formas jurídicas y culturales que no solamente no expresaban a nuestra realidad, sino que la asfixiaban e inmovilizaban” (145). Esta historia de discordia ayuda a explicar el otro aspecto sobresaliente del carácter mexicano: no el mexicano como alguien que tiene una relación auténtica con su cuerpo, que participa con todo su ser en los rituales comunitarios, que ama el producto de su trabajo, sino el mexicano como alguien encerrado en formas artificiales, enajenado del mundo circundante, indiferente lo mismo a la vida que a la muerte; en resumen, el mexicano como portador de máscaras.

     Paz atribuye los contrastes entre México y los Estados Unidos a los distintos legados transatlánticos que configuraron a ambos países. Inglaterra y España forman parte igualmente de la civilización occidental, pero representan polos opuestos dentro de esa civilización. Para Paz, la diferencia fundamental entre ambas naciones es la siguiente: “en Inglaterra triunfó la Reforma mientras que España fue la campeona de la Contrarreforma” (“México y Estados Unidos...” 143). La oposición entre España e Inglaterra produce un contraste correspondiente entre México y los Estados Unidos. Un corolario de esta postura —dado que Paz cree que la Reforma allanó el camino de la modernidad— es que Inglaterra y los Estados Unidos se identifican firmemente con la modernidad, mientras que México y España no. Pero… ¿cómo juzga Paz lo que Richard Morse describe en New World Soundings: Culture and Ideology in the Americas como el “apartamiento” de Latinoamérica respecto de las “grandes revoluciones ‘modernas’: comerciales, científicas, políticas y religiosas”; su “carácter refractario” con respecto “al capitalismo industrial y a la racionalidad política” (106)? Morse, cuya obra corre pareja con la de Paz en su examen de las diferencias entre los Estados Unidos y Latinoamérica, da una respuesta clara a esta pregunta: rechaza firmemente la idea de que la resistencia de Latinoamérica a la modernidad constituya un fracaso. En vez de interpretar la renuencia de Latinoamérica a modernizarse como una señal de “ineptitud”, Morse sugiere que podría “presagiar una entidad histórica intransigente” con “recursos psíquicos... duraderos” (155), así como importantes “mensajes para el mundo” (147). Resulta asaz interesante, dado que él es latinoamericano y Morse no lo es, que la postura de Paz con respecto a este tema sea mucho más ambivalente, lo cual ayuda a explicar la configuración singular de sus escritos acerca de México y los Estados Unidos.

     Por una parte, Paz confirió siempre al auge de la modernidad un aura de inevitabilidad. En el pasaje de El laberinto de la soledad que trata del contraste entre la actitud mexicana y la moderna hacia el trabajo, Paz afirma que, tarde o temprano, México se integrará al mundo moderno: “nada, excepto un cambio histórico cada vez más remoto e impensable, impedirá que el mexicano deje de ser un problema, un ser enigmático, y se convierta en una abstracción más” (77). Aproximadamente cuarenta años después, en Pequeña crónica de grandes días (1990), habló con convicción todavía mayor y tono considerablemente menos lúgubre de la inevitable modernización de México: “si México quiere ser, tendrá que ser moderno” (57). Así, Paz ve en la modernidad la marcha irresistible de la historia misma.

     Por otra parte, a lo largo de su carrera, Paz asumió el papel de crítico poderoso de la modernidad. Esto ya se desprende con claridad del retrato profundamente repulsivo, incluso antiutópico, de los Estados Unidos que traza en El laberinto de la soledad. Su repudio de las consecuencias sociales, económicas y culturales de la modernidad se evidencia también en un pasaje de Postdata (publicado en 1970 y recogido en 1993) que describe las condiciones en los Estados Unidos y Europa occidental:

la destrucción del equilibrio ecológico, la contaminación de los espíritus y los pulmones, las aglomeraciones y los miasmas en los suburbios infernales, los estragos psíquicos en la adolescencia, el abandono de los viejos, la erosión de la sensibilidad, la corrupción de la imaginación, el envilecimiento de Eros, la acumulación de los desperdicios, la explosión del odio. (273) 

Hacia fines de los ochentas, Paz parecía haber alcanzado una forma de reconciliación con el sistema económico responsable de la devastación descrita en Postdata, pues surgió en esa época como un importante defensor de las políticas orientadas hacia el mercado del Gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Sin embargo, Paz era un converso renuente al credo del libre mercado, un adalid escéptico de la modernización del país. En La otra voz (1990), declaró que las operaciones del mercado se asemejan a una “pesadilla circular” y aseguró que el sistema económico que él mismo defendía como la mejor esperanza de México para el futuro era un proceso “sin rostro, sin alma, sin dirección” (125).

     En la medida en que Paz identifica el avance de la modernidad con la marcha de la historia misma, le otorga a ese proceso un carácter natural. En la medida en que Paz considera que ese mismo proceso es responsable de una serie asombrosa de desastres sociales, culturales, económicos y ambientales, lo presenta como antinatural. La oscilación entre estas dos posturas explica en última instancia la oscilación en los escritos de Paz acerca de México y los Estados Unidos.



*Una primera versión de esta ponencia fue presentada en el simposio “In Search of Modern Mexico: An International Symposium in Honor of Octavio Paz”, convocado por la Universidad de Kentucky del 21 al 24 de abril de 1999. El autor agradece los comentarios de Enrico Mario Santí e Yvon Grenier en la revisión de este ensayo. Traducción de Álvaro Uribe