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"Cuatro chopos" de Octavio Paz. Colores del instante y estremecimientos del tiempo: diálogo entre un pintor y un poeta

Anne Picard

Año

1998

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Recontextualizaciones

 

"Cuatro chopos", Claude Monet

Ponencia inédita, presentada el 22 de enero de 1998 en el marco del Seminario de Poesía (ámbito español, catalán, hispanoamericano y lusitano) de la Université Paris IV-Sorbonne/Etudes Ibériques et Latino-américaines.



En noviembre de 1997 visité en el Musée d’Orsay una exposición que presentaba algunos de los cuadros de la colección Havemeyer, prestados por el Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Entre las telas expuestas, una llamó particularmente mi atención. Se trataba de un cuadro de Claude Monet pintado en Giverny en 1891, que lleva por título Les quatre arbres [Los cuatro árboles], en el que se contemplan los delgados troncos de cuatro chopos que se reflejan en el agua, por encima de la cual ascienden. Me impresionó el poder cautivador de este cuadro, y recordé en contrapunto los versos del poema “Cuatro chopos” de Octavio Paz. Entonces decidí consagrarme al tránsito entre lenguaje pictórico y lenguaje poético, a ese diálogo entre Monet y Paz.


          Por honestidad intelectual, debo mencionar el libro de Margarita Murillo González, Polaridad-unidad, caminos hacia Octavio Paz, publicado en México en 1987, y exponer sumariamente su contenido. La autora se propuso mostrar los principios estéticos y filosóficos que subtienden la poesía de Octavio Paz, a través del estudio del poema “Cuatro chopos”. Es así que Murillo González encuentra en este texto “la síntesis extraordinaria de puntos claves en la obra de O. Paz” (XVII). Luego se aplica, en una primera sección, a un análisis lingüístico, formal, estructural y semántico del poema. Esta primera sección desemboca en una segunda, donde aborda brevemente los ensayos y algunos libros de poemas de Paz, y establece un inventario global de los núcleos temáticos recurrentes en la obra del poeta mexicano.


          No es mi finalidad entablar aquí una polémica crítica o hacer un áspero enjuiciamiento. Deseo simplemente tomar cierta distancia en relación con este trabajo y precisar mi propósito. Dado que hay múltiples vías para internarse en la obra de Paz, me parece que quizás en este momento sea necesario consagrarse más al itinerario del poeta, a la expansión en tiempo y magnitud de una obra trazada —son 65 años de creación—, a las redes que se tejen de un poema a otro y de un libro a otro. Me parece que es ahí, efectivamente, en ese despliegue, donde se manifiesta alguien: una visión del mundo, la inscripción que intenta el poeta hacer de sí mismo.


          El análisis de “Cuatro chopos” que hace Murillo González es muy meticuloso y con frecuencia pertinente, pero sus observaciones me resultan demasiado parcelarias, y esta fragmentación contribuye —a mi juicio— a una disipación de la unidad semántica del texto. Por otra parte, su estudio casi cancela un elemento fundador del texto, el diálogo entre Octavio Paz y Claude Monet.


          Según Paz, la lectura poética es una participación, una “recreación” y así lo señala en El arco y la lira (1956): “El goce poético no se da sin vencer ciertas dificultades análogas a las de la creación; el lector reproduce los gestos y experiencias del poeta”[1]. Al estudiar por mi parte el poema “Cuatro chopos”, quisiera conservar la huella de estas palabras de Octavio Paz y conjugar una crítica de simpatía y diálogo. Para mí, se trata de coincidir con las formas y los colores de la tela de Monet, y con la pluralidad de las palabras del poema de Paz; de interrogar a una materia pictórica y a una materia poética con el fin de distinguir en ellas una conciencia, a alguien. En efecto, es quizás al reconocer una individualidad, una manera de existir, de estar en el mundo y entre las cosas, que se puede extraer una poética —en el sentido de una estructura que da forma al lenguaje y ordena el mundo. En una perspectiva heideggeriana, la comprensión no es un asunto de método sino una modalidad fundamental del ser, donde ser equivale a comprender el ser otro. Esta apertura ontológica me parece esencial para tratar de escuchar la tela de Monet y comprender el poema de Paz, y para procurar entrever qué es lo que atrajo tanto al poeta en ese cuadro del pintor impresionista.


Escribir la pintura

De la mirada a la palabra, del goce estético al lenguaje que lo expresa, hay un trecho que recorrer. ¿Cómo hacer que acceda a las palabras y al poema ese espacio en el que se entrecruzan líneas de fuga, esa perspectiva que el ojo prolonga, esos colores que perduran en el imaginario de quien los contempla?


          En el siglo XIX, Baudelaire tejió estrechos lazos entre pintura y poesía. Su teoría de las correspondencias apela, en efecto, a una colaboración de todos los sentidos, y supone que lo que se ve también puede decirse. Desde entonces, imagen plástica e imagen verbal no son antinómicas ni admiten jerarquía. Para Baudelaire, la representación plástica puede ser fuente de inspiración. Esto era bastante raro antes del siglo XIX y, según él, el que las artes aspiren, si no a suplantarse, por lo menos a reforzarse recíprocamente, es uno de los diagnósticos del estado espiritual del momento. Baudelaire considera que se trata más bien de una trasposición o traducción que de un intercambio de medios. Si él elogia “la operación mágica” gracias a la cual el pintor ha podido traducir la palabra mediante imágenes plásticas, asimismo afirma que “la mejor reseña de un cuadro podrá ser un soneto o una elegía”[2].


          Para dar cuenta de la pintura, el lenguaje poético o analógico ofrece la preciada ventaja de no mantenerse en absoluto fijo en sus significaciones. Tanto en pintura como en poesía, los azares de la imaginación la arrastran, en efecto, por encima de una simple copia de lo real. El pintor abandona la convención de las formas tal como el poeta transgrede el lenguaje al osar nuevas asociaciones de vocablos. Ambos sugieren y se interesan por una presencia percibida o por venir, por una forma, una pulsación que se expande, una encarnación pasada o futura, aún imprevista, posible.


          A partir de Baudelaire, vemos instaurarse una alianza entre pintura y poesía, y son numerosos los ejemplos que testimonian la fecundidad de este diálogo. Es posible que el poema no se finque en el cuadro para una fría descripción poética, sino más bien en el horizonte que abre para el espíritu y la sensibilidad del poeta. “El ojo escucha”, escribiría Claudel… En el prefacio a su poemario Les portes de toile, Jean Tardieu alumbró esta trasposición de un lenguaje a otro y esta búsqueda incesante de un habla adecuada, de “un vocabulario extraviado, desplazado a voluntad, que corresponda al infatigable nacimiento de la invención y que, no obstante, extraiga sus elementos de la masa de términos admitidos” [3]. El poeta continúa explicando su ruta de este modo:


…necesitaba […] buscar un discurso diferente del que nos sirve para comprender. Ni descripción, ni análisis, ni nomenclatura, ni explicación, ni clasificación (o desclasificación) histórica. Amalgamas verbales constituidas por alusiones, sumergimientos en el más acá de la significación, en los circuitos del antilenguaje, del casi decir o incluso de un decir nada que sería como la raíz de nuestras palabras, como un balbucido retorno al sinsentido original […] Yo contaba con que la voz de las obras hubiese depositado en mi espíritu sedimentos de imágenes espontáneamente surgidos de esa concentración, o más bien de esa especie de ausencia personal: me deseaba a mí mismo desierto y transparente para convertirme en una trampa de palabras. Era cada vez un problema diferente, cada vez la investigación de un ritmo diferente. [4]


          Jean Tardieu busca así una armonía visual y sonora que disponga al ojo a escuchar a una obra de arte en su tejido luminoso, que le haga captar allí los ritmos y escuchar cada onda de sentido.


          Octavio Paz se cuenta entre los poetas contemporáneos que se preocupan por recrear ese tejido de relaciones donde poesía y arte se entrelazan. La mirada de Paz puede ser crítica, como lo atestiguan sus numerosos ensayos sobre arte y pintura. Pero en el caso que nos ocupa no se trata de describir un cuadro, de analizar y explicar el procedimiento de un artista, sino más bien de extender su existencia por medio de palabras, de mostrar el reflejo verbal que se forma en una conciencia. En una reciente entrevista aparecida en la revista Scherzo[5], Yves Bonnefoy explica su reflexión sobre los pintores en términos que, me parece, esclarecen el procedimiento de Paz. Según el poeta francés, el “crítico de arte” se interesa casi siempre en la obra como tal —en cuanto objeto físico u objeto mental—; analiza sus componentes e intenta comprender las leyes que rigen su creación, ya sea globalmente o en un caso particular. La experiencia en sí por la que pudo atravesar el artista no es siempre desatendida por este tipo de análisis, pero aparece sólo como un componente más. Se trata, desde luego, de un punto de vista perfectamente aceptable que trae hacia nosotros el horizonte del pasado histórico y que da forma a ciertas estructuras de conjunto de la creación o del espíritu. Pero si uno se detiene a considerar lo que esa mirada percibe de la relación del artista consigo mismo, comprueba forzosamente que con frecuencia ella sólo capta lo que se presta a la generalización. Ahora bien, esta relación de un ser consigo mismo pasa, en todo momento de la existencia, por debajo de las categorías que estructuran el yo en el seno del lenguaje —pues quizá todo en la conciencia es lenguaje— para confluir con pulsiones, impulsos e intuiciones. Para Bonnefoy, ése es el lugar donde se decide el proyecto mismo de escribir —en el sentido más amplio del término, que incluye toda clase de signos—; el lugar donde la escritura se afianza y a veces se desconcierta, donde descubre las que habrán de ser sus vías principales. Si uno no sabe mantenerse en contacto con la interioridad de alguien, ¿cómo comprender entonces su obra, la preocupación que agrupa sus componentes, el sentido que la obra conlleva y manifiesta? Yves Bonnefoy estima, pues, que hay que mantener vivo y activo este contacto. Se trata de preservar el mismo nivel de habla entera y original en la relación particular con uno mismo, lo que significa, inmediatamente, para la mirada sobre la obra estudiada y para el discurso que la evoca, una actividad de percepciones simbólicas, un trabajo espontáneo de figuración —a veces en las fronteras del inconsciente—; en suma, esa misma habla que se busca en los poemas. Yves Bonnefoy define así una aproximación menos conceptual, menos analítica, más abierta a metáforas sobre las que uno no ejerce dominio. Hay ahí, en suma, la invitación a un trenzado del habla y de la obra, y de lo que, para quien la escucha, pluma en mano, posee de más íntimo, de más subjetivo. Se puede comprender así que Octavio Paz haya a veces escogido hablar de un pintor o de un cuadro mediante un poema. ¿Habrá sido ésta una manera de hacer más auténtica su lectura de la obra?


          La atención que Octavio Paz concede al arte, en general, proviene al mismo tiempo de una intuición estética y de un acto de amor. Así lo confiesa en una entrevista con Manuel Ulacia:


He escrito ensayos y poemas sobre algunos artistas que admiro […] Aunque la amistad ha intervenido, lo esencial ha sido la fascinación. En algunos casos, sus obras se me han presentado como enigmas que debía descifrar:, en otros, como espejos, no para reflejarme sino para transformarme. Todo lo que he escrito […] ha sido una respuesta a un llamado. De una manera o de otra, secreta o expresamente, mi relación ha sido emocional, magnética. He obedecido a lo que Fourier llamaba “las leyes de la atracción pasional”. [6]


          La mirada de Octavio Paz sobre la pintura pertenece al orden de la “visión”, de la “iluminación”, y para él un cuadro puede ser fuente de inspiración. Como sabemos, los principios críticos de Baudelaire se fundan en gran medida sobre las correspondencias que él estableciera entre los sonidos y los colores. Octavio Paz cree profundamente en ese tejido ideal entre pintura y poesía. Lo dice así en El signo y el garabato (1973), en el ensayo dedicado a Baudelaire como crítico de arte: “Ver un cuadro es oírlo: comprender lo que dice. La pintura que es música, también y sobre todo es lenguaje”[7]. Todo arte está gobernado por un sentido, mas puede apelar también a la presencia de otro sentido que es a la vez un interlocutor y un complemento. A la manera del contrapunto musical que sobrepone líneas melódicas, los poemas de Paz inspirados en un poema o en un artista son como motivos que se sobreponen, al tiempo que poseen una realidad propia. La voz del poeta se inscribe, por tanto, como un acompañamiento.


          Así pues, en Octavio Paz la lectura de las artes visuales y su restitución poética se basan ampliamente en la analogía, principio fundador que el poeta ha analizado en la obra de Baudelaire, y que ha hecho suya:


Desgarrado por la enemistad de los contrarios, Baudelaire busca en la analogía un sistema que, sin suprimir las tensiones, las resuelva en un concierto. La analogía es la función más alta de la imaginación, ya que conjuga el análisis y la síntesis, la traducción y la creación. Es conocimiento y, al mismo tiempo, transmutación de la realidad. Por una parte, es un arco que une distintos periodos históricos y civilizaciones; por la otra, es un puente entre lenguajes distintos: poesía, música, pintura. Por lo primero, si no es “lo eterno” es aquello que articula todos los tiempos y todos los espacios en una imagen que, al cambiar sin cesar, se prolonga y se perpetúa. Por lo segundo, convierte la comunicación en creación: lo que dice sin decir la pintura, se transforma en lo que pirita, sin pintar, la música y que sin mencionarlo nunca expresamente, la palabra poética enuncia. [8]


          En los poemas de Octavio Paz consagrados al arte, la tela o la obra del pintor son como una puerta abierta hacia el infinito de los posibles. La imagen y la invención pictóricas hacen surgir palabras y metáforas. Se abre paso una correspondencia entre el conjunto innovador de los colores y las formas, y la utilización del lenguaje, de la sintaxis y los sonidos. Más que sobre la obra, el poeta escribe a partir de ella.


          En este momento de mi trabajo, deseo evocar o traer a cuento la bella exposición Octavio Paz. Los privilegios de la vista, presentada en el Centro Cultural Arte Contemporáneo de México, durante la primavera de 1990. Concebida como una especie de “museo imaginario”, la exposición constituyó una amplia retrospectiva que ofrecía una reconstrucción visual de la obra de Octavio Paz, poeta y crítico enamorado de las artes plásticas. Se reunió un conjunto de 350 obras, mexicanas y extranjeras, pertenecientes a épocas y culturas diferentes. Al resumir el universo pictórico y artístico de Octavio Paz, la exposición permitía al visitante el acercamiento a los múltiples escritos del poeta consagrados a las artes plásticas.


          No resisto el placer de citar aquí algunos versos de Octavio Paz escritos para la ocasión:


Aprendizajes y desaprendizajes,
circunnavegación es, circunvalaciones,
circunvuelos en Asia, Europa y América,
la exploración del túnel
              de las correspondencias,
la excavación de la noche del lenguaje,
la perforación de la roca:
la búsqueda del comienzo,
              la búsqueda del agua [9]

Les quatre arbres de Claude Monet: “Una dialéctica de la mirada”[10]

Por no ser yo crítica ni historiadora del arte o artista plástica, sería incapaz de formular un verdadero análisis de la imagen. Haré, por lo tanto, algunas observaciones sobre el impresionismo en su relación con el tiempo y ofreceré más adelante algunas impresiones sobre el procedimiento de Monet y sobre su cuadro Les quatre arbres.


          La pintura impresionista parece distinguirse de todo lo que la precedió por una atención heracliteana al tránsito, al movimiento: a la acción del tiempo sobre las cosas. Si el impresionismo parece afirmar en todas sus manifestaciones una voluntad de captar las cosas más fortuitas y más fugitivas, no se aboca menos a la observación más atenta. Se trata de hecho de conciliar ese deseo de observación escrupulosa con la búsqueda de los aspectos más ilusorios —o más ilusionistas— de la realidad. Los pintores impresionistas establecen el acta de mía verdad en fuga: hay ahí una percepción objetiva de la realidad puesto que toma en cuenta la dimensión de su devenir. Hay cosas que no son separables del tiempo, que están hechas de tiempo, tal como el tiempo está hecho de cosas. Los impresionistas se consagran así a una representación de las realidades en el flujo del tiempo que las arrastra, en la relatividad de sus sucesivas combinaciones.


          El impresionismo parece además introducir la duración en la percepción y en la concepción del mundo. La mirada de los impresionistas sobre el mundo, semejante al reflejo que, sobre las aguas, el chapoteo descompone y recompone, va y viene del atestiguamiento de la fugacidad de las apariencias a la voluntad de captar la permanencia. Si el impresionismo busca ser una traducción plástica del movimiento y de la duración percibida como permanencia, ¿no tendríamos derecho a hablar de una “dialéctica de la mirada”?


          De cara al desarrollo ininterrumpido de los fenómenos, los impresionistas son conscientes de la imposibilidad de representar el cambio; entonces, incluirán el movimiento en la pintura, harán que la pintura sea movimiento. Integran así un ritmo de vaivén en las pinceladas de color, las irisaciones de la luz, los reflejos en el agua, la fluidez de los contornos y una cierta inmaterialidad de las formas. Su pintura está dotada de la palpitación y de la vibración del devenir.


          Pero es obligado comprobar que mientras más escrutan la realidad estos pintores, con acrecentada agudeza, más parecen sus representaciones desvanecerse en lo irreal. Por tanto, surgen varias interrogantes. ¿Quieren los impresionistas afirmar la irrealidad de las apariencias, o bien están verdaderamente atentos a lo real? Esta irrealidad ¿se impone a ellos como un aspecto de las cosas hasta entonces desechado, y que se trataría de captar? ¿Nuestra realidad no es entonces más que un reflejo?


          La actitud impresionista traduce, por su atención y su sumisión al objeto, la toma de conciencia de la modificación de las cosas en función del transcurso del tiempo y del movimiento universal. Hay un dualismo en el impresionismo que se manifiesta en la oposición aparente entre una voluntad de fidelidad al motivo y una relativa ilegibilidad del mismo —debida a su impermanencia. Esta oposición se resuelve quizás en una atención al conflicto entre el ser sustancial de las cosas y el ser otro de su devenir. Los pintores impresionistas transcriben los aspectos sin cesar cambiantes de la realidad, sin concluir a partir de ello, no obstante, su irrealidad. Reconocen así que la realidad no es captable como algo seguro o permanente.


          El impresionismo parece transcribir, en un momento, la poca realidad de un fenómeno en fuga; y en otro momento, es una investigación atenta de una realidad material —más creíble y más verdadera, puesto que en ella se incluye su devenir. Este diálogo entre la mirada que quiere fijar las cosas que ve, y el tiempo que las hace disiparse, concuerda con la noción de dialéctica. Puede entonces decirse que, por su constante vaivén del ser a la apariencia del ser, el impresionismo ilustra una dialéctica de la mirada.


                                                                                                         ***


A lo largo de su vida, Monet se consagró a representar, tan fielmente como pudo, ciertos aspectos del mundo visible. Realizados durante un periodo de casi setenta años, los cuadros del pintor parecen hoy día tejer una sola tela. Esta continuidad fue, sin embargo, constantemente enriquecida por innovaciones. Monet buscó la expresión pictórica de lo que se hallaba al alcance de su vista en un momento dado. De ahí su perpetuo retorno a ciertos temas, como si él hubiese deseado arrancarles su esencia —deseo que fue perpetuamente frustrado y vuelto a emprender. Parecería que Monet hubiera utilizado el mundo exterior para crear imágenes que, aun pareciendo fieles a las apariencias de ese mundo, tendían a transformarlo en un lugar de plenitud sensual, al abrigo de los efectos del tiempo. Las obras de Monet ilustran profundamente el deseo obsesivo de captar una realidad en el momento en que está a punto de disolverse, de desaparecer para siempre. Los trazos del pincel expresan una aprehensión del mundo como sucesión de momentáneos choques de color, cada uno de ellos amenazado por su finitud. Esta manera de ver tenía quizás algo de la “instantaneidad” de la fotografía. Pero si Claude Monet captaba el motivo instantáneamente, la estructura de sus cuadros revela un proceso largo y complejo a la busca de los trazos de pintura adecuados para construir una imagen ficticia de la inmediatez.


          En cierto sentido, podría parecer que las obras del pintor rechazan la continuidad del tiempo natural, como si lo suspendieran en el instante del choque de la percepción, instante separado a la vez de los que lo precedieron y de los que lo sucederán. Los cuadros de Monet frecuentemente representan encuentros que parecen no poder repetirse: un rayo de luz, un movimiento en la superficie del agua… La pasión que Monet experimentaba al captar lo que está a punto de disiparse lo condujo, en la década de los noventa del siglo pasado, a realizar las series de cuadros en que intentó registrar todas las variaciones de la luz sobre un mismo motivo. Este asombroso procedimiento lo obligaba a dar unas pinceladas sobre una tela antes de que la luz cambiara, para luego pasar a otra tela, ya comenzada, que correspondía a ese nuevo momento. La parcelación de la percepción consciente, inherente a este procedimiento, estaba ligada en Monet a su fragmentación del mundo en partículas de colores, como si su deseo de acercarse siempre más y más al motivo desembocara en la casi desintegración de éste, como si no quedara del mundo visible más que una nube de polvo, un círculo, un torbellino de átomos.


          De hecho, los cuadros de Monet están compuestos por densas capas de pinceladas de color que representan aprehensiones momentáneas, temporalmente fijadas en imagen —imagen durable— del encuentro efímero de percepciones múltiples. El espectador puede captar esta pintura como un instante, pero la estructura del cuadro le permite también experimentar un proceso de creación extendido en el tiempo y una empecinada exploración de los efectos de la luz y el color. Las investigaciones de Monet lo condujeron de este modo a un trabajo incesante, a una lucha siempre recomenzada contra el tiempo y sus vicisitudes. En la década de 1890, sus cuadros son menos representaciones de experiencias agradables que encarnaciones de estados elevados de la percepción: sus contemporáneos evocan sus telas en términos de experiencias poéticas, incluso místicas. Para Monet, la fidelidad a la realidad visible no presupone una exactitud literal. Los colores del pintor no son los de la naturaleza, y él aporta frecuentes modificaciones al motivo, con vista a la armonía general de la tela. Para él, la verdad no reside en el detalle sino en la captación de las relaciones armónicas de la naturaleza. La búsqueda intensa, ansiosa de Monet por conseguir un estado ideal de las cosas en su pintura, manifiesta sin duda un deseo de escapar a la parcelación, pero también de reencontrar una unidad perdida. Con el tiempo, su pintura amalgama más y más la tierra, el cielo, la materia y el agua en un reflejo de colores que sugiere la vibración universal de la luz así como la unidad de la totalidad.


          Si las estructuras pictóricas de Monet siempre vacilaron entre la globalidad y la desintegración, es innegable que su obra fue animada por lo que su amigo Geffroy llamaba “el inquieto sueño de la felicidad”[11]. En sus últimas telas, las grandes Nympheas de l’Orangerie y del Musée Marmottan, Monet aún luchó, quizá más que nunca, por encontrar mía alternativa a la fragmentación del tiempo…


          En 1883, Monet se estableció en Giverny, donde residiría hasta su muerte, en 1926. El pintor descubre ahí lo que sería su estilo predilecto de composición. Las líneas horizontales de un campo o de una ribera, opuestas a las verticales de un bosquecillo o de una hilera de árboles, dibujan una delicada red y le permiten traducir la orientación y la densidad de la luz en el espacio. Por lo demás, la topografía misma de Giverny favorece efectos particulares de luz. El pueblo está situado en las suaves pendientes que dominan el poco caudaloso río Epte; praderas sin relieve, animadas por cortinas de chopos o de sauces, se extienden hasta el Sena, detrás del cual se eleva una colina más escarpada. El valle está tan confinado en sí mismo que las vibraciones de su luz difuminada son casi palpables, y magnifican el trayecto del sol. Monet perfecciona esta atmósfera protectora al mandar arreglar el jardín de su casa: más adelante, extenderá sin cesar su dominio hasta crear un verdadero santuario.


          Durante los años que siguen, Monet se dedica a explorar Giverny y sus alrededores; ensaya toda una gama de motivos y examina las posibilidades que le ofrecen el pueblo, los campos, el río y las colinas. Poco a poco el concepto de serie adquiere más y más importancia. Monet extrae de los paisajes de las cercanías de Giverny su inspiración en las series de los “Almiares” (1888-1891), de los “Chopos” (1891) y de las “Mañanas en el Sena” (1897). Cada pintura de éstas es metáfora de un momento particular que ciertos cambios de luz o atmósfera evocan. En términos musicales, se trataría de variaciones sobre un mismo tema.


          Decía Monet: “Hay que saber captar el momento del paisaje en el instante preciso, pues ese momento jamás volverá”, y aun más: “bien que mal, me he aplicado de nuevo al admirable motivo del paisaje que he intentado en todo momento del día con el propósito de lograr uno solo, que no pertenezca a tiempo alguno, a ninguna estación”[12]. Al adoptar casi sistemáticamente el procedimiento de las series en los años noventa, Monet exacerba las tensiones inherentes a su arte; en tanto mantiene la fe en la naturaleza como realidad autónoma, su obsesión por la fuga del tiempo lo empuja a trabajar con rigor y obstinación. Parecería que intentara someter así la naturaleza a la imagen que él le ha dado en pintura. Al mismo tiempo, sus series concurren a trasladar los mecanismos permanentes de la conciencia a componentes fragmentarios. Monet pinta salvaguardando la continuidad de la conciencia pese al flujo del tiempo; parece que buscara inmovilizar la instantaneidad de una serie de cambios a la vista, y que quisiera fijar la luz entre él y los objetos. Sin duda, la familiaridad que adquiere con su tema le permite penetrar más allá del mundo de los objetos finitos y ver a la luz materializarse en el espacio.


          Este procedimiento por series era exigente y constituía una verdadera carrera contra reloj. Monet experimentaba (empleo este término en todas sus acepciones, es decir tanto en el sentido de experiencia, cuanto en el de sentimiento e incluso sufrimiento) las contradicciones entre la sensación de objetividad de lo que observaba —el paso de la luz que progresa inexorablemente— y la subjetividad de sus propias percepciones, de su modo de representación. Creo que hay que considerar la instantaneidad de las series como relámpagos de comprensión entre el pintor y el momento del paisaje. Monet decía que a veces “el paisaje daba todo lo que era capaz de dar”[13]; podía entonces experimentar la exterioridad del paisaje, insuflarle su propia conciencia, y el momento parecía acceder a una forma de permanencia. A propósito de las series de su amigo Monet, el crítico Geffroy escribió que el pintor “da la sensación del instante efímero que acaba de nacer, que muere y que nunca volverá —y al mismo tiempo, por medio de la densidad, por el peso, por la fuerza que viene de dentro hacia afuera, evoca, en cada una de sus telas, la curva del horizonte, la redondez del globo, el curso de la tierra en el espacio”[14]. Luego de haber contemplado largamente estas series, me parece que Monet pensaba, quizá, descubrir un modo de visión primordial, preconceptual.


          Una de estas series es la constituida por 23 telas realizadas en 1891, que representan los chopos al borde del Epte (en marzo de 1892, Monet expuso 15 de estos cuadros de chopos en la galería Durand-Ruel). Estos árboles alineados a lo largo de un río, que hacían a veces de barda contra los vientos, habían sido uno de los motivos favoritos de Monet desde su llegada a Giverny, y antes, en Argenteuil (véase Pré á Giverny de 1885, y Brouillard matinal de 1888). Los troncos espigados y el follaje transparente de los chopos constituyen un motivo ideal para traducir la densidad de la luz. 


          En las telas más antiguas, la red de horizontales y verticales se situaba en la profundidad del espacio. Más tarde, Monet se aproxima más al motivo y lo reduce a una interacción entre las horizontales de la ribera y el espejo de agua y las verticales de los árboles y sus reflejos, mientras que una tercera dimensión aparece en el plano posterior, hecho de zigzags, de curvas que enlazan los meandros del río.


          A excepción de cuatro cuadros, esta serie fue ejecutada en su totalidad a bordo de una barca-taller de fondo plano, sujeta al pie de la cortina de chopos. Monet pudo así desprender constantemente la vista del espejo de agua para contemplar la cima de los árboles y apreciar su altura. Esta posición acentúa la simetría y la frontalidad; la complejidad de la composición se acrecienta en otro momento por la representación de los reflejos como verticales simples que, de hecho, se ensanchan sobre el espejo de agua. Estas soluciones de continuidad densifican sin duda la comprensión de la pintura e introducen la dimensión suplementaria de la duración en ese momento del paisaje. Los “Chopos” fueron pintados en tiempos cálidos, entre el fin de la primavera y el fin del otoño de 1891. La gama de efectos es menos extensa que en los “Almiares”. Con su barca atada en aguas pacíficas, Monet no sufría más distracción que los estremecimientos del follaje o del agua, y las variaciones ligeras y sutiles de la luz.


          Situado en la entraña de esta serie, el cuadro Les quatre arbres (óleo sobre tela, en formato casi cuadrado de 82 x 81 cm) me parece dotado de un poder de fascinación. La navegación de Monet se realiza a través de la luz, a la altura donde murmuran los chopos y se altera el color. El pintor, desde la soledad contemplativa y disciplinada de un asceta, fija en consecuencia una hilera de cuatro chopos con sus intervalos; se apega a las pequeñas estrías de sus troncos que se reflejan en el agua. Detrás, se perfila otra línea de chopos cuyo follaje flota como una sombra o una rúbrica de humo. 


          La tela está compuesta de minúsculas pinceladas de color en capas superpuestas, con matices tan complejos que los contornos originales de los árboles se borran bajo el espesor de la pasta que los contiene. Monet representa aquí el estallido dorado de un cielo crepuscular sobre el cual se destacan las sombras de los árboles. Las notas del amarillo limón añadidas a los eslabonamientos del azul, el verde y el violeta, evocan el momento en que la luz del día comienza a producir en el motivo este aspecto crepuscular. Las hojas de las ramas altas pierden sus detalles bajo un sol declinante; las pinceladas del ocre rosado parecen hacer flotar el follaje. El conjunto de la composición está formado de gamas de colores contrastantes que se interpenetran, lo que mueve a pensar que Monet ha percibido el motivo como un todo indisoluble, aunque su singularidad sea indisociable de su duración.


          La rigidez y la geometría de las formas intensifican además las vibraciones y las pulverizaciones de la luz, y acentúan aún más su presencia al encerrarla en un espacio sin profundidad. Las formas están vistas de tan cerca que su realidad ordinaria parece desintegrarse. Monet vuelve aquí a un fenómeno que le fascinaba desde hacía mucho tiempo y que, en este momento, quedó situado en primer plano: la conjunción de una orilla de río con su reflejo apenas ensombrecido, sin hacer distinción entre ambos. El momento en que el elemento sólido se convierte en líquido está velado de sombras violetas esfumadas que atraen la mirada del espectador.


          Si Monet quiso representar un motivo bajo todos sus aspectos y expresar de algún modo su esencia, su quintaesencia, Les quatre arbres podría quizá ser la ilustración de ello. La geometría natural de los chopos y esa luz inmóvil son aparentemente imagen fiel de un instante luminoso. Pero ¿no hay ahí algo como la quintaesencia de todos los momentos en que los rayos rasantes del sol iluminan el paisaje? Si no conocemos esta hilera de chopos y la progresión del sol en el valle de Giverny, y si no comparamos esta tela con el resto de la serie, ¿podemos verdaderamente saber si este cuadro traduce la luz fría, inmóvil, las tonalidades intensas y sobrenaturales de la aurora, o es en cambio esta misma luz tibia, inmóvil, con las mismas tonalidades intensas y sobrenaturales, la de la puesta del sol?


          Me parece que esta tela representa la permanencia cambiante del universo. El crítico Clément Janin evocó la ciencia con la que Monet consiguió que un fenómeno puramente transitorio pudiera dar la sensación de duración, incluso de eternidad. Janin declaró que “a pesar de todos los elementos que traducen un aspecto particularmente móvil de materia y de espíritu, Monet nos sugiere la idea de una indestructibilidad inducida por la forma esencialmente fugitiva de las cosas: la presencia de la causa original, de la fuerza que mañana realizará de nuevo lo que hizo el día de hoy”[15][16].



“Cuatro chopos” de Octavio Paz

Más que consagrarme a una explicación exhaustiva de este poema, me gustaría comprender cómo se transita de una rama del arte a otra. Al poner frente a frente la tela de Claude Monet y el poema de Octavio Paz, quisiera ofrecer una meditación, inevitablemente incompleta —una ensoñación, quizá— que haga coincidir las líneas paralelas del arte y del conocimiento intuitivo del poeta, del mundo tal como Monet lo hizo aparecer y del universo interior que inspira y da forma a la “epifanía” del poema de Paz. Desearía asimismo dar testimonio de la proyección sentimental —la empatía, podríamos decir— experimentada por el poeta para conseguir una traducción poética del cuadro de Claude Monet.


          El poema “Cuatro chopos” forma parte del libro Árbol adentro (123-126); se halla en la cuarta sección de este libro, intitulada “Visto y dicho”, que está dedicada a la trayectoria o la obra de grandes artistas.


          De entrada, uno puede preguntarse acerca de la razón de ser de un poema sobre el cuadro de Monet. ¿No se basta a sí misma la obra pictórica? Los versos que Octavio Paz escribe en contrapunto de la tela de Monet son quizás una manera de arrancar a ésta de un aparente mutismo. Como lo señala Jean Tardieu en Les portes de toile. la obra de arte ejerce un poder de fascinación que no es pura y simple admiración: “Lo que nos atrae y nos fascina ante esta procesión de clamores helados, de instantes eternizados en su fuga, es su ambigüedad, reserva inextinguible de significaciones” [17]. El espectador, ser sociable, puede pues experimentar a veces la necesidad de describir por medio de la palabra su encuentro y su visión, su atracción y su placer. Si la obra de arte posee efectivamente una existencia en sí, puede convertirse en objeto de comunicación mediante el rodeo de una traducción. En El signo y el garabato (33-36), Paz señala que el color piensa, que la pintura es lenguaje, pero que el sentido se despliega en un universo no pictórico. En otras palabras, el lenguaje de la pintura es un sistema de signos que puede hallar su significación en otros sistemas. Surge una pregunta: ¿qué es un cuadro fuera del sistema de lectura, de explicación, de relato que puede hacerse acerca de él? El sentido, los sentidos están presentes en el cuadro, pero existen también en el trabajo de codificación, en el trabajo verbal adonde los desterramos. La obra de arte es quizá lenguaje en cuanto se identifica con su lectura, y ésta a veces con su escritura.


          Así pues, Octavio Paz establece un diálogo con la obra de Claude Monet para hacer de ésta objeto de comunicación o de participación, ofreciéndole una extensión sin mengua de su naturaleza secreta. Elige hacerlo mediante un poema: así, sus versos evocan las modalidades de la mirada de Monet, de las que la poesía ofrece una analogía verbal.


          Más que describir datos objetivos, Paz busca reencontrar el procedimiento de Monet. Por ello mismo, nos convida a la obra de arte y nos invita a acompañarlo para participar en y responder a esa experiencia artística. Octavio Paz no imita una creación; hay ahí algo más que un acto de mimetismo. Su escritura es ella misma un proceso y la creación del poema corresponde a una recreación de la obra. En este poema consagrado a la tela de Monet, Octavio Paz extiende su “yo” a la obra del pintor; se fusiona con lo que ve y lo enriquece, quizá, con lo que él es. Para ofrecernos un restitución poética de Les quatre arbres, Paz se proyecta en la tela. Busca enlazarse ahí con las cadencias y el ritmo, reencontrar la música del cuadro. El poeta va más allá de la emoción estética: mantiene una visión plena, enriquecida quizá, y su experiencia es un bello impulso hacia la alteridad. El cuadro es en efecto objeto y obra del pintor, materia manufacturada y manifestación mental. Hablar de ese objeto es, pues, hablar también de un hombre, de una conciencia extranjera, y si pudiera parecer que el poeta añade intenciones o modifica el designio del pintor, es sin duda porque la obra contenía todas esas posibilidades. Me parece que el poema “Cuatro chopos” encarna “la otra voz” de la tela de Monet, gracias a un fértil diálogo.


          El poema de Paz consta de 65 versos repartidos en estrofas irregulares. El poeta parece privilegiar el empleo de los versos impares: el endecasílabo, el eneasílabo y el heptasílabo. Estos versos tienen, desde luego, acentos finales fijos en la décima, octava y sexta sílabas, pero se aprecian también frecuentes acentos rítmicos sobre la sexta, cuarta y tercera sílabas. Aparecen, por lo demás, dos modalidades de versos cortos: un tetrasílabo y un pentasílabo; así como cuatro alejandrinos. Me parece que el poema de Octavio Paz busca ante todo ser un eco del ritmo de la tela de Monet y del universo del pintor. “El ritmo no es medida: es visión del mundo”; “el universo es un sistema bipartito de ritmos contrarios, alternantes y complementarios”, se lee en El arco y la lira[18].


          La rima de este poema es libre, aunque Octavio Paz juega a menudo con las asonancias. Parece claro que el poeta concentra toda su atención sobre el ritmo, la música de los vocablos y la combinación armoniosa de los acentos. “Cuatro chopos” quiere traducir el ritmo del universo de la tela de Monet, restituir en ella el movimiento cósmico.


          En las tres primeras estrofas del poema, Paz expresa una analogía evidente (cf. el empleo de “como”) entre la estructura pictórica de la tela de Monet —el entrecruzamiento de las líneas horizontales y las verticales— y el acto de escritura, el acto poético. El eje horizontal del cuadro de Monet nos devuelve a la linealidad del lenguaje y al movimiento infinito de la escritura. “Esta línea” evoca el momento de la escritura[19]. La expresión “tras de sí misma”, el verbo “ir” empleado en el presente de indicativo (“va”), la forma pronominal en gerundio de “persiguiéndose”, manifiestan que la escritura es un fin para siempre inaccesible, una tarea para siempre incumplida: es un acto siempre recomenzado que suscita algo semejante a un vértigo. Los dos versos siguientes (vv. 3-4) manifiestan el carácter transitorio de la escritura (cf. el empleo del adjetivo “fugitivo”), la idea de una búsqueda perpetua (cf. el adverbio “siempre” y la forma verbal “se busca”), y de una borradura ineludible (cf. el verbo pronominal “se disipa”). “Los poemas son objetos verbales inacabados e inacabables” escribió Paz en la “Advertencia” a su Obra poética (1935-1988)[20]. Esta primera estrofa contiene tres versos largos, entre ellos un alejandrino (v. 2), que intensifican el aspecto infinito de la búsqueda de la escritura. El último verso es más corto (un eneasílabo) y evoca quizás el desvanecimiento de las palabras. Se aprecia además la ausencia de puntuación que, por mi parte, asimilo al camino sin fin de la escritura. Esta cuasi ausencia de puntuación se prolongará hasta el fin de la tercera estrofa.


          La segunda estrofa comienza, singularmente, con un guión. Me parece que este guión, que vuelve a hallarse al principio de la tercera estrofa, refuerza la anáfora (cf. la reaparición del “como”) que establece un parentesco entre pintura y escritura, pero quizás introduce también una distancia: la pintura no es la escritura, son lenguajes distintos, dotados de signos propios. Los siete versos de esta estrofa se refieren de nuevo a la escritura (“esta misma línea”), pero se ve surgir un eje vertical (como los troncos de los chopos de la tela de Monet) con el adjetivo “levantada” y el sustantivo “columna”. Esta verticalidad corresponde al surgimiento de la palabra poética. Recordemos los primeros versos del poema “La palabra dicha” en Días hábiles: “La palabra se levanta/ de la página escrita./ La palabra, labrada estalactita,/ grabada columna.” El acto poético es un acto de rebelión en contra de las convenciones del lenguaje (cf. v. 7 “vuelve todas sus letras”). Se manifiesta además en un tiempo diacrónico y en la linealidad del discurso, pero participa igualmente de otro tiempo, más interior; habita así “la verticalidad, la profundidad o la altura”; un “instante estabilizado en el que las simultaneidades, al ordenarse, prueban que el instante poético posee una perspectiva poética” [21]. Estos versos subrayan de nuevo que la actividad mental, intelectual del poeta (cf. la posición en fin de verso de “pensada”) es previa al objeto de creación poética y a la plenitud sensorial de una “flor de vocales y de consonantes”.


          En la tercera estrofa, que recupera el procedimiento anafórico anterior (“como esta línea”), el alejandrino del verso 12 refuerza nuevamente la idea de que la escritura poética no puede encerrarse en perfección alguna. La escritura podría compararse con un paseo en barca: en el curso de la navegación, los troncos de cuatro árboles y sus reflejos sobre el agua aparecen y nos iluminan con su presencia. Luego nos alejamos, la luz cambia, llega la oscuridad y los perdemos de vista hasta otro punto, otro instante en que reaparecerán. Los versos siguientes (vv. 13-14) parecen revelar la intuición de una estructura dialéctica del tiempo poético (cf. las antinomias evidentes entre “consumarse"/“se incorpora”, “fluir”/ “hacia arriba”): un tiempo diacrónico y sincrónico, continuo y discontinuo. Para Octavio Paz, la poesía permite la consagración de un instante privilegiado que escapa al flujo del tiempo al insertarse en él. El poeta, quizá como el pintor, no puede sustraerse al paso del tiempo pero puede crear una “epifanía”, epifanía de la finitud, el enclave preciso donde debe forzar al lenguaje. Para Octavio Paz, la poesía es un vuelo de la palabra siempre renovado, que se ofrece en el acto mismo del tránsito, el reino de lo transitorio. Es un acto de fe inmarcesible que reinventa en el umbral de cada poema el instante en el que se encarna una presencia.


          Los dos puntos donde termina la tercera estrofa ofrecen un silencio, una breve pausa que va a hacer aflorar una presencia: “los cuatro chopos”. Octavio Paz hace un uso preferente de los dos puntos. Introducen una pausa elegida voluntariamente, consciente, para anunciar una idea clave, la explicación o la síntesis de lo que precede. En el caso presente, los dos puntos establecen una equivalencia entre el acto poético y una tela de Monet. “Los cuatro chopos” es un verso que se destaca a causa de su brevedad (es un pentasílabo); es un verso aislado precedido y seguido por un blanco tipográfico, que tiene también valor de silencio. Este verso no corresponde exactamente al título del cuadro de Monet, pero anuncia las cuatro estrofas que siguen, es decir, la traducción poética de Les quatre arbres.


          El verso 16, formado solamente por el participio “aspirados” nos sorprende por su brevedad (es un tetrasílabo); es además un verso “escalonado” que crea a la vez un blanco visual y sonoro. El lector-espectador observa una pausa antes de descubrir lo que seguirá. Al correr de cinco versos (vv. 16-20) aparece la traducción verbal del primer plano de la tela de Monet: los cuatro chopos altos y delgados se reflejan en el agua. El poeta es sensible al arrebato de estos árboles, a su manera de abrirse hacia lo alto, hacia lo bajo, y al vértigo que producen (vv. 16-17). La imagen del verso 18 “en un charco hecho cielo” expresa la relación de identidad del espacio cósmico, o más bien de dos espacios inconmensurables: el agua y el cielo. El poeta manifiesta luego el ser y el no ser de las cosas (vv.  19-20): cuatro árboles que no son más que uno, la división que no altera la esencia, el uno que se expande en lo múltiple (v. 19), y al mismo tiempo la permanencia de un mundo de apariencias fugitivas, junto con la permanencia de la finitud.


          La estrofa siguiente, que empieza de nuevo con un verso escalonado, nos lleva al segundo plano de la tela de Monet, hacia frondosidades tocadas por el crepúsculo (cf. “en llamas”, “se apagan”). El día que declina es expresado asimismo por una imagen puesta en relieve por un inciso entre guiones (“—la tarde a la deriva—”) que indica eficazmente el carácter incierto de ese instante entre azul y buenas noches. El poeta evoca luego otra línea de chopos cuyos contornos ya enturbiados nos hacen dudar de su realidad (cf “andrajos espectrales”). La estrofa se consuma en dos versos simétricos (dos eneasílabos que comienzan con el mismo adverbio “interminablemente”) que son simultáneamente antinómicos (vv. 24-25): el movimiento que se opone a toda fijeza (cf. “ondulan”/“inmóviles”). Esta oposición se resuelve quizás en la idea dialéctica de que hay una permanencia del movimiento. El poeta es además sensible a los estremecimientos de estos árboles inmóviles, presencias vegetales seculares que son como un desafío al tiempo, a medio camino entre la piedra y el tejido viviente. En estos cuerpos, el tiempo fluye pero no se descompone: se deposita: los árboles lo inmovilizan. ¿No habría en ellos, en estos receptáculos de una extraña coincidencia, una especie de encarnación de la poesía?


          A continuación, en un dístico formado por endecasílabos (vv. 26-27) queda evocada la interpenetración de los colores en el cuadro de Monet, en ese instante crepuscular en el que todo es incierto. Los verbos empleados (“se desliza”, “se insinúa”), son verbos de movimiento que señalan eficazmente las modificaciones de los colores y de la luz; además, su forma pronominal intensifica el carácter vibratorio de esa visión.


          La estrofa siguiente prosigue con la traducción poética de la tela de Monet. Los tres primeros versos evocan la línea horizontal con gradaciones de azul y verde. Es una línea de partición (v. 28). La imagen del verso 30, puesta en relieve por los dos puntos que la preceden, marca una conjunción de elementos: cielo, tierra, agua; hay ahí un lugar y un tiempo de armonía cósmica. Se completa con los dos versos siguientes que mezclan fuego y viento (vv. 31-32). Los términos “caligrafía” y “escrita” remiten desde luego a la escritura e implican quizá que hay una lengua del universo que el poeta y el pintor saben leer y traducir. El último verso es la comprobación de una verdad en fuga, de la fugacidad de las apariencias incesantemente descompuestas y recompuestas (v. 33).


          En las cuatro estrofas siguientes, se trata menos de una traducción poética de la tela de Monet que de las impresiones que ésta suscita en el enunciador poético que va a encarnarse en un “yo” —proyección del pintor. Una vez más, lo que parece atraer al enunciador es la evanescencia, la fugacidad, la inmaterialidad de las cosas (cf. “tránsitos”, “parpadeos”, “el mundo pierde cuerpo”, “es una aparición”). Poco a poco percibimos cómo la visión de los cuatro chopos se transforma en una visión del mundo. El universo se funda en esos cuatro árboles (“es una aparición, es cuatro chopos”). La sinestesia del verso 37 (“cuatro moradas melodías”) refuerza el carácter vibratorio del mundo. Una sustantivación importante se aprecia en esta estrofa. Aquí, los sustantivos parecen estar particularmente cargados, incluso saturados de sentido. Se trata de acercarse a la sustancia, a la esencia, a la profundidad de la realidad.

El enunciador evoca luego, en los cuatro versos siguientes (vv. 38-41), las ramas y el follaje azulados sobre los troncos que pierden sus detalles, sus contornos bajo el sol que declina. Se trata evidentemente de revelar la fragilidad inherente a este fenómeno y, más aún, al mundo (cf. “frágiles”, “un poco”, “otro poco”/“son”). Se aprecia el oxímoron del verso 40 (“Vaivén inmóvil”): un nombre y un adjetivo que reafirman la fijeza indestructible de la fugacidad esencial de las cosas. El fin de la estrofa hace surgir un “yo” poético con un verbo de percepción en primera persona del presente de indicativo (“oigo”). Hay que resaltar la sinestesia, puesta en relieve por un encabalgamiento (“Con los ojos/ las oigo murmurar”); el “yo” poético se proyecta en el pintor. Como el “yo”, el pintor identifica, integra, absorbe la efímera realidad de ese instante frágil (cf “de aire”), y procura leer el lenguaje del universo (cf. “palabras”). Probablemente, al escribir estos versos Paz recordara el título de la obra de Claudel, L’oeil écoute. Pero ¿no hay ahí también una reminiscencia de los versos de la lira de Sor Juana Inés de la Cruz, “Que expresan sentimientos de ausente”?: “Óyeme con los ojos,/ ya que están tan distantes los oídos/ y de ausentes enojos/ en ecos de mi pluma mis gemidos:/ y ya que a ti no llega mi voz ruda,/ óyeme sordo, pues me quejo muda” [14].


          El dístico formado por los versos 42-43, al insistir en una analogía y una fusión entre cielo y agua, evidentes en el cuadro de Monet, traduce un incesante vaivén, el eterno retorno, la constante renovación cósmica (cf. los verbos de movimiento “se va” y “regresa”).


          Los ocho versos siguientes, combinación armoniosa de heptasílabos y endecasílabos, sintetizan las percepciones del enunciador. El “yo” poético (cf. “yo veo”) afirma la realidad esencial de esta visión, más allá de su instantaneidad y finitud. Los dos puntos ofrecen una pausa al lector antes de proceder a la enunciación de la permanencia del cambio y el movimiento eterno (v. 50). Se aprecia de este modo una unión de contrarios (vv. 47-49) y la verticalidad de ese instante (cf. el léxico) que escapa al tiempo al insertarse en él. El último verso de la estrofa reitera la movilidad (cf “zarpa”) y el desvanecimiento de todo (cf. “hacia lo obscuro”). Es un modo de expresar lo que constituye el fundamento que todo lo sostiene: la temporalidad, esa manera en que seres y cosas se inscriben en el universo mediante un proceso de nacimiento, envejecimiento y muerte.


          En el terceto que sigue (vv. 52-54), el enunciador recupera un poco de distancia al evocar a Claude Monet en el momento de pintar desde su barca. Estos versos son además una declaración concreta de la temporalidad: “quince minutos sitiados”. El participio “sitiados” revela plenamente la obsesión del pintor impresionista por captar un instante vibratorio (cf. “latir”, v. 53), por capturar un momento de luz o de paisaje.


          La estrofa siguiente (vv. 55-58) reemprende por última vez los motivos principales de la tela de Monet: la interpenetración de los elementos (v. 55), una cierta pérdida de identidad de las cosas (v. 56), y el fulgor de los fenómenos (v. 57). Después del blanco sonoro de los dos puntos, el enunciador alcanza una especie de conclusión (v. 58): el mundo es inestable, frágil por esencia.


          La última estrofa (vv. 59-65) sobrepasa el marco del cuadro de Monet y nos ofrece una meditación sobre un universo siempre evanescente (cf. “ser y no ser”, “titubea”, “se aligeran”, “se esfuman”). La acumulación de sustantivos o de formas sustantivadas en estos versos nos revela que el universo no puede ser percibido sino en sus apariencias fugitivas. En el último verso del poema, el “yo” poético reaparece (“esto que veo”); establece una analogía entre los chopos, el mundo y la condición humana (cf. “somos”, verbo en presente de indicativo, que aquí tiene el valor de presente eterno), afirmando que todo es transitorio.


                                                                                                        ***


No sé si en poesía haya alguna conclusión. Quisiera, no obstante, tratar de mostrar qué puede haber en el cuadro de Monet que haya requerido a Octavio Paz. El crítico Geffroy veía en la obra del pintor impresionista “una poesía magnífica del instante que pasa y de la vida que continúa”. Me parece que las creaciones de Monet y de Octavio Paz se instauran en una poética del instante que es una aceptación de la impermanencia del ser en el mundo, que abre una vía hacia la estadía y el estallido de un instante débil. Esta poética expresa también la esperanza de que las cosas se repitan en su brevedad misma y en su fragilidad[22].


          Creo también que Octavio Paz fue sensible al motivo del árbol en la tela de Monet. Para el poeta, el árbol es un símbolo, un punto de referencia, una pertenencia. Por ejemplo, el 30 de junio de 1994, durante una conversación con Octavio Paz en París, pude evocar con el poeta la presencia de los árboles en su obra. Ahí, el Nobel mexicano confesaba:


Los árboles han sido muy importantes en mi vida […] Hay dos ideas: la idea de que el árbol pertenece a la tierra, a un lugar donde crece, donde hunde sus raíces, pero hay también esta cosa terrible del desarraigo. Los árboles, cuando los desarraigamos, mueren; los hombres no. Los hombres sobrevivimos, pero nuestro destino es un poco un destino de árboles desarraigados. Distintos árboles han tenido mucha importancia en mi vida […] En mis recuerdos de niño están los árboles. En Mixcoac había dos higueras, pero sobre todo mía que era como un lugar de la infancia. Ahí, iba a ampararme del mundo de los adultos, de los mayores, de los otros niños. Era como volver a algo anticuado, a una casa antigua, a un palacio, o a una cueva donde había toda clase de cosas, una cueva de ladrones, una cueva de maravillas. Había unos pinos también que parecían lo más sólido. Pero tuvimos que dejar esta casa, y lo primero que hizo el nuevo propietario fue arrasar los árboles, arrancar los pinos, las higueras. Fue como si me hubieran quitado una parte de mí mismo. Yo era adolescente, tenía unos 19 o 20 años y sí, me dolió, como un árbol desarraigado. Después, han tenido influencia los árboles siempre; de alguna manera han sido los testigos silenciosos de mi vida. Cuando no hay árboles, empiezo a inquietarme… En mi libro Árbol adentro, se combinan varias imágenes y hay una elaboración consciente de esta visión del árbol. Primero, la idea de que nosotros también somos árboles; el árbol que cuenta no es el árbol que vemos frente a nosotros sino el árbol que llevamos dentro […] El árbol es también una imagen de la poesía o de cierta poesía. Yo creo que cada poeta tiene su imagen o su emblema. Para Mallarmé, podría ser el cisne, para Baudelaire el albatros… En mi caso, yo creo que es algún árbol, probablemente la higuera.


          Puede así acudirse al encuentro de Octavio Paz, bajo el encanto de un “paseo bajo los árboles” —a la manera de Philippe Jaccottet. Entre la higuera del jardín de la infancia y el árbol mental de Árbol adentro, o del más reciente poema aparecido, “Respuesta y reconciliación”, el poeta cumple su obra. En el intervalo, ha escrutado la fijeza de un bosquecillo de hayas, de una hilera de chopos, ha discurrido sobre el pipal y el banano, o ha escuchado las lecciones del nim. En esta estructura que surge de la multiplicidad subterránea para abrirse a otra multiplicidad, aérea, el poeta percibe un impulso siempre insatisfecho, un deseo de durar. Él ama este prodigio de movimientos, de transmutaciones, de engendramientos simultáneos y sucesivos que es, simultáneamente, una lección de vitalidad y de sabiduría. Inducida hasta la obsesión, la imagen del árbol está asociada, en Octavio Paz, a la búsqueda del ser y de la poesía; encarna la vocación misma del poeta. Octavio Paz tiene fe en un lenguaje poético que no cura el tiempo, pero que quizá lo conjura un poco al devolverle al hombre una conciencia de ser-árbol. Esto es lo que creo escuchar en estos versos del reciente poema “Respuesta y reconciliación”:


Árbol de sangre, el hombre siente, piensa,
              florece
y da frutos insólitos: palabras.
Se enlazan el sentido y lo pensado,
tocamos las ideas: son cuerpos y son números.
 
Y mientras digo lo que digo
caen vertiginosos, sin descanso,
el tiempo y el espacio. Caen en ellos mismos.
                                                           [43-44] 



En este despertar del pensamiento, se discierne una aceptación de la impermanencia, una “ontofanía” —término empleado por Yves Bonnefoy—: la búsqueda de un sabor de la tierra que adviene aquí, en el instante.



22 de enero de 1998



Traducción de Jaime Moreno Villarreal




NOTAS 

[1] Octavio Paz, El arco y la lira, México, Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 167

[2] Charles Baudelaire, Curiosités esthétiques, Salori de 1846, París, Bordas, 1990, p. 101.

[3] Jean Tardieu, Les portes de toile. Le miroir ébloui —poémes traduits des arts— [1969], París, Gallirnard, 1993, p. 31.

[4] Ibidem.

[5] “Entretien avec Yves Bonnefoy” (por Yannick Mercovrol y Louis-Jean Thibault) en Scherzo 1, París, Scherzo publications et les auteurs, octubre-diciembre 1997, pp. 6-22. Recojo aquí, resumiéndolas, las palabras del poeta francés.

[6] Manuel Ulacia, “Poesía, pintura, música, etcétera. Conversación con O. Paz” en Octavio Paz: Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes 1981, Barcelona/Madrid, Anthropos/Ministerio de Cultura de Madrid, 1990, p. 58.

[7] Octavio Paz, “Presencia y presente: Baudelaire, crítico de arte” en El signo y el garabato, Barcelona, Seix Barral, 1991, p. 31

[8] Ibid, p. 41.

[9] Octavio Paz, Catálogo de la exposición “Los privilegios de la vista”, México, Centro Cultural Arte Contemporáneo, 1990, p. 37.

[10] Tomo en préstamo esta frase de Jacques Busse, de su Loro Uimpressionisme, une dialectique du regard, Neuchátel, Ides & Calendes, 1996.

[11] Virginia Spate, Claude Monet, la couleur du temps, Singapur, Societé Nouvelle des Éditions du Chéne, 1993, p.12

[12] Ibid, p. 200.

[13] Ibid, p. 217.

[14] Ibidem.

[15] Nota bene: Deseo mencionar una obra que enriqueció mucho mi lectura de la obra de Monet. Se trata de la monografía de Virginia Spate, Claude Monet, la couleur du temps, 1993.

[16] Spate, op. cit., p. 220.

[17] Tardieu, op. cit., p. 28

[18] Paz, El arco..., op. cit., p. 59.

[19] Las cursivas en éste y los siguientes versos citados de “Cuatro chopos” son mías.

[20] Octavio Paz, Obra poética (1935-1988), Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 11.

[21] Gastón Bachelard, “Instant poétique et instant métaphysique” en Le droit de rever, París, PUF, 1970, p. 224.

[22] En la poética paciana, el poema adviene en su plenitud, en su finitud y en la esperanza de su resurgimiento. Creo que lo mismo ocurre en la pintura, y me remito aquí a las reflexiones del pintor contemporáneo Jean Bazaine, en su ensayo Le temps de La peinture, París: Aubier, 1990, 202-204: “A veces, a mitad del camino, o casi siempre al cabo de un largo esfuerzo estéril, repentinamente el poder de pintar surge, fulgurante, de la fatiga, del abandono, como una flor inesperada. Ellos jalonan este largo camino oscuro, como promesa de esa gran flor que le será quizás obsequiada en el punto extremo de sus fuerzas […] El pintor se esfuerza, incansablemente, por salvar al mundo resucitándolo, dejando pudrir en sí mismo ese grano fabuloso para restituir un mundo más allá de la muerte, un espacio inalterable, una luz más allá de la sombra. Estar en el mundo, para un pintor, es dejarse consumir por él. Su difícil esfuerzo por ser consistirá en fijar sin descanso una realidad que lo ciega, vacía de todo pensamiento, ebria solamente de una búsqueda de lo imposible, con la pasión de una espera sin fin, con la sola conciencia, clara y admitida, de lo insoluble.”


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