En la mirada de otros

En la mirada de Juan José Gurrola

Juan José Gurrola

Año

1935

Tipología

En la mirada de otros

 

Juan José Gurrola, León Felipe, Rosenda Monteros, Octavio Paz y Juan Soriano, 1956

El dramaturgo Juan José Gurrola (19 de noviembre 1935 - 91 de junio 2007) era un joven de 21 años cuando se integró a Radio Universidad, a las emisiones de “Antología caprichosa” y a “Poesía en Voz Alta”, lugares donde convivió con Paz. Para Angélica García Gómez: Gurrola fue sobre todo un provocador, un espíritu muy vanguardista que renovó la escena artística mexicana y experimentó en búsqueda de su arte en muchos lugares[1]. Los siguientes fragmentos construyen la breve relación entre Paz y Gurrola[2]. (AGA)


 

I

Nunca fui actor profesional. Nace mi ser actor porque el grupo de teatro de Arquitectura iba a poner una obra que dirigía Héctor Mendoza: La pesadilla o las costumbres de antaño de Manuel Eduardo de Gorostiza, donde me dieron el papel principal de un simpático  hombre de sesenta años que de pronto está friegue y friegue a los sobrinos con eso de que los tiempos pasados eran mejores, entonces lo duermen con un tecito y amanece en la edad de los caballeros con armadura y tiene que luchar por las damiselas y le dan una golpiza total. Una divertida comedia.


          Y después de ahí se forma el grupo de “Poesía en Voz Alta”, donde hago mis primeras realmente serias participaciones. Recuerdo mucho El niño y el gato de García Lorca, con Rosenda Monteros, y después Asesinato en la catedral de Eliot.

 

II

Los hijos de embajadores como Elizondo, Fuentes y Paz, que tuvieron la oportunidad de hacer viajes, un día reunidos en un primer piso de un edificio de departamentos hablaron de la maravillosa idea de hacer poesía en escena, no de leerla, sino de hacer algo teniendo a Lorca, a T.S. Eliot, a Quevedo, al Arcipreste de Hita, a Tardieu, y a las obras de estos autores se agregó la cultura, de Arreola, de Soriano, de los Alatorre, que cantaban canciones del siglo XVI. […]


          Yo creo que la visión de Octavio Paz, Juan José Arreola y Juan Soriano de recuperar el teatro vivo era muy contrastante en los años cincuenta con lo que había anteriormente de teatro en México.


          Había aquellos culebrones inmensos, comedias españolas de los Quintero, etcétera, aunque había también un movimiento teatral muy serio que intentaba compararse un poquito a Nueva York, un grupo que no recuerdo ahora el nombre pero que dirigía Bracho, también Rodolfo Echeverría y más adelante Solórzano, que era un movimiento bastante intelectual, con un teatro de O’Neill, de Esperando al zurdo, por ejemplo, de Clifford Odets. Era un intento muy serio de teatro anterior a “Poesía en Voz Alta”.

 

III

Cuando entré al círculo de “Poesía en Voz Alta” […] recuerdo muy bien el primer programa que, al hacer el papel del niño en la obra Así que pasen cinco años, de Lorca, ahí sentí esa especie de oscuridad asombrosa, donde la campana de un paisaje nuevo en otro lado me tocó, o sea, sentí el absoluto placer de ser yo mismo en otro lugar. Desde entonces he pensado que la inhibición no sólo es porque no te sabes el papel o porque estés gordo, sino porque en ese momento puedes ser todo. Se puede ser Dios y muy difícilmente se puede estar en la cúspide de un segundo.


          Yo sólo recuerdo a Rosenda Monteros, cerca de mí en el escenario, en esa obra de Lorca, en la que el niño le decía: “Ponte mi sombrero blanco, mi pañuelo blanco, no llores más”. Y el personaje de la gata decía: “Me duelen las heridas que me hicieron los niños en la espalda”. Entonces el niño respondía: “A mí también me duele el corazón porque no anda”.


          Por alguna razón muy especial ese niño siempre fui yo y después, también en “Poesía en Voz Alta”, una cuestión maravillosa fue haber sido el Pensamiento, en el auto sacramental de Calderón de la Barca, La cena del rey Baltasar: “Soy una luz que divide a los hombres y a los brutos, no teniendo lugar dónde parar, ando siempre buscando lugar y así somos todo y nada”. Y así, el pensamiento es la velocidad, y yo fui eso.


          Después tuve dos experiencias espléndidas, también durante “Poesía en voz alta”, donde conocí a Fernando Wagner y estar en Asesinato en la catedral es un recuerdo muy feliz.


          Mi personaje era el que tentaba al señor de Canterville, pero aquí lo que importa es el peso en las letras de las palabras, que después de tantos años sigue vivo, fui fiel a eso y en ese instante entré a “Poesía en voz alta”.

 

IV


“Poesía en voz alta” es un poco una corriente de libertad formal, y yo siempre he subrayado que el genio de ese momento fue Juan Soriano, porque sus puestas en escena, digamos la parte plástica de “Poesía en Voz Alta”, eran un perfecto, absoluto y sorprendente lavado de ojos. Eso en México no se había visto nunca. Entonces allí caía estupendamente el teatro breve de Lorca, que es lo único que me gusta de Lorca. Realmente los dramones de Yerma y esas cosas me parecen espantosos, llenos de culpa, ¿no? Nosotros heredamos toda esa culpa... pero oíamos de pronto a Tardieu, a Ionesco, al Arcipreste de Hita, a Quevedo, después a Calderón de la Barca. Y Héctor Mendoza, indudable, con toda su frescura que sabía manejar extraordinariamente, creó un impacto que en ninguna parte del mundo fue tan coherente. Fue un milagro realmente la unión de estas personalidades en un momento dado, una necesidad de disfrutar del arte. Después se dio con Juan García Ponce, Juan Vicente Melo y yo en los sesenta. Pero en los cincuenta obviamente era un sacudimiento mundial con respecto al teatro poético, visual, plástico, que tenía reminiscencias del teatro de Maeterlinck, que es simbolista. […]


          Octavio Paz y Juan José Arreola [no se influenciaron por el teatro Ulises]. Era totalmente lo opuesto, porque ni siquiera iba a ser teatro, iba a ser poesía hablada, pero se dieron cuenta de que la poesía dicha verdaderamente es una barrabasada inmensa. Empezaron a crear el espectáculo, llevaba poesía de cierta manera, pero realmente la función viva, plástica fue la que se subrayó en esa época. Y además el teatro Ulises, de los Contemporáneos, era más bien una reminiscencia realista del teatro americano que había empezado con O'Neill, Tennessee Williams, etcétera. […]


          [“Poesía en Voz Alta” se nutría] indudablemente de todos los movimientos, inclusive los de Nueva York, tienen nacimiento, digamos, en principios de siglo, de los ballets rusos, de Adolf Looas y su nueva revista en contra de lo ya tradicional.


          Pero no llegaba a ser digamos artaudiano este movimiento. Más sencillamente era una selección muy pura de textos muy adelantados, escénicamente poéticos, y en la selección de los textos era donde se tocaba esa campana despejada y brillante del teatro de “Poesía en Voz Alta”.

 

V


Yo era muy joven en esa época, pero de todas maneras me daba cuenta de ese fenómeno. Inclusive los actores no eran realmente actores, como los que trabajaban en el Ulises. Eran Rosenda Monteros, que nunca había hecho teatro; Tara Parra, que era una especie de alumna; María Luisa Elío, que era la mujer de Jomi García Ascot; los Alatorre y sus mujeres, cantando... no hay que olvidar a Héctor Xavier, que hacía una escenografía muy interesante, y el vestuario de Donesi. Era una especie de cúpula intelectual, elitista, pero qué bueno, ¿no? Desgraciadamente, como todo, como la Casa del Lago, como la Compañía de repertorio de teatro, todos esos movimientos impresionantemente puros, serios, los sabotea la Universidad. Qué bueno que estoy diciendo esto en la Universidad. El autosabotaje en las directrices de la Universidad es algo impresionante. Algo sucede, tiene éxito y lo apañan en la burocracia matándolo. […]


          Era un parteaguas en lo que se refiere al teatro en México, es decir, yo, Héctor Mendoza y muchos otros partimos de ahí y no hemos cambiado esa línea, con variaciones, claro, pero siempre buscando el teatro como una cosa legítima, como esa profunda relación con la realidad que está a nuestro lado,” realidad" entre comillas, ¿no? […]


          Alfonso Reyes, aunque no participaba, estaba en todas las reuniones; estaba todo el tiempo León Felipe, fue realmente un asentamiento de intelectualidad mexicana libre ... un poco afrancesada, pero en fin... […]


          El teatro era pequeño y se llenaba siempre. Éramos un fenómeno tan extraño que la gente acudía, y como era élite, si no habías visto “Poesía en Voz Alta” eras un retrasado mental. Entonces a fuerza tuvieron que ir. Se llenaba bastante... aunque había los tradicionales, los Wilberto Cantón, los Solana, que indudablemente jamás apoyaron o escribieron algo a favor, es decir, les dimos un baño de agua fría del que todavía no se han recuperado hasta ahora. Ya no digamos Luis G. Basurto. […]


          Entre las mujeres de la época estaban Tara Parra, recuerdo las piernas de Manola Saavedra, Leonora Carrington; el poeta del violín León Felipe, mientras José de la Colina jugaba fútbol en las calles tratando de ser uno de nosotros. […]


          Pero en fin, fue un milagro. El espíritu festivo, Arreola siempre quiso ser actor y al fin lo pudo ser; Octavio seleccionado, gustando de las puestas en escena. Sí había obras, se pusieron obras mexicanas, de Elena Garro indudablemente, se puso la obra de Octavio Paz La hija de Rappaccini, y no siguió esto por problemas burocráticos. […]

 

VI


El hecho de que el Teatro Universitario exista es un milagro. Muchos movimientos han sido cerrados por la Universidad misma. A veces pienso que se autosabotea, pero gracias al éxito que implicó el ramalazo de “Poesía en voz alta”, ni modo, con una estética y una poética verbal y visual, se marcó un definitivo cambio de las visuales y de la percepción del teatro.




NOTAS

[1] Vicente Rojo y Juan José Gurrola, dos creativos siempre en experimentación. Disponible en https://macay.org/noticia/419/vicente-rojo-y-juan-jose-gurrola-dos-creativos-siempre-en-experimentacion.

[2] Las fuentes consultadas fueron: Alegría Martínez, Memorias Juan José Gurrola, México, El Milagro-CONACULTA, 2007 y Graciela Carminatti, “La crítica como goce” en Revista de la Universidad, octubre de 1978, pp. 39-44.