En la mirada de otros

En la mirada de Juan Soriano

Juan Soriano

Año

1939

Tipología

En la mirada de otros

 

Octavio Paz, Juan Soriano y Alberto Gironella, París, 1977

Juan Soriano (Guadalajara, 18 de agosto 1920 - 10 de febrero 2006), llegó a la capital en 1935 para estudiar Artes plásticas. Su amistad con Paz se cuenta entre las más constantes, duraderas e íntimas.


          Paz recuerda: “Su conversación era un surtidor de fuegos de todos los colores, algunos quemantes; su pintura tenía la poesía de los patios con altos barandales por donde se asoman, ojos grandes y moños enormes, niñas con cara de vértigo”[1]


          Escribió sobre él y su obra en diferentes ocasiones. En 1941, por ejemplo, veía en él a un artista-niño

Niño viejo, petrificado, inteligente, apasionado, fantástico, real. Niño consciente de su niñez, arrepentido de su niñez, arremetiendo sin compasión contra su niñez, armado de todas las armas de los adultos y sin ninguna de sus hipocresías, virtudes y niñerías: no conoce el instinto de conservación. (Instinto que no nace con el hombre: lo crean las esperanzas, las ambiciones, los miedos, los triunfos, los años.)  [2]


          Su trabajo, le parecía, creaba una constante comunicación con el espectador:

Entre su obra y el que la contempla se crea un contacto, un choque, a veces una repulsa, y siempre una respuesta. Su dibujo es en ocasiones ríspido, angustioso; sus colores, en otras, agrios. ¿Qué busca o expresa? ¿Busca esa niñez que odia, como el enamorado que se golpea el corazón? Revela una infancia, un paraíso, púa y flor, perdido para los sentidos y para la inteligencia, pero que mana siempre, no como el agua de una fuente, sino como la sangre de una entraña. [3]


          Todavía en 1987, ratificaba la imposibilidad de desentrañar la obra de Soriano en una sola descripción o respuesta.


          Soriano también habló de Paz con frecuencia. Los siguientes son sus testimonios.[4] (AGA)



El inicio

Al llegar de Guadalajara comencé a ir a una escuela para obreros para que me dieran un papel de que había estudiado algo, porque no había hecho más que la primaria, y en esa escuela estaba dando clases Jesús Guerrero Galván […]; él era de Guadalajara y quería que me fuera a su salón. […] A esa escuela iban las Garro, Elena y Devaki, a ensayar piezas de teatro con Julio Bracho, Isabela Corona, Rodolfo Echeverría. […]


          Entonces me quedé con un maestro que se llamaba Santos Balmori y otro que se llamaba [Emilio García] Cahero. Ellos se peleaban por mí, y yo sacaba partido de esos pleitos para que me prestaran libros, me invitaran, me dedicaran más atención. Los dos fueron muy buenos conmigo, hasta que me inscribieron a la LEAR, que era la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios. Había entonces una gran exposición con todos los pintores que formaban parte de la Liga: había cuadros de Tamayo, de Orozco, de todos, y hablaron de mis cuadros en los periódicos y entonces Balmori y Cahero, todos, se enojaron conmigo. No tenía ganas de ser de la LEAR, ni sabía bien lo que era, ni tenía ninguna idea política, entonces empezaron a estar mal conmigo, a criticarme porque iba al Café París, que yo era un degenerado. Bueno, quizá sí era un degenerado, pero no por ir al Café París. […]


          Elena Garro fue un día a mi casa y se hizo amiga mía antes que Octavio. [Sin embargo,] quien me llevó a casa de Octavio realmente fue Rafael Solana, que también yo lo había conocido entre los toreros, las putas, los pintores, porque era una mezcla de las gentes más increíbles, que nos veíamos en el Café París, en un lugar donde vendían panuchos, y en el Tenampa, y luego en el Leda; todas las noches íbamos de una fiesta a otra, porque éramos todos muy pobres y si no lo invitaban a uno a una fiesta pues... No le daban a uno de comer en la mayoría de las fiestas, pero sí de beber y ya eso bastaba. […]


          Santos Balmori empezó a estar en contra de Paz y a decirme que no fuera al Café París porque ahí iban puros maricones. Octavio regresó de la Guerra Civil desilusionadísimo de las izquierdas. Había algo en ellas que no funcionaba, puro dogmatismo, fanatismo puro […].


          Paz y yo somos amigos desde el año 1938 o 1939; yo llegué a México en el año 35 y tenía 15 años. Venía de Guadalajara —había venido por primera vez cuando tenía 7 años— pero ya para quedarme a vivir aquí y pensando en hacer una nueva vida. Al poco tiempo, dos años o dos años y medio después, lo conocí. […]


          Cuando Octavio vio a mi padre enfermo, se sintió aludido porque revivía recuerdos tristes y se portó excelente. Al morir mi padre, el poeta me acompañó y cargó el cajón en hombros en el cementerio, porque para él su padre y su abuelo habían sido esenciales, más que su madre, aunque doña Pepa tenía lo suyo. […]

 

La ronda de los intelectuales

Elena y Octavio acaban de regresar de la guerra de España y empecé a visitarlos con frecuencia. Nació la Chatita, Laura Elena; la recuerdo muy chiquita. Ambos la adoraban. […] Recuerdo que yo salía de casa de los Paz muy trastornado por la relación tan difícil entre Octavio y Elena. Me martirizaba mucho. Elena rebatía todo. Veía yo en ella mucha mala fe y ganas de hostigar a Octavio. Esto me producía desasosiego. No quería presenciar las escenas; eran feroces y constantes. También cuando íbamos al Café París, Elena saltaba como una fiera para llevarle la contraria en un combate a muerte. Octavio era muy paciente con ella; la rebatía con argumentos serios, pero Elena tenía mucha imaginación, pocos escrúpulos y se salía con la suya. Aparentemente ganaba siempre, signo de falta de inteligencia porque la gente que lo es sabe perder. De por sí era muy competitiva, pero con él tiraba a matar. ¡Qué impresión demoledora! Él, al contrario, reconocía su inteligencia. […]


          La casa de María Asúnsolo era también centro de reunión. Tocaban a la puerta Dolores del Río, Adolfo Best Maugard, el pintor Jesús Guerrero Galván y Devaki Garro, su mujer. Al igual que Elena, Devaki tampoco era fácil. La única sencilla fue Estrella, que se casó con un gringo. Destinada a José Luis Martínez, a él no le gustó. […]


          [En esa época sólo me importaba] vivir, igual que ahora. Pero sé muy bien que no se puede vivir solo, entonces yo quería que me oyeran, quería existir para los demás, no que me dieran la razón, que me oyeran. Había llegado solo de Guadalajara, y luego llegó mi familia y se me fueron juntando, pero aprendí muy bien a estar con mi familia y a estar solo, porque no me eran indispensables ya, y cuando una cosa no le es indispensable a uno pues se le borra. […]


          Lo que quería era otros amigos, otras perspectivas de la vida, otras casas, otras familias, otra manera de vivir, otros problemas; estaba yo siempre muy impresionado por la poesía, me gustaban mucho los libros, los dramas, leía entero todo el teatro español, varias veces me repetía de memoria los versos, y Octavio era un excelente compañero para eso, porque leía muchísimo y estaba en un periodo en que estudiaba muy profundamente todas las letras españolas de la época; además de Machado, existía mucha gente, como Lorca, como Alberti, como Neruda, que era uno de nuestros ídolos, y todo esto en discusiones en la vida diaria: en vez de una borrachera banal en una cantina, era la borrachera banal, pero luego la discusión, la comida, y de nuevo las grandes discusiones de ellos, que sabían mucho más que yo. […]


          Aprendía muchísimo entonces, era una amistad que constantemente estaba como a prueba, yo lo ponía a prueba a él de que me mandara al demonio, porque era un joven imbécil que decía estupideces, entonces él me prestaba libros, me decía lee tal cosa, o ve a ver tal edificio, o hay un patio maravilloso en tal lugar, o hablaba de una cosa que acababa de ver en España, o hablaba de cosas políticas, entonces a mí me ayudó mucho la amistad de Octavio y de sus amigos, y de todos los refugiados que fueron a dar a su casa, como Emilio Prados. […]


          Efraín Huerta era muy amigo de Octavio. Luego Paz iba a mi casa con el deseo de ver a Villaurrutia, a quien estaba yo pintando. Finalmente creo que se hicieron amigos, pero no estoy muy seguro, ni creo que Octavio esté muy seguro, pero se admiraban mutuamente como escritores. Estaban también Salvador Toscano, Emilio Prados, Ramón Gaya, Juan Gil-Albert, unas señoras Martínez, hermanas: una que era pintora y otra que la mantenía, era muy fea una de ellas y a las dos les pusimos "Las Pedruzco". Hacíamos fiestas de disfraces. Apareció por ahí José Luis Martínez muy joven, y luego Amalia Hernández, algunos y algunas de sus bailarinas, Isabela Corona, Julio Bracho. Se hablaba mucho de los Gorostiza, se iba mucho al Café París, había tertulias en diferentes mesas, porque no se hablaban unos a otros, todos peleados, pero todos en el Café París. Aparecía de vez en cuando Antonin Artaud, luego los surrealistas: Paalen, Peret, Leonora Carrington. Era un grupo que ejercía una cierta fascinación sobre Octavio, porque siempre tuvo una fascinación por el surrealismo, que lo tocó muy profundamente. Él lo entiende muy bien, yo nunca lo entendí bien. No me interesó mucho. A Breton creo que lo conoció en Francia, no en México. […]


          [Todo ese tiempo] eran parrandas, discusiones, leer libros, releerlos porque a veces no los entendía; se leía mucho a Virginia Wolf, a James Joyce, a Steinbeck, a André Gide, a Jean Cocteau, a Paul Valéry, a Baudelaire. Villaurrutia me enseñaba páginas y páginas de Baudelaire que hablaban de pintura, y empecé a tener noción de lo que era la pintura, porque yo pintaba todo el día, pero no sabía para qué, era nomás una compulsión. […]


          Xavier Villaurrutia iba a posarme a Bucareli, platicaba sus proyectos y me leía parte de sus ensayos. Durante esta temporada, Octavio inquiría:


          —¿Va a ir Xavier? Voy a tratar de llegar.


          Quería hallar una coyuntura para hacer amistad con Xavier.


          —Pues déjame decirte que el poeta ya se fue —le informaba al verlo llegar corre y corre.


          —¿Cómo que ya se fue «el poeta»?


          Porque entonces «el poeta» era Villaurrutia. Octavio todavía no. Finalmente se encontraron en la casa y se hicieron amigos. […]


          Cuando uno dice que es pintor o empieza a pintar, todo el mundo lo excluye [y] se siente muy mal, y luego ser muy joven: “el joven pintor”, era como que lo partían en dos a uno, y después lo calificaban a uno como “muy interesante”, y era como degollarlo, como que en vez de sumarlo a uno a la gente, lo restaran, era uno como una subpersona, y todo esto Octavio no lo tomaba así, me tomaba como yo era, como persona, y se interesaba y veía mis cuadros, no me decía está bien o está mal.


          Octavio en ese momento no tenía una cultura grande sobre la pintura, estaba todo metido en la poesía, y ya después, cuando se fue a Nueva York, empezó a ver, a discutir mucho sobre pintura, sobre todo por la amistad con Tamayo; Octavio era muy sensible e inmediatamente se agarraba todos los movimientos nuevos y los antiguos y los comparaba, y leía mucho, tenía una facilidad enorme para leer cosas muy diferentes y relacionarlas, para encontrar las relaciones ocultas. […]


          [Más tarde, Paz inició una estrecha amistad con Luis Cernuda], y yo también me hice su amigo, y por Cernuda empezó a aparecer en nuestro horizonte, y en el de Paz principalmente, la poesía norteamericana y la inglesa, porque Cernuda fue desde muy pronto admirador de toda esa rama de la literatura. […]


          La amistad de todos nosotros evolucionó muchísimo, porque en un momento dado se fue Octavio de México a Estados Unidos; fui en 1945 a Nueva York, formando parte de una exposición, y ahí lo volví a encontrar; por allá andaban también Juan de la Cabada, Jorge Hernández Campos, Alfonso Michel; todos los días Octavio iba al hotel y desayunábamos juntos; también andaban por ahí Clemente Orozco, los Tamayo luchando por la vida, por colocarse, Ricardo Martínez, Inés Amor.


          [Nuestra amistad] incluyó muchos años por carta, grandes discusiones, pleitos por carta, [recuerdo por ejemplo que] a mí no me gustaban las obras de Jean-Paul Sartre y Octavio tenía un cierto interés por el existencialismo.


          En 1952 nos encontramos en Roma, y luego en París, y ya después varias veces nos encontrábamos en Europa y en México, hasta que él se quedó en la India; me invitaba a ir, pero por nada quise ni quiero ir a la India, no me gustan esos países tan exóticos. […]


          José Gorostiza era simpatiquísimo en las reuniones, pero si después te lo encontrabas en otro lado, te saludaba seco, una tumba. Con cara de si te vi, no me acuerdo. En las fiestas, soltaba su divino greñero, pero arrepentidota que se daba. [Después,] lo vi bastante cuando iba yo a visitar a Octavio en Relaciones, frente al Caballito. Fue su maestro de cosas diplomáticas y de poesía. Octavio tenía una gran admiración por él, un cariño que no veas. Me proponía:


          —¿Quieres venir a saludarlo?


          —Cómo no.


          Siempre fue muy amable pero no hacía vida social, eso no; estaba muy retirado. […]


          A Octavio jamás pude hacer un retrato […]. Lo intenté muchas veces y no me salía. Dibujos sí, algunos, pero un retrato jamás. […] En cambio, el retrato de Elena Garro seduce a quienes lo conocen.

 

Poesía en voz alta

Es imposible que yo me acuerde cómo empezó Poesía en voz alta exactamente porque éramos muy jóvenes y llenos de entusiasmo y bromeábamos, nos reíamos y hablamos mucho. Trataré de reconstruir la historia: un día me llamó Jaime García Terrés —que estaba a cargo de Difusión Cultural en la Universidad— para decirme que si yo quería colaborar en un proyecto de teatro. Era muy amigo de Efrén del Pozo que trabajaba allí. Todo lo que Jaime hizo en la universidad fue estupendo. Él habló con Octavio Paz, luego habló conmigo y con otras personas para hacer lo que se iba a llamar Poesía en voz alta. Entonces pensábamos recitar poemas. Yo dije que la poesía está hecha para decirse en voz alta y que sería bonito lograr interesar a la gente. Creo que a Octavio Paz se le ocurrió decir que hay poesía que realmente es teatro, que está escrita para que mucha gente se interese en el asunto. Porque la otra poesía es algo muy personal, es muy íntima. Un poeta no piensa que va a ser leído a una multitud. Se llamó a León Felipe, a Juan José Arreola y a mí, que estábamos interesadísimos en teatro. De repente éramos muchos con intereses teatrales y todos amigos.


Juan José Gurrola, León Felipe, Rosenda Monteros, Octavio Paz y Juan Soriano (de espaldas). En alguna reunión de Poesía en voz alta


          Luego por apareció por ahí Elena Garro que volvía al redil y Leonora Carrington que escribía piezas de teatro. […] Ella le dio a Octavio el tema de La hija de Rappaccini que es una pieza que han hecho teatro varios escritores en el mundo. Octavio hizo un plan y también se invitó a los Alatorre, que eran dos hombres y una mujer. Los Alatorre reunían canciones medievales españolas, villancicos y las cantaban ellos mismos. Las canciones eran muy importantes porque mucha música española cambia de letra con cada sacudida social fuerte en España y se vuelve a cantar, pero con otra letra.


          Nos juntábamos en el teatro de El Caballito que era de Marilú Elízaga, una mujer de sociedad que se había dedicado al teatro y tenía ese foro pequeño cerca de donde hoy está el Caballo de Sebastián. Destruyeron esa calle y destruyeron el teatro. Yo hacía el vestuario y la escenografía, pero también Héctor Xavier y Leonora Carrington que hizo el escenografía y vestuario de La hija de Rappaccini. Entonces la UNAM retiró el subsidio sin avisarnos y nos dejaron metidos en otro teatro que ya no era El Caballito. […]

El apoyo de la UNAM para Poesía en voz alta duró poco; luego pasó a otro teatro. Con el nombre de Poesía en voz alta seguí yo. Hice Asesinato en la catedral, Las criadas de Genet, aconsejado algunas veces por Octavio, que se había ido de México y ya nada más me escribía. Hice Elektra con actrices como Pina Pellicer, Ofelia Guilmáin y Meche Pascual.


          Iba mucha gente a las funciones, pero era un teatro muy pequeño. Se volvían locos, aplaudían. Cuando el teatro fue más grande y cambió de lugar, dejó de ir la gente.


          Yo trataba de hacer un vestuario que fuera absolutamente práctico para que la obra corriera rápido y la gente le entendiera. Que los actores se pusieran corriendo un saco, un trapo o un sombrero. No se ponía nada sólo pura decoración. Podía ser cualquier cosa: una silla, los zapatos, el pelo, si estaba dicho por el escritor. Siempre trabajé con un gran respeto al texto, al autor de la pieza, los demás éramos intérpretes.


          León Felipe nos ayudaba a corregir a los que pronunciaban mal. Otro amigo, Sergio Fernández, especialista en el teatro del Siglo de Oro, nos decía que quería decir cada palabra para no cambiarla ni traducirla. Entonces los actores entendían lo que decían. Los ensayos eran muy estrictos porque iba gente con oído para la poesía y con cultura. Si algo se decía mal o se hacía mal inmediatamente intervenían, pero de una manera natural, espontánea, iban a ayudarnos. […]


          Leonora pintó el decorado de La hija de Rappaccini. Primero no quería hacerlo ella misma, pero yo le dije: “lo tienes que hacer tú, primero porque te vas a divertir muchísimo y luego te va a quedar como tú quieres. Es una desilusión que tú haces un dibujo de un vestido y luego la modista hace un horror”.


          Yo trabajaba con dos modistas españolas muy exigentes que tenían una tienda muy cara que se llamaba Gerard. Ellas me hicieron mucho del vestuario. No me lo regalaron, pero me cobraron barato. Unos trajes perfectamente bien hechos para que todo fuera de primera. […]


          Arreola era muy adicto al vino. No hubo forma en que se apoyara para desarrollar su talento, le faltaba compromiso consigo mismo. Tenía una fuerte inspiración, pero la disciplina es más importante. Escribió poquísimo. Todo se le fue en hablar. Arreola no era una persona abierta para decir las cosas sinceramente. Su conflicto con Octavio Paz en Poesía en voz alta era de todos los días. La amistad entre hombres se conserva de lo que uno dice o piensa. Si alguien hizo algo en contra del amigo, pues se pide una disculpa, humanamente. Pero con Arreola no se podía hablar, porque todo era inventado, no sabía uno a qué atenerse.

 

Elena Garro

Elena Garro tenía mucho talento, pero era dispersa. Echaba a perder una novela por poner un insulto en contra de alguien. Octavio Paz le decía que ese procedimiento era muy tonto. La gente no va a entender ni conocer sus pleitos y rencores. Eso aburre. Por mucho tiempo, Octavio le dictaba las obras a Elena, porque él tenía la esperanza de que ella supiera vivir bien en soledad, que se sostuviera sola, si trabajaba y escribía. Pero ella le pedía dinero insistentemente. Octavio fue una persona pobre en su juventud, aunque después de muerto le dejó una gran herencia a Marie-José. Los libros son difíciles de vender y los de Octavio más, porque son para gente intelectual. Sus ensayos políticos no son manuales para llegar a ser diputados, sino para que la gente lea y medite sobre la historia política de México y el mundo. Traté toda la vida a Elena. Antes de exiliarse a París, la veía casi siempre. Le presentaba a jóvenes escritores y artistas que querían conocerla. De repente las dos Elenas (madre e hija) fueron enloqueciendo con una rapidez increíble. Venían exaltadísimas a mi casa. Elena era aún muy guapa y se conservaba. Ella decía que era menor que Octavio, pero ambos eran de la misma edad. Lo que Elena contaba con mucha gracia lo quería contar también su hija, Helena Paz. Y ambas se peleaban, se enojaban y decían barbaridad y media. Aquello acababa muy mal. “¡Ya me voy!”, se iba la "Chata" llorando, como le decían a la hija. Luego se largaban de mi casa de mala manera. Al día siguiente me hablaba Elena por teléfono, quejándose:


          —¡Qué barbaridad! La Chata es insoportable, y todo es por culpa de Octavio.


          —Ya no me estés fregando con Octavio, ya déjalo en paz —le contestaba.


          —Pero no tenemos luz. Nos la cortaron. Octavio nos la mandó cortar.


          —Eso a mí no me importa. ¡Por Dios! ¡Déjalo en paz! Ya no me lo menciones. No tengo nada que ver con él. No le voy a decir nada, ni le voy a escribir que te sigo viendo. No quiero que me digas una sola palabra de Octavio.


          Él luego me hablaba: “¿Es cierto que Elena está muy mal y que la tienen que operar? Dime la verdad”. Yo sólo le decía que la había visto en tal exposición o que me hablaba por teléfono para saludarme. “Entonces, ¿qué hago? —me preguntaba Octavio—. ¿Le seguiré enviando su pensión?” “No sé, allá tú”, le respondía. Cada mes del año, Octavio enviaba a las dos Elenas su respectiva pensión, pero la malgastaban. Hablaban mal de la gente que les encargaba trabajos de traducción. Yo creí que estarían más tranquilas en México, cuando regresaron de París en 1994, pero tenían un grupo grande de estudiantes, investigadores y feministas de una nueva fuerza sentimental, a quienes contaban sus historias inventadas. Aquella gente, ingenua, se maravillaba y las compadecía por sus mentiras contra Octavio, creyendo que él las martirizaba. Y no era cierto. Nunca las martirizó. Cuando se separaron, Octavio la trató muy bien y Elena seguía pidiendo dinero.



Elena Garro, óleo, 1948.


          Cuando ambas llegaron a México, tuvieron casa propia con muebles en Cuernavaca, pero al mes habían vendido todo. Llamaban a un hospital porque Elena se estaba muriendo, y la supuesta cuenta de gastos médicos se la enviaban a Octavio. También decían que la Chata se había vuelto loca y que se la habían llevado a la clínica con una camisa de fuerza, o que Elena estaba abandonada y que se estaba peleando con la sirvienta. Ellas agarraban el teléfono, le marcaban a Octavio y le gritaban puros insultos en la contestadora hasta que se acababa la cinta. Él no sabía qué hacer. Quería olvidarse de ellas, pero siempre se preocupaba. Yo evitaba ir a Cuernavaca para no verlas. Me enteraba de su situación por los chismes de otros, pero no quería preocupar más a Octavio: “Te comprendo —le decía—. No le va a pasar nada a la Chata ni a su mamá. Vas a ver. Ellas estarán tranquilas con sus parientes”. Elena pertenecía a la familia de los Hernández, que era muy rica, por parte de su madre. Era prima de la coreógrafa Amalia Hernández, exdirectora del Ballet Folklórico. Si Octavio, por desgracia, hubiese fallecido antes, su esposa e hija no se hubieran muerto de hambre, porque la familia Hernández las hubiera protegido. Pero tampoco Elena necesitaba ese apoyo, porque ella vendía sus artículos y libros a grandes editoriales. Pero siempre quedaba mal con la gente. Le pagaban por adelantado y no entregaba su trabajo a tiempo. No era capaz de disciplinarse. Quería escribir algo rápidamente para ganar dinero. Las últimas cosas que escribió, a excepción de algunos párrafos, ya no estaban bien hechas, porque quería cobrar.

París, Carlos Fuentes, los nuevos amigos

[En París] me ponía unas borracheras tremendas, comía en todas partes, tenía muchos amigos que me invitaban, y no me gustaba París porque era indigestión, era ir a todas las partes que yo no quería, porque los amigos lo invitan a uno a lo que ellos quieren, y entonces era una lucha con París hasta que en 1972 o 1973 fui a hacer un trabajo para la Olivetti y ya me gustó y me quedé: volví a Roma, recogí mis libros y mis cosas y me quedé a vivir ahí. […]


          Fui a la casa de Breton en París algunos años después de que había muerto, y su viuda nos enseñó la mesa como la había dejado Breton el día que se fue de ahí al campo con ella, muriendo a los pocos días. Y encima de la mesa estaba un libro de Octavio y notas de Breton, que adoraba a Octavio, le tenía un afecto muy especial y lo admiraba muchísimo. No me acuerdo qué libro es, pero Octavio se lo acababa de mandar, dedicado. Yo creo que fue prácticamente lo último que Bretón leyó. […]


          El embajador mexicano en Francia era entonces Carlos Fuentes y tenía un prestigio enorme, lo querían muchísimo, era amigo de todo el mundo y me presentó a muchísima gente importante, a Julio Cortázar, a Milan Kundera, y en las fiestas de Carlos nos divertíamos muchísimo, Carlos estaba de espléndido humor y cada vez se repetían más las fiestas porque salían más divertidas, y siempre que Styron, el escritor norteamericano, que la vedette de no sé qué, porque Carlos es muy de grandes vedettes. […]


          Sentí mucho que Carlos se enojara con Paz, y le dije: “haces mal, uno no se pelea con sus grandes amigos, te puedes enojar, pero no te pelees”. Pero no me hizo caso, se sintió muy ofendido y hay una separación entre ellos, pero Paz siempre está pendiente de lo que hace Carlos y Carlos de lo que hace Paz.


          Además, siempre veía la conducta de Octavio con la gente, y era una conducta que a mí me daba una seguridad enorme en la vida, porque podía estar enojadísimo con Juan Rulfo por algo que yo nunca supe qué fue, pero nunca dice que Rulfo no es un gran escritor, ni se le ocurre; puede enojarse con la gente, pero el valor que la gente tiene Octavio lo reconoce.


          Paz tiene un trato con la mujer que yo he visto en pocas personas, incluso de las mujeres para con las mujeres; con su esposa hay un agradecimiento, una ternura, un tratar de realmente vivir con la gente y dejarla libre; es un gran amor. […]


          Estuve siempre a punto de ser un desmadre, como todos los pintores de mi época, o que me diera por la política y hacer buena a la gente a fuerza: yo me ponía unas borracheras tremendas y hacía horrores y Octavio se divertía, nunca me regañaba, ni me decía que era un degenerado, ni nada, y eso me curó; empecé a comprender que si quería ser pintor tenía que medir un poco el alcohol, porque si no iba a acabar como toda la gente que se entrega completamente a esa cosa. […] La amistad de Octavio, su comprensión, la simpatía que tenía por mi trabajo me salvaron de una manera milagrosa […]


          Cuando se encuentra uno con Octavio en un grupo de gentes de varios países es muy divertido, cómo es la gente con él y cómo es él con la gente: es muy buen amigo, es muy cálida su relación con la gente y él es muy divertido. […] El grupo de amigos se ha reducido, amigos de Paz, verdaderamente amigos, son Alejandro Rossi, “muy amigo de muchos años”; Teodoro González de León, que “no pasa una semana sin que se vean o se hablen”; Carlos Slim, que “es muy amigo, se quieren mucho”, y Ramón Xirau.

La despedida

En los últimos días de su vida, Octavio se puso muy grave. Sólo nos hablábamos por teléfono, pero la conversación duraba muy poco, porque se cansaba de hablar. Yo lo notaba, pero él seguía hablando; empezaba con ímpetu y luego se cansaba. Lo veía en el hospital de Nutrición, donde él estaba internado y se quejaba mucho, que no tenía a la mano algodones ni gasas, que Marie-José no tenía un lugar cercano a él para cuidarlo. En la noche él oprimía el timbre y no aparecía ninguna enfermera. No podía levantarse para ir al baño… Fue un desastre en sus últimos años, desde el incendio de su departamento hasta el día que murió. El entonces presidente, Ernesto Zedillo, intervino. Le ofreció un hospital y le puso a los mejores médicos del país, pero ellos no se habían dado cuenta de un cáncer que padecía Octavio desde hacía años. Las operaciones que le realizaban eran inútiles. Ya no tenía fuerzas para reaccionar, pero de la cabeza se encontraba maravillosamente bien. Estaba muy simpático la última vez que lo vi en Nutrición. Desde ese momento me fui de viaje. Fue cuando empeoró y lo entrevistaron en la televisión, donde habló espontáneamente a la gente. Él me decía por teléfono que ya había llegado el final y sentía mucha tristeza por dejar sola a Marie-José. La familia de ella había muerto en un accidente de avión. Él esperaba que no la hicieran sufrir mucho. Sin embargo, ella ha sido una mujer muy fuerte.


   Cuando falleció Octavio, Marie-Jo dio órdenes de que nos dejaran pasar a mí y a Marek, entre mucha gente, en su casa de Coyoacán. Yo no podía ir a las exequias porque tenía un compromiso en Aguascalientes, imposible de abandonar. Ella lo comprendió. En el velorio también estaba Julio Scherer e hicimos muchos esfuerzos para estar tranquilos. Marie-Jo me dio permiso de ver a Octavio en el féretro, quien se veía muy bien, con una expresión seria.



Marek Keller, Octavio Paz y Juan Soriano, ca. 1985


          Fue un amigo excepcional. Nunca perdió la actitud de cuando era muy joven, siempre sorprendido de ver las cosas nuevas, con el gusto de oír a la persona que expresaba ideas interesantes. Le atraía la gente joven que era libre, atrevida y sincera, que no tratase de imitar a los viejos, de hacerse como sabios. En sus opiniones mantenía una actitud nueva ante el mundo. Eso le encantaba. Por eso se hizo amigo mío. Porque yo era muy directo al decir todo lo que se me ocurría. No tenía miedo ni vergüenza de no saber ciertas cosas. Yo decía: “voy a estudiar, a leer y a pensar como yo quiero”. Y eso le gustaba a Octavio. Cuando un nuevo escritor sobresalía, me lo recomendaba: “léelo, escribe muy bien, diferente a cualquier cosa acartonada”. Él te respetaba, no te atacaba, tampoco te ponía en ridículo. “No presumas de lo que no sabes”, nos decía.






NOTAS

[1] Octavio Paz, “Repaso en forma de preámbulo” en Los privilegios de la vista I, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 33.

[2] Octavio Paz, “El rostro de Juan Soriano” en Los privilegios de la vista II, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 344.

[3] Ibidem.

[4] El texto se construyó con fragmentos de: Juan Soriano, El poeta pintor, México, Conaculta, 2000; Elena Poniatowska, Juan Soriano. Niño de mil años, México, Seix Barral, 2017; Héctor Rivera, “Narra Juan Soriano su profunda amistad con Octavio Paz” en Proceso, 19 de junio de 1995 y Javier Galindo Ulloa, “Vivo por el arte. Entrevista con Juan Soriano” en La Jornada, 30 de marzo de 2008.


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