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Mirar en México: Una introducción a la obra de Octavio Paz como escritor, teórico y crítico de arte

Raúl Chávarri

Año

1979

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

La revista Cuadernos Hispanoamericanos fue fundada en Madrid en 1942 con el propósito de contrarrestar, desde la España franquista, el creciente influjo intelectual de los refugiados republicanos en América. En particular, la revista Cuadernos Americanos, que, bajo el aura del exilio español en México, dirigirá hasta su muerte Jesús Silva Herzog. Sí, la misma revista en que Octavio Paz publicará El laberinto de la soledad como número monográfico en 1950.

Cuadernos Hispanoamericanos, cuya evolución es análoga a Cuadernos Americanos, dejará pronto su nostalgia imperial para convertirse en un puente entre los hablantes del español de ambas orillas del Atlántico. Dirigida primero por el filósofo e historiador Pedro Laín Entralgo (cuya transformación es igualmente encomiable) y luego por el poeta Luis Rosales (que en pleno franquismo dedicó un número a Neruda), la revista vivió la transición a la democracia de la mano del historiador de las ideas José Antonio Maravall, a quien sucederá el poeta (y flamencólogo) Félix Grande, el ensayista Blas Matamoro (el único latinoamericano) y el poeta Juan Malpartida, quien la dirige actualmente.

Para homenajear a Octavio Paz, la revista decidió reunir los números de enero, febrero y marzo de 1979, correspondiente a los números 343, 344 y 345, en un solo volumen. Con portada e ilustraciones interiores de Eugenio Chicano, el número triple de Cuadernos Hispanoamericanos abre con cuatro poemas inéditos de Octavio Paz. El primero, “Homenaje a Claudio Ptolomeo”, titulado después “Hermandad”, será con el tiempo uno de sus poemas más citados; el segundo, “La vista, el tacto”, formará parte del libro de arte con Balthus; el tercero, “Cuarteto”, dedicado a Alejandro Rossi y Olbeth, y el cuarto, “Este lado”, dedicado al poeta Donald Sutherland. Los cuatro poemas serán recogidos en su último libro de poemas, Árbol adentro. También incluye parte del manuscrito de Hijos del aire, con correcciones de su coautor, Charles Tomlinson, y comentarios de Octavio Paz (en desacuerdo) a esas correcciones. Después, el dossier sobre Octavio Paz se divide en tres secciones, no mencionadas expresamente: la primera agrupa ensayos genéricos sobre la obra de Octavio Paz, con especial énfasis en el lenguaje, la historia y las ideas; la segunda es una antología de poemas dedicados a Paz, entre los que destacan los de José Emilio Pacheco, Gonzalo Rojas, Antonio Colinas y Luis Antonio de Villena. Y la tercera la conforman estudios sobre libros o temas más específicos más una semblanza de Paz del novelista peruano Alfonso Cueto. El volumen cierra con los primeros pasos de Hugo J. Verani hacia una bibliografía de Octavio Paz.

Presentamos ahora el ensayo del crítico de arte español Raúl Chávarri.[1] 



Son muchas las perspectivas desde las que puede ser contemplada la obra de Octavio Paz, y en todas ellas se vislumbra el escritor como afirmación preponderante de los perfiles del hombre actual y, sobre todo, del repertorio de actitudes que se definen como más congruentes en el mundo en que vivimos.

A este respecto, en los escritos de Octavio Paz se vislumbra al contraste entre el carácter onírico e irreal que impone la perspectiva surrealista y el sentido de lo verídico, de la esencia de la realidad como objetivo de una búsqueda, canalizado a través de un análisis y una indagación profundo sobre las cosas y variedad. Podría decirse que como ensayista, como poeta, como dramaturgo y también como escritor y teórico del arte, Paz intenta conciliar la ambigüedad con que se producen todas las cosas que nos rodean y la posibilidad de establecer sobre ellas una visión esclarecedora lúcida.

Quizá en la obra de Paz se separen dos alas diferentes: por un lado, la persecución de un equilibrio entre la evidencia de una angustia, ya no existencial, sino vital y esencial, por otro, la evidencia de una posible visión optimista sobre el destino del hombre. Entre la angustia y la confianza, Octavio Paz rescata momentos y actitudes que forman ya parta del contexto de la cultura universal, y, paralelamente, establece las propias valoraciones de experiencias entre una situación angustiosa y una confianza en el devenir del hombre.

En el mismo orden, Paz es un escritor profundamente universalista, consciente de la dimensión planetaria que entraña la tarea de pensar y en el misma medida su observación y su desvelo sobre la realidad mexicana la lleva a centrar su tarea estética desde un cierto nivel de particularismo nacional; Paz mira en México y mira desde México; si búsqueda de la tradición universal no desdeña en absoluto la contemplación de lo que culturalmente en su propio ser y como clave de un importante despliegue estético.

Señalemos en Paz una curiosidad inagotable sobre la diversidad de las expresiones, las apariencias y los significados, una dinámica de la indagación que a veces requiere de la imagen y del objeto mucho más de lo que estos pueden dar.

Ante el mundo de las imágenes, Paz se articula en dos actitudes diferentes: la reflexión y la magia. Las representaciones artísticas no son para el escritor mexicano fruto de la tarea de unos artesanos privilegiados a los que en un momento determinado la historia olvidó y fatalmente tendrá que volver a soslayar, sino que, por el contrario, el artista es para Paz el portador de un regalo múltiple, que asume la tarea de crear imágenes y de relacionarlas con las coyunturas materiales y espirituales.

En este orden se inscriben una seria de premisas que caracterizan la manera de hacer de Paz, en la que el encuentro de las culturas más facundas y majestuosas que ha producido la humanidad y la codicia total de conocimiento y sensaciones hace de su lectura un asombroso itinerario del espíritu.

Si la lectura de Paz nos ofrece en cada párrafo la evidencia de una insoslayable grandeza, el hallazgo de pequeños detalles a los que ha hecho inmenso el vuelo de la inteligencia y el impulso que nace del corazón del hombre, todos estos aspectos se ven con claridad y evidencia en sus escritos de teoría del arte, a través de los cuales Paz indaga en una realidad pasada, pero no muerta, que ve en cada cuadro, en cada piedra, en cada pintura, en cada árbol, en el misterio de la pirámide y en la sorpresa de la muchacha desnuda, una enorme dimensión viva, para todo aquel que sepa mirarla y para el que quiera encontrar la emoción que late en la obra de arte anónima o identificada, pretérita o todavía por hacer, en las columnas de los templos griegos, en los alminares de las mezquitas o en los rotos mosaicos por los que detrás del arte pasó la guerra.

La mirada, como la fe, igual que la ilusión y la palabra, devuelve la vida a lo que parecía no existir, porque hoy sabemos que nada muere, sino para aquellos que quieren verlo muerto. Por eso, la lectura de los textos de teoría del arte de Octavio Paz requieren del lector un rejuvenecimiento de la mirada, un fortalecimiento de esa condición mágica que es la memoria. Para leer a Paz, cuando habla de un pintor o de un cuadro, de un museo o de una exposición itinerante es necesario renovar y rejuvenecer la mirada, hacerla presa fácil de amor y de misterio, de lo inusitado y de lo sorprendente. Por eso el consejo para aquel que elija la ingrata tarea de escritor de arte y el sutil magisterio de Octavio Paz para orientarse en ella, habría que darle solamente una breve consigna: fortalecer la memoria, rejuvenecer la mirada y los escritos de Octavio Paz irán construyendo todo cuando falte.


Fuente para el conocimiento de una teoría del arte 

Los escritos artísticos de Octavio Paz surgen en los recuentos y recopilaciones de ensayos que publica, quizá con menos prodigalidad de la que sería necesaria, y aparecen ante los ojos del lector como una sorpresa, una sugerencia y una inquietud. Los primeros problemas que esta obra plantea nacen de hecho de que nos encontramos anta una obra que se está haciendo a nuestro lado, en estricta relación de contemporaneidad. Paz ha visto y recuerda y escribe sobre ellos las mismas exposiciones que han ganado la atención de los escritores de arte de nuestro tiempo. Por ello, salvo excepciones de contundente firmeza en las afirmaciones artísticas y en las expresiones culturales sobre las que recae su discurso, igualmente con la excepción de algunas obras del pasado, la mayor parte de las obras de Paz inciden sobre un arte que está haciéndose a nuestro lado, que es estrictamente nuestro contemporáneo. Y una de las primeras interrogaciones sobre las que se detiene Paz es también nuestra, en cuanto a la valoración de hasta cuando podemos mirar como definitiva una creación artística aquejada de los males del crecimiento, equívoca y algunas veces hasta contradictoria, pero en la que siempre se pueden encontrar (y ésta es la tarea de Paz) manifestaciones definitivas y referencia a las evidencias de una verdad universal y de un lenguaje planetario.

La crítica de arte de Paz está mucho más allá de los linderos fronterizos que marcan el espacio y el tiempo; se caracteriza por incidir sobre una fronda de hallazgos, casi sin búsqueda, que surgen ante la mirada y que son realizados con rigurosa pasión. En este planteamiento la teoría del arte de Octavio Paz puede parecer contradictoria e incluso paradójica en la elección de objetivos para el pensamiento, no así en las conclusiones que siempre son sistemáticas e irreprochables. El ejercicio del discurso es en Paz una magia del vocablo, pero también se encuentra siempre en él un hilo conductor, un mismo tipo de admiración ante la obra válida, un idéntico cuidado por el recuerdo de los misterios y un planteamiento que intenta por todos los caminos establecer la comprensión de la obra y la exploración del universo que define el artista, sin perder de vista que siempre es difícil plantearse una comprensión del arte, porque nada es más ambiguo que la obra artística y nada más difícil que su teoría.

La teoría del arte de Octavio Paz parte, sin duda alguna, de la evidencia de que existen unos panteísmos de la ruptura, cada momento muere de un mundo e intenta nacer otro, se inicia un acercamiento, se tiende un puente en una frágil pasarela y hay alguien que se cierra en sí mismo. En el mundo del arte hay maravillas de la voluntad, pero también, como nos recuerda Paz en afortunada cita del poeta Luis de Góngora, privilegios de la vista. Una totalidad de la imagen, nuestra condición de ser seres profundamente icónicos, hace posible una reciprocidad e incluso una ambivalencia del diálogo visual.

Las referencias y las claves para una teoría del arte en Octavio Paz se encuentran prácticamente en todas sus obras en prosa, incluyendo en este concepto no sólo los ensayos, sino algunas exaltaciones en las que la palabra se ciñe a la prosa en lo indispensable y el escrito se anima de un indetenible acento poético, como ocurre con ¿Águila o sol? (1951); prácticamente desde El laberinto de la soledad (1950), las incursiones y referencias de Paz en el mundo del arte son constantes y siempre certeras. Examinemos algunas de ellas.


Una estética del horror

Rehuyendo deliberadamente el análisis de la teoría del arte, tal como se insinúa en El laberinto de la soledad, nuestra primera referencia viene dada por un texto de 1949, incluido «Arenas movedizas» t publicado en 1951 en el volumen ¿Águila o sol? El texto se titula «El ramo azul» y es una de las características inquisiciones surrealistas de Octavio Paz es un esfuerzo por delimitar un mundo de lo incomprensible coexistente con nuestros pequeños universos de racionalizada mediocridad.

En lugar, que no se nombra, un pueblo, sucede una aventura de cinco páginas titulada «El ramo azul»; el autor, que adopta por esta vez la función protagónica, da cuenta de su pesadilla y de su develo: incapaz de dormir, sale al pueblo, camina a tientas, encuentra un muro blanco y piensa «que el universo era un casto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos», de pronto, un hombre apoya la punta de un cuchillo en su espalda y con voz suave y dulce una voz desconocida le avisa que va sacarle los ojos para ofrecer a su novia un «ramito de ojos azules». Es un angustioso forcejeo con el destino, iluminándose el rostro con sus propias cerillas, consigue demostrar que sus ojos no son azules: al día siguiente abandona el pueblo. Prácticamente la brevísima narración no ha sido sino una respuesta a las preguntas que el autor se hace sobre cual será la palabra de la que él no es sino una sílaba, quién dice esa palabra y a quién se dirige.

La imagen arbitraria del ramo hecho con ojos del «bouquet» imposible da una respuesta a la vez extravagante y trágica a todas las preguntas que podamos hacernos. Somos los viajeros a través de un pueblo desconocido, entre paredones desconchados; sólo intuitivamente conscientes de que nuestros actos y nuestra propia existencia son las partes de un todo inmenso maravillosamente irrazonable. Es posible que la sensación de perplejidad y horror que el texto nos transmite pueda servir de base para una teoría de lo estética de nuestro tiempo, y de la posición en ella del hombre poseedor de dimensiones inconmensurables y atacado por la más horrenda de las sorpresas.


Dos indagaciones sobre Rufino Tamayo

Entre 1949 y 1950, Paz escribe ¿Águila o sol?, en donde incluye un homenaje al pintor Rufino Tamayo titulado «Ser natural» y en el que se insertan párrafos de una riqueza tan vibrante como éste: «Sobre sus hombros descansa la geometría del incendio. Indemnes al fuego, indemnes a la selva, son espinas dorsales, son columnas, son mercurio»… «Equidistantes de la luna frutal y de las frutas solares, suspendidos entre mundos enemigos que pactan en ese poco de materia elegida, entrevemos nuestra porción de totalidad. Muestra los dientes el Tragaldabas, abre los ojos el poeta, los cierra la mujer. Todo es»… «está hecha de las miradas de todos los hombres. Es la balanza que equilibra deseo y saciedad, la vasija que nos da de dormir y de despertar. Es la idea fija, la perpetua arruga en la frente del hombre, la estrella sempiterna. Ni muerta ni viva es la gran flor que crece del pecho de los muertos y del sueño de los vivos. La gran flor que cada mañana abre lentamente los ojos y contempla sin reproche al jardinero que la corta. Su sangre asciende pausada por el tallo tronchado y se eleva con el aire, antorcha que arde silenciosa sobre las ruinas de México. Árbol fuente, árbol surtidor, arco de fuego, puente de sangre entre los vivos y los muertos; todo es inacabable nacimiento».

También en 1950, Paz escribe un pequeño ensayo sobre Tamayo, que publica la Universidad Autónoma de México en 1959. Se titula «Tamayo en la pintura mexicana». El texto, que está lleno de inteligentes observaciones sobre la función de la pintura en la creación de la cultura mexicana, y en el que se analiza la continuidad de la estética revolucionaria y su doble visión de volver los ojos hacia México y de sentir la necesidad de insertar su nacionalismos en la corriente general del espíritu moderno, destaca el carácter de excepción que Rufino Tamayo tiene en el campo de la pintura mexicana y apunta cómo su búsqueda pictórica y poética ha sido tan arriesgada y tan radical su aventura artística que durante muchos años es una figura solitaria a la que luego van a corroborar artistas más jóvenes, como Soriano, Cuevas, Carrillo y Coronel. «La pintura de Tamayo —escribe Paz— no es una recreación estética; es una respuesta personal y espontánea a la realidad de nuestra época. Una respuesta, un exorcismo y una transfiguración. Incluso cuando se complace en el sarcasmo, esta pintura nos abre las puestas de una realidad, perdida para los esclavos modernos y para sus señores, pero que todos podemos recobrar si abrimos los ojos y extendemos la mano. El cuadro es el lugar de reunión de muchas fuerzas. Como el poema, la pintura está hecha de enemistades y reconciliaciones, rimas, correspondencia y ecos. No es mundo privado, sino el espacio propicio al encuentro: es un sitio de comunión. De allí el recelo con que la han visto iglesias, capillas, sectas y partidos políticos. Mediante la palabra, el poeta consagra la experiencia de los hombres y las relaciones entre el hombre y la mujer, la naturaleza o su propia conciencia.» Tamayo ha redescubierto la vieja fórmula de consagración.»

Diez años después, en diciembre de 1960, con motivo de una exposición de Rufino Tamayo en París, Paz puntualiza: «La obra de Tamayo se despliega en dos direcciones: por una parte, guiado por su poderoso instinto, es una constante búsqueda de la mirada original; por la otra, es una crítica del objeto, esto es, una búsqueda igualmente constante de la realidad esencial».

Y en los últimos puntos de ese escrito puntualiza, que la mirada de Tamayo es de sacrificio: «mirada-pedernal que atraviesa el objeto-ofrenda. Entre la muerte y la vida el sacrificio traza un puente: el hombre. Y por eso su pintura a veces nos parece una de aquellas esculturas aztecas que revestían con una piel humana, el sacrificio es transfiguración».

Esta sensación de cambio, de metamorfosis, de constante transformación y devenir, de absoluta alteración de las categorías y las apariencias de las cosas, revela en función de las puntualizaciones, unas veces poéticas, otras críticas, que sobre Tamayo realiza Paz. Nos dicen cuál es la visión general del ensayista mexicano sobre el arte; el artista está más próximo a la magia que cualquier otro ser humano; el artista es un mediador, a través de ofrendas, de sacrificios, de expresiones, de vigilias y de desvelados sueños, el artista intenta aclarar la serie de perplejidades que rodean al hombre, intenta responder a sus angustiosas interrogantes, da mediante la creación artística razón y evidencia del poder y de la situación de las cosas y, y sobre todo, acelera los procesos mucho más lentos de la naturaleza y de la historia. Su consagración, su transfiguración es en cierto modo una profecía, una anticipación.


Tiempo circular y tiempo rectilíneo

Bajo el título de Corriente alterna, Paz publica en 1967 una serie de estudios que han aparecido antes en revistas hispanoamericanas europeas, en dos fases, una de 1959 a 1961 y otra de 1965 a 1967. En éste, junto con Puertas al campo, aparecido en 1966 y editado en España en 1972, uno de los libros de Paz en el que abundan más las referencias a la teoría del arte. Entre las numerosas reflexiones que posee Corriente alterna, hay un texto de gran interés en el que Paz plantea su concepto de que la idea de la imitación de los antiguos es una consecuencia de la visión del sucedes temporal como degeneración de un tiempo primordial y perfecto. La idea de progreso se ha subvertido; el presente es insustancial e imperfecto frente al pasado y el mañana será el fin del tiempo. Este planteamiento se basa, por un lado, en la idea de la virtud regeneradora del pasado y, por otro, lleva implícita la idea del regreso a un tiempo original para recomenzar el ciclo de la decadencia, la extinción y el nuevo comienzo: «el tiempo se gasta y asimismo se reengendra». También hay que considerar que el pasado se entiende como modelo del presente: «imitar a los antiguos y a la naturaleza, modelo universal que contiene en sus formas a todos los tiempos es un remedio que demora el proceso de la decadencia. La idea de la modernidad es hija del tiempo rectilíneo, el presente no repite el pasado y cada instante es única, diferente y autosuficiente». Aun cuando Paz reconoce con Baudelaire que la idea de la modernidad no se identifica forzosamente con la de progreso, que es difícil e incluso grotesco afirmar que las artes progresan, modernidad y progreso se parece en ser manifestaciones de la visión «del tiempo rectilíneo, que termina por la acción de la crítica del progreso en los países desarrollados y por la degeneración de la vanguardia en el campo del arte y la literatura».

Lo que distingue el arte de la modernidad del arte de las otras épocas —dice Paz— es la crítica, y la vanguardia ha cesado de ser crítica. Su negación se neutraliza al ingresar en el circuito de producción y consumo de la sociedad industrial, ya sea como objeto o como noticia. Por lo primero, la verdadera significación del cuadro o la escultura es el precio; por lo segundo, lo que cuenta no es lo que dice el poema o la novela, sino lo que se dice sobre ellos, un decir que se disuelve finalmente en el anonimato de la publicidad.

Otro arte despunta. La relación con la idea del tiempo rectilínea empieza a cambiar y ese cambio será aún más radical que el de la modernidad, hace dos siglos, frente al tiempo circular. Pasado, presente y futuro han dejado de ser valores en sí; tampoco hay una ciudad, una región o un espacio privilegiado. Las cinco de la tarde en Delhi son las cinco de la mañana en México y medianoche en Londres. El fin de la modernidad es, asimismo, el fin del nacionalismo y de los ‘centros mundiales de arte’. Escuelas de Parías o Nueva York; poesía inglesa, novela rusa o teatro singalés; modernismo o vanguardia, reliquias del tiempo lineal. Todos hablamos simultáneamente, si no el mismo idioma, el mismo lenguaje. No hay centro y el tiempo ha perdido su antigua coherencia: este y oeste, mañana y ayer se confunden en cada uno de nosotros. Los distintos tiempos y los distintos espacios se combinan en un ahora y un aquí que está en todas partes y sucede a cualquier hora. A la visión diacrónica del arte se superpone una visión sincrónica. El movimiento empezó cuando Apollinaire intentó la conjunción de varios espacios en un poema: Pound y Elliot hicieron lo mismo con la historia al incorporar en sus textos otros textos de otros tiempos y de otras lenguas. Estos poetas creían que así eran modernos; su tiempo era la suma de los tiempos. En realidad iniciaban la destrucción de la modernidad. Ahora el lector y el oyente participan en la creación del poema, y, en el caso de la música, el ejecutante también participa del albedrío del compositor. Las antiguas fronteras se borran y reaparecen otras; asistimos al fin de la vida del arte como contemplación estética y volvemos a algo que había olvidado Occidente: el renacimiento del arte como acción y representación colectivas y el de su complemento contradictorio, la meditación solitaria. Si la palabra no hubiese perdido su significado recto, diría: un arte espiritual. Un arte mental y que exigirá al lector y al oyente la sensibilidad y la imaginación de un ejecutante que, como los músicos de la India, sea, asimismo, un creador. Las obras del tiempo que nace no estarán regidas por la idea de la sucesión lineal, sino por la de combinación; conjunción, dispersión y reunión de lenguajes, espacios y tiempos. La fiesta y la contemplación. Arte de la conjugación.

Anteriormente Paz ha destacado el carácter ambiguo y relativo de nuestra época desde el punto de vista de su presencia cultural. Dos conceptos básicos en el repertorio de la valoración del arte con respecto al tiempo son sometidos por él a profunda crítica; por un lado, señala que antes de nosotros muchos pueblos y civilizaciones se dieron a sí mismo el nombre de un dios, una virtud, un destino o una fraternidad: Islam, judíos, nipones, arios, son nombres que constituyen una suerte de piedra de fundación, «un pacto de la permanencia». Por el contrario, Paz diagnostica que es nuestra época la única en escoger como nombre un adjetivo vacío y ambiguo: «moderno». Su prognosis es terminante. Como los tiempos modernos están condenados a dejar de serlo, llamarse «modernos» es igual a renunciar a tener nombre propio.

De la misma manera, después de definir la obra de arte como un bloque de tiempo compacto, y que a pesar de ser intangible como el aire y los pensamientos, pesa más que una montaña, que analiza el arte de los primitivos como pertenecientes a un tiempo anterior a la cronología, anterior a la idea misma de antigüedad, el verdadero tiempo anterior: «aquel que siempre está antes, cualquiera que sea el momento en que acaece». En este sentido, para Paz una muñeca de los indios «hopi» o una pintura «navajo» no son más antiguas que las «cuevas de Altamira», sin simplemente anteriores.


Dos perspectivas sobre Michaux

El escritor y poeta belga Henry Michaux, nacido en 1899 en Namur, ha sido en varias ocasiones objeto de la atención y casi podríamos decir de la disección por parte de Paz, que en Corriente alterna analiza el esfuerzo de Michaux a través de la pintura y de la poesía como lenguajes con los que el artista se ha esforzado por afirmar algo que es propiamente indecible. A partir de un análisis de tres obras de Michaux en las que hace referencia a los encuentros del artista con la mezcalina y que se llaman, respectivamente, Miserable milagro (1956), El infinito turbulento (1957) y Paz en las rupturas (1959), Paz realiza en unas pocas páginas el viaje del artista, que en un primer encuentro descubre un mecanismo de infinito; en un segundo llega a ver que sólo queda en pie lo esencial, lo que por su infinita debilidad posee una infinita fortaleza, y, por último, el regreso a un perpetuo nacimiento, mientras escucha el poema interminable, sin rimas, sin música, sin palabras, que sin cesar pronuncia el universo.

Años después, el artículo publicado recientemente en una revista, dos cuadros de Michaux, El clown y El príncipe de la noche, realizados hacia finales de la década de los treinta, sirven a Paz para establecer una serie de reflexiones sobre la teoría de la visión y el mundo de las imágenes. La expresión de Michaux: le noir reméne au fondement à l´origine, promueve estos pensamientos de Paz:

Ver —dice Paz— es un acto que postula la identidad última entre aquel que mira y aquello que mira. Postulado que no necesita prueba ni demostración: los ojos, al ver esto o aquello, confirman tanto la realidad de lo que ven como su propia realidad. Mutuo reconocimiento: me reconozco en lo que reconozco. Ver es la tautología original y paradisíaca. Felicidad de espejo: me descubro en mis imágenes. Aquello que miro es aquel que mira: yo mismo. Coincidencia que se desdobla: soy una imagen entre mis imágenes y cada una de ellas, al mostrar su realidad, confirma la mía… De pronto, y muy pronto, la coincidencia se rompe: no me reconozco en lo que veo ni lo reconozco. El mundo se ha ido de sí mismo, no sé a dónde. No hay mundo. ¿O soy yo el que se ha ido? No hay dónde. Hay una falla —en el sentido geológico: no una falta, sino una hendedura —y por ella se precipitan las imágenes. El ojo retrocede. Hay que tender entre una orilla y otra de la realidad, entre el que mira un puente, muchos puentes: el lenguaje, los lenguajes. Por esos puentes atravesamos las zonas nulas que separan esto de aquellos, aquí de allá, ahora de antes o después. Pero hay algunos obstinados —unos pocos cada cien años— que prefieren no moverse. Dicen que los puentes no existen o que el movimiento es ilusorio; aunque nos agitamos sin cesar y vamos de una parte a otra, en realidad nunca cambiamos de sitio.

El pensamiento de Paz parece emprender un constante viaje hacia lo ilimitado, hacia el más allá de lo visible, que es también la frontera de lo que se puede decir. Si en la obra de Tamayo, Paz ve un reencuentro con el ser natural, una reacción frente a las sustancialidades anecdóticas, en la de Michaux detecta la última de las metamorfosis: una pintura que se abre y muestra que realmente no hay nada que ver, clara profecía del fin de la pintura y de la poesía: «En ese instante —escribe Paz— todo recomienza: lo ilimitado no está afuera, sino adentro de nosotros.»

Cuatro años antes de escribir este texto, Paz pone una introducción al estudio que publica la Secretaría de Educación Pública Mexicana sobre el pintor Antonio Peláez. Y estableciendo el símil, tomado de la obra del propio artista, del niño que pinta con ira de castigado la pared a la que se le ha enfrentado, Octavio Paz ve en este pintor el diablo suelto, las devastaciones y resurrecciones del deseo, el desaprendizaje que hace posible la mirada salvaje del niño.


Conclusión-prólogo: Mirar en México

Si aplicamos al estudio de la obra de Paz los indicios que él mismo nos proporciona, veremos ante nosotros la imposibilidad de establecer una síntesis que no sea a su vez el punto de partida de otras reflexiones, de plantear unas reflexiones que no constituyan a su vez prólogos e indicios.

En 1950, en El laberinto de la soledad, Paz se sumerge en el misterio de las máscaras, puntualizando, sugiriendo y apostillando en torno a los numerosos temas que en relación con la intemporalidad del arte y la radical mexicanidad de algunas expresiones le son ofrecidas. En 1951 es ¿Águila o sol?, con su descubrimiento de Rufino Tamayo en función de retorno a la naturaleza y con su intuición de una estética del horror. En 1962, la Universidad de Veracruz publica Magia de la risa, sensacional análisis de las relaciones del hombre con el Dios, de la permanencia del Dios como objeto en el mundo de los hombres, de la nada arbitraria diferencia establecida entre los dioses que juegan y los hombres que trabajan, denuncia de la distancia infinita que entre hombres y dioses existe: «los hombres pueden parecerse a los dioses, ellos nunca se parecen a nosotros; ajeno y extraño, el Dios es la otredad». Talismanes, amuletos de la metamorfosis, terracotas, todo nos afirma que una sola energía anima la Creación.

En 1970, Posdata, que se produce como una continuación del Laberinto de la soledad, nos recuerda que: «la crítica no es sino uno de los modos de operación de la imaginación, una de sus manifestaciones». En 1973, Apariencia desnuda constituye el gran estudio sobre la obra de Marce Duchamp, en donde encontramos la idea de que: «la condenación de ver se convierte en la libertad de la contemplación».

En La búsqueda del comienza, publicada en 1974, obtenemos un análisis fructífero de cómo el movimiento «dadá» hizo naufragar las pretensiones especulativas de la pintura cubista, y los surrealistas opusieron al objeto-idea, preconizado por muchos artistas, una visión interior que destruía su consistencia como cosa y su coherencia como sistema de coordenadas intelectuales. En Puertas al campo, ya citada, reencontramos, bajo el título general de Los privilegios de la vista, texto de 1962, como una nota relativa a la «Exposición de Arqueología Mexicana en París» y dos apostillas posteriores a este planteamiento. Se reencuentra también el texto Risa y penitencia, que componía el libro Magia de la risa, uno de los estudios sobre Tamayo, a que antes nos hemos referido: una interesante semblanza de Paalen y notas sobre Carrillo Gil, Juan Soriano, Pedro Coronel, Rodolfo Nieto, el Grupo Hindú «1890», y un artículo de origen coloquial de 1963, que, con el sugestivo título de El precio y la significación, plantea toda una teoría del mercado del arte como disolvente del valor artístico.

El mono gramático, en el que abundan las referencias a la pintura de Bacon, y como tal se instala en la observación de un cuadro de Richard Dadd, el pintor que mató a su padre y vivió largas horas de reclusión en el manicomio alumbrando extrañas fantasías y sortilegios, preconizando sin saberlo el arte mágico que después iba a hacer furor en Europa.

Si intentamos reducir a los estrictos postulados de un resumen todo este bosque frondoso, la síntesis nos vendrá dad por dos ideas: una gran parte de la obra de Paz se basa en instalar su mirada en México, en una misma contemplación que incluye desde la terracota sonriente hasta la pintura de Soriano o Coronel, y otra enorme dimensión consiste en mirar desde México, desde el país que el escritor lleva consigo adondequiera que vaya, como la concha de un caracol inexorable. Y ahí está lo importante para una teoría del arte absolutamente por hacer, para la sistematización del pensamiento de un escritor de arte fecundo, pródigo y desordenado quizá deliberadamente por las urgencias de la inspiración. Paz mira desde México, contempla el discurso universal que nos rodea y diagnostica sobre él de una manera rotunda, concluyente, exacta.



NOTAS

[1] Raúl Chávarri, "Mirar en México una introducción a la obra de Octavio Paz como escritor, teórico y crítica" en Cuadernos Hispanoamericanos, números 343-345, 1979, pp. 708-719