Conversaciones y novedades

Octavio Paz o la voluntad (distracción) creadora

Juan Octavio Prenz

Año

1979

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

Ilustración de Cuadernos Hispanoamericanos, números 343-345.

La revista Cuadernos Hispanoamericanos fue fundada en Madrid en 1942 con el propósito de contrarrestar, desde la España franquista, el creciente influjo intelectual de los refugiados republicanos en América. En particular, la revista Cuadernos Americanos, que, bajo el aura del exilio español en México, dirigirá hasta su muerte Jesús Silva Herzog. Sí, la misma revista en que Octavio Paz publicará El laberinto de la soledad como número monográfico en 1950.


          Cuadernos Hispanoamericanos, cuya evolución es análoga a Cuadernos Americanos, dejará pronto su nostalgia imperial para convertirse en un puente entre los hablantes del español de ambas orillas del Atlántico. Dirigida primero por el filósofo e historiador Pedro Laín Entralgo (cuya transformación es igualmente encomiable) y luego por el poeta Luis Rosales (que en pleno franquismo dedicó un número a Neruda), la revista vivió la transición a la democracia de la mano del historiador de las ideas José Antonio Maravall, a quien sucederá el poeta (y flamencólogo) Félix Grande, el ensayista Blas Matamoro (el único latinoamericano) y el poeta Juan Malpartida, quien la dirige actualmente.


          Para homenajear a Octavio Paz, la revista decidió reunir los números de enero, febrero y marzo de 1979, correspondiente a los números 343, 344 y 345, en un solo volumen. Con portada e ilustraciones interiores de Eugenio Chicano, el número triple de Cuadernos Hispanoamericanos abre con cuatro poemas inéditos de Octavio Paz. El primero, “Homenaje a Claudio Ptolomeo”, titulado después “Hermandad”, será con el tiempo uno de sus poemas más citados; el segundo, “La vista, el tacto”, formará parte del libro de arte con Balthus; el tercero, “Cuarteto”, dedicado a Alejandro Rossi y Olbeth, y el cuarto, “Este lado”, dedicado al poeta Donald Sutherland. Los cuatro poemas serán recogidos en su último libro de poemas, Árbol adentro. También incluye parte del manuscrito de Hijos del aire, con correcciones de su coautor, Charles Tomlinson, y comentarios de Octavio Paz (en desacuerdo) a esas correcciones. Después, el dossier sobre Octavio Paz se divide en tres secciones, no mencionadas expresamente: la primera agrupa ensayos genéricos sobre la obra de Octavio Paz, con especial énfasis en el lenguaje, la historia y las ideas; la segunda es una antología de poemas dedicados a Paz, entre los que destacan los de José Emilio Pacheco, Gonzalo Rojas, Antonio Colinas y Luis Antonio de Villena. Y la tercera la conforman estudios sobre libros o temas más específicos más una semblanza de Paz del novelista peruano Alfonso Cueto. El volumen cierra con los primeros pasos de Hugo J. Verani hacia una bibliografía de Octavio Paz.


          Presentamos ahora el ensayo del profesor y crítico argentino de origen croata Juan Octavio Prenz (traductor al español de Vasko Popa, de quien el número incluye también dos poemas).[1] (LB)



Tal vez el trabajo crítico no consista más que en las sucesivas reseñas mentales, orales o escritas (de las cuales, quizá, la menos importante sea la primera, que se hace en oportunidad de la aparición de una obra) que siguen o acompañan las lecturas de una obra. La alternada frecuentación de El arco y la lira[2] ofrece a cada ocasión posibilidades siempre nuevas de teorización sobre aspectos fundamentales del oficio (creación) literario. Poética programática y, al propio tiempo, crítica poética, los ensayos allí contenidos reiteran y metonimizan de un modo rico y claro la creación poética de Paz. Los textos de Paz son, en muchas instancias intratextos e informan tanto sobre sí mismo como sobre el referente. Tal vez un corolario que se impone a partir de alguna reciente lectura es que cuanto dice a propósito de Los cantos de Maldoror o de El jardín de senderos que se bifurcan, en sentido de que en estos textos la prosa se niega a sí misma, puede ser aplicable a El arco y la lira, cuya condición ensayística roza permanentemente la poesía. Mi preocupación fundamental aquí —algo obsesiva— son las reflexiones de Paz sobre el lenguaje, presentes de un modo encubierto o claro, no sólo en el capítulo que les da nombre, sino en todos los demás.


          En los últimos tiempos tanto la teoría como la crítica literarias han venido asistiendo a una nueva mitificación terminológica que lejos de abarcar la extensión e intensidad de algunos fenómenos ha caído en precisar algunas de sus facetas o circunstancias, conduciéndolas a sentidos supuestamente definitivos. No poco se ha mitificado la metodología y, de instrumento para acceder a la multiplicación de un texto, la misma se ha convertido en modelo definitivo que se impone deductivamente a un objeto forzado o una realidad diferente. En cuanto atañe a cierta sacralización terminológica, no pocas veces para desmitificar y volver a sus cauces históricos a algunos términos susceptibles de múltiples y contradictorios significados —como puede ser el caso del vocablo creación— se los ha anulado, en lugar de resemantizarlos. Cierta solución ha preconizado, por ejemplo, el reemplazo con términos como producción, cuya eficacia o acierto desaparece en la medida en que comienza a mitificarse esta última denominación —restándole, digamos, todo cuanto hay de inspiración o creación en toda actividad humana— o algunos de sus aspectos en detrimento de su complejidad abarcante. Este desplazamiento de nombre que conlleva también desplazamiento de significados se efectúa a menudo de los problemas en cuestión. Mediante desplazamientos de nombres o de significado a menudo sólo logramos desplazar problemas.


          Una de las características resaltantes a cada nueva lectura de El arco y la lira es el abierto antidogmatismo con que Paz afronta no sólo las concepciones, sino también la terminología. Allí donde, en una primera lectura, nos sentiríamos ingenuamente tentados a uniformar terminología, a encuadrar con prejuiciosas exactitudes vocablos cuyos significados pueden haberse estereotipados en la crítica corriente, se nos impone desentrañar todo un campo polisémico y sugeridor. En instancias donde otros evitarían el peligro de términos sobrecargados culturalmente, y que por ende conllevan connotaciones ya limitadas, constreñidas, Paz los enfrenta rescatando significaciones escamoteadas a lo largo de la historia, reelaborándolos y resemantizándolos a una nueva luz, a la luz de una dialéctica sin prejuicios. Quizá le sea aplicable aquí las mismas palabras que él emplea para explicar al acto de nacimiento de un poema. También en estos ensayos, el hombre —que es palabra— está inerme y sólo en la víspera del comienzo y también aquí crea y forja la palabra, la dota de significado. Se me ocurre que este es un problema crucial de la nueva teoría de la literatura y de la nueva crítica: volver los ojos sobre algunos términos que implican problemas siempre nuevos a lo largo de la historia, y cuya anulación o ignorancia no contribuye a resolverlos. Términos como creación, lenguaje, inspiración, con manejados por Paz tan lejos de la mitificación tradicional como de la desmitificación a ultranza, sabedor de que el hombre general no existe y que trascender una cultura no es caer en el vacío, sino entre en otra. La importancia, en este sentido, de El arco y la lira reside no sólo en lo explícito, sino también en las posibilidades que sugiere, las «puntas» que tiende hacia la teorización, los nuevos problemas que suscita la intención de resolver uno.


          Su concepto de voluntad creadora, su valoración de la pasividad creadora, es también una visión antidogmática de términos como producción y trabajo. Si Paz puede decir que cada día inventamos de nuevo las palabras, así como cada día nos creamos y creamos el mundo, está hablando aquí de un hecho que ha venido siendo soslayado a menudo, «El hombre pone en marcha el lenguaje» (pág. 37). Un prejuicio casi corriente de la lingüística moderna, y que tiene concomitancia con lo último que decimos a propósito de Paz, es la noción bastante generalizada de la arbitrariedad entre significante y significado o entre signo y cosa. La mayor parte de la lingüística moderna ha dado por sentada esta realidad y se ha enfrascado en discutir si la arbitrariedad es entre significante y significado o entre signo y cosa. Este prejuicio arranca de Saussure, que ve el signo lingüístico como una realidad conclusa, como un resultado, producto, en el cual ha sido borrado el largo proceso humano de creación y trabajo que condujo y conduce permanentemente al signo. La motivación del signo lingüístico se pierde cuando llegamos al resultado, se oculta cuando vemos en el mismo un hecho concluso y prescindimos de la actividad precedente. La sutileza que ha permitido al hombre saber que el singo no une un nombre y una cosa, sino una imagen acústica y un concepto, es la misma que ahora necesita para volver a esa comunión original negada. ¿Acaso no tropezamos diariamente con esta última? El hecho de que expresiones como «fallecimiento», «pasó a mejor vida», «desgraciadamente pasó lo peor», «tenía que suceder», o el resignado «no somos nada», que suelen reemplazar el uso a secas de la palabra muerte, o más precisamente del verbo «murió» cuando tenemos que informar sobre una muerte que aún está cercana a nosotros, es un indicio claro que mencionar la palabra sigue siendo aún para muchos convocar la cosa.


          Una vez que el cadáver está lejos en el tiempo o en el espacio, todos nos está permitido. La conversación aún de esta concepción de simbiosis entre la palabra y la cosa es tanto un resto del pasado como un camino hacia esa identificación final de la que habla Paz. En la Argentina es frecuente en el hablante contenerse cuando está por anunciar algún futuro acontecimiento feliz: «No vaya a ser que me queme». La proclamada verdad lingüística de que la palabra perro no muerde es una verdad relativa. Muchas de las reflexiones de Paz son incitadoras a la solución, o al menos al replanteo de este problema. Quitar de todo producto o resultado el proceso, el permanente trabajo o creación humana, es simplemente soslayar una verdad histórica. Esta observación viene a cuenta porque en este constante crear del hombre a que aluda Paz está implícita más la idea de un proceso que de un resultado definitivo. «La palabra es el hombre mismo. Estamos hechos de palabras» (pág. 30). La participación humana en la creación del signo y en su motivación se actualiza a un segundo nivel, cuando la lengua hecha resultado deviene dinamismo. Es en este otro nivel donde «La imposibilidad de confiar al puro dinamismo del lenguaje la creación poética se corrobora apenas se advierte que no existe un solo poema en el que no haya intervenido la voluntad creadora». (pág. 37). Y también aquí Paz desmitifica el término voluntad de sus precisiones utilitarias y fijadas.


          La naturaleza misma del lenguaje es aquí diferente. «El lenguaje es una condición de la existencia del hombre y no un objeto, un organismo o un sistema de la existencia del hombre y ni un objeto, un organismo o un sistema convencional de signos que podemos aceptar o rechazar» (página 31). Vale decir que el hombre es inconcebible sin lenguaje; él mismo es, en primera y en última instancia, el lenguaje. Cuáles sean los soportes —el sonido, el color, el grafo, las costumbres culinarias, etc.— es de todos modos indiferentes a esta necesidad desde un punto de vista absoluto, aunque no histórico. 


          El paso de la naturaleza a la cultura está signado por el momento en que el hombre convierte un hecho cotidiano, físico, fisiológico, etc., en signo de otra cosa, en elemento de un nuevo proceso de comunicación. Esta operación no es simple ni instantánea, todo lo contrario, pero se nos escapan los momentos sutiles de semejante proceso de creación o inauguración de lenguaje. Esta circunstancia de escapársenos tales instantes ha conducido a menudo a soslayarlos o darlos por inexistentes. La propia posición de Paz es antidogmática frente a la ciencia del lenguaje: «Los descubrimientos de la lingüística no deben hacernos olvidar a sus limitaciones: el lenguaje en su realidad última se nos escapa» (pág. 31).


          Para él todo es lenguaje: «Todas las obras desembocan en la significación: lo que el hombre toca se tiñe de intencionalidad: es un ir hacia… El mundo del hombre es el mundo del sentido».


          Toda creación o nacimiento es una ruptura. Así sucede en la naturaleza, así en la poesía. «La creación poética se inicia como violencia sobre el lenguaje. El primer acto de esta operación consiste en el desarraigo de las palabras. El segundo acto es el regreso a la palabra: el poema se convierte en objeto de participación» (pág. 38). Pero esta ruptura. «La poesía es un alimento que la burguesía —como clase— ha sido incapaz de digerir (…). La poesía moderna se ha convertido en un alimento de los disidentes y desterrados del mundo burgués. A una sociedad escindida corresponde una poesía de rebelión» (pág. 40). Todas las sociedades han tolerado mucho más la perfección convencional, aunque a veces se aparten de sus fines utilitarios, que la ruptura. Incluso la sociedad burguesa tolera sin mayores problemas los llamados contenidos revolucionarios cuando vienen expresados en formas convencionales que no resisten los modelos establecidos. Lo que no tolera es el cuestionamiento de sus herramientas, de sus mecanismos represivos, que son presentados como ejemplos definitivos. No hay ruptura si la misma produce en la materia misma con que trabaja el poeta. La violencia ejercida en instancia que no resisten el propio mecanismo represivo no va más allá de una rebeldía circunstancial. Por una parte, toda verdadera ruptura entraña un cuestionamiento y, para el poeta, un riesgo: «Por lo que toca a la oscuridad de las obras debe decirse que todo poema ofrece, al principio, dificultades… Esquilo padeció la acusación de oscuridad. Eurípides era odiado por sus contemporáneos y fue juzgado poco claro…» (pág. 43), etc. La ruptura del poeta es una ruptura en vivo. «El poeta no es un hombre rico en palabras muertas, sino en voces vivas» (pág. 45). Con esto Paz define no sólo la condición del poeta, sino también su actitud frente al mundo, frente a la sociedad.


          No menos sugerentes para el análisis son las reflexiones que apuntan a deslindar el campo de la lengua poética, su autonomía frente al dinamismo de la lengua cotidiana. «Toda frase posee una referencia a otra, es susceptible de ser explicada por otra. La imagen se explica a sí misma» (pág. 109). Aquí, apelando a convenciones lingüísticas, podemos decir que lo que es habla o performance en el lenguaje cotidiano se convierte en lengua o código en la poesía, vale decir en un sistema cerrado con sus propias significaciones, donde el proceso de denotación pasa a ser proceso de connotación, en el cual los dos componentes del signo lingüístico se convierten en un significante ligado a un nuevo significado. Mientras que la lengua es considerada como una estructura cuyos elementos se definen recíprocamente, el habla sólo refiere el mundo exterior, la experiencia: en el momento en que la importancia se desplaza hacia la imagen misma, ésta asuma un valor autotélico. Como resultado de este proceso, los elementos del lenguaje poético entran en una multiplicidad de relaciones homólogas, pero no idénticas a las relaciones entre los elementos de la lengua. Vale aquí la observación de Paz respecto de las diferencias entre prosa y verso: «Mientras que el poema se presenta como un orden cerrado, la prosa tiende a manifestarse como una construcción abierta y lineal» (pág. 69). Al hablar de las oraciones y frases como simples medios, Paz recalca que «la imagen no es medio; sustentada en sí misma, ella es su sentido» (pág. 110). En todo sistema de denotación, la precisión es un elemento importante, casi vital; distinta es su valoración en un sistema de connotación. «El poeta jamás atenta contra la ambigüedad del vocablo… El poeta pone en libertad su materia; el prosista la aprisiona…» (pág. 21) La consideración del lenguaje poético como un habla que se convierte en una nueva lengua, con sus propias leyes y relaciones internas, con su propia ordenación pluridimensional, no se limita en su misma inmanencia: para Paz, «Nacido de la palabra, el poema desemboca en algo que la traspasa» (página 111).


          La ruptura, la violencia ejercida sobre la lengua, no sería tal si la misma supusiera una condición dada de una vez para siempre. «Lo poética no es algo dado, que esté en el hombre desde su nacimiento, sino algo que el hombre hace y que, recíprocamente hace al hombre. Lo poético es una posibilidad, no una categoría a priori, una facultad innata. Pero es una posibilidad que nosotros mismos nos creamos» (página 167).


          El retorno a las fuentes, la vuelta al tiempo en que nombrar era convocar, es una idea fundamental en los ensayos de Paz. Esta identificación entre el principio y el fin, se resuelve en el lenguaje, supone un tránsito que atañe por igual al hombre y a la palabra. El hombre recorre la palabra tanto cuanto es recorrido por ella. Sin embargo, la actitud frente a la misma es distinta en el hablante y en el poeta. Es una actitud que tiene mucho que ver con esta idea del regreso, de la identificación original. La relación entre hombre y palabra se revierte, según se trata del hablante o del poeta. «Cada vez que nos servimos de las palabras las mutilamos. Mas el poeta no se sirve de las palabras. Es su servidor. Al servirlas, las devuelve a su plena naturaleza, las hace recobrar su ser. Gracias a la poesía, el lenguaje reconquista su estado original» (página 47). Es mediante la poesía como el hombre puede regresar. Al comentar que Lautremont quiso decir otra cosa cuando aventuró que un día la poesía sería hecha por todos, Paz anota que «Como ocurre con toda profecía revolucionaria, el advenimiento de este estado futuro de poesía total supone en regreso al tiempo original… En ese caso, al tiempo en que hablar era crear. O sea volver a la identidad entre la cosa y el nombre» (pág. 35).


          Semejante operación humana implica algunos deslindes importantes. «La técnica es repetición que se perfecciona o se degrada: es herencia o cambio, el fusil reemplaza al arco. La Eneida no sustituye a la Odisea» (página 17). Se hace, pues, inaplicable a la poesía, nociones propias de la civilización o de la cultura material, como, por ejemplo, la noción de progreso. El que la civilización pueda abrir nuevas posibilidades de la poesía, esto no implica una traslación de los mismos valores tangibles. El crear del hombre es un continuo autocrearse revelado por la experiencia poética: «La revelación no descubre algo extraño, que estaba ahí, ajeno, sino que el acto de descubrir entraña la creación de lo que va a ser descubierto: nuestro propio ser» (pág. 154). Y así como el lenguaje no es un organismo, ni un sistema convencional de signos, sino una condición del hombre, según Paz, del mismo modo «El poema no es una forma literaria, sino el lugar de encuentro entre la poesía y el hombre»… (pág. 14).


          Reflexiones que superan sus propios marcos, trabajo que se va explicando a sí mismo mientras se va haciendo, ensayos que cruzan las fronteras de la prosa, intención denotativa que se traiciona a sí misma hasta hacerse fuertemente connotativa, las ideas de Paz sobre el lenguaje multiplican posibilidades de comentario o de interpretación, como si realmente se tratara de lo que, tal vez sin quererlo, son: poesía.



NOTAS

[1] Juan Octavio Prenz, “Octavio Paz o la voluntad creadora” en Cuadernos Hispanoamericanos, números 343-345, 1979, pp. 199-205.

[2] Utilizo para citar: Octavio Paz, El acro y la lira, Fondo de Cultura Económica, 3°ed., México, 1972.


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