Conversaciones y novedades

De Teotihuacán a Venecia con Octavio Paz

Pere Gimferrer

Año

2014

Tipología

Conversación

Temas

Recontextualizaciones

 

"Octavio Paz posando en La Residencia de Estudiantes de Madrid". Archivo de La Residencia de Estudiantes

Con algunos cortes, para no rebasar los tres minutos acordados, pero también para no propiciar en la audiencia una imagen equivocada, estas fueron las líneas con que contribuí al “Retrato coral de Octavio Paz” al que me invitaron a participar en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México el 31 de marzo de 2014, centenario del nacimiento del poeta.



En “Himno entre ruinas”, poema inicial de La estación violenta, hay estos versos célebres:

En lo alto de la pirámide los muchachos fuman marihuana,
suenan guitarras roncas.
¿Qué yerba, qué agua de vida ha de darnos la vida,
dónde desenterrar la palabra, la proporción que rige al himno y al discurso,
al baile, a la ciudad y a la balanza?

Un día, Octavio Paz me confirmó lo que sospechaba: esos muchachos eran él mismo y sus amigos. No recuerdo ya el nombre del que lo había iniciado pero sí que fue en Acapulco, en la resaca de una ruptura amorosa. Me habló de caminatas largas por la playa, de lentos atardeceres en La Quebrada, de visiones cambiantes y, recuerdo bien la frase, de “las perspectivas sorprendentes de un cuadro de Chirico” que habían observado al final de una cena en casa de amigos en París, muchos años después. Guillermo Cabrera Infante cuenta cómo, durante una reunión en su casa en la que se encontraban Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz y Héctor Manjarrez, los dos primeros rechazaron, uno con la excusa de que no necesitaba drogas para divertirse y el otro arguyendo que debía ponerse a trabajar, la rebanada de pastel de marihuana que el poeta no dudó en devorar. En mi imaginación, el departamento londinense y el parisino son el mismo en que, durante una cena con señoras elegantes, José Bianco y Octavio Paz inhalan cocaína ante el cuadro de Chirico que siempre me he representado como El misterio de la hora, pero con marineros ocultos en los portales y cuyos puños dejarán más tarde, hacia la madrugada, unas huellas en el rostro feliz de José Bianco. Esto último ocurre en Marsella, pero la imaginación abre perspectivas sorprendentes.

No era un propagandista de las drogas pero tampoco un puritano. Mucho antes que Milton Friedman, se pronunció por la despenalización e insistió en que el mal no estaba en sustancia alguna sino en una sociedad que ofrecía como salidas puertas falsas. Le preocupaba mucho más el alcoholismo que había acabado no solo con tantos amigos y compañeros de generación, sino con su padre:

Del vómito a la sed,
atado al potro del alcohol,
mi padre iba y venía entre las llamas.
Por los durmientes y los rieles
de una estación de moscas y de polvo
una tarde juntamos sus pedazos.
Yo nunca pude hablar con él.
Lo encuentro ahora en sueños,
esa borrosa patria de los muertos.
Hablábamos siempre de otras cosas.

Un poeta entonces amigo me contó su sorpresa cuando Octavio, al que veía por primera vez, le dijo al verlo asir un caballito de tequila: “Usted bebe demasiado: se ve en la manera en que tomó el vaso. Cuídese.” ¿Cuántas veces me habrá descrito, atribulado, al “pobre de Pepe Revueltas” en el piso, en cuatro patas, rodeado por un grupo de jóvenes borrachos y gritando “¡Soy un perro, Octavio, soy un perro miserable!” ¿Cuántas veces habrá evocado la figura de José Alvarado corriendo por la casa de La Bandida envuelto en una sábana? Al hablar sobre José Gorostiza, era frecuente que se refiriera a los cajones de su escritorio, llenos de medicinas unos, de botellas de whisky otros: “Pepe se llenaba de trabajo y de enfermedades imaginarias para huir de una melancolía que ahogaba todas las noches en alcohol”. (¡Cuántos Pepes: Alvarado, Revueltas, Gorostiza! ¿Habrá en el nombre de José alguna condena?)

Disfrutaba beber, sin embargo. Cuando lo visitaba en su departamento en Reforma, siempre al caer la tarde, era costumbre que hacia las nueve, una vez agotados los asuntos de trabajo y ya que la conversación se internaba por terrenos a la vez más próximos y más impredecibles, Marie José apareciera en la biblioteca con una botella de whisky, vasos y hielos, o a veces con una de jerez y copas.

Mi mejor whisky con Octavio Paz ocurrió en circunstancias curiosas, en 1991. Había ido yo, hacia las siete de la noche, a sacar dinero de un cajero automático en la calle de Oaxaca, en la colonia Roma. Al salir, en el momento en que introducía la llave en la puerta del automóvil, dos sujetos me encañonaron con sus pistolas, uno a cada costado, mientras otro lo hacía desde el otro lado del auto. Les dije que se llevaran el auto pero me obligaron a ocupar el asiento trasero, acostado, con la cabeza en las piernas de uno de ellos, su pistola en mi sien. Me llevaron a otro cajero y luego me metieron en la cajuela y dieron vueltas durante un par de horas, antes de estacionarse y bajar, dejando el motor encendido. Esperé unos segundos, hice saltar con las piernas el asiento trasero, me senté al volante lo más rápidamente que pude y arranqué en reversa. Estaba en una calle de la Zona Rosa, a media cuadra de Reforma, y la casa más cercana de alguien conocido era la de Octavio y Marie-José. Me dirigí hacia allá, toqué y pregunté por el señor. Octavio apareció en bata, algo desconcertado de que me presentara a esa hora —debían de ser las diez la noche— y sin avisar. “¿Qué pasa?” Hasta entonces había mantenido la cabeza fría, pero apenas lo vi me temblaron las piernas y empecé a tartamudear. “Te voy a hacer un caldo de pollo”, dijo Marie-José. “¿Cómo un caldo de pollo?” —exclamó Octavio. “!Un whisky. Doble!” No pude contarle nada hasta que lo bebí. Cuando escuchó mi narración su primer impulso fue, típicamente, ir tras ellos. Me costó trabajo disuadirlo. Después pensó en llamar a la policía (y lo hizo más tarde, cuando yo me había ido, pese a mis protestas de que sería inútil, como lo fue). Pero luego hablamos, como siempre, de libros y sobre todo al final, largamente, de las memorias de Casanova —la fuga de la cárcel de Los Plomos, desde luego. Volví a mi casa de muy buen humor tras la aventura.

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