En la mirada de otros

En la mirada de Efraín Huerta

Efraín Huerta

Año

1931

Tipología

En la mirada de otros

Temas

Los años en San Ildefonso

Lustros

1930-1934

 

Efraín Huerta, ca. 1949. Archivo del Fondo de Cultura Económica

Además de los testimonios de Efraín Huerta (18 de junio 1914 - 3 de febrero 1982) sobre su amigo Octavio Paz y los dos poemas que hemos reproducido, y que pueden leerse aquí, recojo dos escritos más. Un párrafo de una crónica de Huerta, de las que reunimos en Aurora roja. Crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas, 1936-1939 que se refiere a Paz y a los años en San Ildefonso, y un comentario, “La hora del poeta”, pronunciado muchos años más tarde… (GS)



Una foto del Barandal 

Es un párrafo del artículo que Huerta tituló “Lady Jane y la poesía” que apareció en el  Diario del Sureste (Mérida, 14 de febrero de 1937) y fue recogido en Aurora roja, p. 98 .


          Paz hizo sus primeras armas literarias en la desaparecida revista Barandal en unión de Salvador Toscano, Rafael López Malo, José Alvarado y Enrique Ramírez y Ramírez. Ahí nos dio regulares poemas, pero su figura empezó a cobrar firmes contornos de joven valioso y pletórico de decisión. Después vinieron los Cuadernos del Valle de México, dirigidos por ese mismo grupo que pasará a la historia de la literatura con el significativo nombre de “grupo de los barandales”. Porque es un grupo que vale, por su preparación y valentía. Y de ellos, quienes más se destacan en la actualidad son el comunista Ramírez y Ramírez y el poeta Octavio Paz. El resto permanece emboscado en las oficinas de la Universidad Nacional. Ah, nos parece haber olvidado por ahí un pequeño libro llamado Luna silvestre, editado para Octavio por don Miguel N. Lira. No es un enorme pecado este pequeño olvido ya que el librito contiene poemas de los cuales nos figuramos Paz está arrepentido o en vías de hacerlo, poemitas insustanciales, por lo menos para la biografía poética de Paz[1]. Con una tipografía primorosa, Luna silvestre no es, no puede ser, y lo decimos a riesgo de contradecirnos, el punto inicial de la obra de Octavio Paz. Para nosotros es un detalle sin importancia esa “luna”.


La Hora de Octavio Paz (fragmentos)

En “La hora de Octavio Paz”, recogido en Aquellas conferencias, aquellas charlas (México, UNAM, 1983, p. 30) Huerta traza una extensa e intensa semblanza de su amigo Octavio Paz. Carlos Ulises Mata la recogió en El otro Efraín, una colección de “textos no poéticos”, de la cual dio un adelanto en La Gaceta del FCE (número 519, marzo de 2014, p 27 y ss). 


          Es una semblanza que, a su vez, emplea otras, las realizadas por Rafael Solana, Rafael Heliodoro Valle y Ermilo Abreu Gómez, que Huerta glosa y sazona con sus propios juicios y evocaciones. Selecciono algunos párrafos que se refieren al joven Paz de 1931-1935:

  

          Uno de mis antiguos amigos, acaso el más querido [Rafael Solana] traza esta imagen juvenil de inquietud intelectual, o de bien mezcladas pedantería y ambición:

Las revistas brotan, en cierto momento, tan inevitablemente como los barros en la cara, en la mente de los estudiantes; a los dieciocho años se sueña, no con participar en una revista ya existente, y cuyos colaboradores entonces nos parecen venerables o ridículas momias, sino en sacar una propia, llena de novedad y de nuestra personalidad explosiva. [2] 

          Era el año de 1931, cuando apareció la revista Barandal


          Fuimos espectadores alucinados de Barandal y de los cuatro admirables que en él se acodaban, mirándonos como a pisoteables hormigas: López Malo, rubio y espigado, sarcástico e insolente, hijo del autor de “La bestia de oro” (“que cave hondos abismos la tierra a nuestros pies, / antes que ver las barras con las turbias estrellas / flotar sobre el antiguo palacio de Cortés”); Arnulfo Martínez Lavalle, que finalmente dejaría la literatura por la abogacía; Salvador Toscano, tan seguro de sí, tan noble y tan leal, y Octavio Paz, quien publicó en diversos números su poesía inmadura pero promisoria: “Poema del retorno”, por ejemplo, y “Nocturno de la ciudad abandonada”. En el primero, Paz habla de cómo recobró la poesía; cómo, para él, la poesía volvió a ser, “en la frontera exacta de la luz y la sombra”. En marzo de 1932, Octavio tenía dieciocho años. ¿Cómo, un joven de dieciocho años podía haber perdido la poesía? Se trataba, sin duda, de un toque al fino y nostálgico estilo de un Juan Ramón Jiménez, porque, a sus dieciocho años, Octavio marchaba apenas a la conquista de la palabra y de la imagen con la palabra. 


          (No era ya posible, para nadie en el México de aquella generación, ni de las anteriores y posteriores, crear “Las iluminaciones” y “Una temporada en el Infierno” antes de cumplir los veinte años.)

Octavio se había reunido con otros jóvenes de su mismo año, y se acercaba un poco a los que eran mayores que él; pero jamás dirigió una mirada hacia abajo, hacia nosotros los que le parecíamos, un año menores que él, niños; y quizás todavía lo éramos un poco. [3] 

Cierto que Octavio y amigos nos miraban así, pero los años pasarían y un día ellos y nosotros, o nosotros y ellos, habríamos de vernos de igual a igual y casi al mismo nivel. 


          Al surgir los Cuadernos, el difunto Rafael Heliodoro Valle, con uno de sus doscientos seudónimos, “Orosmán Rivas”, escribió un artículo que se reprodujo en varias publicaciones y dice de Paz, López y Toscano — ignorando totalmente a Enrique Ramírez y Ramírez y a José Alvarado—:

No se sabe de dónde se allegan la pecunia para hacer ediciones elegantes, pero lo que sí se sabe es que son universitarios que viven y comprenden su tiempo, que se identifican bravamente a la tragedia mexicana —que para ellos es problema de cultura, de limpieza en la conducta— y que elevan el tono de las controversias, aun a través del poema de vanguardia. 


          Y al concluir: “La poesía pura es la pasión de Paz Lozano.” Heliodoro Valle simplemente debió haber dicho: “La Poesía, con mayúscula, es la pasión de Octavio Paz.” Así ha sido, así lo hemos visto y entrevisto en medio de un resplandor que cegó a testigos y extraños.

Muy pocos, poquísimos, poetas modernos de México han sabido guardar con más limpieza esta capacidad creadora de la esencia poética. Octavio Paz es uno de ellos. De ahí que su obra pueda reducirse a un solo estado poético. Iba a decir a un solo poema. […] Hoy Octavio es el poeta; pero sólo el poeta. Esto no basta. Un poeta que sólo es poeta es como una mujer que sólo es mujer. Grave error. Una mujer es completa cuando es capaz de amar y es capaz de crear el hijo que la vincula al hombre. Octavio está en la prisión transitoria que él mismo se ha fabricado: la de su poesía. Mas por los intersticios del infinito se abren las brechas de los luceros. Por ahí baja la mano de Dios para subirnos a su poder. La mano de Dios se posa en el corazón de Octavio porque conoce la honradez poética de que es capaz. [4] 


          Las palabras anteriores forman parte del cuerpo de un retrato, el más conciso, acaso el más frío y el más calculado de todos los que Ermilo Abreu Gómez puso en su famosa “Sala”. Más que una fotografía, es una nota crítica que hoy sería el orgullo de una solapa: en las Obras completas de Octavio Paz (Fondo de Cultura Económica, 1967, o sea cuando ya Octavio era el primer Premio Nobel mexicano). 

          

          Habría que retratarlo diciendo algo sobre su belleza física: sus claros ojos, su boca de finos labios, su nariz casi recta, su ancha y sabia frente, y su cabello pajizo y ondulado. Ya en la Prepa y en Leyes, Octavio era comparado con un Lord Byron. ¿No le llamamos alguna vez el Lord Byron de Mixcoac? ¿No le hicimos chistes terribles, comparándolo con personajes de La montaña mágica y de A la sombra de las muchachas en flor? A estas horas, ya es sumamente difícil —si no imposible— hacer un chiste a costa de Octavio Paz. En 1936 y 1937, dos poemas le bastaron para crearse un prestigio internacional; a esos dos poemas se agrega un libro, Raíz del hombre, y el poeta alcanza su instante, su momento, su resplandor. 


          ¿Qué era y cómo era? Era fervor puro, inquietud pura; era un alucinado, un impetuoso, un hombre ardiendo, un poeta en llamas. Era un hombre animado por una pasión, consumido por una pasión. Cuando trabajaba en Hacienda —nunca supe en qué y para qué—, íbamos por él y lo esperábamos en el patio arbolado que da a Corregidora; Octavio tenía un amigo matemático, y las matemáticas eran para él en ese momento una obsesión. De matemáticas nos hablaba cruzando un Zócalo con flores y prados; como un matemático, hacía temblar a los pedantes filósofos que Europa nos había arrojado para amargarnos los años de 40 a 45. 


          Yo diría que Octavio es un hombre tembloroso. ¿Lo han oído hablar en público? De sus labios brotan quebradas palabras; tartamudea y vacila, como si las palabras le quemaran. Aprieta las palabras entre los dientes, balbucea; es un niño buscando la imagen. Un hombre-niño que quisiera decirlo todo al mismo tiempo. Todo de un golpe, como una maldición —la más terrible del mundo—, como una bendición —la más alta del mundo—. 


          Ni qué decir en qué parte de Libertad bajo palabra está colocada la “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, un poema que debería abrir franca, rotunda y valientemente la obra completa de Paz. En general, un poema que podría inaugurar una antología de la poesía mexicana de los últimos treinta años. 


          Mala, muy mala señal cuando el aspirante a la maestría y al doctorado en letras escoge a un poeta: el poeta ya está muerto o es ya un poeta anticuado. A Ramón López Velarde lo han partido por la mitad, abierto en cruz y en canal, pulverizado, vuelto de revés como un frac sin destino; lo han abrumado con ensayos y tesis, con estudios deliciosamente pedantes. Ah, pero cuando parece que ya nada, pero nada más se puede decir sobre el poeta zacatecano, he aquí que todavía llega a nuestros ojos un ensayo sobre López Velarde y resulta sencilla, llana y maravillosamente un ensayo extraordinario; y es extraordinariamente asombroso que quien ha escrito ese ensayo llamado “El camino de la pasión”, se llame ni más ni menos: Octavio Paz. 


          Si alguien se muestra más inconforme con la poesía de Paz, ése es Octavio Paz. Su rigor no conoce límites; su hora es ilimitada:

cada minuto el tiempo abre las puertas a un expirar sin fin. 


          Así este Octavio, cuando es romántico, modernista y surrealista; cuando es pelliceriano y gramático —o crucigramático—; cuando nos recuerda a Manuel José Othón en el uso generoso de los “envíos” —tan gratos a las reinas de los Juegos Florales—; cuando el ámbito de Paz se inunda de soles, piedras, dioses, guitarras, putas y mariguana; así nuestro Octavio, que todo lo enaltece y todo lo multiplica —hombre que multiplica el pan de la poesía— es hoy el alto mando en la poesía de México, es el poeta de las más fértiles vigilias, el hombre de la eléctrica angustia. 


          Octavio ha cumplido cincuenta y tres años. En estos segundos, en su hora, en su tiempo, es el más joven entre todos nosotros, sus más fieles contemporáneos; es el más joven entre los jóvenes, y el más poeta entre todos los poetas de su tiempo.





NOTAS

[1] Así lo haría Paz, que se refiere a aquellos años como “torpes y ardientes balbuceos de la adolescencia... Me siento muy lejos de mis primeros poemas.” (11: 17).

[2] Rafael Solana, “Barandal, Taller Poético, Taller, Tierra Nueva”.

[3] Ibidem.

[4] Ahora reproduce Huerta un párrafo de “Octavio Paz” en Sala de retratos. Intelectuales y artistas de mi época, de Ermilo Abreu Gómez, México, Editorial Leyenda, 1946, p. 216.


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