Conversaciones y novedades

La fijeza y el vértigo

Guillermo Sucre

Año

1971

Tipología

Conversación

Temas

Lecturas y relecturas: la obra poética

 

Guillermo Sucre. Retrato de Roberto Mata. Tomado de Prodavinci

Guillermo Sucre (Tumeremo, Venezuela, 1933) es uno de los grandes críticos de poesía (y poeta verdadero él mismo) hispanoamericana: La máscara, la transparencia; Ensayos sobre poesía hispanoamericana (1975) y Borges, el poeta (1967), se cuentan entre los no muchos imprescindibles de la crítica poética de nuestro ámbito. 


          Sucre comenzó a escribir sobre Paz en 1958, cuando comentó La estación violenta, como lo narra en “Mi itinerario con Octavio Paz”, ensayo de 1998, escrito poco después de la muerte de su amigo, que publicó la revista Vuelta en junio de ese año y puede leerse aquí. 


          “La fijeza y el vértigo” es el más interesante de los varios ensayos que el crítico venezolano dedicó a Paz y, a mi modo de ver, una de las mejores descripciones generales de su sistema poético. El ensayo apareció en la Revista Iberoamericana, Órgano del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana que publicaba la Universidad de Pittsburgh, dirigida por Alfredo A. Roggiano, que dedicó a Paz su número 74 (enero-marzo de 1971), con colaboraciones de Sucre mismo, de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Ramón Xirau, Rodríguez Monegal, Saúl Yurkievich, Manuel Durán, Klaus Müller-Bergh, José Emilio Pacheco, Jean Franco, Rachel Phillips y otros. 


          La última vez que supe de él fue en una entrevista que le hizo Hugo Prietopublicada por @Prodavinci en agosto de 2016. Tratamos de encontrarlo para solicitarle el permiso de reproducir aquí su ensayo, y fue en vano. Nuestra pesquisa (pues me ayudaron amigos como Adolfo Castañón) no logra ir más allá de la certeza de que se encuentra en algún lugar de Venezuela. 


          La seguridad de que vería con buenos ojos la divulgación de su ensayo no atenúa nuestra inquietud sobre su salud y su paradero. ¿Alguien puede decirnos sus coordenadas? Mientras tanto, hago votos por su bienestar celebrando su trabajo, releyéndolo con el interés y el gusto iniciales.  (G.S.)



   

La fijeza y el vértigo 

La poesía de Octavio Paz está signada por el movimiento, mejor dicho, es movimiento. Incluso, “el movimiento es su forma”. Esto podría situarnos ante una falsa perspectiva: creer que es una poesía de incesantes cambios o sometida a una continua evolución en el tiempo. Claro que lo es, pero en un sentido especial. Si hay un movimiento que trascienda al tiempo, ese sería el de Paz. En efecto, el suyo supone la sucesión, pero no padeciéndola. Es un movimiento estático: su movilidad continua lo inmoviliza. Este rasgo que caracteriza a muchos poetas contemporáneos, aparece ya en la primera poesía de Paz, cuando aún no podríamos intuir en ella una definida concepción del mundo. Surge, aparentemente, como un tema aislado; es, sin embargo, un tema esencial, que luego constituye la estructura dominante de toda su obra. En unos “Sonetos” de juventud, nos encontramos con esta extraña dialéctica: movimiento que se consume a/en sí mismo; no sólo no transcurre, niega todo transcurrir: es tiempo vertiginosamente detenido. Esos sonetos tienen como tema el amor, la mujer en su identidad con el universo, impulso vital y atracción de la muerte. Como siempre en Paz, la mujer es sobre todo su cuerpo, centro de vibraciones y resonancias que inmoviliza al tiempo y lo ahonda en un presente puro. Empieza el primero: “Inmóvil en la luz, pero danzante, / tu movimiento a la quietud que cría / en la cima del vértigo se alía / deteniendo, no al vuelo, sí al instante”. Ese instante es la plenitud del deseo y la correspondencia con el mundo, motivo que después se desarrolla en los otros sonetos hasta el último. En éste, el instante ahora participa también de la muerte. Los dos cuerpos amantes viven en el “vértigo inmóvil”, en la “avidez primera”; danzan “su quietud ociosa”, pero esa danza es ya la de “su propia muerte venidera”. Así el movimiento del amor cumple sus ciclos o expansiones, pero a partir de un centro fijo: el instante. Fuerza centrípeta, en ese instante confluyen todos los tiempos. Si el tiempo avanza, no lo hace horizontal sino verticalmente, en profundidad. 


          En textos posteriores, aún dentro de su primera época, esta visión de Paz se va reiterando. Siempre entre polarizaciones y, en todos los niveles. A veces como rápida definición del tema mismo: la inmovilidad, nos dice, es el “sitio de la música tensa”. También como experiencia sensorial: la luz de junio es una “ola inmóvil y fluyente”. En otro poema, esa luz es “un quieto resplandor” que lo “inunda y lo ciega” (al poeta): la luz se abisma luego dentro del cuerpo y se convierte en la “medianoche del cuerpo”, en el “nocturno mediodía del subsuelo”. Así el resplandor es exploración oscura en lo luminoso, movimiento prisionero que también es infinito. Al final del poema, se dice: “El cuerpo es infinito y, melodía”. La quietud absorta de la luz al mediodía es, en otro poema, signo de éxtasis vital y, por tanto, temporal: “El tiempo en el minuto se saciaba”. Ante uno de los templos de Uxmal, Paz ve cómo “reposa y danza el sol de piedra”, o cómo al derramarse la luz “despiertan las columnas y, sin moverse, bailan”. En uno de los textos de ¿Aguila o Sol?, en el que recrea el mundo de Rufino Tamayo, describe una de las figuras míticas de este pintor: esa bailarina cósmica que aparece en muchos de sus cuadros. Entonces dice: “Se levanta y danza la danza de la inmovilidad”. Los ejemplos, en este sentido, serían innumerables. Quizá éstos revelen en la poesía de Paz la visión de un mundo a la vez girante y extático. 


          Pero esta estructura se proyecta también sobre la naturaleza prisma de la poesía y del acto creador. En un texto que vale como arte poética, el nacimiento del placer estético es relacionado con el sucesivo oleaje del mar en cuya incesante disolución hay siempre una ola que sobrevive “y hace quietud su movimiento, / reposo su oleaje”. Ante esa aparente contradicción, el poeta pregunta: “¿Cómo, si sólo movimiento, quedas así, tensa y estable, inmóvil?” En muchos otros poemas, Paz reflexiona sobre la poesía como incesante tensión entre opuestos. “En su húmeda tiniebla vida y muerte, / quietud y movimiento, son lo mismo”. ¿Aguila o Sol? es un libro significativo, en este sentido, porque nos muestra una pausa que es una ruptura, en el proceso creador de Paz. Los primeros textos, “Trabajos del poeta”, son una sistemática demolición del lenguaje en busca de la palabra nueva. Al final del libro se tiende al encuentro de esa palabra como reconciliación entre el amor, la historia y el lenguaje. De ahí que el último texto se titule “Hacia el poema”. En él hay un pasaje en que Paz dice: “Palabras, frases, sílabas, astros que giran alrededor de un centro fijo”. Ese centro fijo es la energía del amor (los cuerpos que se unen en su incandescencia); es también la energía secreta de la propia poesía. Pero esa doble energía se ve refractada, en gran parte de la poesía de Paz, por la conciencia, una conciencia perpleja que avanza y retrocede ante el mundo. “La conciencia, la transparencia traspasada, / la mirada ciega de mirarse mirar”, dice en un poema de igual época. Se despliega, así, una doble corriente en el poema: la palabra que fluye y la conciencia que comenta simultáneamente ese fluir. Marginal, esa conciencia no deja a veces de apoderarse de todo el poema y de volverlo finalmente imposible. Combate que no se resuelve sino en el combate mismo y en su contemplación (“contemplo el combate que combato”). El poeta no puede librarse de ver el acto creador como un desdoblamiento en el que aparece otro, la conciencia, que a la vez que rige la escritura, la juzga. Pero, dice Paz en “Escritura”, “este juez también es víctima / y al condenarme, se condena: no escribe a nadie, a nadie llama, / a sí mismo se escribe, en sí se olvida”. Y aunque luego añade: “y se rescata, y vuelve a ser yo mismo”, se percibe que Paz está prisionero de cierto solipsismo poético. En textos de la madurez, este solipsismo se continúa, aunque, es verdad, con otra significación. En Salamandra (1962), hay uno que define todo este proceso: “Yo sé que estoy vivo / Entre dos paréntesis”. En “La palabra escrita” se trata ya de la poetización del acto mismo; en él, a la primera palabra escrita se superpone en paréntesis el comentario de la conciencia que intuye otra palabra: “nunca la pensada / Sino la otra –ésta/ Que no la dice, que la contradice, / Que sin decirla está diciéndola”; la palabra “antes de la caída”. Así, todo el poema no es sino esa continua refracción de la palabra escrita en su inmediato espejo crítico; el poema nunca será escrito, queda implícito en la palabra no dicha; su tema es el paréntesis, la ausencia del poema. ¿Qué es casi todo Salamandra sino este juego dialéctico en el que al final nada cristaliza, una entrada en materia (título del primer poema del libro) que reiteradamente queda en suspenso: oposición entre el discurso y el silencio que nunca se resuelve? 


          En un libro anterior, La estación violenta (1958), esta dialéctica ya había tomado cuerpo en la poesía de Paz. El libro se inicia con un poema, “Himno entre ruinas”, que se desarrolla sucesiva y entrecruzadamente en dos planos: de un lado, una visión paradisíaca y mítica del mundo, en la que los sentidos crean una suerte de presente invulnerable y aun sagrado (“Todo es dios”, “La luz crea templos en el mar”, “mediodía, espiga henchida de minutos, / copa de eternidad”); del otro, la visión dramática —actualidad nocturna y contemporánea— de momentos vividos o entrevistos en Teotihuacán, Nueva York, Londres, Moscú, que ya es el suceder de un tiempo degradado (“El canto mexicano estalla en un carajo”, “La sombra cubre al llano con su yedra fantasma, / con su vacilante vegetación de escalofrío”). Finalmente domina la visión inicial al proyectarse en la última estrofa del poema. Entonces la inteligencia rompe el círculo de oposiciones, encarna y reconcilia los opuestos: “la conciencia-espejo se licúa, / vuelve a ser fuente, manantial de fábulas”. El espejo, en éste como en otros poemas de Paz, es lo estático; simboliza a la conciencia que se mira a sí misma, detenida en su propia imagen. Al licuarse, su fluencia es movimiento hacia el mundo, pero de algún modo ese movimiento ya no es sucesión, sino nacimiento de otro tiempo: el de la palabra poética que, templada en esa suerte de proceso expiatorio de la conciencia, se convierte en fundamento del mundo. Así, el poema concluye: “Hombre, árbol de imágenes, / palabras que son flores que son frutos que son actos”. El movimiento de este poema inicial se reitera en otro no menos significativo, “Fuente”. Es el mismo momento cósmico: un mediodía que “alza en vilo al mundo”. Plantado en esa suerte de suspensión, el poeta siente la plenitud del mundo como Presencia; plenitud doble: la del hombre y la de las cosas, la mirada y lo mirado; es, igualmente, un estado de continua metamorfosis de lo real, que pierde su opacidad y se vuelve verdaderamente real, esplendor material. Pero si el ojo ya no mira (“todo es presencia y su propia visión fuera de sí lo mira”), la conciencia aún se debate por el conocimiento. “¿Qué esconde esta presencia?” se pregunta. No hay nada detrás de ella y así la pregunta se convierte en una exploración de la oquedad, del vacío interior del hombre. Esta refracción hacia adentro no destruye, sin embargo, la magia anterior del mundo: todo en él sigue en pie, transparencia intacta. Así, “En el centro de la plaza la rota cabeza del poeta es una fuente. / La fuente canta para todos”. De modo que el poema se resuelve nuevamente en la fluencia. La fuente es un símbolo diverso: es el manar del tiempo verticalmente, hacia arriba esta vez; es también el manar del lenguaje, que se absorbe a sí mismo, pero se transparenta en una presencia colectiva. La poesía en movimiento extático. 


          Otros poemas de La estación violenta son, de manera más dramática, el debate entre el fluir y la fijeza. Ese debate se origina en torno a diversos temas, pero girando siempre alrededor de uno esencial: la temporalidad, el movimiento del mundo, la historia y, nuevamente, el lenguaje. El hombre es “el que saltó al vacío y nada lo sustenta entonces / sino su propio vuelo”, se nos dice en “Mutra”. Este poema abarca sucesivas reflexiones sobre el ser y el estar, Dios y la historia. De manera significativa, como en los anteriores poemas que hemos citado, éste transcurre en el mediodía “absorto en su luz, sentado en su esplendor”. Esta quietud espacial se ve precipitada por continuos remolinos que interceptan el puro discurrir del tiempo; esos remolinos son los abismos de la conciencia y de la memoria. El mediodía y la ciudad misma propician una suerte de exaltación que es abandono en el estar, un “derramado estar” que no es quietud sino movimiento en el que lo real se vuelca a la deriva. Ese movimiento es detenido por la conciencia que busca “asir la antigua imagen” de la ciudad sagrada, “anclar el ser”. Hay que hacer que el tiempo coincida con lo real: las piedras memorables de la ciudad, cuyos “surtidores de jade, jardines de obsidiana, torres de mármol”, son “alta belleza armada contra el tiempo”. Sin embargo, todo este mundo cede al paso del tiempo y el hombre mismo fluye, cae, “es una imagen que se desvanece”. ¿Es o no esto el desamparo? El hombre acepta y asume su propio fluir. No quiere ser Dios, ni ser sagrado, “beatitud de lo repleto sobre sí mismo derramándose”. De algún modo acepta su desamparo, pero aceptarlo en la realidad es también aceptarlo en el poema: el hombre es el poeta. Así “se despeñan las últimas imágenes y el río negro anega la conciencia”. Todo —lo externo y lo interno— se hace fluencia, sólo que esta fluencia es también caída hacia adentro. Aflora entonces la memoria, en donde “velan armas” ciertos pasados privilegiados: son dominio personal e igualmente colectivo; tiempo único e historia. Todo el ayer, lo vivido son “actos, altas piras quemadas por la historia”. Pero hay un modo de quemarse en la historia que es un modo de trascenderla: aceptándola como verdadera comunión (“el hombre sólo es hombre entre los hombres”). De ahí que el poema concluya con una visión —la del futuro— que es ya la intuición de un destino. “Y hundo la mano y cojo el grano incandescente y lo planto / en mi ser: ha de crecer un día”. De este modo integrado a la historia, el hombre asume también una plenitud. Asumir la historia, veremos, es para Paz hacer que la poesía encarne en el mundo. Son dos impulsos de un mismo movimiento: la búsqueda del tiempo y de la palabra originales. 

          

          “¿No hay salida?” y “El Río” son poemas que se vinculan al interior por la temática y la estructura poética: son textos de un vertiginoso fluir de imágenes. Pero de alguna manera se le oponen: ambos son una tentativa por fijar el tiempo. En el primero, esta tentativa se realiza en la dimensión de la experiencia vital. Si, al comienzo, la imagen del río es la del discurrir (“En duermevela oigo correr... un incesante río”), también vemos que su movimiento es vertical: catarata, agua que se despeña y llega hasta “las, aguas estancadas del lenguaje”. Pero el lenguaje, si es tocado por ese movimiento, parece desertar y volcarse hacia el vacío. Seguidamente es el reconocimiento de un presente no sólo como permanencia sino como totalidad: “ayer es hoy, mañana es hoy, todo es hoy”. El pensamiento es un círculo en el que va cayendo el poeta; ese círculo es temporalidad pura: “todo se ha cerrado sobre sí mismo, he vuelto adonde empecé, / todo es hoy y para siempre”. Y aunque en un momento el pasado parece imponerse (“hoy es ayer, mañana es ayer”), finalmente es la presencia lo que lo absorbe todo. Esa presencia instantánea parece, sin embargo, una prisión y de ahí que el poeta busque una salida. Esa búsqueda no es sino el resabio de una ilusión: si la realidad del tiempo es el instante que, a su vez, lo es todo, ¿cómo no poder identificar la permanencia en lo real, cómo no saber si se estuvo o no en tal sitio? El poema concluye justamente con este interrogante: “¿Estoy o estuve aquí?” El tema de “El Río” es el acto mismo de escribir el poema, el lenguaje que fluye y se mira fluir, la conciencia que se desata y se repliega sobre sí misma. Este doble movimiento del acto poético está en correspondencia con el doble movimiento de la vida. El río de la vida (“La ciudad desvelada circula por mi sangre como una abeja”) se precipita como las imágenes que pululan en la conciencia; ambos serían pura sucesión si no existiera la conciencia que los detiene, pero detenerlos es rescatarlos de su inevitable destrucción: el movimiento; es fijarlos en una imagen que, en sí misma, sea el río, sea el tiempo. Detenerlos es, pues, encontrar otro flujo: esta vez circular. El poema propone, finalmente, la visión de un tiempo que se cierra sobre sí mismo, que busca su origen. De este modo, “el río remonta su curso, repliega sus velas, recoge sus imágenes / y se interna en sí mismo”. 


          Este doble juego entre el acto poético y la realidad, entre el discurrir imaginario y el real, constituye uno de los rasgos característicos del sistema metafórico de Paz, lo que es también un sistema de conocimiento. Ese rasgo se da incluso casi al comienzo de su obra. En uno de sus últimos ensayos,[1] Paz concibe el mundo como lenguaje. Esta concepción se inscribe, por supuesto, dentro de la vieja tentativa de los poetas por buscar las correspondencias en el universo. Solo que ahora Paz comprende (como los estructuralistas) que ya el poeta no está en el centro de esas correspondencias, no es el traductor único como suponía Baudelaire; si el poeta traduce, su traducción se inserta en todo el sistema simbólico que lo rodea: es una perspectiva más, no la única. Lo mejor de la poesía de Paz está dominada por esta visión. “Pensé que el universo era un vasto sistema de señales, una conversación entre seres inmensos”, dice en uno de los textos de ¿Águila o Sol? Desde esta perspectiva es frecuente encontrar en su poesía textos donde el sistema metafórico se funda en elementos del lenguaje. Ya inicialmente Paz habla “del silencio compacto de un arbusto”, “del silencio del mundo”, o dice de la mujer: “Tú, sin nombre, / en la noche desnuda de palabras”. O ya más concretamente, en poemas de los años cuarenta, propone una continua simbiosis entre la palabra y la realidad. En “Escrito con tinta verde”, el discurso del poema se fusiona con el del mundo. La tinta de la escritura no sólo adquiere el color de una naturaleza que se renueva; también crea en la página “jardines, selvas, prados, / follajes donde cantan las letras”. El poema es simultáneamente la visión de un paisaje renovado y el hacerse del poema como si participara o fuera en sí mismo esa renovación. Igualmente es un poema a la mujer, cuyo cuerpo blanco está asimilado a la tierra que recobra su fertilidad y a la página en que se escribe. Por eso las palabras del poeta descienden y la cubren “como una lluvia de hojas a un campo de nieve”, “como la tinta a esta página”. De igual modo, el primer poema de Semillas para un himno poetiza sobre el nacimiento de las cosas al amanecer; ese nacimiento es sobre todo, más que expansión material, búsqueda de identidad: “Al alba busca su nombre lo naciente”. Tal nacimiento se identifica luego con el del poema mismo, con el himno que el poeta prepara al mundo: “La luz despliega su abanico de nombres / Hay, un comienzo de himno en cada árbol / Hay el viento y nombres hermosos en el viento”. Incluso, otro poema del mismo libro, “Manantial”, se desarrolla en parecidos términos pero invirtiendo la relación. Esta vez el primer momento es el del acto poético, la articulación de la palabra (“Habla deja caer una palabra”) que supone el despertar del lenguaje pero luego también el del mundo (“Habla / Una piragua enfila hacia la luz / Una palabra avanza a toda vela”). Así, el mundo se va haciendo progresivamente “manantial” de signos verbales: el agua clara son “vocales para beber” y, en última instancia, es un “agua gravida de profecías inminentes”. Todo el libro es un himno al mundo y a la vez una preparación del himno poético. En otras palabras, es un arte poética, pero no como definición de la poesía, sino como visión del acto que la hace posible. Es el mundo en acto y la poesía en acto. Aun en los poemas que no están esencialmente desarrollados a partir del sistema metafórico arriba indicado y que, por supuesto, parecen hacer más evidente la relación con una poética, ésta se halla presente de manera tácita y no por ello menos central. ¿Qué es, por ejemplo, un poema como “Piedra de toque?” Es el poema de un conjuro erótico, pero éste funciona en dos planos: la mujer y la poesía. Esta visión en que lo erótico es igualmente el estímulo del impulso poético, es por cierto dominante, lo veremos, en el mundo de Paz. 


          Aparentemente, los poemas de Semillas para un himno se oponen a algunos de La estación violenta e incluso a otros anteriores. Esa oposición es cierta y quizá no de manera superficial tampoco. Tal oposición es el resultado de un doble impulso de Paz ante el lenguaje. Por una parte, el discurrir del poema se refracta en la conciencia, se polariza y aun se detiene por una suerte de duda que es también una soledad ante el lenguaje como medio capaz de trasponer o decir la realidad. “A mitad del poema me sobrecoge siempre un gran desamparo, / todo me abandona”. Este desamparo participa obviamente de una ambigüedad: la palabra encarna o no la realidad, es sólo signo o es lo real mismo. En cambio, en poemas como los de Semillas para un himno lo real y el lenguaje son dos maneras distintas pero paralelas de transcurrir el mundo; es decir, uno y otro son encarnaciones recíprocas y equivalentes. La duda es, pues, sustituida por la confianza ante el lenguaje. Pero de una u otra forma el poema es movimiento extático: cuando la conciencia lo refracta; detiene a su vez la sucesión y, al menos, la problematiza; cuando participa del impulso del mundo, impone o crea una sucesión distinta: es el tiempo del poema, el de la palabra en acto, y no el de la sucesión cronológica. Por ello, decíamos, la oposición es aparente. Sin embargo, uno de estos momentos parece sugerir el fracaso de la palabra; el otro, su plenitud. Pero uno y otro no hacen sino complementarse. Si para Paz el mundo y el hombre son libertad bajo palabra, esta libertad, por estar fundada justamente en la palabra, se ve incesantemente amenazada. La oposición que hemos señalado nos muestra, así, la verdad de esta poesía: la plenitud que se mira en el desamparo, la pasión de absoluto que no sólo se ve dominada por la convicción de su relatividad, sino que hace de ésta su verdadera energía. En un poema de Semillas para un himno, Paz evoca una suerte de edad de oro del lenguaje y, por supuesto, del mundo, así como su aniquilamiento:

Aquel árbol cantaba reía y profetizaba
Sus vaticinios cubrían de alas el espacio
Había milagros sencillos llamados pájaros
Todo era de todos
                      Todos eran todo
Sólo había una palabra inmensa y sin revés
Palabra como un sol
Un día se rompió en fragmentos diminutos
Son las palabras del lenguaje que hablamos
Fragmentos que nunca se unirán
Espejos rotos donde el mundo se mira destrozado.


          Pero estos fragmentos son los sucesivos poemas del libro y las semillas que preparan su himno final. Este, que no se da en el libro sino como proyecto, es busca de la unidad poética y también de la del mundo. Unidad tensa (fusión de contrarios) y progresiva, es el punto hacia el cual tiende toda la poesía posterior de Paz. En un pasaje de ¿Aguila o Sol? dirá: “Hubo un tiempo en que me preguntaba: ¿dónde está el mal? ¿dónde empezó la infección, en la palabra o en la cosa? Hoy sueño con un lenguaje de cuchillos y picos, de ácidos y llamas. Un lenguaje de látigos”. Frase que nos remite al breve prólogo del libro, donde Paz declara: “Ayer, investido de plenos poderes, escribía con fluidez sobre cualquier hoja disponible: un trozo de cielo, un muro (impávido ante el sol y mis ojos), un prado, otro cuerpo. Todo me servía: la escritura del viento, la de los pájaros, el agua, la piedra”. Y luego añade: “Hoy lucho a solas con una palabra, la que me pertenece, a la que pertenezco: ¿cara o cruz, águila o sol?” De manera significativa, en la edición de casi toda su obra de 1958, con el título de Libertad bajo palabra (1960), Paz establece un orden no puramente cronológico, sino también poético. Es así como ¿Aguila o Sol?, de 1950, sucede a Semillas para un himno, de 1954. Es el orden profundo: al poder de la palabra, nos quiere indicar, sucede la duda ante ese poder, el combate con la palabra y la búsqueda de aquella que sea fundante del mundo; no la expresión de lo real, sino su invención. ¿Aguila o Sol? propone esa búsqueda y aun la prevé. La prevé, primero, como una fuerza destructiva, tal como se sugiere en uno de los textos arriba citados, y aún más intensamente en el titulado “Visión del escribiente”. Es un texto que tiene algo de apocalipsis y, por ello mismo, de revelación. Se desarrolla en un doble plano: la persona que en él habla es el hombre cotidiano que vive la paralización de un mundo sometido a jerarquías, señas y contraseñas, números, credenciales, prioridades, clasificaciones (“al tatuaje y al herraje”): la gran rutina burocrática. Es la víctima, pero de algún modo asume también la lucidez del testigo. Si su oficio es llenar hojas en blanco, sabe que en ellas se va inscribiendo otro drama, cuyo fin o catástrofe prevé. Ya no es tan sólo el “escribiente”, es el poeta, el vidente: espera el soplo vindicador, el acontecimiento. “Porque durante meses —dice— van a temblar puertas y ventanas, van a crujir muebles y árboles. Durante años habrá tembladera de huesos y entrechocar de dientes, escalofrío y carne de gallina. Durante años aullarán las chimeneas, los profetas y los jefes. La niebla que cabecea en los estanques podridos vendrá a pasearse a la ciudad. Y al mediodía, bajo el sol equívoco, el vientecillo arrastrará el olor de la sangre seca de un matadero abandonado ya hasta por las moscas”. Pero la destrucción será purificadora. Así, el libro concluye en unas reflexiones que Paz titula “Hacia el Poema”. En ellas postula la reconciliación entre la poesía que “entra en acción” y la historia que despierta. Es decir, Paz parece intentar superar la dualidad a través de la participación en la historia, en la aceptación, por tanto, del tiempo. Pero es válido pensar que ese impulso se da justamente como participación, como acto, y no de manera pasiva. Lo que busca es una palabra que encarne a la historia y, al tiempo, aun como expiación, interiorizando el mal. En un ensayo, Paz ha dicho: “para los españoles e hispanoamericanos la historia no es lo que hemos hecho o hacemos sino lo que hemos dejado que los otros hagan con nosotros. Desde hace más de tres siglos nuestra manera de vivir la historia es sufrirla.[2] Esta idea viene a esclarecer la propia tentativa de Paz: el hombre y la poesía como sujetos del mundo. Esta tentativa parece bifurcarse de nuevo en La  estación violenta (1958), cuyo título es significativo porque aludiendo a la estación en que transcurre casi toda la poesía de Paz (el verano, el mediodía, lo solar), sugiere igualmente la dualidad que aparece en el libro. De un lado, la presencia del mundo y del lenguaje: del otro, su refracción en el vértigo de la conciencia. Un doble movimiento entre la pasión que encarna y la inteligencia crítica. El libro propone finalmente, sin embargo, una de las visiones más integradoras de Paz. Me refiero a Piedra de Sol


          Este largo poema es culminación y síntesis. En él no sólo se dan todos los elementos contradictorios de la poesía de Paz, sino que se proyectan esta vez en una dimensión mítica y a la vez existencial. Además, es un poema cuya estructura misma asume el tema del movimiento, desarrollado como polarización de opuestos, pero resuelto al final como un ciclo o, más bien, como la imagen del eterno retorno. Como se sabe y ha sido señalado muchas veces por la crítica, incluso por el propio autor, en Piedra de Sol (nombre del calendario azteca) subyace el tema de la revolución astral del planeta Venus. Como en muchas otras civilizaciones, Venus significó para los aztecas la dualidad que rige el universo. Aún más, era también para ellos una de las encarnaciones (o la última) del dios Quetzalcóatl, en cuya figura mítica y legendaria se multiplicaban las dualidades: no sólo cosmológica (tierra y cielo, mundo subterráneo y mundo celeste), sino también de carácter histórico y aun mágico-moral. Esto es, el poema opera sobre la significación universal del mito, ampliada y enriquecida con la significación azteca. Por otra parte, así como la mitología azteca (y también la maya) se caracteriza por una suerte de continuas metamorfosis cósmicas, de igual modo el poema se nutre de una incesante transfiguración de temas e imágenes. Esas transfiguraciones implican una sucesión temporal, pero sobre todo una dimensión mítica. Así ya el tiempo es algo más que historia, es encarnación del tiempo mismo. Pero, además, como hemos indicado arriba, las dualidades del mito se inscriben en una concepción del eterno retorno. Ni sucesión ni inmovilidad, el tiempo es cíclico, se repite como un instante pleno que se revela cada vez como presencia. 


          Ahora bien, este carácter mítico del poema no sólo no funciona como fondo conceptual, sino que se suple tramando a través de una dimensión existencial y aun histórica, temporal (individual y colectivamente). Este doble plano se proyecta en la estructura misma del poema: su desarrollo discurre entre una fuerza centrípeta y otra centrífuga, entre la fijeza y el vértigo. Así tal estructura es a la par centro y expansión. La fijeza: primero métrica: el poema se acoge al endecasílabo; el número de los versos reproduce el número de días (584) de la revolución de Venus según el calendario azteca; los seis versos finales repiten los iniciales y concluyen en dos puntos (:) para sugerir la idea de un ciclo que se cierra y a la vez queda abierto; igualmente, el verso inicial está introducido con minúscula, sugiriendo la continuación de un ciclo anterior. La fijeza se presenta, pues, en un doble plano: la forma del poema está regida por una norma y también por un límite; esa norma, a su vez, hace visible la del arquetipo que impone el mito del eterno retorno. Este mito, como lo ha explicado Mircea Eliade, es un mito de recreación: la continua renovación del mundo y de la vida a través de la repetición de la cosmogonía. En el poema, esta recreación se proyecta en el ámbito de la naturaleza, pero también en el individual del hombre y del poeta. Si su centro en el plano cósmico es la naturaleza, en el individual es el amor. No, por supuesto, como realidades distintas, ni siquiera paralelas, sino idénticas: la mujer es la naturaleza misma, y viceversa; ambas son dualidad y también unidad; encarnan los contrarios y su fusión. Así, el mito del eterno retorno, que supone un centro, es igualmente centro del poema. Pero el poema es, por otra parte, vértigo: flujo libre de la conciencia (reflexión y pasión a un tiempo), así como también manantial de imágenes que a su vez son manantial de otras y, por tanto, metamorfosis incesante. De igual modo, el poema discurre entre planos opuestos, asumiendo las oposiciones, y además en una simultaneidad de tiempos. Apenas hay que decirlo: el vértigo formal del poema es imagen de otro: el de una búsqueda incesante a través de la memoria, la conciencia y la historia, de una experiencia viva, y por ello mismo privilegiada, que sea la posesión de la verdadera plenitud. La marcha del poema reproduce entonces esa búsqueda: es el movimiento mismo. Pausado al comienzo, éste parte de una naturaleza primigenia y aun paradisíaca (“un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante, / un caminar de río que se curva”), se incorpora al del hombre que va por el mundo como por el cuerpo de la mujer, se precipita en la memoria (en busca de “una fecha viva como un pájaro”), se refracta en la conciencia, se problematiza en la historia, pero se yergue de nuevo a través del amor y, finalmente, de la propia naturaleza que vuelve a iluminarse y a despertar con el día, así como la conciencia del poeta despierta también en el umbral mismo del resurgimiento de la vida cósmica: ante las puertas del ser, de la existencia que se hace ya presencia. Es la marcha, pues, de la plenitud, la caída y otra vez la plenitud. Así el vértigo está regido por la fijeza, pero ésta nos revela entonces su verdadero carácter: plenitud extática, centro de la movilidad tensa; acendramiento o transparencia de un tiempo histórico y a la vez, y sobre todo, cósmico, así como de una experiencia individual, pero también colectiva. 


          Piedra de Sol es un poema de exaltación cósmica. Lo que domina en él son las visiones. Quiero decir: su trasfondo mítico no se hace vivo sino en una búsqueda individual, pero a su vez ésta se transfigura en experiencia impersonal. El amor está en el centro de esas visiones: la naturaleza como una energía erótica, la mujer (en su dualidad de Melusina y Laura) como una energía natural. También el amor es el centro de la historia, la trasciende, la convierte en un instante eléctrico en el que la pareja enlazada (“en Madrid, 1937”) arrebata a la muerte y a la destrucción “nuestra porción eterna, / nuestra ración de tiempo y paraíso”. Esa pareja, en su cuarto, se convierte en “el centro del mundo”: soledad y participación: comunión con los otros, despojamiento del yo, verdadero reencuentro con la vida. Así el amor aparece como el único absoluto posible; es, más aún, lo que lo hace presente, no puramente virtual. 


          Con Salamandra (1962), la poesía de Paz vuelve a bifurcarse entre la conciencia crítica y el impulso por hacer presente al mundo. Incluso ahora éste parece volverse irreal, así como el lenguaje mismo. Las palabras no dicen lo que dicen y hay que hacerlas decir lo que no dicen. Escribir es descubrir tras la palabra escrita otra que la rige y que, sin embargo, no aflora en el poema. Hablar es igualmente un acto ambiguo que conduce a la contradicción o a la negación de la voz (“Lo que dices se desdice / Del silencio al grito / Desoído”). Así todo impulso hacia la expresión se resuelve en el suspenso mismo; la evidencia de esta disyuntiva paraliza al lenguaje y pone al mundo en paréntesis. El mundo y el lenguaje parecen padecer una suerte de neutralidad. Y, en cierto modo, lo que propone Paz es el regreso a la inocencia (“inocencia y no ciencia:/ para hablar aprender a callar”) y el reencuentro con la palabra original y primera (“Roja palabra del principio”). Lo cual tiene un cierto carácter de expiación. De ahí que la técnica expresiva de Paz cambie sensiblemente en este libro. Su lenguaje se ve dominado por figuras antitéticas, paradojas, retruécanos, deliberadas y violentas aliteraciones, juegos verbales, paréntesis, ambigüedades en los encabalgamientos. Pero ya este lenguaje es revelador: lo que quiere Paz es hacer sonar a la Palabra. Es esta tentativa lo que comunica tensión al libro y lo sustrae al puro vacío de la conciencia que se contempla a sí misma. Esta contemplación es una lucha: no sólo con el lenguaje, también con el mundo. En el poema Salamandra, Paz despliega esa lucha. Rastrea en diccionarios y en mitologías los rasgos reales y fabulosos de este ser dual, lo que no es sino el intento por definir nuevamente la dualidad del mundo ahora establecida en la esencia misma de su poesía. De manera significativa, el poema es una descripción casi pura. ¿No decía Camus que ésta era la técnica de la conciencia absurda? En Paz, al menos, es la conciencia de la irrealidad del mundo. Pero esta conciencia es punto de partida para restituir al mundo su realidad a través de la palabra. Esta es, sin embargo, “inasible” e “indecible” como la salamandra. Así el último poema del libro, “Solo a dos voces”, viene a ser como el fracaso de esa tentativa. Como en muchos otros poemas de Paz, éste se desarrolla también en dos planos: el de la naturaleza y el del poema. Pero el momento natural acá ya no es la renovación o despertar sino el sueño de la tierra, el oscuro comienzo de una nueva gestación: es el solsticio de invierno. Paz ve el ritual de esta gestación como el acato también de la escritura. “Volver a la primera letra / En dirección inversa / Al sol,/ Hacia la piedra: / Simiente, / Gota energía, / Joya verde / Entre los pechos negros de la diosa” (Ceres). De igual modo, el mundo es una “sonaja de semillas semánticas”, así como el poema es una “sonaja de simientes”. Y tal como el solsticio invernal es el comienzo de la desaparición del sol, el poema es la desaparición de la palabra, su regreso a la tiniebla y al olvido del lenguaje. “No lo que dices, lo que olvidas, / Es lo que dices: Hoy es solsticio de invierno / En el mundo / Hoy estás separado / En el mundo / Hoy es el mundo / Anima en pena en el mundo”. Ahora bien; la poesía de Paz es sobre todo una poesía solar; el momento privilegiado de su mundo cósmico es el alto mediodía, la fijeza de la luz, el esplendor absorto en su propia fascinación. Por ello este poema tiene quizá un valor simbólico más profundo. Lo que en él propone Paz es el ocultamiento de la palabra, de la poesía misma, su regreso a una memoria secreta y abismal para preparar, como la tierra, su resurgimiento, su nueva plenitud. El fracaso es, pues, aparente, más personal e histórico que esencial; se convierte, por el contrario, en el punto de partida de otra conquista. Esta voluntad de ocultamiento, ¿no recuerda la que proponía Breton en el Second Manifeste: “Je demande l’occultation profonde, véritable du Surréalisme”? Ambas actitudes tienen, creo, un sentido ritual: no repliegue, desilusionado de bellas almas: ascesis radical más bien, lucidez que prepara su nuevo combate. De ahí que Salamandra contenga también algunos de los poemas de amor más intensos de Paz; el amor es nuevamente en ellos la revelación de la presencia, reencuentro con “la otra orilla”, apertura del mundo, acceso al ser. 


          El mismo año en que aparece Salamandra, Paz viaja por segunda vez a la India. A la luz del último poema de este libro, ese viaje tiene quizá el valor de una búsqueda espiritual, precedida, en la experiencia real, por el reencuentro del amor. En 1965, Paz publica uno de los primeros textos escritos en su nueva experiencia del Oriente: Viento Entero, que luego formará parte, y, esencial, de su último libro Ladera este (1969). Este largo poema está desarrollado como un viaje en el espacio inmediato (Afganistán, Paquistán, la India) y en el de la memoria; como un viaje también en el tiempo: el inmediato, por supuesto, y en el memorioso y aun mítico. Es, por tanto, viaje por la geografía, la historia y la cultura. Un poema de la simultaneidad. De ahí su título, que sugiere la totalidad y el impulso que conduce a ella. Pero este impulso, simbolizado en el viento, es doble: movimiento del hombre en el mundo y, parejamente, movimiento del impulso mismo, es decir, de la energía interior que lo hace posible. Esa energía (¿soplo de la inspiración?) es la del poema igualmente. Así, al hablar del mundo, el poema se refiere al acto de ese hablar. Lo sustenta, en consecuencia, un doble discurso, un doble discurrir. Pero esta vez lo doble es uno: perfecta identidad y verdadera fusión. El mundo vuelve a cobrar sentido, así como la palabra. De allí la plenitud que se siente en todo el poema. 


          Viento entero está construido sobre un leit-motiv (“El presente es perpetuo”) que se constituye en el eje del poema: indica sus diversos planos, convierte a la sucesión en simultaneidad y hace visible a ésta en sus instantes únicos, originales. Centro del poema, este eje es fijeza y vértigo: muestra el discurrir y, lo reabsorbe; irradia e imanta. Uno de los valores de esta técnica es, justamente, la de darnos de manera sensible la visión del movimiento que tiene Paz: instante giratorio, concentración expansiva, y viceversa. Si en Piedra de Sol el movimiento es sobre todo circular, acá es concéntrico. Y si el poema pertenece a la parte del libro titulada “Hacia el Comienzo”, no propone un regreso o un retorno, sino, más bien, el advenimiento de lo original en el instante. Es cierto que se inicia, como Piedra de Sol, con la visión del instante primigenio, comienzo de mundo, inocencia intocada. “Los montes son de hueso y de nieve / Están aquí desde el principio / El viento acaba de nacer / Sin edad / Como la luz y como el polvo”. Pero el poema no regresa a ese instante; éste va a proyectarse y a encarnar en los otros. Aun en el cuadro dramáticamente moderno de Cabul que surge de seguidas y, en el que se abigarran imágenes de un bazar (“timbres motores radios”), de asnos pétreos, de comerciantes y de niños que gritan (“Príncipes en harapos / A la orilla del río atormentado”). Además, el verdadero instante del poema, como ha sido señalado por la crítica, está fechado.[3] Es el instante de la escritura del poema. Corresponde, de manera significativa, al del último poema de Salamandra, pero como su justo opuesto: “21 de junio / Hoy, comienza el verano”. No el despertar tan sólo: la irradiación del mundo en la luz solar. Esa irradiación es igualmente la del poema que empieza a discurrir. A esta correspondencia entre el mundo y la palabra, se superpone otra: la de la mujer y la del poema como impulso erótico. Así este instante no sólo concentra los anteriores (el primigenio y el de Cabul) está iluminado también por otro del pasado inmediato: un momento en dos calles de París, una muchacha real, “detenida sobre un precipicio de miradas”, a la que el poeta toma de la mano y juntos atraviesan “los cuatro espacios los tres tiempos” hasta llegar “al día del comienzo”. ¿Cuál es este día? Intemporal, presente perpetuo, es también el del comienzo del verano y del poema. Día cronológico: el poema concluye evocando la noche; cósmico: resume todos los tiempos. El amor se hace entonces centro del poema; éste prosigue su marcha a través del diálogo entre el poeta y la muchacha real, “presencia chorro de evidencias”. Ese diálogo origina otros: en, torno al amor se desarrollan sucesivos contrapuntos. El amor pleno que la muchacha encarna y la imagen desolada del castillo de Datia, símbolo de solipsismo y de un erotismo tenebroso (“relojería erótica”): la muchacha lo atraviesa invulnerable, es siempre la “transparencia del mundo”. Luego, ante el paisaje abrupto de la Garganta de Salang, ella es otro desfiladero, otro espacio hendido y “el salto blanco” (el deseo victorioso) que lo salva. Progresivamente el cuerpo de la mujer se va identificando con el del mundo, se vuelve “materia maternal”, “anima mundi”, y la pareja se ve encarnada en la pareja sagrada de Shiva y Parvati. Progresivamente, también, el tiempo real del poema va entrando en la noche. Esta se puebla de nuevas visiones: sobreviene el tiempo de la infancia, la inocencia original; la muchacha se vuelve materia alquímica (“llama de agua”, “gota diáfana de fuego”) y por ello mismo centro de las mutaciones cósmicas; el espacio se desprende de sí mismo, de sus raíces, y gira. El universo entero, así, se ve dominado por el movimiento y éste, a su vez, lo transfigura en el éxtasis erótico. El final del poema es la consumación del acto erótico de la pareja: “No pesan más que el alba nuestros cuerpos / Tendidos”. En ese acto, sentimos, participan también el mundo y el poema: ambos están movidos por la energía de los cuerpos. Por ello Viento entero es uno de los grandes poemas eróticos de Paz. Además de la intensidad con que el universo y el poema, no sólo la mujer, encarnan bajo la pasión, esa intensidad está continuamente confrontada con la historia. Las referencias al imperialismo norteamericano (“En Santo Domingo mueren nuestros hermanos”) o al colonialismo británico a través de la evocación de Tipú Sultán, príncipe musulmán que combatió a los ingleses en la India a fines del siglo XVIII, o a la más remota imagen de Bactriana, centro helenístico destruido por hordas bárbaras, no son, en modo alguno, marginales en el poema. Le trasmiten a éste una nueva tensión y hasta un tono de verdadera cólera: “Yo recogí del polvo unos cuantos nombres / Por esas sílabas caídas / Granos de una granada cenicienta / juro ser tierra y viento / Remolino / Sobre tus huesos”. Muestran, además, una de las actitudes esenciales de Paz: la plenitud como expiación y conquista; la historia como aventura que hay que asumir, no padecer. Es decir, lo que proponía al final de ¿Aguila o Sol?: la poesía en acción. 


          Ladera este ocupa un lugar central en la obra de Paz. Por muchas razones: muestra la renovada intensidad de su mundo creador, revela también una nueva dimensión de ese mundo. La experiencia directa con el Oriente, especialmente con la India, donde este libro fue escrito casi en su totalidad, le comunica al pensamiento de Paz una dimensión más integral del hombre, la historia y el universo. Es un libro de grandes síntesis, en el plano de una antropología cultural y, más profundamente, en el espiritual. Así como Paz alcanza en él una admirable transparencia del lenguaje de igual modo alcanza otra: la de los sentidos, la de la mirada que es también visión. El libro se nutre de una realidad inmediata, de la historia contemporánea, de la experiencia personal transfigurada en experiencia cósmica y mítica, o viceversa también; pero sobre todo de una sabiduría inmemorial. Si esencialmente es el libro de la fascinación, ésta no excluye la pasión concreta del hombre histórico y plantado en la historia. Lo hemos visto en Viento entero. Se da también como breves “Intermitencias del Oeste”, suerte de refracción de la plenitud en la conciencia lacerada (expresada, a veces, irónicamente) frente al mundo actual. Libro de la fascinación y también de una felicidad profunda: traduce una suerte de mística del cuerpo y del lenguaje, del espacio y del tiempo. Diría que la conquista del absoluto, pero con esta connotación: el absoluto aquí y ahora, dominado por estos límites y dominándolos, convirtiéndolos en presente puro, en presencia de otro tiempo dentro del tiempo. En “Felicidad en Herat”, la experiencia sagrada que el poema desarrolla concluye con esta visión que es también mirada: “Vi al mundo reposar en sí mismo / Vi las apariencias. / Y llamé a esa media hora: / Perfección de lo Finito”. En otro poema, el amor está en el centro de un mundo llameante y hace una pausa, crea otro espacio en él; así el día se convierte en “una gran palabra clara”, la mujer es una “palpitación de vocales” que madura bajo los ojos del poeta. Al final, éste reconoce, con algo más que deslumbramiento, su propia identidad y la del mundo: “Soy real / Veo mi vida y mi muerte / El mundo es verdadero / Veo /Habito una transparencia”. Esta transparencia es la perfecta contemplación del universo: una mirada que ya no mira porque todo desde afuera la mira. La mujer luego, en otro poema, ya no sólo concentra el mundo sino también el tiempo; el instante reposa en ella, pero “sobre un abismo de claridades”. Reposo una vez más, pero tenso. La tensión, sin embargo, es el lugar de una plenitud en que se reconcilian los contrarios sin perder su intensidad. “Plantada en la cresta de la luz / Entre la fijeza y el vértigo / Tú eres / La balanza diáfana”, dice finalmente a la mujer. En sucesivos poemas del libro, Paz poetiza sobre el amor como vía hacia la claridad y la plenitud. Estos dos términos se vuelven intercambiables. Alguna vez Paz ha explicado cómo en la india llegó a entrever una nueva forma del amor: considerar al cuerpo como instrumento, musical y sagrado, de despersonalización; hacer de la unión erótica la comunión con un absoluto sin nombre y que está más allá de nosotros. Explicaba también: ya ello no sería amor sino erotismo o, mejor, tantrismo; es decir, retorno al cuerpo como inocencia, sin las ataduras y el desgarramiento que ello implica en el mundo occidental.[4] Pero, creo, ésta es la intuición y aun la experiencia que secretamente ha sostenido lo mejor de su poesía. Él mismo ha confesado, en un ensayo sobre André Breton,[5] cómo su fascinación ante la primera lectura de L’Amour Fou fue el descubrimiento de un “arte de amar”, no a la manera de Ovidio, sino como iniciación. en una verdad más profunda: “la analogía o, mejor dicho, la identidad entre la persona amada y la naturaleza’. Es esa identidad la que se despliega en su propia poesía. Así el amor, desde esta perspectiva, aparece como uno de los temas dominantes en Ladera este. En “Maithuna”, por ejemplo, expresado en breves y deslumbrantes poemas sobre las parejas eróticas de algunos templos budistas o hindúes. La unión sexual es vista en ellos con tal liberación y a la vez inocencia, con una intensidad tan del principio del ritual erótico, que ello mismo la consagra, la hace sagrada. En otro poema, en que lo mítico surge del impulso de la propia pareja humana, Paz invoca a Shiva y Parvati, dioses de la energía erótica. Los invoca, pero no para adorarlos como a dioses, sino como a “imágenes de la divinidad de los hombres”. Son la encarnación futura de los hombres, lo que éstos han de ser cuando se liberen del mero quehacer. Así, después de figurarlos en la mágica y luminosa correspondencia de sus cuerpos. los invoca en un perfecto diálogo de comunión profunda:

 
Shiva y Parvati:
                    La mujer que es mi mujer
Y Yo,
          Nada les pedimos, nada
Que sea cosa del otro mundo:
                                             Sólo
La luz sobre el mar,
La luz descalza sobre el mar y la tierra dormidos
 

          No deja de ser significativo que, en Ladera este, la relación problemática entre la conciencia y el impulso creador, entre el lenguaje y lo real, que tanto dominaba en la anterior poesía de Paz, se atenúe de manera sensible. En todo caso, no constituye tema único en el libro. Y si aparece en algunos poemas, adquiere ahora una distinta entonación, un nuevo sentido. Así en el poema “Vrindaban”. En él Paz evoca el paisaje cotidiano de la ciudad sagrada y lo hace de manera aparentemente ambigua. Esta ambigüedad corresponde a una realidad inmediata, pero también, creo, a una significación más profunda. En efecto, en el poema no se excluyen las referencias crudas y nobles, podría decirse, a la realidad: el hedor de los mendigos y, a la vez, los aromas puros “casi corpóreos ondulantes” que los rodean. Surge, así, un universo extasiado en estas combinaciones y todo parece llamear bajo el “manto de transparencias” y la “marea de maravillas” de un sol momentáneamente oculto. Estos detalles descriptivos son realistas y a un tiempo mágicos. Paz nos quiere introducir en el verdadero ámbito, contradictorio, de la ciudad, donde lo sagrado se hace presente aun en lo más irrisorio. De igual modo surge el personaje central del poema: un sadú (“Saltimbanqui / Mono de lo absoluto / Garabato en cuclillas”) que, riendo, mira al poeta con una mirada lejana, ida (de este mundo), y en la que éste intuye un doble carácter: “Como los animales y los santos me miraba”. Esa mirada se prolonga en la conciencia poética que la evoca en el acto de la escritura. Bajo esta nueva ambigüedad (la mirada es fijeza y vértigo, picardía y ascetismo), se va desarrollando la ambigüedad misma de la conciencia. De este modo se establece una doble corriente en el poema: el flujo de imágenes de lo real y, entre paréntesis, el flujo de imágenes de la conciencia dividida entre esa realidad (la fascinación) y ella misma (la crítica). Pero ni una ni otra se neutralizan. Ese “santo payaso santo mendigo rey maldito” que es el sadú, parece seducir a la conciencia porque de algún modo sus búsquedas se entrecruzan. El poema, no obstante, tiende a concluir en una oposición entre el sadú (que busca lo absoluto “en su interminable mediodía”) y el poeta (que busca apresar el instante, la hora inestable, “a la luz de una lámpara”). En otras palabras, la oposición entre la eternidad y la historia. Esta oposición es profunda, pero no insuperable. En el rechazo (si lo hay) se percibe una secreta fascinación. “Los absolutos las eternidades / Y sus aledaños / No son mi tema / Tengo hambre de vida y también de morir / Sé lo que creo y lo escribo / Advenimiento del instante / El acto / El movimiento en que se esculpe / Y se deshace el ser entero / Conciencia y manos para asir el tiempo / Soy una historia / Una memoria que se inventa”. Aunque este final se muestra rotundo y parece excluir toda ambigüedad, ésta se implanta en el sentido total del poema: de alguna manera se asume lo que se niega. La búsqueda de lo inasible (la eternidad) por parte del sadú guarda una secreta correspondencia con la búsqueda de lo inasible (el tiempo) por parte del poeta. Ambas son una aventura (“A oscuras voy y planto signos”, dice el último verso) que participa de lo sagrado y del juego. Sólo que una lo es en lo extático; la otra, en el movimiento. Pero también estos momentos implican una relación: uno y otor son igualmente fijeza y vértigo. De este modo, creo, el sentido no dicho del poema sería la tentativa por encarnar el éxtasis del sadú en la historia. Por ello quizá Paz, en otro poema, se muestra partidario de “fareros, lógicos, sadúes”. Lo cual corresponde más profundamente a la sensibilidad occidental de Paz y a la naturaleza de su propia poesía. De cualquier modo, el poema es el movimiento de la conciencia por encarnar y ser acto (que de nuevo será movimiento); lo hace sin neutralizarse, asumiendo más bien la tensión de la realidad ambigua del mundo que evoca. 


          Absoluto, eternidad, por una parte; tiempo y muerte, por la otra: la tentativa de Paz es fusionarlos. Esa tentativa es inherente a su poesía, pero no es arbitrario pensar que se ha acendrado y ahondado en el Oriente. En el penúltimo poema de Ladera este Paz ya no habla de su experiencia occidental como una “intermitencia” (¿no tiene esta palabra en el libro cierto sentido de “interferencia”?), sino como una concomitancia con el mundo oriental, con la India, y aun éste da sentido a aquélla. El poema se titula “Cuento de dos jardines”. Se superponen en él dos realidades (Mixcoac, tierra natal del poeta, y la India) y dos tiempos (la infancia y la madurez). Nos cuenta dos historias que son sobre todo dos vivencias. La del jardín de la infancia y su final destrucción. Llegado este momento, “El mundo se entreabrió: / Yo creí que había visto a la muerte / Al ver / La otra cara del ser, / La vacía: / El fijo resplandor sin atributos”. La impresión de la infancia es falsa, pero no por ello deja de agravarse luego: todo el paisaje de México es visto como desolación, hostilidad y sacrificio. No lo dice, pero queda sugerido: la destrucción de aquel jardín fue una escisión de su conciencia, el aprendizaje de la fugacidad, su separación del mundo. Pero un día (el poema es un cuento y su temporalidad es indefinida, mítica), como si regresara “al comienzo del Comienzo”, encuentra en la India la maravilla y la plenitud de la naturaleza. Ante el árbol nim (“grande como el monumento de la paciencia”, “justo como la balanza que pesa instantes y siglos”) aprendió no sólo a reconciliarse con el universo, sino también la verdadera sabiduría: “Supe que estaba vivo,/ Supe que morir es ensancharse,/ Negarse es crecer”. Además, encuentra a una muchacha (evocación también de las lecturas de la infancia) con la que se casa en presencia del gran árbol (¿no tiene éste el valor simbólico del árbol del Edén bíblico, pero sin su interdicción maldita?). Así una experiencia redime a otra, la purifica, la integra a un sentido más amplio. Comprende ahora el verdadero significado de la experiencia de la infancia: “Un jardín no es un lugar: / Es un tránsito, / Una pasión: / No sabemos hacia dónde vamos / Transcurrir es suficiente, / Transcurrir es quedarse. / Una vertiginosa inmovilidad”. Finalmente, sin aparente transición, el curso del poema se sitúa en el momento mismo de su escritura: el retorno de la India, el adiós. Pero no hay adiós posible. ¿El jardín ha quedado atrás o adelante? “No hay más jardines que los que llevamos dentro”. De esta, manera el viaje de regreso, a través del mar, no es sino floración de la memoria: manar, y no búsqueda, del tiempo vivido. Cruzan el poema las imágenes de los dioses budistas, de sus filósofos, de sus poetas; la imagen de Delhi. Esas imágenes son la pasión, el tiempo vuelto intensidad; claridad última: la fijeza y nuevamente el vértigo: la transfiguración: 

Delhi y sus piedras rojas,
                                Su río oscuro,
Sus domos blancos.
                         Sus siglos en añicos,
Se transfigura:
                    Arquitectura sin peso,
                                       Cristalizaciones
Casi mentales,
         Altos vértigos sobre un espejo:
                                                      Espiral
De transparencias.
                               Se abisma
El jardín en una identidad
                                       Sin nombre
Ni sustancia.
                Los signos se borran: yo miro la claridad.


          De manera casi imperceptible, en los últimos libros de Paz, a partir de Salamandra o quizá antes, en muchos poemas de La estación violenta, se ha ido operando un cambio. Mejor: más que un cambio, una radicalización de la tentativa creadora. Aparece entonces en su poesía una voluntad más aguda de experimentar con el lenguaje, sólo que en Paz la experimentación parece ir aliada siempre con la lucidez. Como él decía de Breton, Paz es de los poetas que unen el esplendor verbal y la violencia de la pasión. La superficie de sus poemas puede parecer luminosa y precisa; esa superficie es espejeante: no ciega, crea un vértigo con su propia transparencia. Es una poesía, también, “detenida sobre un precipicio de miradas”. Pero, además, Paz tiende progresivamente a acogerse a los poderes propios del lenguaje. Se establece, así, un tenso equilibrio entre el impulso de la palabra y la pasión constructiva del poeta. Más aún, ese impulso se convierte en la trama y aun en la estructura del poema. Paz siente que buscar un sentida en el mundo no es descubrirlo (no existe en ninguna parte) sino prepararlo, hacerlo posible desde el poema. Como él lo explica en uno de sus ensayos, el mundo moderno ha ido perdiendo significación por obra de la técnica; ya no hay, pues, una mitología coherente capaz de sustentar su correspondiente imagen del mundo. Abolidas las significaciones, el lenguaje tiende a la fragmentación y al vacío. El intento del poema por descifrar el mundo y encarnarlo como su. doble mágico, concluye en el fracaso. Pero este fracaso es, a su vez, un comienzo. La poesía contemporánea se nutre de la conciencia crítica que ello supone: crítica del mundo y del lenguaje. Crítica dialéctica, está regida también por una voluntad constructiva. Si el mundo y el lenguaje ya no significan, son sólo signos (“signos de un alfabeto roto”) que buscan significar, cabe preparar el advenimiento de su nuevo sentido. La gran aventura del poeta actual reside en hacer posible ese advenimiento; más que expresar el mundo, crearlo, fundarlo de nuevo. Por ello la ruptura y la fragmentación, que están en la base de esta tentativa, se ven polarizadas hacia la unidad. Unidad abierta: dispersión y concentración. Como ha dicho el propio Paz, al espacio plural y en movimiento corresponde un lenguaje también en rotación. “El poema es un conjunto de signos que buscan un significado, un ideograma que gira sobre sí mismo y alrededor de un sol que todavía no nace”.[6] Lo que se ha llamado obra abierta pasa a ser entonces tema y trama del poema. 


          Esta es, justamente; la tentativa que Paz realiza en Blanco (1967), un largo poema en el que la lectura del texto está íntimamente ligada a la estructura aun física, es decir, tipográfica, del libro. En efecto, los razgos tipográficos de la edición original son tan significantes como las palabras mismas. Describir esos rasgos es ya leer el poema; el cuerpo del libro encierra también las claves de su universo poético.[7] El libro consta de una sola y larga página plegada, ceñida entre dos tapas, negra. y blanca; al irse desplegando (verticalmente hacia el lector) va apareciendo el texto como en movimiento. A su vez, todo el texto puede leerse como un solo poema, pero admite varias lecturas también: el poema único se convierte en una constelación de poemas. Esta suerte de reproducción de un poema en varios, está indicada por los diferentes caracteres tipográficos y la disposición del texto en la página. Hay un texto central que puede leerse, según los pliegues sucesivos, como seis poemas sueltos, o como un solo poema si se tiende a su continuidad. Su tema es el lenguaje, la gestación de la palabra, los momentos sucesivos en que el poeta la confronta con el mundo, o más bien, es la visión de un mundo —la naturaleza y la mujer, la historia, la experiencia del poeta y el acto de la escritura misma— en búsqueda de su expresión. Esta parte constituye la línea de reflexión del poema sobre sí mismo; no tanto un discurrir sobre la esencia de la poesía como la dilucidación del acto que la engendra, además, dilucidación crítica: el poema es y no es, avanza y retrocede, se mira a sí mismo, se debate entre su gratuidad (“Son palabras / Aire son nada”), busca trascenderla, encarnar en una realidad total. Es decir, es el proceso de la búsqueda del sentido. Hay otras cuatro partes en que el texto está dispuesto en dos columnas, inscritas en negro y rojo, que a veces se distancia.


          Como se ve, Blanco responde a una estructura muy concertada. Con honestidad que no excluye la malicia, Paz la explica en notas finales. Pues esta estructura es un orden y a la vez un laberinto (un mandala). Más que ejercer su capacidad de relación entre las partes del texto, el lector quizá tenga que buscar la progresión espiritual que el poema le propone. Entre los textos sobre el lenguaje y los eróticos hay, evidentemente, una relación profunda. Están ligados por una suerte de impulso común. El poema prepara un orden amoroso, ha dicho Paz en otra parte. Ese orden se va gestando aquí en un doble plano: la reflexión sobre el lenguaje se impregna de una fuerza erótica, así como la relación erótica parece la gestación misma de la palabra y del poema. Además, el último texto del centro (final del poema) no es sólo la condensación —recurrencia, variación y resumen— de la temática del lenguaje, sino también de la erótica. Ambas, pues, finalmente se fusionan y se trascienden.


          Si Blanco está vinculado a ciertas concepciones budistas, no lo está menos a una tradición mallarmeana del poema. Con vino de los epígrafes: “Aves ce seul objet dont le Néant s’honore”, el autor ha querido recordarlo. Desciende de Un coup de dés; se ciñe a muchos de sus rasgos y conquistas. Por ejemplo, la página como el espacio donde irrumpe el movimiento del poema y que está ligado a él como lo que le da relieve. Además, el verso no sigue una continuidad lineal sino que se interrumpe y se quiebra reiteradamente. Estas rupturas propician una nueva visión de las palabras (su continua ambigüedad) y de las cosas (no de su pura sucesión, sino la simultaneidad en un mismo instante). Por ello el poema de Paz parece una dispersión de signos: es, mejor, un estallido: la realidad que nombra surge sin ninguna transición, en un estado de casi pureza. Esta realidad es, por otra parte, intercambiable y vale en toda sus expresiones (un insecto revolotea en tomo al poeta, como el pensamiento en torno a las palabras; las palabras son también los pasos de la mujer en el cuarto vecino). El poema discurre, así, como un incesante monólogo. En este monólogo, como lo quería también Mallarmé, el poeta cede la iniciativa a las palabras. Las palabras lo llevan y lo traen: perpetuo móvil. En Paz el lenguaje triunfa sobre el poeta, sobre su conciencia. Pero no por ello el lenguaje deja de ser una “expiación”. En él se dilucida el mundo. Y es esta tensión la que subyace a todo lo largo del poema, y que Paz condensa en esta fórmula: “Si el mundo es real / La palabra es irreal / Si es real la palabra / El mundo / Es la grieta el resplandor el remolino”. Paz se ve dividido ante esta alternativa, pero de alguna manera la trasciende, sólo que sin dar la victoria ni a la palabra ni al mundo. El dilema, aunque insoluble, parece admitir una reconciliación. El cuerpo del poema, se identifica con el de la mujer, que, a su vez, se identifica con el del mundo: son estas fusiones sucesivas las que pueden crear una realidad verdadera. ¿La de la plenitud o la del vacío? Sin paradoja, creo que ambas. De ahí la alusión, en el epígrafe, al néant mallarmeano: suerte de plenitud como la que propicia el poema a través del mandala que figura su estructura: plenitud en que lo sensible y lo trascendente, la palabra y el silencio se hacen uno. Al final Paz dice a la mujer:

El mundo
es tus imágenes
Anegadas en la música
Tu cuerpo
Derramado en mi cuerpo
visto
Desvanecido
Da realidad a la mirada


          La realidad (la plenitud) es, pues, la de la mirada. Pero además este final sugiere que las fusiones (mundo, mujer, poema) se desvanecen en esa realidad. En otro pasaje, Paz había dicho: “La irrealidad de lo mirado / Da realidad a la mirada”. Esta mirada es la del poema mismo, mejor, es el acto poético. Es éste, no el poema, lo real. Así la plenitud está ligada a él como el instante a su próximo desvanecimiento; es la plenitud al borde del abismo o del vacío. Por ello este final nos remite a otra frase que es como un círculo infinito: el espíritu es creación del cuerpo que a su vez es creación del mundo que a su vez es creación del espíritu. Es en esta dimensión de perpleja lucidez donde Paz se aparta de Mallarmé, aunque prolongándolo. Un coup de dés aspiraba a ser el doble ideal del universo, pero finalmente es la crítica de este intento: concluye con el reconocimiento de la invulnerabilidad del azar (“Toute pensée émet un Coup de Dés”). Paz escribe su poema a partir de esta evidencia. Sabe que el mundo es intraducible ya; en incesante movimiento y cambio, se ha desvanecido. Blanco sugiere, pues, otra aventura: no un poema hecho, cristalizado, sino otro que continuamente se está gestando. Escribir es sólo plantar signos que buscan un significado. Así como el mundo se condensa en la mirada que lo mira, el poema se condensa en el acto que lo propicia. Pero el acto de escribirlo no vale sino por el acto de leerlo: llamado al lector para que haga decir al poema. De ahí el título: es un texto en blanco (como el mundo), está y no está escrito, en él la palabra está y no está dicha. De esta manera el lector tiene, al leerlo, que asumirlo igualmente, convertirlo en experiencia personal. Leer, también, no es descubrir un sentido, sino, sobre todo, hacerlo posible.


          En un texto de juventud, Paz ya intuía que ni el amor ni la poesía ofrecen salvación o eternidad. Citaba entonces una frase de Nietzsche a la que luego ha recurrido con frecuencia: “No la vida eterna, sino la eterna vivacidad: eso es lo que importa”.[8] Su poesía asume esa vivacidad quizá porque ha comprendido que vivir es sobre todo fusión de contrarios. Tal fusión es incesante e infinita: se produce en un vértice tal de intensidad que o se anula o es sólo momentánea (“si durase otro instante” nos quemaría). Es el vértice del abismo. No deja de ser, pues, una empresa insensata y hasta irrisoria. Como la escritura misma; ¿no dice Paz que escribir es tejer comentarios “sobre la ausencia de sentido del escribir”? Pero, además, si escribir, como proponía Rimbaud, es fijar vértigos, ¿no es ya la fijeza un comienzo del vacío? Sin embargo, la poesía de Paz oscila siempre entre dos nostalgias: el movimiento y la inmovilidad, la pasión y el éxtasis. Pero cada una de ellas son, a su vez, y en sí misma, contradictorias: plenitud y vacío a un tiempo. Sería tentador decir que en este debate se afirma, no obstante, el mundo. Lo que es cierto en gran medida. En efecto, la poesía de Paz es ruptura de todo solipsismo, continua comunión con el universo. Pero su verdad más profunda, hasta su orgullo, reside en el debate mismo.



NOTAS

[1] “La nueva analogía” en Eco, número 92, 1967. [Recogido en 1:299, N. Del E.]

[2] Puertas al campo, México, 1966, p. 83. [Los ensayos de ese libro, originalmente publicado por la UNAM, fueron disgregados en la edición de las Obras completas. Sucre cita el ensayo dedicado a “Jorge Guillén” que Paz recogió en 3:189. N. Del. E.]

[3] Para un análisis más amplio de este poema, ver Julio Ortega. “Notas sobre Octavio Paz”. Cuadernos Hispanoamericanos, número 231, 1969.

[4] En Octavio Paz, por Claire Céa, Poetes d’Aujourd’hui, p. 83.

[5] Octavio Paz, Corriente alterna, México, 1967, p. 58. [“André Breton y el surrealismo” fue recogido en 2:201. N. del E.]

[6]  Octavio Paz,  El arco y la lira, México, 1967, p. 282. [Cita “Los signos en rotación” (1:271). N. del E.]

[7] Acá sigo, en parte, mi artículo “El poema: mi archipiélago de signos” en Imagen, número 24, 1968.

[8] Octavio Paz, Las peras del olmo, México, 1965, p. 127. [Sucre cita “La revelación poética” (1:163). N. del E.]