Octavio Paz por él mismo

1944-1954


como un solo río interminable bajo arcos de siglos fluyen las estaciones y los hombres, 
hacia allá, al centro vivo del origen, más allá de fin y comienzo.
"El cántaro roto" (11:216)



Los Estados Unidos: 1944-1945

 

Estaba insatisfecho con todo lo que había escrito. Salí de México… y comencé de nuevo. Pero no sólo ignoraba cómo podía decir lo que llevaba adentro, sino que tampoco sabía enteramente qué era lo que quería decir. Nuestras experiencias —una palabra quizá inexacta para designar lo vivido, lo sentido, lo pensado, lo recordado y, también, lo olvidado y lo deseado— no tienen existencia real hasta que no somos capaces de decirlas. (...).

Comencé a decir lo que yo quería decir y que hasta entonces no sabía cómo decir. Hemos hablado de la conjunción de tiempos y espacios. Sin darme cuenta clara de lo que me proponía, escribí varios poemas en los que, a través de la yuxtaposición de imágenes y bloques verbales, intenté expresar la confluencia de distintas corrientes temporales y de espacios. Aclaro, dije: “sin darme cuenta del todo” no a ciegas. El poeta no escribe con los ojos cerrados, sino entreabiertos, en una penumbra. Entre los poemas de ese primer período, el más complejo y, quizá, el mejor hecho es “Virgen”. Lo publiqué en Sur, en 1944, con otro título: “Sueño de Eva”.

"Poesía, pintura, música, etc." 

(Entrevista con Manuel Ulacia) (15:126)

 

No conocía a nadie. Comencé a leer a los poetas norteamericanos. Cuando terminó la beca me encontré sin dinero y cerca de la miseria. Pero era feliz. Fue uno de los periodos más felices de mi vida...

“Tiempos, lugares, encuentros” (15:336)

 

En mi niñez había vivido en California pero el verdadero encuentro comenzó en 1943 y se prolongó hasta diciembre de 1945. Solicité ¡y obtuve! una beca Guggenheim. Esto era en plena guerra mundial, en la época de la gran alianza entre los rusos y los norteamericanos. Yo me encontraba en una situación muy difícil, no sólo en el sentido material sino en el moral y el político. En fin, sentí que me ahogaba en México y que tenía que cambiar de país si no quería morirme de asfixia, tedio y rabia. Por fortuna, conseguí la beca y fui a dar a los Estados Unidos. Viví en San Francisco y en Nueva York, pasé un verano en Vermont y dos semanas en Washington, desempeñé oficios diversos, traté toda clase de gente, pasé estrecheces, conocí días de exaltación y otros de abatimiento, leí incansablemente a los poetas ingleses y norteamericanos y, en fin, comencé a escribir unos poemas libres de la retórica que asfixiaba a la poesía que, en esos años, escribían los jóvenes en Hispanoamérica y en España.

“Solo a dos voces", entrevista con Julián Ríos (15:591)

Destino del poeta

¿Palabras? Sí, de aire, y en el aire perdidas. Déjame que me pierda entre palabras, déjame ser el aire en unos labios, un soplo vagabundo sin contornos, breve aroma que el aire desvanece.

 

También la luz en sí misma se pierde.

“Condición de nube” (11:51)

 

El primer año viví de la beca y el segundo de trabajos y empleos pintorescos. Como necesitaba ganar algo de dinero decidí alistarme en la marina mercante, un trabajo más bien peligroso en tiempos de guerra. Tuve suerte y no me aceptaron. Fui profesor de verano en Middleburry, en Vermont. Trabajé en el “doblaje” de películas y en la radio. Vagué de aquí para allá. En San Francisco las pasé negras. Vivía en un hotelito pero se me acabó el dinero. Le conté mi predicamento al gerente del hotel —un señor Mendelson, excelente persona— y él me propuso una ganga: vivir en el basement. Allí había instalado un club de ancianas. Se reunían todas las tardes. Había un pequeño vestuario, casi un closet, y ésa fue durante meses mi habitación. La única lata era que yo tenía que esperar a que las viejas se fuesen para entrar a mi cueva. Pero los días de San Francisco fueron maravillosos, una suerte de embriaguez física e intelectual, una gran bocanada de aire libre. Allí comencé mi camino en poesía, si es que hay caminos en poesía.

“Solo a dos voces”, Entrevista con Julián Ríos (15:595)

 

[Ezequiel] Padilla, gracias a una gestión de [José C.] Valadés y [Jaime Torres] Bodet, pensó que podría trabajar algunas horas en el Consulado, con un sueldo de cincuenta dólares al mes. (Empleado auxiliar ese es mi destino, en todos los sentidos de la palabra). Desgraciadamente no he recibido el dinero de 1944; sólo he cobrado noviembre y diciembre y tengo mis sospechas  de que ya no cobraré un centavo más. El género de vida que aquí lleva el Cónsul me lo hace pensar así. (El sueldo se me paga de los gastos extraordinarios del Consulado y el señor Cónsul los tiene en exceso) [...]. No hay por qué molestar a Pellicer —al pobre el Gobierno nunca le pagó un viaje y esa es una de sus amarguras— ni menos a Torres Bodet: responderá, y con toda razón, que ya tengo con los cincuenta dólares que no me paga el Cónsul  —y con la pequeña obligación de pronunciar discursos en cada fiesta que organiza que más aprovecharían los braceros—. Olvidaba decirte el nombre del Cónsul: don Alfredo Elías Calles. 

Carta a Jorge González Durán (abril de 1944)

 

En 1944 todavía era lícito esperar. Muchos esperamos. Mientras tanto, asistí en San Francisco a la fundación de las Naciones Unidas y presencié las primeras escaramuzas entre las democracias occidentales y los soviéticos. Comenzaba la guerra fría. Nadie hablaba de revolución sino de reparto del mundo. Un día la prensa norteamericana publicó una noticia que nos estremeció a todos: el descubrimiento de los campos de concentración de los nazis. Las informaciones se repitieron y aparecieron fotografías atroces. La noticia me heló los huesos y el alma. Había sido enemigo del nazismo desde mis años de estudiante en San Ildefonso y tenía una vaga noción de la existencia de campos de concentración en Alemania pero no me había imaginado un horror semejante.

"El sendero de los solitarios" (9:34)

 

Mi correspondencia con [Luis] Cernuda continuó a pesar de los cambios de domicilio. El 24 de julio de 1944 recibí una carta en la que me anunciaba que por correo aparte me enviaba una copia de su «nueva colección de versos». Y agregaba: «No sé si habrá ocasión de publicarla por ahí; en todo caso quiero que algún amigo tenga copia de mi trabajo... sería demasiado dejar que se perdiese en cualquier accidente de los que hoy cercan nuestras vidas». Al poco tiempo llegó a mis manos el manuscrito de Como quien espera el alba. [...] En diciembre de 1945, de paso hacia París, me detuve en Londres por unos días. Vi a Cernuda casi diariamente y le devolví la copia de Como quien espera el alba (con dos o tres anotaciones, que él agradeció y que no sé si tomó en cuenta).

“Poetas y poemas” (3:265)


En Nueva York [...] tenía un amigo, Ciro Alegría, el novelista peruano. Él me llevó a las oficinas de la Metro Goldwyn Mayer. El encargado del doblaje era un español muy simpático, un cura republicano que había colgado los hábitos, el padre Lobo. Fui a verlo con inquietud: el invierno se acercaba y no tenía abrigo ni dinero para pagar el hotel. Lobo me puso a prueba y me dio una película, María Antonieta. La estrella era Norma Shearer, la famosa actriz. Al cabo de quince o veinte días le llevé temblando mi trabajo. Quedó satisfecho y me pagó muy bien. ¡Me compré un abrigo en Burberry! Me ofrecieron un contrato ventajoso. Estaba a punto de aceptar cuando nombraron al doctor Castillo Nájera, nuestro embajador en Washington, secretario de Relaciones. Había sido gran amigo de mi padre, protegía a los poetas y él mismo había escrito poesía. Era famoso su corrido El gavilán. Me ofreció un pequeño puesto. El sueldo no era gran cosa y yo tenía dos proposiciones mejores: una cátedra en Middlebury College y el contrato con la Metro. Pero Usigli y Pepe Gorostiza me convencieron.., y acepté.

“Soy otro, soy muchos” (15: 361)

 

Fui profesor un verano en Middleburry, en Vermont. Trabajé en el «doblaje» de películas y en la radio. Vagué de aquí para allá y con frecuencia las pasé negras. En 1945, por esos giros de la política mexicana, nombraron ministro de Relaciones Exteriores al doctor Francisco Castillo Nájera, un viejo revolucionario que había sido íntimo amigo de mi padre (no sé si sepas que mi padre estuvo en la Revolución de México con Zapata y fue su representante en los Estados Unidos). Castillo Nájera me conocía, había leído algunas de mis cosas y me propuso que ingresase al servicio diplomático. Acepté... En el Ministerio tenía un amigo: el poeta José Gorostiza. Fui a dar a París...

“Solo a dos voces” (Entrevista con Julián Ríos) (15:593)


En aquellos días (1945) vivía con mucha dificultad y pobrezas en Nueva York [...]. El poeta José Gorostiza, admirable poeta, era jefe del Servicio Diplomático y decidió enviarme a París... Le contaré algo que ahora me hace reír (es mejor reírse de uno mismo que llorar): yo acepté con la secreta esperanza de que así asistiría a la Revolución proletaria europea. ¡La fiesta del siglo! En 1944 y 1945 Victor Serge y muchos otros pensaban lo mismo. El marxismo o la dialéctica de las ilusiones...

“Entrevista con Rita Guibert” (15:429)


Descubrí al pueblo norteamericano y esta experiencia ha sido imborrable. Fue como respirar profunda y libremente frente a un vasto espacio; una sensación de júbilo, levedad y confianza. Me siento así siempre que vengo a este país, sólo que no con la intensidad de entonces. Vivir en los Estados Unidos durante la guerra fue tonificante. Tiré la política y sus debates al cesto y me sumergí en la poesía. Comencé a leer a los poetas norteamericanos en la antología de Conrad Aiken. Aunque ya había leído a Eliot no sabía nada o casi nada de William Carlos Williams, Pound o Marianne Moore. Tenía cierta noción de la poesía de Hart Crane, que vivió sus últimos años precisamente en Mixcoac, pero su nombre evocaba en mí, más que una obra poética, una leyenda.

Tiempos, lugares, encuentros”
(Entrevista con Alfred Macadam) (15:337)

Intenté salir a la noche y al alba comulgar con los que sufren, mas como el rayo al caminante solitario sobrecogió a mi espíritu una lívida certidumbre: había muerto el sol y una eterna noche amanecía, más negra y más oscura que la otra, y el mundo, los árboles, los hombres, todo, yo mismo, sólo éramos los fantasmas de mi sueño, un sueño eterno, ya sin día ni despertar posible, [...] Porque nada, ni siquiera la muerte, acabaría con este [sueño.

“Soliloquio de media noche” (11:204)

 

Escribí ese poema [“Soliloquio de medianoche”] en 1944, en los Estados Unidos, cuando finalizaba la segunda guerra mundial. Atravesaba por un periodo de duda y desaliento. Me sentía anonadado, pequeño e impotente ante la inmensa, insensata carnicería (todavía no sabíamos lo peor: lo ocurrido en los campos de concentración de los nazis). Quise expresar mi incertidumbre, mis náuseas ante la historia y ante mí mismo. No lo conseguí: el horror de nuestra época sobrepasa a todos los poemas.

 

Mi estancia en los Estados Unidos fue una gran experiencia, no menos decisiva que la de España. Por una parte, la realidad asombrosa y terrible de la civilización norteamericana; por otra, la lectura y descubrimiento de unos cuantos grandes poetas: Eliot, Pound, William Carlos Williams, Wallace, Stevens, Cummings.

“Entrevista con Rita Guibert” (15:426)


[...]La poesía norteamericana moderna ejerció sobre mí una atracción no menos profunda que la del surrealismo, aunque en sentido distinto y de manera indirecta. Con los poetas norteamericanos la historia, expulsada por los simbolistas, regresa al poema. Es claro que no fueron los únicos y apenas si necesito recordar, entre otros, a los poemas de Mayakovski. Pero los norteamericanos no escribieron proclamas en verso; nos dieron una visión singular del mundo moderno en la que nuestras ciudades son también las de la Antigüedad. Quiero decir: su visión del hombre se expresó en imágenes sincréticas de su destino terrestre: la historia como gesta de la tribu (Pound) o como prueba del alma (Eliot).

“Prólogo” (2:21)

            Epitafio para un poeta

 

Quiso cantar, cantar para olvidar su vida verdadera de mentiras y recordar su mentirosa vida de verdades.

“Epitafio para un poeta” (11:60)

 

Mi admiración y simpatía por los norteamericanos tenía un lado oscuro: era imposible cerrar los ojos ante la situación de los mexicanos, los nacidos allá y los recién llegados. Pensé en los años pasados en Los Ángeles, en los trabajos de mi padre para abrirse paso en el destierro, en mi madre hormiga providente. Aunque no sufrimos las penalidades de la mayoría de los inmigrantes mexicanos, no era necesaria mucha imaginación para comprenderlos y simpatizar profundamente con ellos.

“Prólogo” (8:24) 

–Éramos tres: un negro, un mexicano y yo. Nos arrastramos por el campo, pero al llegar al muro una linterna... (–En la ciudad de piedra la nieve es una cólera de plumas.) –Nos encerraron en la cárcel. Yo le menté la madre al cabo. Al rato las mangueras de agua fría. Nos quitamos la ropa, tiritando. Muy tarde ya, nos dieron sábanas.

“Conscriptos USA” (8:74)

 

Empecé a comprender lo que significaba ser mexicano porque me sentí solidario de los mexicanos maltratados, de los “pachucos”, de los que ahora llaman chicanos. Me sentí un chicano y pensé que el chicano era uno de los extremos del mexicano. Me di cuenta de que los mexicanos teníamos la posibilidad de convertirnos en ese ser oprimido, marginal que es el pachuco. Me reconocí en los pachucos y en su loca rebeldía contra su presente y su pasado. Rebeldía resuelta no en una idea sino en un gesto. Recurso del vencido: el uso estético de la derrota, la venganza de la imaginación. Volví a la pregunta sobre mí y mi destino de mexicano.

"Solo a dos voces", entrevista con Julián Ríos (15:595)

 

El pachuco no quiere volver a su origen mexicano; tampoco –al menos en apariencia– desea fundirse a la vida norteamericana. Todo en él es impulso que se niega a sí mismo, nudo de contradicciones, enigma. Y el primer enigma es su nombre mismo: pachuco, vocablo de incierta filiación, que dice nada y dice todo... Queramos o no, estos seres son mexicanos, uno de los extremos a que puede llegar el mexicano.

"El pachuco y otros extremos" (8:50)

 

Incapaces de asimilar una civilización que, por lo demás, los rechaza, los pachucos no han encontrado más respuesta a la hostilidad ambiente que esta exasperada afirmación de su personalidad. El pachuco ha perdido toda su herencia: lengua, religión, costumbres, creencias. Sólo le queda un cuerpo y un alma a la intemperie, inerme ante todas las miradas. Su disfraz lo protege y, al mismo tiempo, lo destaca y aísla: lo oculta y lo exhibe. En la persecución alcanza su autenticidad, su verdadero ser, su desnudez suprema, de paria, de hombre que no pertenece a parte alguna. El  pachuco es la presa que se adorna para llamar la atención de los cazadores. La persecución lo redime y rompe su soledad: su salvación depende del acceso a esa misma sociedad que aparenta negar.

“El pachuco y otros extremos” (8:50)

No hay patria, hay tierra, imágenes de tierra
polvo y luz en el tiempo…

“Razones para morir” (8:75)


Después de veinte minutos de caminar por la carretera, bajo el sol de las tres, llegué por fin al recodo. Torcí hacia la derecha y empecé a trepar la cuesta. Me dirigí hacia la cabaña. Era una casita de madera vieja y despintada, grisácea por los años. Las ventanas no tenían cortinas: me abrí paso entre las hierbas y me asomé. Adentro, sentado en un sillón, estaba el viejo.

“Visita a Robert Frost” (2:277)

 

–Mi hija me ha dicho que el paisaje de su país es muy dramático.

–La naturaleza es hostil allá abajo. Además, somos pocos y débiles. Al hombre lo devora el paisaje y siempre hay el peligro de convertirse en cacto.

–Me han dicho que los hombres se están quietos por horas enteras, sin hacer nada.

–Por las tardes se les ve, inmóviles, al borde de los caminos o a la entrada de los pueblos.

–¿Así piensan?

–Es un país que un día se va a convertir en piedra. Hay pajaritos de barro cocido y es muy extraño verlos volar y oírlos cantar, porque uno se acaba de acostumbrar a la idea de que son pájaros de verdad.

–La vida es como la poesía, cuando el poeta escribe un poema. Empieza por ser una invitación a lo desconocido: no se sabe si en el próximo verso nos espera la poesía o si vamos a fracasar. Y esa sensación de peligro mortal acompaña al poeta en toda su aventura.

–Tiene usted razón. La poesía es la experiencia de la libertad. El poeta se arriesga, se juega el todo por el todo del poema de cada verso que escribe.

–Y no se puede uno arrepentir. Cada acto, cada verso, es irrevocable, para siempre. En cada verso uno se compromete para siempre. Pero ahora la gente se ha vuelto irresponsable. Nadie quiere decidir por sí mismo. Como esos poetas que imitan a sus antecesores.

–¿No cree usted en la tradición?

–Sí, pero cada poeta ha nacido para expresar algo suyo. Y su primer deber es negar a sus antepasados, a la retórica de los anteriores. Cuando empecé a escribir me di cuenta de que no me servían las palabras de los antiguos; era necesario que yo mismo me creara mi propio lenguaje. Y ese lenguaje —que sorprendió y molestó a muchas personas— era el lenguaje de mi pueblo, el lenguaje que rodeó mi infancia y mi adolescencia. Tuve que esperar mucho tiempo para encontrar mis palabras. El poeta crea su propio lenguaje. Y luego debe luchar contra esa retórica. Nunca debe abandonarse a su estilo.

–No hay estilos poéticos. Cuando se llega al estilo, la literatura sustituye a la poesía.

–Esa era la situación de la poesía norteamericana cuando empecé a escribir. Allí empezaron todas mis dificultades y mis aciertos. Y quizá sea necesario luchar contra la retórica que hemos creado. Hay que mofarse un poco de todo esto. Desconfíe de los que no saben reír.

Y se reía con una risa de hombre que ha visto llover y, también, de hombre que se ha mojado. Nos levantamos y salimos a dar una vuelta. Bajamos por la colina. El perro salta delante de nosotros. Al salir me dijo:

–Y sobre todo desconfíe de los que no saben reírse de sí mismos. Poetas solemnes, profesores sin humor, profetas que sólo saben aullar y discursear. Todos esos hombres son peligrosos.

Llegamos al recodo. Vi el reloj: habían pasado más de dos horas.

–Creo que me debo ir. Me esperan allá abajo, en Bread Loaf.

Me tendió la mano:

–¿Sabe el camino?

–Sí –le contesté. Y le estreché la mano. Cuando me había alejado unos pasos, oí su voz:

–¡Vuelva pronto! Y cuando regrese a Nueva York, escríbame. No lo olvide.

        [Vermont, junio de 1945]

“Visita a Robert Frost” (2:278-281)

   


 

París: 1946-1951

 

Al llegar a París en diciembre de 1945 triunfaba el existencialismo, un pensamiento que yo conocía ya por mis lecturas de Husserl, Heidegger y otros filósofos alemanes'. Por esto, y por otras razones literarias, no me podía sentir cerca de Sartre y sus amigos. Tampoco de los comunistas. En cambio, sentí por Albert Camus una espontánea y profunda simpatía. Creo que la atracción fue recíproca, aunque nuestros encuentros fueron breves. 

“Prólogo” (1:24)


Llegué a París en diciembre de 1945. Francisco Castillo Nájera había sido amigo de mi padre y había participado, como él, en la Revolución Mexicana. Lo nombraron Ministro de Relaciones Exteriores y me ofreció ingresar en el servicio diplomático. Yo en aquellos días (1945) vivía con mucha dificultad y pobreza en Nueva York, de modo que acepté desde luego. El poeta José Gorostiza, admirable poeta, era el Jefe del Servicio Diplomático y decidió enviarme a París. Un París sin gasolina, sin calefacción, racionado, hambriento y en el que medraban las sanguijuelas del mercado negro. En Francia los años de la segunda postguerra fueron de penuria pero de gran admiración intelectual. Fue un periodo de gran riqueza, no tanto en el dominio de la literatura propiamente dicha, como en el de las ideas y el ensayo. Yo seguía con ardor los debates filosóficos y políticos. Atmósfera encendida: pasión por las ideas, rigor intelectual y, asimismo, una maravillosa disponibilidad. Al poco tiempo encontré amigos afines a mis preocupaciones intelectuales y estéticas. 

"Segunda conferencia. Jueves 6 de marzo de 1975"
(Itinerario poético: 53)


Cuando llegué a París, el existencialismo era lo que estaba de moda. Pero el existencialismo de Sartre no me decía nada sobre lo que era importante para mí, sobre el centro de mi vida que era la poesía. En aquel momento el único movimiento en decadencia, pero vivo todavía, era el surrealismo. Y era un movimiento que política y moralmente coincidía en lo fundamental conmigo, porque habla de algo que se vio en el 68, pero que parecía ridículo entonces: la importancia de las pasiones. Es decir, el hombre no sólo es un ser que trabaja, es también un ser que sueña, un ser que desea.

"El tiempo de la razón ardiente"

(El viejo topo, junio de1980, número 45: 54-58) 


   

Encuentros: Albert Camus

 

La primera vez que vi a Camus fue en un homenaje a Antonio Machado, en París. Los oradores fuimos Jean Cassou y yo; María Casares recitó unos poemas. A la salida, terminando el acto, un desconocido de gabardina se me acercó para manifestarme calurosamente su aprobación por lo que yo había dicho. María Casares me dijo: es Albert Camus. Eran los años de su celebridad y yo era un poeta mexicano anónimo, perdido en el París de la postguerra. Su acogida fue muy generosa. Nos vimos después varias veces y juntos participamos, en 1951, en un mitin en celebración del 18 de julio, organizado por un grupo de anarquistas españoles y en el que participó también María Casares. Leí algunos capítulos de LHomme révolté en revistas y él mismo me contó —por decirlo así— el argumento general de la obra. Discutimos mucho algunos puntos —por ejemplo, sus críticas a Heidegger y al surrealismo— y le previne que el capítulo sobre Lautréamont provocaría la cólera de Bretón. Así ocurrió. Creo que a todos nos dolió esa  escaramuza, sin excluir al mismo Bretón. Años después le oí  hablar de Camus con encomio.

       En esos días Sartre estrenó Le Diable et le Bon Dieu. Fui a una representación y me impresionó la justificación jesuítica de la “eficacia” revolucionaria que contiene esa obra. A los pocos días comí con Camus y le dije: “Acabo de ver la pieza de Sartre y es una apología indirecta del estalinismo. Cuando aparezca el libro de usted, Sartre lo atacará”. Me miró con incredulidad y me respondió: “Tengo sólo tres amigos en el mundo literario de París. Uno de ellos en Malraux. Me he alejado de él por su posición política. Al otro Sartre, me liga sobre todo una relación intelectual. El tercero, al que me une algo más que las ideas, es el poeta René Char –un amigo fraternal. Ninguno de los tres me atacará”. Me sorprendió su respuesta y le dije: “Sí, Malraux nunca lo atacará. Se lo prohibe su estética heroica y teatral: sería un gesto indigno de su personaje. Char tampoco lo atacará: es un poeta y, esencialmente, coincide con usted –o usted con él. Pero Sartre es un intelectual y para él, a la inversa de Malraux, la vida de las ideas es la verdaderamente real (aunque en su filosofía pretenda lo contrario). Al hombre que ha escrito Le Diable et le Bom Dieu révolté tiene que parecerle una herejía lo que usted dice en LHomme révolté y condenará a la herejía y al hereje en el Tribunal filosófico...” No me creyó. Días después, la revista de Sartre desencadenó el ataque en su contra. Llamé por teléfono a María Casares: “¿Cómo está Alberto?” Me contestó: “Se pasea por la casa como un toro herido”.

“Inicuas simetrías. Entrevista con Gabriel Caballero” (15:204 y 205)

 

En Camus me encantó su amor, tan de hombre del Mediterráneo, por el sol y la belleza física, corporal. Para él los sentidos existían realmente y veía al mundo como un conjunto no sólo de signos sino de formas, formas que se podían ver, o leer, oír, tocar. Me inspiró admiración el temple de su carácter tanto como la claridad de su inteligencia y su generosidad. Amante de la libertad y solidario de las víctimas, pero irreductiblemente solitario. Un verdadero estoico, a la manera antigua. No enfrentó una ideología a la historia y sus desastres, como Sartre y Aragón, sino una lucidez. No fue un filósofo sino un artista, pero un artista que nunca renunció al pensamiento. Si la filosofía nos enseñaba a vivir y también a morir, si la filosofía no es sólo un saber, sino una sabiduría hay más sabiduría en los ensayos no filosóficos de Camus que en las disquisiciones de muchos filósofos.

“Segunda conferencia” (Itinerario poético:55)

 

A Camus me unió, en primer término, nuestra fidelidad a España y a su causa. A través de sus amigos españoles, él había redescubierto la tradición libertaria y anarquista; por mi parte, también yo había vuelto a ver con inmensa simpatía a esa tradición, como lo dije en un mitin el 19 de julio de 1951, en el que participé precisamente con Camus. No le debo a Camus ideas acerca de la política o la historia (tampoco a Breton) sino algo más precioso: encontrar en la soledad de aquellos años un amigo atento y escuchar una palabra cálida. Lo conocí cuando se disponía a publicar L'Homme révolté, un libro profundo y confuso, escrito de prisa. Sus reflexiones sobre la revuelta son penetrantes pero son un comienzo: no desarrolló totalmente su intuición. Encandilado por la misma brillantez de sus fórmulas, a veces fue, más que hondo, rotundo. Quiso abrazar muchos temas e ideas al mismo tiempo. Tal vez soy demasiado severo: Camus no era ni quería ser un filósofo. Fue un verdadero escritor, un artista admirable y, por esto, un enamorado de la forma. Amó a las ideas casi en el sentido platónico: como formas. Pero formas vivas, habitadas por la sangre y las pasiones, por el deseo de abrazar a otras formas. Ideas hechas de la carne y el alma de hombres y mujeres.

“Prólogo” (9:39)

 

La comprensión de la poesía y el arte prehispánicos se dio a través del arte moderno. En Nueva York, en 1945, vi mucha pintura y escultura modernas y eso hizo que lo que era admiración puramente arqueológica, patriótica o histórica, frente al arte precolombino, se convirtiera en comprensión estética. Percibí la lógica plástica de esas obras, más allá de la ideología azteca, olmeca o maya. Mi relación con el surrealismo fue decisiva para la comprensión del arte prehispánico. 

"Genealogía de un libro: Libertad bajo palabra" 
(Entrevista con Anthony Stanton)  (15:115) 


Yo trabé amistad con Rufino [Tamayo] y Olga en Nueva York, en 1945; después en París, en 1949, continuó nuestra relación. Descubrí que, a pesar de pertenecer a una generación anterior a la mía, nos unían ciertas coincidencias en materia estética que eran, en realidad, hondas afinidades. Colaboré activamente en la organización de su primera exposición en París, en 1950. Pedí y obtuve los dos textos de presentación, uno de André Breton y otro de Jean Cassou, que aparecieron en el catálogo y que fueron una consagración internacional de su obra. Por cierto, me costó trabajo convencer a Breton. Admiraba a Tamayo pero no quería figurar en un catálogo que también firmaba Jean Cassou, al que tildaba de estalinista. Por fortuna, precisamente Cassou acababa de romper con los comunistas y había defendido a Tito, excomulgado como traidor en esos días. Esto bastó para que Breton cediese y nos entregase a Benjamin Péret y a mí su texto. 

"Arte moderno" (6:353)


Conocí a Pedro [Coronel] en París, en 1946. Fuimos muy amigos y juntos descubrimos el arte moderno. Tal vez yo le ayudé un poco en esa búsqueda. En aquella época era sobre todo un escultor pero en esos años se inclinó más y más hacia la pintura, aunque sin olvidar nunca su primer oficio. Yo fui testigo y un poco cómplice de su gradual desprendimiento de la academia en que se había convertido el muralismo mexicano y de su búsqueda de un arte más suyo y personal. Sus años en París le ayudaron a encontrarse a sí mismo y a descubrir sus fuentes de inspiración, que a mi juicio fueron la escultura precolombina de México, Brancusi y algunos pintores de la escuela de París, entre ellos el surrealista Victor Brauner (también influido por el arte antiguo de México, especialmente por los códices).

“Los privilegios de la vista II” (7:209)


Conocí a Kostas Papaioannou en 1946. Era menor que yo pero mi deuda intelectual con él es mayor que nuestra diferencia de edades. […] Hablamos mucho, en muchos sitios y durante muchas horas. En nuestras conversaciones recorríamos las anchas avenidas y las callejas siniestras de la historia. A veces nos perdíamos y otras conversábamos en silencio con esos seres incorpóreos que los antiguos llamaban «el genio del lugar».

“Prólogo” (9:41)


Si un hombre ha merecido, entre los que he tratado, el nombre de amigo, en el sentido que daban los filósofos antiguos a esta palabra, ese hombre fue Kostas. Lo conocí en 1946 en un París con frío y sin automóviles, sin comida y con mercado negro. Desde entonces hasta el día de su muerte fuimos amigos. jamás encontré en él una sombra de interés, egoísmo, envidia u otro sentimiento mezquino. […] Como todos los que fuimos sus amigos, le debo mucho a Kostas. Pero mi deuda intelectual, con ser grande, es poca cosa comparada con sus otros dones: la alegría, la lealtad, la rectitud, la claridad en el juicio, la benevolencia, la sonrisa y la risa, la camaradería y, en fin, esa mirada vivaz e irónica con que acogía cada mañana la salida del sol y que era su manera de decir Sí a la vida aun en los momentos peores.

“Excursiones /Incursiones” (2:403)


Conocí a Gabriela Mistral en París, en 1946. Hablamos dos o tres veces, leyó mis poemas juveniles con simpatía y me previno sobre los peligros del cosmopolitismo: había que ser «telúrico». […] Años después de nuestro primero y único encuentro, le envié un libro de poemas, Libertad bajo palabra; me respondió con una carta entusiasta y generosa. Yo he tenido suerte con los poetas chilenos. No excluyo a Neruda, al que admiré y quise; nos separó una larga y enconada querella que duró más de veinte años pero que terminó, un poco antes de su muerte, con un abrazo de reconciliación.

“Poetas y poemas” (3:172)


Hace muchos años, en 1946, el escritor Rodolfo Usigli y yo visitamos a Picasso en su estudio de la rue des Grands Agustins. Chucho Reyes le había rogado a Usigli que le entregase a Picasso, como un mínimo homenaje, un gouache. Si la memoria no me es infiel, era uno de sus «caballitos» fantásticos. A Picasso le gustó el gouache y nos dijo: «Este joven tiene talento». Le aclaré: «No es joven, tiene la edad de usted». Rápido, Picasso contestó: «Pues es un viejo muy joven». Gran elogio.

“Solitarios e independientes” (7:291)


[…]A pesar de todas sus riquezas, el estudio no era un museo. Me pareció más bien la cueva de Alí Babá, sólo que en lugar de los montones de oro, diamantes, rubíes, perlas y esmeraldas, lo que estaba regado por el suelo era el botín de Picasso: la tradición del arte moderno. Entre todas las imágenes de Picasso —torero, Perseo, payaso, Ulises, Eróstrato, Pan— la de Alí Bahá se me impuso con una suerte de evidencia estremecedora. Picasso el saqueador, el salteador. También el conquistador: en aquel estudio podíamos ver amontonados los trofeos y despojos de sus expediciones y pillajes. Pero a diferencia de Alí Babá y de Alejandro, cada uno de aquellos objetos había sido transformado y transfigurado por el artista. La cueva del pirata era realmente la caverna del mago. Picasso o el Señor de las Mutaciones.

“Arte moderno” (7:175-179)


En 1946 conocí al líder socialista español Indalecio Prieto. […]Durante dos horas —era prolijo y le gustaba remachar sus ideas— me expuso sus puntos de vista: el único régimen viable y civilizado para España era una monarquía constitucional con un primer ministro socialista. Las otras soluciones desembocaban, unas, en el caos civil y, otras, en la prolongación de la dictadura reaccionaria. Su solución, en cambio, no sólo aseguraba el tránsito hacia un régimen democrático estable sino que abría las puertas a la reconciliación nacional. […] Hice un resumen de mi conversación con el líder socialista, agregué una imprudente sugerencia personal: tal vez el gobierno de México debería orientar su política española en la dirección apuntada por Prieto y presenté mi escrito a uno de mis superiores. Era un hombre inteligente aunque demasiado seguro de sus opiniones. Leyó mis páginas entre asombrado y divertido. Tras un momento de silencio me las devolvió murmurando: curioso pero superfluo ejercicio literario.

“Piezas de convicción” (9:439-440)


[…]En el París intenso de la postguerra, en donde se carecía de todo menos de ideas y de pasión intelectual, conocí al fin a Roger Caillois. […] Era mi contemporáneo y, no obstante, parecía salido de las profundidades de la tierra francesa […] Sus años de exilio en Argentina le habían dado un conocimiento poco frecuente de la literatura latinoamericana; había leído mis poemas y estaba enterado de la estimación que yo profesaba a sus escritos. No tardamos en ser amigos. Fue una amistad hecha de coincidencias y diferencias; nos unían ciertos nombres y otros nos separaban. Hubo períodos fríos y otros cálidos, silencios rotos por súbitos, calurosos acuerdos. Durante mis años parisienses nos vimos con cierta frecuencia y nuestro trato no se redujo nunca al mero intercambio de ideas: nos unía también el amor a la noche, a la ciudad y a lo maravilloso cotidiano.

“Excursiones/Incursiones” (2:24)


Más tarde, en París, en 1947, mis primeros amigos argentinos —José Bianco, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares— eran también muy amigos de Borges. Tanto me hablaron de él que, sin haberlo visto nunca, llegué a conocerlo como si fuese mi amigo. Nuevo equívoco: yo era su amigo pero para él mi nombre sólo evocaba, borrosamente, a un alguien que era un amigo de sus amigos.

“Poetas y poemas” (3:212)


Era la época en que se discutía si España era realmente parte de la civilización europea y los argentinos se enorgullecían de ser ante todo y sobre todo europeos. Igual horror experimentaban ante los otros países de América Latina, especialmente aquellos, corno México, con una fuerte coloración india. De ahí el desconcierto de las clases acomodadas y de muchos intelectuales ante la aparición del peronismo: no lo comprendían y lo veían corno la irrupción de una realidad desconocida. Recuerdo la sorpresa de varios escandalizados amigos argentinos cuando, una noche en París, en 1947 o 1948, me oyeron decir que la reciente victoria de Perón no era sino otra manifestación de un fenómeno cíclico: el caudillismo latinoamericano.

“Preferencias y diferencias” (3:332)

 

El grupo que me atrajo desde el principio fue el surrealista, a pesar de su declinación evidente, gastado y desgarrado por muchas luchas y disputas. Era un grupo de poetas libres en una ciudad intoxicada por teorías e ideologías que exacerbaban la pasión ergotista pero que no iluminaban a las almas. Es notable la medianía de las obras literarias de ese momento, sobre todo en el dominio de la poesía.

“Casa de la presencia” (1:24) 


Escribí ¿Águila o sol? entre 1949 y 1950. Me parece ser el libro mío más cercano al surrealismo. En casi todos esos textos está, más o menos presente, el automatismo. Nunca me entregué totalmente a la escritura automática. El libro es una especie de mezcla de surrealismo y preocupación por el mundo precolombino.

Fue una exploración del subsuelo mítico de México y una autoexploración de mi propio subsuelo.

"Segunda conferencia" (Itinerario poético:68)

Dama huasteca

 

Ronda por las orillas, desnuda, saludable, recién salida del baño, recién salida de

la noche. En su pecho arden joyas arrancadas al verano. Cubre su sexo la yerba

lacia, la yerba azul, casi negra, que crece en los bordes del volcán. En su vientre

un águila despliega sus alas, dos banderas enemigas se enlazan, reposa el agua.

Viene de lejos, del país húmedo. Pocos la han visto. Diré su secreto: de día, es

una piedra al lado del camino; de noche, un río que fluye al costado del hombre.

 

¿Águila o sol? (11:188)

   


 

Encuentros: André Breton y los surrealistas

 

Cuando terminó la guerra me fui a París. Ahí encontré a [Benjamin] Péret. Él me llevó a Breton y se inició así mi amistad y colaboración con los surrealistas. Quise mucho a André Breton y a Péret. No sé si usted sabe que Péret tradujo en forma admirable Piedra de sol.

“Entrevista con Rita Guibert” (15:426)


Al poco tiempo de vivir yo en París, regresaron André Breton y Benjamin Péret. Éste último me llevó al café de la Palace Blanche, donde se reunían los surrealistas. A los pocos días, invitado por Breton y Péret, colaboraba en una revista y en manifestaciones surrealistas. Desde el punto de vista estético, la curva del surrealismo era descendente. Su gran hora había pasado ya. Yo llegué tarde. Pero hablo desde el punto de vista de la estética, punto de vista siempre insuficiente. El surrealismo, a pesar de que poética y artísticamente se había convertido en un manierismo, guardaba intactos sus poderes de revelación y subversión, no tanto en el arte como en la esfera de la moral pública y privada. Era menos actual que el existencialismo, pero era más vivo y sobre todo tenía más futuro, como ser vio después en los sucesos de mayo de 1968, en los que realmente lo que estaba detrás de la rebelión juvenil era sobre todo el pensamiento poético del surrealismo. Yo lo vi como un puente que me unía a la gran tradición romántica y simbolista y que, simultáneamente, me llevaba a un futuro inminente. Ya entonces me sentía, obscuramente, un postsurrrealista. 

“Segunda conferencia” (Itinerario poético:57)

 

[André Breton] me invitó a colaborar en el AImanaque Surrealista de Medio Siglo y comencé a asistir a las reuniones del grupo, en el Café de la Place Blanche y en otros sitios. Los pilares de estas reuniones eran André y Benjamin, el primero acompañado casi siempre por Elisa, su mujer. Me unía a ella el idioma (es chilena) y algo que era una herejía para Breton: el amor a la música. Concurrían muchos jóvenes y, de vez en cuando, algunos veteranos de las campañas pasadas: Max Ernst, Miró, Herold y, más raramente, Julien Gracq. Con él y con otros dos escritores recién llegados como yo a las reuniones, André Pieyre de Mandiargues y Georges Schehadé, me sentía más a gusto. Gracq no es solamente un gran escritor sino un hombre discreto y cortés, que sabe conversar y callar cuando es necesario. Mis mejores amigos fueron Mandiargues, brillante y fantasmagórico como un cuento de Arnim, y Schehadé, siempre con un racimo de proverbios acabado de cortar en un árbol del Paraíso. Las reuniones eran ceremonias rituales. Más de una vez me dije que había llegado a ellas veinte años tarde. Pero el rescoldo de la gran hoguera que fue el surrealismo todavía calentaba mis huesos y encendía mi imaginación.

“Excursiones/Incursiones” (2:20-21)


Al surrealismo le debemos, o al menos le debo yo, algo más que una poética y una estética. Le debemos una moral, una visión del mundo y, más que una idea, una sensibilidad, una manera de ver, sentir y vivir las ideas. En política le debemos la revaloración de la tradición libertaria y anarquista, fuente de salud frente a las tendencias de la izquierda y la derecha en nuestro siglo.

“Segunda conferencia” (Itinerario poético:58)

 

Debemos también a Breton el redescubrimiento de Fourier, ese mal llamado socialista utópico: su visión del hombre como un ser regido por la atracción pasional, no es utópica. Otra deuda con el surrealismo: su afirmación del amor único, el amor electivo. Los surrealistas estuvieron por la plena libertad sexual, pero como previa condición para que se pudiese realizar la operación más alta de Eros: la elección. En la esfera de nuestra tradición poética y espiritual, le debemos algo muy precioso: la revaloración de la corriente hermética desde los días en que Marcello Piccino descubre la tradición neoplatónica y hermética hasta la época contemporánea.

     Es imposible comprender a los románticos, a los simbolistas y a los contemporáneos si no se tienen en cuenta las corrientes herméticas y ocultistas. En fin, el surrealismo fue, ante todo y sobre todo, una escuela de rebelión, mejor dicho una antiescuela.

“Segunda conferencia” (Itinerario poético:59)


El surrealismo me atrajo. ¿A destiempo? Yo diría: contra el tiempo. Fue un antídoto contra los venenos de esos años: el realismo socialista, la literatura comprometida a la Sartre, el arte abstracto y su pureza estéril, el mercantilismo, la idolatría de los grandes tirajes, la publicidad, el éxito. Contra el tiempo: contra la corriente. Aprendizajes y desaprendizajes: Recorrer con André Breton las salas de una exposición de arte esquimal y recordar ahora no lo que dijo sino el tono grave de su voz, su actitud de reverencia y nostalgia ante la lejanía otra: el antiguo espacio sagrado poblado de seres cambiantes, territorio de la metamorfosis; oír a Kostas Papaioannou hablar del arte bizantino como la transubstanciación de la materia temporal en vibración luminosa —el ser en su esencia es claridad radiante, luz inteligente— y un mes después contemplar, en Ravena, los mosaicos de San Vitale; la aparición repentina, en los llanos de Madhya Pradesh, del castillo de Datia, joya negra engastada sobre una peña; las correrías en Afganistán con Marie José y, una mañana de 1965, en las ruinas de Surkh Kotal, la visión de las cabras negras sobre las colinas quemadas, frente a las terrazas construidas por el rey Kanishka (en Mathura vimos, esculpida en piedra roja, su estatua decapitada de guerrero nómada);

“Repaso en forma de preámbulo” (11:36)


Me di cuenta de que el surrealismo, como poética, como aventura artística, estaba agotado. Pero el surrealismo no era lo único que estaba agotado. Toda la idea que habíamos tenido del arte moderno, desde el surrealismo, estaba agotada. Hemos acabado con la idea de arte moderno. En ese sentido, la modernidad terminó hacia 1930, y dio comienzo otra época: la de un arte que no se preocupa por la modernidad.

“Entrevista con Jean François Revel” (15:292)

 

[Masao Yamaguchi]: ¿Se encontró usted con Breton antes, cuando vino a México?

O. P.: No. Él vino en 1938, para hablar con Lev Trotski. En esa época yo estaba cerca —aunque no era miembro del partido— de los comunistas. Admiraba a Breton e incluso fui a oír sus conferencias. Un día Jorge Cuesta me dijo: «Breton dice que quiere conocerlo». Me rehusé. Breton era un trotskista notorio y el nombre de Trotski era anatema para nosotros. Digo esto a pesar de que, en mi fuero interno y sin confesármelo del todo a mí mismo, no sólo admiraba a Trotski sino que pensaba que tenía razón en muchas cosas... En fin, años más tarde conocí a Breton y, hasta su muerte, fui su amigo.

“Oriente, imagen, eros”
(Entrevista con Masao Yamaguchi) (15:188-189)

 

Muy joven leí a Lados y a Casanova. Conocía la literatura libertina del siglo xviii pero no a Sade. Cuando llegué a París en 1946, se hablaba mucho de él. Lo habían redescubierto años antes Apollinaire y los surrealistas. Después de la guerra renació el interés por su obra y su figura. Recuerdo el estudio de Jean Paulhan que precede a Justine ou les malheurs de la vertu, un texto sinuoso, inquietante... En fin, leí a Sade y esa lectura me asombró y me horrorizó. Mi respuesta fue un ensayo y un poema. Ambos fueron publicados en Sur, no sin escándalo. La lectura del poema irritó a varios lectores y dos de ellos, según me contó Bianco, anularon sus suscripciones.

“Entrevista con Anthony Stanton” (15:114)


Justina sólo vive por Julieta
las víctimas engendran los verdugos.
El cuerpo que hoy sacrificamos
¿no es el Dios que mañana sacrifica?

Libertad bajo Palabra (11:112)


Pero no coincido con [Jean-Jacques] Pauvert: Sade no me parece «el más grande escritor francés». Ni siquiera es el mejor de su siglo. […] Sus opiniones nos interesan no tanto por su pertinencia filosófica cuanto porque ilustran una psicología singular. Sade es un caso. Todo en él es inmenso y único, incluso las repeticiones. Por esto nos fascina y, alternativamente, nos atrae y nos repele, nos irrita y nos cansa. Es una curiosidad moral, intelectual, psicológica e histórica.

"Pan, eros, psique" (10:73)

el surrealismo pasó pasará por México [...] no éste el otro enterrado siempre vivo [...] Por subterráneo de la insurgencia bajaron subieron de la cueva de estalactitas a la congelada explosión del cuarzo Artaud Breton Péret Buñuel Leonora Remedios Paalen Alice Gerzo Frida Gironella César Moro convergencia  de insurgencias allá en las salas la sal as sol a salas olas allá las alas abren las salas el surrealismo NO ESTÁ AQUÍ allá afuera al aire libre al teatro de los  ojos libres. cuando lo cierras los abres no hay adentro ni afuera en el bosque de las prohibiciones lo maravilloso canta cógelo está al alcance de la mano

 

“Tributos” (6:332)

 

París es un lugar de encuentro —en esa época lo fue— para los latinoamericanos. En aquel periodo conocí a varios argentinos: José Bianco, Victoria Ocampo, Bioy Casares y Silvina Ocampo.

También conocí a muchos peruanos, entre ellos, a Fernando de Szcyzlo, a la poeta Blanca Varela, al poeta nicaragüense Martínez Rivas y a muchos otros que formábamos el pequeño grupo donde leíamos nuestras cosas y ¡claro! al dejar París en 1950 conocí finalmente a Julio Cortázar, con el cual tenía yo una vieja amistad epistolar. Después volví a verlo con mucha frecuencia. Me parece que en algunos momentos las tentativas literarias de Cortázar y las mías me han cruzado, él en la prosa y yo en la poesía. Me parece que es el escritor latinoamericano con el cual tengo más afinidad literaria, en esta tentativa por encontrar ciertos cruces entre el texto literario, el texto poético y otras formas de expresión. De esa época viene mi amistad con el pintor chileno Matta, y con Severo Sarduy, el cubano. Realmente había una atmósfera propicia a la creación.

 

“Cuarta conferencia” (Itinerario poético:110)

 

En aquel medio cosmopolita —franceses, griegos, españoles, rumanos, argentinos, norteamericanos— respiré con libertad: no era de allí y, sin embargo, sentí que tenía una patria intelectual. Una patria que no me pedía papeles de identidad. Pero la pregunta sobre México no me abandonaba.

“Entrada retrospectiva” (8:24)

 

[...]Mi verdadero primer libro fue un delgado volumen publicado en 1949: Libertad bajo palabra. Lo siguieron otros y en 1960 apareció, con el mismo título, un volumen que reunía los poemas que había escrito entre 1935 y 1957. Se ha editado muchas veces. La reimpresión de 1968 fue una edición corregida y aligerada: modifiqué muchos poemas y suprimí más de cuarenta. Algunos aprobaron el rigor, otros lo lamentaron. Después, con la misma dudosa justicia, indulté a once de los condenados. Repito ahora lo que dije entonces: ese libro no fue una selección de mis poemas. Si lo hubiese sido, habría desechado otros muchos.

 “Preliminar” (11:17)

 

Después de un año de copiar y ordenar los poemas —y de no sé cuántos de corregirlos casi sin tregua— me siento perplejo y no sé qué pensar de lo que he escrito. A veces, ni lo considero mío. No le importe ser duro conmigo, pues todo lo que he escrito hasta la fecha lo considero sólo como ejercicio y preparación. No sin cierta hipocresía me digo siempre que algún día —cuando tenga el tiempo que ahora me roban los trabajos oficinescos podré entregarme por entero a la poesía. De este modo entretengo a mi vanidad y mi pereza se justifica.

Carta a Alfonso Reyes (25 de noviembre 1948)

 

Creo que la obra anterior fueron exploraciones. Pero también lo que he escrito después son exploraciones. Yo creo que la poesía como todo lo que hacen los hombres es una continua exploración. Ahora yo no creo mucho en eso de la voz poética, ¿no? La voz poética personal. No entiendo bien qué es lo de la voz poética personal. Imagínate por ejemplo los mejores poemas de Ezra Pound, son en general aquellos en los que no se oye la voz de Ezra Pound sino la voz de otros poetas del pasado. Bueno, en mi caso yo diría que lo esencial no es tener una voz personal sino tener voz y yo creo que no son sino poemas bien hechos y poemas mal hechos y esto así lo divido, nada más.

“Entrevista con Enrico Mario Santí” (15:541)

 

Allá, donde los caminos se borran, donde acaba el silencio, invento la desesperación, la mente que me concibe, la mano que me dibuja, el ojo que me descubre. Invento al amigo que me inventa, mi semejante; y a la mujer, mi contrario: torre que corono de banderas, muralla que escalan mis espumas, ciudad devastada que renace lentamente bajo la dominación de mis ojos.

Contra el silencio y el bullicio invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día.

Libertad bajo palabra (11:23)

 

Considero inútil decirle hasta qué punto estoy contento con el libro. Ha sido un verdadero día de fiesta para mí. Quizá a usted le parezca excesiva mi alegría. Pero le aseguro que ver el libro ha sido como una prueba, superior a la de Descartes, de mi existencia personal, de la que ya empezaba a dudar. Y, al mismo tiempo, como que ese libro ya no es mío, corno que la existencia que justifica es la de otra persona —mejor y más pura que yo—. Influye, sin duda, la tipografía. Gracias de nuevo, querido don Alfonso, y gracias a Joaquín Díez-Canedo, a Ricardo Martínez y a Paco Giner.

Un saludo cordial de su amigo,

Octavio Paz

P. D. Dentro de poco —y si no le abruma— le enviaré dos libros más, que ya tengo listos: “Arenas Movedizas" (poemas en prosa) y El Laberinto de la Soledad (ensayo).

Carta a Alfonso Reyes (20 de septiembre de 1949)


Los comunistas eran muy poderosos en los sindicatos, en la prensa y en el mundo de las letras y las artes. Sus grandes figuras pertenecían a la generación anterior. No eran hombres de pensamiento sino poetas —y poetas de gran talento: Aragon y Éluard, dos viejos surrealistas. El primero, además, escribía una prosa sinuosa y deslumbrante. Un temperamento serpentino. Frente a ellos, dispersos, varios grupos y personalidades independientes, como el católico Mauriac, sarcástico y brillante polemista. Malraux se había afiliado al gaullismo y había perdido influencia entre los intelectuales jóvenes, más y más inclinados hacia las posiciones de los comunistas. La mirada más clara y penetrante era la de Raymond Aron, poco leído entonces: su hora llegaría más tarde. Había otros solitarios; uno de ellos, aún muy joven, Albert Camus, reunía en su figura y en su prosa dos prestigios opuestos: la rebeldía y la sobriedad del clasicismo francés. Jean Paulhan, otro solitario, tuvo el valor de criticar los excesos de las «depuraciones» y de enfrentarse a la política de intimidación de los intelectuales comunistas. Una roca en aquel océano de confusiones: el poeta René Char. También aislado, en el centro de las mermadas huestes surrealistas, André Breton. Pero los más apreciados, leídos y festejados eran Sartre y su grupo. Su prestigio era inmenso, lo mismo en Europa que en el extranjero. Desde el principio me sentí lejos de Sartre. Debo detenerme un instante en este punto porque su influencia fue muy grande en México y, así, contribuyó indirectamente a aislarnos, a mí y a otros con posiciones parecidas a las mías. Las razones de mi distancia fueron poéticas, filosóficas y políticas

“Prólogo” (9:35-36)

 

[…]Empecé gradualmente a alejarme de las posiciones de la Tercera Internacional. Esa lejanía se transformó en crítica cuando, en 1950, me atreví a denunciar la existencia de campos de concentración en la Unión Soviética. En esos campos habían muerto millones de inocentes. Mi denuncia provocó la ruptura con antiguos amigos y compañeros. Desde entonces fui visto con hostilidad: dejé de ser un «sospechoso» y me convertí en un «enemigo». La condena me aisló y me rodeó un rumor de calumnias dichas en voz baja.

“Soy otro, soy muchos...”
(Entrevista con Silvia Cherem) (15:363)

 

Mis dudas comenzaron en 1939; en 1949 descubrí la existencia de campos de concentración en la Unión Soviética y ya no me pareció tan claro que el comunismo fuese la cura de las dolencias del mundo y de México. Las dudas se convirtieron en críticas como puede verse en la segunda edición del libro (1959) y en otros escritos míos. Vi al comunismo como un régimen burocrático, petrificado en castas, y vi a los bolcheviques, que habían decretado, bajo pena de muerte, la «comunión obligatoria», caer uno tras otro en esas ceremonias públicas de expiación que fueron las purgas de Stalin. Comprendí que el socialismo autoritario no era la resolución de la Revolución mexicana, en el sentido histórico de la palabra y en el musical: paso de un acorde discordante a uno consonante. Mis críticas provocaron una biliosa erupción de vituperios en muchas almas virtuosas de México y de Hispanoamérica. La oleada de odio y lodo duró muchos años; algunas de sus salpicaduras todavía están frescas.

“Entrada retrospectiva” (8:30)

 

Durante muchos años, incluso cuando ya había abandonado la fe en la política revolucionaria comunista, seguí creyendo que la poesía prefiguraba una verdadera revolución del espíritu. Todavía en 1950, en ¿Águila o sol?, en la sección final («Hacia el poema») digo: «Cuando la Historia duerme, habla en sueños: en la frente del pueblo dormido el poema es una constelación de sangre. Cuando la Historia despierta, la imagen se hace acto, acontece el poema: la poesía entra en acción». Ya no estaba poseído por la fe en la política revolucionaria y, no obstante, aún permanecía intacta mi creencia en los poderes liberadores de la poesía.

“El poeta en su tierra”

(Entrevista con Braulio Peralta) (15:385)

 

Ante el derrumbe general escribí, en 1950, en El laberinto de la soledad: «por primera vez en la historia somos los contemporáneos de todos los hombres». Fue una frase no siempre bien comprendida. Quise decir que va éramos responsables de nuestro destino como los norteamericanos, los franceses, los turcos o los italianos. Nadie sabe a dónde vamos. Todos estamos en el mismo barco.

“América en plural y en singular”
(Entrevista con Sergio Marras) (9:158)

 

Hace más de un mes envié a Silva Herzog un ensayo para Cuadernos. No he recibido contestación. Sabe usted algo Ese texto es el primero de una serie sobre el ya no vestido de plumas, sino andrajoso, mexicano. Un título común ampara a esos ensayos —que quisiera publicar en forma de libro—: El Laberinto de la Soledad. Ojalá que Cuadernos quisiera publicarlo, en tres o cuatro inserciones. O alguna otra editorial. El tema está un poco de moda.

Carta a Alfonso Reyes (26 de julio de 1949)

 

Muy querido don Alfonso: Ayer envié, por aéreo, el texto completo de El Laberinto de la Soledad, el librejo sobre algunos temas mexicanos. En el penúltimo capítulo, "Nuestros Días", me detengo un poco sobre la significación de su obra,' Si le interesa, pídale el fragmento a Silva Herzog. Y, si tiene tiempo y humor, déle un vistazo al libro. Recibiría con gratitud cualquier crítica suya.

Carta a Alfonso Reyes (23 de noviembre de 1949)

 

A fines de 1943 dejé, por muchos años, México. Al principio Barreda y algunos otros amigos me escribieron. Después, nada. El gran silencio mexicano. De vez en cuando tenía noticias de Xavier [Villaurrutia], nunca directamente. Pero en 1949 publiqué Libertad bajo palabra y le envié un ejemplar. A los pocos meses recibí Canto a la primavera y otros poemas con una dedicatoria tan efusiva y generosa que todavía me conmueve. Entre las cosas buenas que me han ocurrido se encuentran esas líneas de Xavier. Pero a lo bueno siempre sucede lo malo. Una mañana de 1950 me encontré, en la Embajada de México en París, a Rufino Tamayo. Me saludó serio y me dijo: «Sabes la noticia? Murió Xavier Villaurrutia». […] No podemos decir nada frente a la que dice nada. La muerte es la in-significación universal, la gran refutación de nuestros lenguajes y nuestras razones.

“Protagonistas y agonistas” (4:253) 


Él marcha solo, infatigable

encarcelado en su infinito

como un fantasma que buscara un cuerpo. 

Libertad bajo palabra (11:104)



Primer viaje al Oriente (1952) y retorno a México (1953)

   

Un servidor de turbante e inmaculada chaqueta blanca me llevó a mi habitación. Era pequeña pero agradable. Acomodé mis efectos en el ropero, me bañé rápidamente, y me puse una camisa blanca. Bajé corriendo la escalera y me lancé a la ciudad. Afuera me esperaba una realidad insólita: 

 

oleadas de calor, vastos edificios grises y rojos como los de un Londres victoriano crecidos entre las palmeras y los banianos corno una pesadilla pertinaz, muros leprosos, anchas y hermosas avenidas, grandes árboles desconocidos, callejas malolientes, [...] 

 

mujeres de sarís rojos, azules, amarillos, colores delirantes, unos solares y otros nocturnos, mujeres morenas de ajorcas en los tobillos y sandalias no para andar sobre el asfalto ardiente sino sobre un prado, jardines públicos agobiados por el calor, monos en las cornisas de los edificios, mierda y jazmines, niños vagabundos [...]

“Vislumbres de la India” (10:361- 362)

 

Tomé un taxi y recorrí distritos desiertos y barrios populosos, calles animadas por la doble fiebre del vicio y del dinero. Vi monstruos y me cegaron relámpagos de belleza. Deambulé por callejuelas infames y me asomé a burdeles y tendejones: putas pintarrajeadas y gitones con collares de vidrio y faldas ele colorines. Vagué por Malabar Hill y sus jardines serenos. Caminé por una calle solitaria y, al final, una visión vertiginosa: allá abajo el mar negro golpeaba las rocas de la costa y las cubría de un manto hirviente de espuma. Tomé otro taxi y volví a las cercanías del hotel. Pero no entré; la noche me atraía y decidí dar otro paseo por la gran avenida que bordea a los muelles. Era una zona de calma. En el cielo ardían silenciosamente las estrellas. 

“Vislumbres de la India” (10:363)


Una semana después tomé el tren hacia Delhi. No llevaba conmigo una cámara fotográfica pero sí un guía seguro: Murray's Handboole of India, Pakistan, Burma and Ceylon, en la edición de 1949, comprada el día anterior en el bookstall del Taj Mahal. En la primera página tres líneas de Milton: 

India and the Golden Chersonese 

And utmost Indian Isle Trapobane, 

Dusk faces with white silken turbans wreathed. 

“Vislumbres de la India” (10:364)


Acababa de escribir El laberinto de la soledad, tentativa por responder a la pregunta que me hacía México; ahora la India dibujaba ante mí otra interrogación aún más vasta y enigmática. 

Me instalé en Nueva Delhi en un hotel pequeño y agradable. Nueva Delhi es irreal, como lo son la arquitectura gótica levantada en Londres el siglo pasado o la Babilonia de Cecil B. de Mille. Quiero decir: es un conjunto de imágenes más que de edificios.

“Vislumbres de la India” (10:365-366)

 

 

Casi todos los grandes monumentos de Delhi pertenecen al arte islámico: mezquitas, mausoleos, minaretes. Para ver al gran arte hindú hay que salir de Delhi. Pero yo no pude viajar mucho durante esta primera estancia en la India, que apenas duró unos meses. El implacable señor Tello volvió a cambiarme, en esta ocasión a Tokio. Pero ésa es otra historia. 

“Vislumbres de la India” (10:367)


Se despeñan las últimas imágenes y el río negro anega la conciencia.

La noche dobla la cintura, cede el alma, caen racimos de horas confundidas, cae el hombre

como un astro, caen racimos de astros, como un fruto demasiado maduro cae el mundo y sus soles. 

Libertad bajo palabra (11:207)


Recuerdo que una tarde, en Mutra, ciudad sagrada del hinduismo, tuve ocasión de asistir a una pequeña ceremonia a la orilla del Jumma. El rito es muy simple: a la hora del crepúsculo un bramín asciende, sobre un pequeño templete, el fuego sagrado y alimenta a las tortugas que habitan los márgenes del río; después, recita un himno mientras los devotos tañen campanas, cantan y queman incienso. Aquel día asistían a la ceremonia dos o tres decenas de fieles de Krisna, cuyo gran santuario se encuentra a cuantos kilómetros. Cuando el bramín hizo el fuego (¡y qué débil aquella luz frente a la noche inmensa que empezaba a levantarse frente a nosotros!) los devotos gritaron, cantaron y saltaron. Sus contorsiones y gritos no dejaron de causarme desprecio y pena. Nada menos solemne, nada más sórdido, que aquel fervor desmedrado. Mientras crecía el pobre griterío unos niños desnudos jugaban y reían; otros pescaban o nadaban. Inmóvil, un campesino orinaba en el agua opaca. Unas mujeres lavaban. El río fluía. Todo continuaba su vida de siempre y las únicas que parecían exaltadas eran las tortugas, que alargaban el cuello para atrapar la comida. Al fin, todo se quedó quieto. Los mendigos regresaron al mercado, los peregrinos a sus mesones, las tortugas al agua. ¿A esto se reducía el culto a Krisna?

 

“La otra orilla” (1:139 y 140)

 

Visión de la confusión cósmica, revelación del caos. Entrañas del ser al descubierto, reverso de la presencia, el caos es el amasijo primordial, el antiguo desorden y, asimismo, la matriz universal. Experimenté una sensación parecida en el gran verano de la India, durante mi primer visita, en 1952. Caído en la gran boca jadeante, el universo me pareció una inmensa, múltiple fornicación. Vislumbré entonces el significado de la arquitectura de Konarak y el ascetismo erótico. La visión del caos es una suerte de baño ritual, una regeneración por la inmersión en la fuente original, verdadero regreso a la "vida anterior". "Mutra" lo escribí en mi primer viaje a la India y en este poeta hay una lucha en contra de la tentación a lo Absoluto, y de ahí el elogio a la geometría, una invención griega frente al imperialismo de lo sagrado y sus dioses.

 

“Henri Michaux” (2:246)

 

Como una madre demasiado amorosa, una madre terrible que ahoga, como una leona taciturna y solar, como una sola ola del tamaño del mar, ha llegado sin hacer ruido y en cada uno de nosotros se asienta como un rey y los días de vidrio se derriten y en cada pecho erige un trono de espinas y de brazas. y su imperio es una hiposolemne, una aplastada respiración de dioses y animales de ojos dilatados y bocas llenas de insectos calientes pronunciando una misma sílaba día y noche, día y noche. ¡Verano, boca inmensa, vocal hecha de vaho y jadeo! [...] Pero en mi frente velan armas la adolescencia sus imágenes, sólo tesoro no dilapidado: naves ardiendo en mares todavía sin nombre y cada ola golpeando la memoria con un tumulto de recuerdos (el agua dulce en las cisternas de las islas, el agua dulce de las mujeres y sus voces sonando en la noche como muchos arroyos que se juntan, la diosa de ojos verdes y palabras humanas que plantó en nuestro pecho sus razones como una hermosa procesión de lanzas, la reflexión sosegada ante la esfera, henchida de sí misma como una espiga, mas inmortal, perfecta, suficiente, la contemplación de los números que se lanzan como notas o amantes, el universo como una lira y un arco y la geometría vencedora de dioses, ¡única morada digna del hombre!)

 

“Mutra” (11:204)

 

Coincido con usted en que debo regresar a México. Me hace muchísima falta, Había pensado hacer el viaje a fines del año pasado o a principios del actual —y quedarme allá una temporada larga. El traslado a la India cambió mis planes. Ahora he pensado quedarme aquí —a pesar del clima y otras incomodidades—[...] Tengo listo un pequeño libro sobre la poesía. No me atrevo a llamarlo Poética —no lo es, en realidad— pero tampoco Retórica. Es un manuscrito de 120 páginas: cuatro capítulos y un apéndice que, con ejemplos, ilustra la lucha que entablan en la entraña de todo lenguaje prosa y poesía, razón y ritmo, oración e imagen. El libro aún no tiene título. No sé dónde podré publicarlo. Ya no me atrevo a pedirle que le encuentre una caritativa editorial... De todos modos, apenas tenga listas las copias, le enviaré una. Ya me dirá su opinión.  

Carta a Alfonso Reyes (26 de marzo 1952)

 

Dentro de diez días salgo para Tokio. Voy como Encargado de Negocios. Es mi primera comisión de responsabilidad. Estoy muy contento y procuraré hacerlo bien. Nunca me pareció malo el cambio a la India. Y hasta me ha traído suerte. Portes Gil, además, fue un buen jefe. Ya sólo espero el ascenso para completar mi felicidad burocrática. Me pongo a sus órdenes en Tokio.

Carta a Alfonso Reyes (13 de Mayo 1952)

 

Vivo en un hotel con mi familia. Aunque es el mejor de Tokio, nos devoran los mosquitos (para no hablar de los precios, que son realmente increíbles: 24 dólares diarios por toda la familia —tres personas—, sin contar las comidas y demás). Parte de mis libros se han quedado en París —por falta de aceite para transportarlos: piden fortunas—. El libro sobre la Poesía —terminado en sus dos terceras partes— con el último capítulo por escribir y el penúltimo por corregir. Los otros ensayos dejados para más tarde. En fin, ruina para la bolsa, desgaste en los nervios y mal sabor, que ya empieza de verdad a amargarme, en la boca.

Carta a Alfonso Reyes (30 de Julio de 1952)


aquel cuarto de hotel de San Francisco me salió al paso en Bangkok, hoy es ayer, mañana es ayer,
la realidad es una escalera que no sube ni baja, no nos movemos, hoy es hoy, siempre es hoy

Libertad bajo palabra (11:217)


Un amigo, enviado a París por nuestra universidad para completar sus estudios de filosofía, me confió que estaba en peligro de perder su beca si no publicaba pronto un trabajo sobre algún tema filosófico. Se me ocurrió que un diálogo con Sartre podía ser la materia de ese artículo. A través de amigos comunes nos acercamos a él y le propusimos nuestra idea. Aceptó y a los pocos días comimos los tres en el bar del Pont-Royal. La comida-entrevista duró más de tres horas y durante ella Sartre estuvo animadísimo, hablando con inteligencia, pasión y energía. También supo escucharnos y se tomó el trabajo de responder a mis preguntas y mis tímidas objeciones. Mi amigo nunca escribió el artículo pero aquel primer encuentro me dio ocasión de volver a ver a Sartre en el mismo bar del Pont-Royal. La relación cesó al cabo del tercer o cuarto encuentro: demasiadas cosas nos separaban y no volví a buscarlo.

 

“Momento: Jean-Paul Sartre” (2:392)

 

[...]Desde el Japón, le envié una carta un poco angustiada. Sospecho que no la recibió —y me alegro— porque ese mismo día escribí otras dos, que tampoco obtuvieron contestación. Después, mi mujer se enfermó gravemente y logré, no sé cómo, mi traslado a Suiza. Desde entonces deseo reanudar el diálogo con usted. [...]Aquí me aburro un poco, y siento la doble nostalgia de Oriente y México. Afortunadamente mi mujer se ha mejorado bastante y no sería remoto que el día menos pensado me tenga por allá.

Carta a Alfonso Reyes (25 de marzo 1953)


Estaba en Ginebra cuando me encargaron tramitar en las Naciones Unidas el envío de unos técnicos para curar una epidemia en el ganado mexicano. Por una casualidad extraordinaria pude resolver rápidamente el asunto y mi gestión despertó la admiración de uno de mis jefes. Me llamaron para que me hiciese cargo de la Subdirección de Organismos Internacionales. Cuando llegué, el secretario de Relaciones (Padilla Nervo) me dijo: «Usted es consejero?». Le respondí: «No, segundo secretario». Movió la cabeza y dijo: «En quince años usted ha tenido sólo un ascenso!». Pegué un salto y le dije: «Póngame a prueba!».

 

“Soy otro, soy muchos” (15.361)

 

Sigo pensando regresar a México hacia fines de octubre o noviembre. Por razones largas de explicar —y fastidiosas de oír— aún no he hecho ninguna gestión oficial. Pienso hacerlo a principios de septiembre. La presencia de Gorostiza —quien siempre ha sido muy generoso conmigo— me hace pensar que tendré éxito.

Le confieso que veo el regreso con cierto terror. Por una parte me aguardan muchos fantasmas y muchas realidades que ignoro. Por la otra, tendré que enfrentarme a ciertas dificultades económicas —el sueldo de Relaciones es insuficiente y no sé cómo podré completarlo—. Además, se trata de una prueba definitiva: ¿qué puedo hacer realmente? Regresar significa acabar con la era de los proyectos y enfrentarse con las verdaderas posibilidades de uno.

Aquel librillo sobre la poesía se ha transformado en un libro de cerca de trescientas páginas. Nunca creí que fuese capaz de escribir tanto. Ahora duerme en mi escritorio. En agosto, si tengo tiempo, pienso corregirlo y buscarle título y editor.

Carta a Alfonso Reyes (25 de julio 1953) 


Y el río remonta su curso, repliega sus velas, recoge sus imágenes y se interna en sí mismo.

Libertad bajo palabra (11:216)


En 1953, tras nueve años de ausencia, regresé a México: era otra ciudad. Una ciudad todavía agradable aunque ya empezaba e convertirse en el monstruo de ahora. Encontré una nueva generación,  muy distinta a la que había dejado. Cuando me fui, los escritores maduros eran los Contemporáneos y yo era uno delos escritores jóvenes. Cuando regresé, Rulfo había ya escrito sus obras maestras. Aparecían los primeros textos de Marco Antonio Montes de Oca, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Tomás Segovia. No tardarían en surgir Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis y, del lado de los prosistas, Salvador Elizondo, Juan García Ponce y otros. Esos muchachos me buscaron y no tardamos en hacernos amigos. De esas reuniones y conversaciones surgió la  Revista Mexicana de Literatura.

Había dos refugios, dos islas: La Revista de la Universidad, que dirigía el poeta Jaime García Terrés, y el suplemento literario y artístico de Novedades, que dirigía Fernando Benítez. Había un grupo de muchachos de padres españoles: Xirau, García  Ascot, Durán y otros. Pertenecen a estos años los experimentos teatrales de Poesía en voz alta. Jaime García Terrés había concebido Poesía en voz alta como una serie de espectáculos en los que jóvenes actores y actrices recitaran poemas. Nos invitaron, a Leonora Carrington y a mí, para encargarnos un programa de poesía surrealista, pero nosotros propusimos que en lugar de la declamación de poemas, se representasen obras breves, lo mismo clásicas que de vanguardia, y también, añadí yo en un arranque, obras nuestras. Yo no había escrito ninguna, y como me tomaron inmediatamente la palabras, mi imprudente proposición me obligó a escribir en dos semanas La hija de Rapaccini. Al lado de la literatura y el teatro, la pintura. En esos años regresó Rufino Tamayo y se generalizó la rebelión contra la academia de lugares comunes pictóricos. nacionalistas y pseudorevolucionarios en que había degenerado el muralismo. La acción de Juan Soriano y de otros solitarios y marginales como Gerzso, fue decisiva. Un poco más tarde aparecieron José Luis Cuevas y, casi simultáneamente, Felguérez, Gironella, Rojo, Lilia Carrillo y otros artistas. Amanecía otra vez en México. Pero lo que los sajones llaman el "establecimiento" artístico y literario seguía dormido y no enteró de que la sensibilidad artística y el temple intelectual habían cambiado radicalmente. Lo mismo sucedió en 1968: el establecimiento no se dio cuenta de que se había operado un cambio en la sensibilidad política de la juventud y de la clase media.

 

“Tercera conferencia” (Itinerario poético:88 -90)


No fueron ocho, sino nueve años. Si tú cuentas cada año como un mes, encontrarás que esos nueve años de ausencia fueron nueve meses vividos en el vientre del tiempo. Los años en San Francisco, Nueva York y París fueron un período de gestación. Volví a nacer y la persona que regresó a México a fines de 1953 era otro poeta, otro escritor. Si me hubiese quedado en México probablemente me habría ahogado en el periodismo, la burocracia o el alcohol. Salí huyendo del medio que me rodeaba y también, quizá, de mí mismo. 

“Tiempo, lugares, encuentros”
(Entrevista con Alfred MacAdam) (15:341)

 

A mi regreso a México en 1953, traduje con Hayashiya, un japonés amigo, el diario de viaje de Matsúo Basho, Sendas de OIeu. Sin propósito de erudición, pero movido por algo más que la mera curiosidad intelectual o estética, había leído ya algunos de los grandes libros filosóficos y poéticos de India, China y Japón. La verdad es que me sentía más cerca de la poesía y la prosa de China y Japón que de la gran literatura sánscrita de la India. En cambio, el pensamiento indio me fascinaba y todavía me fascina: grandiosa unión de rigor lógico, delirio especulativo y fabulación mítica.?  

“Cuarta Conferencia” (Itinerario poético:120)


  No llegan siempre en forma de palabras Brota una espiga de unos labios Una forma veloz abre las alas .....................................................Imprevistas Instantáneas Como en la infancia cuando decíamos "ahí viene un barco cargado .....de..." Y brotaba instantánea imprevista la palabra convocada ...........Pez ..................Álamo ...............................Colibrí Y así ahora de mi frente zarpa un barco cargado de iniciales Ávidas de encarnar en imágenes .........................................................Instantáneas Imprevistas cifras del mundo La luz se abre en las diáfanas terrazas del mediodía Se interna en el bosque como una sonámbula Penetra en el cuerpo dormido del agua
Por un instante están los nombres habitados

“Semillas para un himno” (11:138)