Conversaciones y novedades

Elogio a un poeta

Fernando del Paso

Año

1998

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Recontextualizaciones

Lustros

1995-1999

 

Fernando del Paso y Octavio Paz durante la presentación de la Fundación Octavio Paz. Publicado en Excélsior, el 18 de diciembre de 1997.

Apenas había yo comenzado la escritura de estas páginas dedicadas a Octavio Paz, cuando ocurrió la matanza de Chenalhó. Estos surgimientos de barbarie inconcebible suelen distraernos de otros propósitos y nos tientan para hacer a un lado, o al menos posponer, tareas cuya importancia palidece ante el horror de la estulticia y la crueldad infinitas. Parecería que a nuestra pluma la reclamaran entonces causas más urgentes, más apremiantes, más exigentes que, por ejemplo, las que piden el elogio de un poeta. No siempre es o tiene que ser así. No lo es ahora, al menos para mí. Todos sabemos que en el fondo de la miseria y las matanzas de Chiapas, lo que está en juego es la libertad. Lo que se debate, y a muerte, es la simple libertad de existir, la libertad de tener acceso a una alimentación sana, una vivienda decorosa, una educación apropiada. La libertad de tener acceso a un empleo bien remunerado. Y por supuesto la libertad de expresión, la libertad de vivir, la libertad de elegir un destino, la libertad de ser uno mismo y, con ella, la libertad de ser distinto.

Es esta libertad, son estas libertades, las que siempre han encontrado un defensor incansable en Octavio Paz. No el único, pero sí quizás el más lúcido, el que jamás se ha cegado con los oropeles de los nuevos dogmas, con los resplandores fatuos —y sanguinarios— de las nuevas doctrinas. Octavio Paz forma parte, en este y otros sentidos, y junto con un puñado de grandes pensadores contemporáneos, de la conciencia del siglo, de nuestro siglo y de nuestra América, de nuestro mundo. Impecable e implacable, y en ocasiones, como lo ha confesado, dejándose arrastrar por la violencia verbal, pero buscando siempre que lo iluminara la razón, Octavio ha defendido sin ambages, con una conciencia acendrada y una valentía invulnerable, esa libertad bajo palabra, libertad sobre la palabra, libertad con la palabra que, muy joven, en 1937, cuando era un poeta de veintitrés años, fue a buscar a una España desgarrada por la guerra civil. En esa España, cuya sangre derramada le ardió en el pecho como si fuera la propia, al igual que a tantos otros poetas latinoamericanos como César Vallejo, Pablo Neruda o Jorge Guillén, participó en los congresos de intelectuales antifascistas que tuvieron lugar en Barcelona, Valencia y Madrid, y fue en esa España convulsionada donde escribió y publicó Bajo tu clara sombra, en la colección Héroe de Manuel Altolaguirre y, en Hora de España, la elegía de un joven muerto en el frente —de Aragón—, eco tristísimo, quizás, de un poema de Rimbaud, remembranza de purpúrea melancolía, tal vez, de un pasaje de "La roja insignia del valor" de Stephen Crane, poema del cual, con la autorización de Octavio, y el debido crédito, tomé una bellísima cuarteta para iluminar la muerte de Palinuro, mi personaje:

Has muerto, camarada,
en el ardiente amanecer del mundo.
Has muerto cuando apenas
tu mundo, nuestro mundo, amanecía.

 

En el año siguiente, 1938, Octavio se entrega a una febril actividad política en favor de los republicanos españoles. Era la época —él mismo lo ha dicho— en que todo parecía claro y neto: "Casi podíamos palpar el contenido, hoy inasible, de palabras como libertad y pueblo, esperanza y revolución". Política, arte, erotismo se unían en la obra poética de Octavio Paz, "poesía de nupcias" como alguien, con gran acierto, la llamó.


            No podríamos decir que el resto de la historia es conocido, porque yo diría que la historia no sólo no ha terminado: apenas comienza, y no sabe hablar: balbucea. Es aún, como diría Shakespeare, sonido y furia. Pero sabemos del derrumbe de lo que Octavio definió como "grandes utopías colectivas" y del desprestigio —por desgracia no de la desaparición total— de "aquellos que profesaban ideologías compactas y contundentes que empleaban como cachiporras". De entonces a la fecha, Octavio Paz nos ha dado más de un claro, clarísimo ejemplo de lucidez, de civilidad y valentía al defender la libertad, y el menos admirable de todos esos ejemplos no fue su renuncia a la embajada de México en la India, en 1968, en protesta por la gran matanza de estudiantes que efectuó el Ejército Mexicano en la plaza de las Tres Culturas. Amigo que sabe serlo, supo colocar la amistad por encima de las ideologías, al dar una magnífica muestra de lealtad y solidaridad a su compañero Julio Scherer García, separándose de Excélsior al mismo tiempo en que a Scherer se le arrojaba a la calle como a una criada. Ya para entonces, desde luego, se había iniciado el deterioro irreversible de muchas palabras y conceptos políticos, y comenzado a desvirtuarse algunas revoluciones latinoamericanas que si bien en un principio le habían devuelto a sus pueblos una dignidad perdida, pisoteada, vejada, ultrajada, comenzaron a perfilarse como madres de nuevos opresores. El dogma sustituía al dogma.


            Octavio supo prever esta catástrofe, y se anticipó a muchos en la condena de estos regímenes. El ejemplo apabullante de la trágica historia del comunismo soviético y europeo, dejaba, por otra parte, pocas esperanzas. La condena de Octavio nos dolió y nos irritó a muchos. Pero hablaré en mi nombre y en el de nadie más: me dolió y me irritó porque la infección de un idealismo pueril, más lleno de deseos que de realidad, se había apoderado de mí, y se prolongó durante muchos años. Creo haberme curado en gran parte, aunque siempre tendré que objetar algo de lo dicho alguna vez, o varias veces, por Octavio Paz. Pero una sola cosa no puedo menos que admirar profundamente, y es su constancia, su honestidad sin tacha en la defensa de la libertad. Por eso me enorgullece su ya añeja amistad, el recuerdo de nuestros cálidos encuentros en México, en Austin, en París, en Aix-en-Provence, en Barcelona; me glorio de haber sido invitado a publicar en Plural y en Vuelta: sí, me llena de orgullo el haber estado a su lado el otro día, el hecho de que él haya aceptado mi presencia en el acto que anunció la creación de la fundación que lleva su nombre. Me llena de satisfacción, sí, me halaga, me envanece, ser el director de la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz de la Universidad de Guadalajara, y, también —paradójicamente—, me ufano de haber reñido una vez con Octavio, porque gracias a un trivial intercambio de esgrima verbal que tuvimos, la carta con la que Octavio, con una gran generosidad, respondió a un tímido gesto de reconciliación, es una de las cartas más hermosas que he recibido —y recibiré— en toda mi vida.

           

            A lo largo de los por fortuna también largos años de Plural y Vuelta este creador de revistas literarias de gran calidad —fundó Barandal en 1931 y pronto se unió a los jóvenes de Taller Poético en cuyo primer número aparecieron poetas de la talla de Nandino, Pellicer y Torres Bodet— no ha dejado, jamás, de analizar la historia y la contemporaneidad de nuestra América y del mundo, con un ojo puesto, siempre, en la libertad. En innumerables reuniones celebradas tanto en México como en el extranjero, en las que ha alternado con grandes figuras de nuestro tiempo, como Cornelius Castoriadis, Jorge Semprún o Fernando Savater, las semillas que siempre ha sembrado el poeta en sus brillantes, provocadoras intervenciones, son las semillas de un himno a la libertad. Aquellos que, al ver alejarse a Octavio de una izquierda maleada y desorientada, huérfana, engañada, lo acusaron de traicionar sus ideales y haberse escondido tras la cara más oscura del capitalismo, ignoran, o quieren ignorar, que con la lucidez de siempre, Paz ha denunciado lo que considera las desigualdades que siguen siendo escandalosas, así como —para decirlo con sus palabras— aquellos signos aterradores que son: "la resurrección de los nacionalismos agresivos, las idolatrías tribales y los fanatismos religiosos. La degradación general de la cultura y la chabacanería de las masas intoxicadas por la publicidad y el consumismo (pan y circo), el culto al éxito y al dinero, el individualismo feroz".

Octavio Paz no es Plural ni Vuelta, pero ha sido el alma de estas dos revistas —o de una sola, reencarnada— que figuran en la historia de las mejores del mundo. La longevidad, rara en esta clase de publicaciones, ha contribuido desde luego a su gran riqueza, a su preclara fama. Krauze, Asiain, De la Colina, Elizondo, Rossi, Danubio Torres, Castañón, Zaid son sólo algunos de los excelentes colaboradores de Paz que, junto con él, han realizado el sueño de muchos artistas y escritores. Para aquellos de su generación, o para los que la seguimos de cerca, o para los lectores fieles de su obra y las revistas, una lista aún incompleta, muy incompleta por necesidad de espacio, de los colaboradores de Plural y Vuelta no será novedosa. Pero quiero pensar en los lectores jóvenes que hoy y que mañana, gracias a estas revistas, leerán por primera vez un cuento de Bashevis Singer, un poema de Pere Gimferrer o de Czeslaw Milosz, un ensayo de Mario Praz. Quiero, quisiera ver, cómo se ilumina el rostro de un lector joven al descubrir, en esas páginas, una bellísima y perturbadora carta de Artaud, un soneto de Severo Sarduy, una crónica de Damián Bayón, un caleidoscopio de Lezama Lima. O ver cómo se ensombrecen sus ojos con los lúgubres resplandores del pensamiento de Cioran. Sí, todos estos nombres nos podrán parecer familiares, a nosotros, los escritores de nuestra generación, éstos y los de Charles Hale, François-Xavier Guerra, Osip Mandelstam, Ted Hughes, Eliot Weinberger, Silvina Ocampo, Montale, Canetti, Félix Grande, Blas Matamoros, George Steiner, y con ellos los de los nuestros: Ramón Xirau, Carlos Fuentes, Sabines, Álvaro Mutis, Montes de Oca, Aridjis, Lizalde, Tomás Segovia y tantos otros: rostros llenos de palabras que flotan en el río al que apenas se van a asomar a beber por la vez primera, muertos de sed, los nuevos lectores, los jóvenes de nuestro tiempo.

            Allí, en esas páginas, y en los libros de Octavio Paz, los lectores podrán, al asomarse, descubrir otros caudales donde no son tanto las palabras —aunque sí a través de ellas— cuanto los colores y las líneas los que corren, se irisan y brillan, se despedazan, cuajan en nuevas fantasías y rompecabezas flamantes: mirada atenta de nuestro siglo, Octavio Paz ha usado los privilegios de una vista aguda, perspicaz por excelencia y llena de inteligencia y nobleza, para crear un mundo paralelo a la obra de algunos de los pintores y artistas contemporáneos más importantes. Ha sido un conocedor profundo y practicante del surrealismo, "la enfermedad sagrada del siglo": "Sí, el surrealismo pasó por México", dice Paz, y yo diría que llegó para quedarse, "y entre su desorientadora belleza aparecen, desaparecen", se hacen ojo de cíclope, ojo de hormiga, digo yo subiéndome al poema sin permiso, "desde Guadalupe Tonantzin hasta César Moro sin tranchetes, pasando por Buñuel, nada menos, aquí, allá".

                     Es así que, como crítico privilegiado, como mirón lúcido, espía celeste, contemplador parlante, poeta con la voz llena de colores y cristales tornasolados, Paz escribe con pasión de los poemas mudos y los objetos que hablan de André Bretón. Le dedica un extenso y bello artículo a Chillida. Otro a Hermenegildo Bustos. Habla a sabiendas, a muy sabiendas, de Klee, de Picasso, de Edvard Munch, de Edward Hopper o Jasper Johns, y por sus páginas desfilan Juan Soriano, Gironella, Felguérez, Carrington, Varo. Con su bella y maravillosa esposa Marie-José, asiste a la confección de una caja de Joseph Cornell, a cuyo arte le dedica unos versos hermosísimos, y de cuya magia artesanal Marie-José se queda prendada y se vuelve aprendiz de lujo. Dedica generosos tributos a los cuatro chopos de Monet, a la fábula de Joan Miró —"siete manos en forma de orejas para oír los siete colores"— y un poema al gran artista norteamericano Rauschenberg: "Los sueños de las cosas el hombre los sueña. / Los sueños de los hombres el tiempo los piensa", y escribe un largo y fascinante ensayo sobre la obra más revolucionaria de Marcel Duchamp, y en particular sobre el llamado Gran vidrio o La novia puesta al desnudo por sus solteros. Aun..., en el cual, los propósitos secretos de Duchamp, sus maravillosas trampas y sus mecanismos desvariantes quedan cubiertos, envueltos —junto con el lector— en otro prisma igualmente transparente, igualmente atravesado por un rayo, tachonado de ideas claras como la luz del sol —y por lo mismo cegadoras, peligrosas—, igualmente reverberante de delirios. Todo lo hemos entendido, nada hemos comprendido, pero no importa: la belleza está a la orden del día, de la página, de cada palabra. Y a la vuelta de cada esquina y en el meollo de cada rincón de la hechizada caja de vidrio


            Esta curiosidad infinita de Octavio Paz es la que lo ha transformado en uno de los ensayistas más universales que hayan existido. Es lo que ha convertido en iluminador —además de, como poeta—, en supremo colorista de realidades en blanco y negro que su genio ha llenado de luz, a la manera de los doradores de los libros medievales y renacentistas. Porque Octavio nos ha iluminado la obra de Lévi-Strauss, de Atanasio Kircher, de Jacobo Boehme, de Beckett, de Dámaso Alonso, de Erich Fromm, de Sade —de quien destaca el espléndido anti-maniqueísmo que lo vincula a San Agustin —de Raymond Roussel, de Queneau, de Tocqueville, de Fourier, de Nerval —la lista sería infinita. Poeta y ensayista de postura arrogante, en lo que la arrogancia tiene no de soberbia, sino de gallardía, y por lo tanto de soltura, de ánimo, de elegancia, ha sabido dirigir su vista, su oído, sus intereses, a los cuatro puntos cardinales para hablarnos de Borges, para ocuparse de Richard Dadd, el pintor loco de Broadmoor; para darnos una apasionada lectura de Cage, para escribirle una carta-poema a León Felipe; para meditar en Michaux y en su encuentro con el mecanismo infinito y doloroso —desatado por las drogas— de una "risible cascada de baratijas"; para darnos a conocer la obra de poetas chinos como Li Po y Meng Chiao, el arte del japonés Matsuo Basho o las poesías del inolvidable poeta sueco —y amigo querido de tantos latinoamericanos— Artur Lundkvist.


            Viajero eterno, infatigable trotamundos que peregrina sin cesar por los libros y por su imaginación, por sus sueños, por sus propias poesías, estos viajes y sus travesías y periplos terrestres, así como sus largas estancias en varias ciudades de Estados Unidos y del Japón, en París, y en particular su enriquecedora permanencia en la India, han hecho de Octavio uno de los hombres más universales que ha dado México. Pero si un día se ha dedicado a estudiar a e. e. cummings, Apollinaire, Mallarmé, T. S. Eliot o Saint-John Perse. Si en otra ocasión lo encontramos absorto en el arte tántrico, en el pensamiento de Nirad Chaudhuri —"el Voltaire hindú"— o en los misterios de la desencarnación o nirvana, o en la tradición del haikú lo que equivale a tener a José Juan Tablada en el corazón— o en el teatro noh... O si otro día lo vemos componiendo un renga o poema colectivo en la compañía de Jacques Roubaud, Edoardo Sanguineti y Charles Tomlinson. O si alguna vez leemos lo que tiene que decirnos, y que es tanto, sobre Ortega y Gasset, Hegel, McLuhan, Spenser, Heráclito, Pound, Merleau-Ponty, Roland Barthes. O si se nos aparece en conversación con Quevedo y sus sonetos. O en diálogo con Julián Ríos o con la obra de Huidobro y los poemas amorosos de Safo o los de Catulo y Propercio. O absorto, compartiendo u objetando las preocupaciones por el lenguaje de Wittgenstein... uno pensaría que tan admirable capacidad debe tener un límite. Y lo tiene, sí: sus fronteras son la mente y la memoria del poeta, que son oceánicas, y es su vida, larga, sí, muy larga y fructífera para fortuna de él y todos nosotros. Fronteras no donde caben como algo adicional el amor y el conocimiento de su país, México, sino que de estas virtudes parten, en ellas se hincan, se yerguen, se levantan como murallas de tezontle capaces de contenerlo todo. Generoso como pocos, Octavio ha abierto las puertas de sus revistas a innumerables poetas jóvenes, e incluso se ha ocupado cuidadosa y amorosamente de su obra, en ensayos y prólogos luminosos individuales, así como de la poesía mexicana de todos los tiempos. Balbuena, Othón, Gutiérrez Nájera, Díaz Mirón, Nervo, Icaza, Urbina, Rebolledo, Reyes: de nuevo, la lista sería muy larga, como lo será la de los poetas de generaciones más recientes: Gorostiza, Efraín Huerta, Ulalume González de León, Francisco Cervantes, José Emilio Pacheco y tantos otros.

 

            En Cuadrivio, como sabemos, Paz estudió a fondo la obra de un gran poeta mexicano, Ramón López Velarde, acompañado por sendos estudios sobre Rubén Darío, Luis Cernuda y Fernando Pessoa. López Velarde, poeta de lo cotidiano amoroso, de lo cotidiano oscuro, y de melancólicas, rítmicas realidades inventadas al son de campanas de provincia y con aroma a hembra, a membrillo y naranja, a vírgenes y a sándalo, poeta que supo quitarles a las palabras la herrumbre de la cursilería para transformarlas, entre otras cosas, en un impoluto canto a la Patria, inaudito por su diamantina y fresca inocencia, su obra, la poesía del zacatecano Ramón López Velarde es un reto que Octavio Paz, mejor que nadie, supo vencer y develar, para decantarla y recantarla: es decir, para cantarla de nuevo. No contento con eso, casi dos décadas después, Octavio Paz culminó, con Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, el homenaje más grande que jamás, en este país de machos, un hombre le haya hecho a una mujer. Nunca fuera una dama —de tanta alcurnia— de caballero —de tan rancio linaje— tan bien servida. El extenso, extraordinario estudio de Octavio sobre nuestra máxima poeta, que abunda en una exquisita erudición y se desborda en pasiones luminosas, es, desde su aparición en 1982, una obra clásica, indispensable, no sólo sobre la vida de Sor Juana, sino en particular sobre su obra, que Octavio analiza, como siempre, con el ojo del lince, la malicia del maestro, la lealtad del vasallo y la inmensa modestia del pupilo. Pupilo, alumno, hermano gemelo o travesti de la pupila que es la que ve. Octavio ve, siempre, cosas que nosotros no vemos.


            Las iluminaciones que inspiran a la monja genial, lo mismo que las trampas en las que cae o de las que escapa, y las veleidades, vaciedades, incomprensiones, envidias e intransigencias a las que se enfrenta, las prohibiciones y los dogmas que la sorprenden, la amenazan, la atajan, la derrumban, la derrotan, responden a un lugar, México, y a una época, la Colonia, magistralmente recreados por Paz, como regio y esclarecedor complemento del escenario interior de las dudas, pasiones, goces y sufrimientos más hondos del altísimo espíritu de Sor Juana. Una vez más, Octavio nos muestra un conocimiento y un interés profundos en la historia y los avatares de México. La Conquista, la Colonia, la Independencia, la República y su restauración, el Imperio, el Porfiriato, la Revolución, los tiempos actuales: ninguna época, ninguna etapa, ninguna transición de nuestra sociedad y nuestra historia, ninguna conmoción ha escapado al análisis de Octavio Paz. El laberinto de la soledad, publicado hace ya casi medio siglo, es sin duda el mejor ejemplo de ese acucioso interés, de ese arraigado —hasta las entrañas—amor que siempre ha sentido Paz por México. Creo que ningún otro país ha dado un libro que de manera tan lúcida escarbe en las heridas de un pueblo, que de manera tan apasionada escudriñe los espejos donde se contempla: espejos a veces deformantes como los de una feria, porque con frecuencia los seres humanos acabamos por ser nuestras propias caricaturas, pero espejos al fin y al cabo. Un libro que haga sentirse al lector tan bien y tan mal, al mismo tiempo, al conocerse en el reflejo de la madre violada, de las máscaras que se ríen de la muerte, de la fiesta que acaba en festín de balas, y en el reflejo de la orfandad y del reventón pero también del afecto, de la dulzura y de ciertas cualidades misteriosas —me atrevería a llamarlas virtudes— que nos acercan a la paciencia, la resignación y el panteísmo orientales.


            Leí por primera vez El laberinto de la soledad cuando tenía yo veinte años de edad y lo he releído incontables veces: todavía suelo perder me en él, fascinado, como en una huerta secreta llena de suculentos frutos.


            Hoy día, en plena crisis y en pleno conflicto de Chiapas, también se escucha, entre un maremágnum, un pandemónium de opiniones, gritos, llantos, vituperios y verdades a medias—las únicas verdades enteras son la miseria y el abandono de siglos en que hemos tenido a nuestras comunidades indígenas—, la voz de Octavio Paz. La voz clara, la voz única, nítida, la voz equivocada a veces, sí, tal vez, pero siempre honesta, airada, directa, valiente siempre, de uno de los intelectuales más lúcidos del siglo XX.


            Quiero, y sé que debo, escribir unas palabras sobre la poesía de Octavio. No sé qué decir. Para referirme a lo que es la poesía así, en general, remito al lector a lo que el propio Octavio dice de ella en la introducción a El arco y la lira: "La poesía es conocimiento, salvación, poder, abandono [...], hija del azar, fruto del cálculo [...]. Locura, éxtasis, logos. Regreso a la infancia, coito, nostalgia del paraíso, del infierno, del limbo, juego, trabajo [...]), revelación, danza, diálogo, monólogo". Y tantas, y tantas otras cosas más que es y no es. Y para referirme a la poesía de Octavio, no puedo sino remitirme a mí mismo, a mi sola y única experiencia personal. Soy un novelista que trabaja con música, después de embriagarme con la música de las palabras. Antes de sentarme a escribir, suelo leer poesía. Puedo disfrutar a muchos poetas que escribieron en los idiomas que conozco o que han sido traducidos a ellos. Cavafis, Yeats, Baudelaire, Quasimodo, Dylan Thomas, por ejemplo. Pero prefiero a los que escribieron, o escriben, en mi lengua, la castellana, y me deleita, me estimula, la exuberancia, por ejemplo, de Pablo Neruda o Marco Antonio Montes de Oca, dos poetas que para un crítico quizás no tengan nada que ver entre sí, pero que un lector leal y entusiasta puede tener en un mismo altar. Y leo, leo una y otra vez a Octavio Paz. Aunque "leer" es una palabra inexacta. Deslizo mis ojos por las letras de los versos, puedo incluso pronunciar el poema en voz alta y de memoria, pero no lo leo, lo habito. Vivo dentro de él, y en los poemas de Paz vivo como pez en el agua, como pez prisionero en los cristales del agua, en los diamantes del agua. Como pez absorto e inmóvil, recorro el caudal del poema al mismo tiempo que el caudal, me demoro con él en los meandros, me deslumbro con su espuma, me precipito con él a las honduras de la catarata, los ojos erizados de vidrios tornasolados, para seguir navegando al albedrío de las palabras, al ritmo y voluntad del manantial o del torrente, los poros de toda la piel abierta al aliento sagrado del poema. Desde Luna silvestre hasta el último poema que yo haya visto publicado en Vuelta, pasando por Libertad bajo palabra, Salamandra, La estación violenta, Piedra de sol, he sido un habitante fiel de los poemas de Paz, a los que vuelvo una y otra vez para vivir, desde dentro, la experiencia de una poesía que para mí tiene de Garcilaso la diafanidad y la belleza y de Góngora la voluntad del gran ornato y de la más prestigiosa prestidigitación, pero en clave de sol, en transparencia sostenida, y de los surrealistas el misterio y la ambigüedad, pero no de la puerta cerrada, sino entreabierta al cielo, a la luz, a la revelación, al gozo. Pienso que la poesía de Paz, con frecuencia de un maravilloso erotismo, pero siempre de una sensualidad que va más allá de los labios de la mujer amada, de sus senos, sus muslos y sus cabellos para derramarse en las flores, las nubes, los pájaros, y el universo entero, está llena de esas contradicciones que él, admirador de los celestes infiernos de Blake y de Marino, tanto ha amado: la oscuridad luminosa, el espejo ciego, el fuego congelado, la nieve ardiente, la serena turbulencia, la soledad multitudinaria. Dice Paz que México es un país solar.       Él, también, es un poeta del sol. Y agregaría, un poeta de la sal. De toda esa sal del mundo que representa el garbo, el donaire, la gracia de la vida y, a veces, de todo lo que la sal, también, significa de infortunio. La poesía, como el agua, es dulce, pero como el agua del mar suele ser salobre, y como el mar, son sus volutas: saladas alas que parecerían volar por sí mismas. Y el poeta, que se entrega a la poesía en cuerpo y alma, le da, como en todo acto de amor, la sal de su sudor, la sal de su saliva, la sal de su esperma, la sal de su llanto.


[Publicado con el título "Para Octavio Paz: "Pesa menos el tiempo. Yo respiro", en Proceso, n. 1106, 12 de enero de 1998.]

 

 

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