Conversaciones y novedades

Charlas con Paz (2): barcos, chambas, incendios...

Guillermo Sheridan

Año

1992

Personas

Martínez, José Luis; Fuentes, Carlos; González de León, Teodoro; Mutis, Álvaro; Perse, Saint-John; Reyes, Alfonso; Barreda, Octavio ; Garro, Elena; Lizalde, Eduardo; Asiain, Aurelio; Sheridan, Guillermo; Solana, Rafael; Barral, Carlos; Pellicer, Carlos; García Márquez, Gabriel; López Malo, Rafael; Revueltas, Silvestre

Tipología

Memorias

Temas

Últimos años (1991-1998)

 

Entrego la segunda selección de notas tomadas durante conversaciones con Octavio Paz: unas, en reuniones con amigos; otras, en privado. Supongo que algunos de esos amigos tienen sus propias versiones. Era un buen conversador, divertido y agudo, cuando estaba de vena y no, como decía él, bajo la influencia de Saturno. Algunas de las conversaciones aparecen en sus escritos de entonces o de antes. La primera entrega de estas charlas con Paz apareció aquí.



Perse. Cuenta Paz que, en París, estuvo con Saint-John Perse un par de veces. Dice que no se consideraba un intelectual, sino un aventurero, un marino, y lo era: “un marino que deambulaba cubierto por su enorme carisma”. Perse le dijo que en una ocasión paseaba por un parque cuando vio a un hombre sentado en una banca que se veía muy abrumado y triste. Perse se conmovió y acudió a preguntarle si podía ayudarlo: era Paul Valéry. Agrega Octavio: "Yo no sé si sería cierto, pero así me lo contó". (1992) 

Orinoco. Cuenta que, cuando él y Elena Garro regresaron de Europa en 1937, lo hicieron en un barco alemán llamado el Orinoco, que estaba lleno de esvásticas. Iban en tercera clase, con Silvestre Revueltas. Carlos Pellicer, que iba en segunda, les pasaba comida de la que servían arriba. El Orinoco atracó primero en La Habana, donde se quedaron un par de días, y Paz consiguió visitar a Juan Ramón Jiménez. (1993)

El capitán Moscatelli. Cuenta que, cuando abandonó la Embajada, viajaron en tren de Nueva Delhi a Bombay, donde se embarcaron en un pequeño barco italiano, el Victoria, a las órdenes de un capitán Moscatelli. El barco tardó tres meses en llegar a Barcelona, pues estaba cerrado el canal de Suez por la guerra entre Israel y Egipto. Hizo escalas en Mombasa, Durban, Capetown y Las Palmas, donde él se bajaba para dejar y recibir correo. Fue un viaje fastidioso, dice, pero le sirvió para escribir “Cuento de dos jardines”. Lo único interesante fue que, en el estrecho de Madagascar, hubo una tormenta y un barco cercano tuvo problemas y pidió auxilio. Moscatelli ordenó ir a prestar ayuda y acabó rescatando a su tripulación, lo que supuso maniobras delicadas. El capitán les pidió a los pasajeros que se guardaran en sus camarotes mientras la tripulación del barco averiado subía al suyo, "pues no quería que los pasajeros vieran como motivo de curiosidad a los marinos naufragados, lastimados en su honor". Paz admiró mucho al capitán Moscatelli. El barco llegó por fin a Barcelona, pero lo hizo dos horas antes de lo programado, por lo que no había nadie en el muelle. Esperaban ver a los amigos, pero “sólo había una monja”. Ya luego llegaron por ellos Carlos Fuentes, Carlos Barral y Gabriel García Márquez. Y se quedaron en Barcelona unos días. (1993)

Torres Bodet. Dice que las razones del suicidio de Jaime Torres Bodet podían ser alguna de estas tres o una conjunción de ellas: a) el cáncer, b) el miedo a la ancianidad y c) la enorme soledad después del poder y la creciente sensación de que era rechazado social y políticamente. Recuerda que, alguna vez, Eulalio Ferrer le contó que él y su mujer se lo habían encontrado en Acapulco, con su esposa, y que se puso feliz de que alguien lo saludara y le ofreciera compañía.

     Paz dice haber oído a Rafael Solana decir que Torres Bodet rechazó la presidencia de la república, que le ofreció Ávila Camacho. Cuenta que José Luis Martínez conoció a Torres Bodet en 1938, cuando daba clases en Filosofía y Letras sobre literatura francesa, y que Torres Bodet lo invitó a ser su secretario. La vida privada de José Luis era muy reservada, dice, y su vida literaria nada tenía que ver con su mundo personal, nocturno. Narra que José Luis y él salían del Café París y caminaban por el lado norte de la Alameda. Y que iban a marchar dos veces a la semana, conscriptos del servicio militar. “Era una pesadilla”, por lo que acabó desertando. (1992)

Franqueza. Cuenta que Leopoldo Lugones le dijo una vez a Santos Chocano: “¿No te da pena que los tres grandes poetas de América seamos un asesino, un borracho y un ladrón?”. Octavio menciona El caballero matón, un relato de Andrés Iduarte sobre Rufino Blanco Fombona, buena crónica del machismo de esos poetas modernistas matones: "En una bolsa traían a Max Scheler y en la otra una pistola", dice Octavio. Luego cuenta que Alfonso Reyes participaba en las orgías que organizaba en París Kikí de Montparnasse en los años veintes, que, dice, eran unas “orgías potentes”. (1992)

Muchachas. Evoca a las muchachas que acudían a la Preparatoria de San Ildefonso. A Concha Urquiza, que era “muy aventada, como todas las muchachas entonces”, la veía con Salvador Toscano en El Paraíso, una cervecería cerca de la librería Porrúa. Había una muchacha que se llamaba Judith van Beuren, que era muy amiga de Villaurrutia y que escribió una novela. En la prepa también estaban “las Barona, Armida Mata, Eva O'Gorman, Ana Mekler, Amalia Fernández Castillo Ledón y Margarita Urueta, que luego se casó con Eduardo Villaseñor, mi mecenas”. En el camión de Mixcoac al centro veía a Ninfa Santos, de quien se hizo amigo. Ninfa luego fue mesera en el restaurante Papagayo, al que a veces iba Octavio con sus amigos españoles. (1994)

Chambas. Cuenta que fue a dar al Archivo General de la Nación poco después de la muerte de su padre. Djed Bojórquez le dio chamba de mecanógrafo junto a Luis González Obregón. Estaban a las órdenes de Rafael López y trabajaban junto a su hijo, Rafaelito López Malo, que era camarada de Octavio en la revista Barandal. Dice que Rafaelito escribía cosas, notas y discursos, que luego firmaba su padre. Era muy buen amigo, Rafaelito, dice, aunque padecía "un drama psicológico" (que no explica). Octavio dice que él también le escribió discursos a un político, a Luis I. Rodríguez, que se los pedía "con polvo de oro" y, a cambio, le daba cien pesos, que eran un dineral entonces. [1]

     Octavio Barreda era su “ángel de la guarda” y habló con Eduardo Villaseñor para recomendarle a Paz. No había nada en literatura, pero le consiguió la chamba de quemar billetes en la Comisión Nacional Bancaria, junto con Luis Quintanilla. Una vez se descompuso el horno y tuvo que ir al rastro de la ciudad para quemarlos en su incineradora. La peste era insoportable, dice. Al terminar, se desinfectaba las manos largo rato. Tenía que meter al horno paquetes de tres mil pesos. Cuando se dio cuenta de que siempre había un billete de más o de menos, dejó de contarlos y se ponía a hacer sonetos mentalmente. Se le quedó el hábito de hacer poemas cuando estaba en una situación forzada. En una cena muy aburrida de diplomáticos, dice haber redactado mentalmente los sonetos de "Crepúsculos de la ciudad". “Bueno, lo dejo porque ya es muy tarde", dice. Y cuelga.

Lady Guinness. Evoca a Gloria Rubio. Era de Guadalajara: hermosa, alta, delgada, elegante, graciosa. Estaba condenada a casarse o a servir de empleada en un almacén, pero logró salirse. Fue a Los Ángeles e inició una vida asombrosa: se casaba con hombres cada vez más poderosos. Ya en Europa se hizo amante de un sobrino del rey Faruq, a cuyas hijas dice Octavio que conoció en París. En Portugal, Gloria conoció a Churchill. Terminó casándose con Lord Guinness, el de la cervecería irlandesa, y se convirtió en Lady Guinness. Cuando se divorció, volvió a México y se casó con un arquitecto. Octavio la evoca con enorme deleite: dice que, además de muy guapa, era “un surtidor de gracia y ocurrencias”. Una vez entró a la embajada en París toda vestida de negro y Octavio alabó lo elegante que iba: ella contestó que el vestido le había costado doce dólares.

En Kaziguara. Cuando llegó a Japón en 1952 como encargado de negocios alquiló una casita en un lugar a una hora de Tokio, "en ¿Kaziguara?", se pregunta, donde pasaba el fin de semana. Tomaba el tren de Tokio y llegaba a una estación desde la que había que caminar una hora para llegar a la casita. Hacía mucho calor: los japoneses se quitaban la camisa y las japonesas mostraban el pecho. Tenía una doméstica que iba a limpiar y le hacía arroz y pescado. La primera noche, Octavio dijo que se iba a bañar y ella preparó el baño. “Me metí a un cubo de madera lleno de agua hirviente" y entonces se apareció la doméstica, semidesnuda, y se puso a frotarle la espalda con hisopos y hierbas.

     En otra ocasión, fue con dos amigos al mar. Ellos tenían novias, así que invitaron a una amiga para Octavio, la única que habían encontrado digna para su amigo intelectual, porque era lectora de Kant-san. Resultó que era muy fea, con lentes muy gruesos. “Un verdadero insecto”, dice Octavio. Se fueron a la playa y se metieron a nadar. Como las mujeres de sus amigos no llevaban traje de baño, se metieron en ropa interior. La Insecto, en cambio, se regresó a la cabaña, dice Octavio, “seguramente para leer a Kant-san”. (1993)

Erik. Octavio evoca la residencia de la embajada en Nueva Delhi, en un bungalow muy hermoso. Una vez, los Paz les compraron suéteres a los empleados, porque febrero es frío en Delhi. Pero nadie los usaba. Interrogados por Octavio, se enteró de que les había regalado suéteres del mismo color a miembros de diferentes castas, lo que hacía imposible su uso. 

     Otro empleado, Hassan, se enamoró de la hija del chofer. Es el Hassan que aparece en “Efectos del bautismo”, en Ladera este

El joven Hassan,
por casarse con una cristiana,
se bautizó.
                El cura,
como a un vikingo, 
lo llamó Erik.
                Ahora
tiene dos nombres
y una sola mujer.

Para convertirse al cristianismo tuvo que realizar un rito de purificación que consistió en quedarse adentro de un círculo en el jardín durante ocho días, armado con una espada de palo. Octavio pasaba y lo saludaba, y Hassan levantaba los hombros, avergonzado.

     Otro empleado le pidió en una ocasión quinientas rupias (unos doscientos dólares) para la boda de su hija. Resultó que la hija tenía tres años y el novio cinco, pero el astrólogo ya había anunciado la conveniencia del compromiso. Cuando Paz supo eso, se negó a prestarle el dinero. Esto causó que el empleado temiera por su futuro, pues no había ya vuelta atrás y corría el riesgo de ser expulsado del pueblo. Y Octavio tuvo que ceder. (1994)

Camaradas. En Valencia, en 1937, Elena Garro se pasaba tardes enteras en los cafés platicando con los camaradas. Una tarde, fue materialmente secuestrada y conducida ante la Camarada María, que era Tina Modotti, autoridad del Socorro Rojo Internacional. Modotti le advirtió que ni ella ni su "talentoso" compañero debían acercarse más a los poetas y escritores del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), porque era un partido enemigo. Modotti le dijo a Elena que su esposo era un "intelectual pequeño burgués mexicano, a los que conozco muy bien". Modotti estaba con Vidale, que acababa de colaborar en la desaparición de Andrés Nin. (1994)

Una lectura. Me llama el viernes 10 de marzo de 1995 para pedirme que grabe con él y con Eduardo Lizalde su poema Blanco, cuya nueva edición presentará la editorial El Equilibrista en El Colegio Nacional.

     Cuando llegué el miércoles 15 al Colegio, a las doce, Eduardo ya estaba ahí, con Fausto Vega, que nos presume la rehabilitación del edificio que está haciendo Teodoro González de León. Octavio llegó tarde, a las doce y media, con Marie-Jo. Recorren asombrados el edificio. Octavio tiene una como gota de agua junto al ojo izquierdo. Se le mira algo maltrecho, lleno de manchas y lunares, y el pelo le ha adelgazado notablemente. Marie-Jo revolotea junto a él, cuidando que no se tropiece, pero su paso se nota firme. Lo ponen nervioso los micrófonos y la obsequiosidad de los empleados del Colegio. Por fin comenzamos a leer, pero los ruidos de la calle interrumpen y cortan el flujo. Octavio se enfada y se opta por cambiar de lugar.

     Al sentarse en la sala del Colegio, entre los retratos de los miembros fundadores, dice refiriéndose a la situación del país: “¿Qué va a pasar? ¿No va a haber qué comer, verdad?”. Luego agrega: “Voy a tener que ir a Estados Unidos a ganar algo de dinero”.

     Cuando lee ante el micrófono la parte final de Blanco, Marie-Jo, que mira por la ventana, escucha conmovida y llora un poco, discretamente. Octavio le da su visto bueno a la grabación, nos agradece mucho y lamenta no poder ir a comer juntos, pues no se siente muy bien. “Me preocupa que se caiga”, me dice Marie-Jo, y me cuenta la caída que sufrió Octavio hace cuatro años, cuando se rompió los dos brazos y se abrió la frente en una jardinera. “Tú eres la jardinera del viejo roble añoso”, le digo.

     Me llama por teléfono para disculparse de no haber acudido a la presentación de la novela. No se ha sentido bien últimamente.

     —¿Su pierna? 

     —La pierna, sí, y el malestar de la columna y, sobre todo, la peor enfermedad de todas: los muchos años.

     —Espero tener esa enfermedad algún día...

     Se ríe. Comienza a hablar de la vejez y dice estar acongojado por la muerte de Enrique Molina. 

     Tenía 86 años. Murió hace cuatro o cinco días. Todos se mueren, menos Alberti.

     —Lo vi en Madrid el año pasado.

     ¿Ah sí?

     —Sí. En la Residencia de Estudiantes, porque me invitaron a un congreso.

Un silencio y, cambiando la voz, en un tono que pide discreción, pregunta:

     —Y... ¿cómo caminaba?

   —Bueno, lo sostenían casi en vilo. Su mujer de un brazo y un hombre enorme del otro. Sus piernas casi no tocaban el suelo.

     Pausa.

     —Mi abuelo se murió caminando. Tenía 88 años. Salía de la casa en Mixcoac y caminaba hasta la estación del tranvía. Llegaba al centro y hacía una o dos visitas. Luego regresaba a la casa. Cuando se murió venía caminando. 

     Lo perturba mucho la idea de no poder caminar. Cuando lo vi en la condecoración a Alejandro Rossi, el 30 de octubre, en la residencia de Venezuela, se veía mal y cansado. Tiene un ataque de flebitis, debido a la vena que le quitaron para hacer los bypass del corazón. Marie-Jo me pidió que estuviera listo para que, a la hora de irse, lo ayudara a subir la escalera. Cuando llegaron y vieron que había escalera, dice, estuvieron a un paso de regresarse a su casa. 

     —Mis dos abuelos vivieron más de 90 años, caminando.

     —¿Su abuelo inglés?

     —Bueno, irlandés, pero sólo la mitad, pues su madre era india, del Estado de México. 

     —No me diga.

     —Así que soy un saltapatrás celta.

     —¿Por qué celta?

     —Bueno, me decoro de celta desde que me encontré en La Diosa Blanca a una diosa que se llama Cerridwen y me gustó la idea de ser de su tribu.

     —Yo también me decoro de celta. Mi apellido no viene del español, sino del galaico. Un gallego en Nueva York que sabía de eso me saludó una vez diciéndome que éramos paisanos. Hubo un Paz que vino con Cortés, pero luego descubrí que el apellido Paz viene de Galicia, que la versión inglesa de Paz es Bath.

     —¿Como la ciudad?

     —Así es.

     —Bueno, Octavio, pues la próxima vez que nos veamos sacaremos las gaitas.

     —Sí, tocaremos la gaita, nos pondremos coronas de heno y haremos un sacrificio humano...

     Nos reímos. Luego dice que va a leer la novela y que me manda un abrazo.

     —Espero que después de leerla me siga hablando siquiera.

     —Bueno, lo dejo —y cuelga. (1996)

La novela. En el brindis de fin de año de Vuelta me dice que ya leyó El dedo de oro. Dice que le cayó en gracia que yo fuera un romántico, y lo soy porque el amor termina por vencer todo. Dice que lo divirtió la historia de amor entre el Pelón Ochoterena y Sólida Soleil, “esa pareja de seres hermosos haciendo el amor y engendrando civilizaciones”. Detesta a Catita Borceguí: "México está lleno de Catitas". Dice que “todo lo de la mierda es latoso pero, bueno, hasta Breton estaba fascinado por la mierda”. Luego dice que no me tomé en serio la historia de México. Pues no, le contesto, de eso se trataba. En suma, me dice: “Hasta lo que no me gustó, me gustó. Consiguió usted algo muy raro: que, entre la mueca de la carcajada, aparezca la del horror". Luego dijo que se querría ir “a un país en el que no haya ni dedo de oro ni suplementos literarios”. (1996)

Incendio. El 21 de diciembre de 1996, a la 1:30 de la mañana, durante la boda de Ingrid Rossi, nos enteramos por un reportero que se incendiaba el departamento de Octavio. Aurelio Asiain y yo corrimos al departamento. Ya no había nada y no logramos averiguar dónde estaba. Al día siguiente supimos que se habían ido a refugiar al hotel Camino Real.

     El día 23 me dice Octavio que él está muy triste por los libros que quemó el incendio y que Marie-Jo está triste por los gatos. Cuenta que un bombero bajó con dos o tres gatitos- Marie-Jo pidió que les dieran oxígeno, pero el hombre de la ambulancia le dijo que no, que el oxígeno era sólo para los humanos.

     Quiere ir el lunes para ver los libros que se quemaron. Y, si no puede ir, "abandono todo porque ya estoy muy harto". Para terminar, hace una enumeración de los males que lo aquejan: la vejiga y la flebitis, la bronquitis y los dolores de espalda. “El cuerpo es cruel”, concluye. 

     El día 7 de enero me dice que ahora Marie-Jo es la que tiene bronquitis. “Esto es terrible. Es una cosa después de la otra. No sé cuándo va a parar”. Me pide que vaya al hotel a tomarle dictado de unas cartas urgentes en inglés. Después hace una enumeración de los libros dañados: 

Sección de literatura española: Antologías y ediciones raras. Un facsímil de Fray Luis de León. Lope de Vega, Vélez de Guevara, Calderón de la Barca. Teatro en Clásicos Castellanos y el Góngora de Foulché-Delbosc, en Aguilar. Mi Quevedo, editado por Menéndez Pelayo y Astrana Marín. Bécquer. Alberto Lista. Novelas del XIX. Galdós, Machado, Juan Ramón. Mi primera edición de Azul. Góngora y Medrano editados por Dámaso Alonso. Los Episodios nacionales completos. Campoamor y Zorrilla, ilustrado por Doré. Bretón de los Herreros...
Mexicanos: mi Sor Juana de Méndez Plancarte y mi primera edición de 1690, mutilada. Las primeras ediciones de Othón, Gutiérrez Nájera y así, hasta López Velarde...

Agrega que la edición de Azul, la de 1888, se la regaló Mutis, "que era mi amigo", dice. La edición de las Prosas profanas era la segunda, la de su abuelo. Los Cantos de vida y esperanza había sido un regalo de Rafael López.

     Me pide que le ayude a ver si hay manera de restaurar los restaurables. Muchos otros no tienen ya remedio. “Lo de enfrente se quemó casi todo: unos cien libros de China, la India y Japón. Todo lo de La Pléiade. Los clásicos griegos y latinos de la colección Belles Lettres. Libros de arte. La Antología en diez volúmenes de Menéndez y Pelayo. El padre Vittoria que le regaló Vicente Riva Palacio a mi abuelo con esta dedicatoria: “Querido Ireneo. Comprado en el Rastro de Madrid".

     El día 10 le digo que Celia Ramírez, funcionaria de la UNAM con quien hablé, muy amable, ofrece tratar de restaurar los libros. Me dice que José Luis Martínez ya intervino y que José Moreno de Alba también ofreció ayuda, pero que se embrolló todo, así que será mejor que hable con Celia Ramírez.

     El día 20 está más tranquilo. La UNAM va a encargarse de los libros y los va a pasar además por un horno especial que aniquila los hongos. La idea de volver a tener sus libros lo hace sentirse mejor.

     Luego se pone a hablar de su juventud: “Hacía unos poemas muy malos, con influencia de Lord Dunsany, las ciudades abandonadas y todo eso". Su poema “El patín de hielo” es puro Pellicer, me dice (como si no fuera obvio). “Pellicer era el que me interesaba más, junto a Gerardo Diego y Alberti”. Él no quería sacar toda la poesía en sus Obras completas, pero su editor, Hans Meinke, se empeñó. Tenía razón, dice, pues todo se iba a conocer tarde o temprano. Metió cuatro inéditos escritos entre los dieciséis y los dieciocho años. Uno de ellos, un poema simbolista. Y dice que escribió un poema sobre una monja asesinada, totalmente inspirado en Villaurrutia y Cocteau. [2]

     La poesía joven suele ser mala, concluye. Hay que releerla con lápiz y, sobre todo, con borrador. Y recuerda que para su tercera antología, Juan Ramón escogió “solamente ochenta o noventa poemas juveniles”.

Continuará... 



[1]  Tanto polvo de oro tenían que Rodríguez los reunió en su libro Veinte discursos (México, Talleres Gráficos de la Nación, 1936). Sería divertido leerlos. 

[2] El poema simbolista debe ser “Vocación II” (13:32). El otro, al parecer inspirado por el Requiem pour une nonne, de Cocteau, no fue recogido. 


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