Conversaciones y novedades

Sílabas enamoradas

Jesús Silva-Herzog Márquez

Año

2022

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra poética

 

Reproducimos el artículo de Jesús Silva-Herzog (Instituto Tecnológico de Monterrey) publicado originalmente en Octavio Paz: entre poética y política (Anthony Stanton, ed. El Colegio de México, 2009).



El ser carece de contrarios

Antonio Machado

El pensamiento se fundamenta en un desarraigo. Cercar las palabras, dice Octavio Paz, es “arrancar al ser del caos primordial”.[1] En el cuchillo de un poeta nacido en Elea hace más de veinticinco siglos encontramos el origen de esta cisura de Occidente. Parménides narra su viaje hacia la luz montado en una carroza fantástica y escoltado por doncellas solares. Después de abrir con suaves palabras las puertas de la noche y el día encontró a una diosa sin nombre. La divinidad acogió benévola al poeta y le reveló la entraña “bellamente circular” de la verdad:


Atención, pues:
Que Yo seré quien hable;
Pon atención tú, por tu parte, en escuchar el mito:
Cuáles serán las únicas sendas investigables del Pensar

Ésta:
Del Ente es ser; del Ente no es no ser.
Es senda de confianza,
pues la Verdad la sigue.


Lo que es existe, lo que no es no merece palabra. Ahí está el filoso cuchillo de Parménides, la navaja de la disyunción que sigue partiéndonos. El hombre no es polvo; el agua no arde; lo ligero no oprime. La realidad es una, imperturbable e infinita: “ni fue ni será que de vez es ahora todo, uno y continuo”. Muchos de los contemporáneos de Parménides pensaron que era un cretino: quien abre los ojos observa la exuberancia de las cosas, la incesante mudanza de los cuerpos, la presencia de la ambigüedad, la ironía de los cuerpos. La realidad, responde Parménides, no se ve con la retina sino con los párpados cerrados de la inteligencia. La imaginación queda proscrita: lo que es nada tiene de la nada.

     Si para Rosseau la caída de nuestra civilización fue la propiedad, para Octavio Paz nuestro desamparo nace con la definición. Nuestras desdichas no nacieron en el momento en que alguien dijo “esto es mío” sino en el momento en que alguien dijo “esto es esto y no puede ser aquello”. Dos pecados humanos: adueñarse de la naturaleza que es de todos; aprisionar el significado variable de las cosas. Esa cerca del ser, esa muralla que divide al mundo en dos mitades, esa prisión lógica que nuestro pensamiento no puede perforar es la casa de Occidente. De ahí viene el desarraigo: la palabra quedó hecha pedazos y, con ella, nosotros partidos.


Todo era de todos
                                Todos eran todo
Sólo había una palabra inmensa y sin revés
Palabra como un sol
Un día se rompió en fragmentos diminutos
Son las palabras del lenguaje que hablamos
Fragmentos que nunca se unirán
Espejos rotos donde el mundo se mira destrozado.[2]


Las palabras rasgan pero también enlazan. El trabajo del poeta es recrear la originaria fraternidad de los significados. La imagen poética traspasa la muralla y dice lo indecible: las plumas son piedras. “El universo deja de ser un vasto almacén de cosas heterogéneas. Astros, zapatos, lágrimas, locomotoras, sauces, mujeres, diccionarios, todo es una inmensa familia, todo se comunica y se transforma sin cesar, una misma sangre corre por todas las formas y el hombre puede ser al fin su deseo: él mismo”.[3] La raíz de la poesía es la comunión del hombre del hombre y el mundo, las plantas y los volcanes. En Estocolmo, al recibir el Premio Nobel, recordaba una noche en el campo cuando percibió la correspondencia de los astros y los insectos.


Es grande el cielo
y arriba siembran mundos.
Imperturbable,
prosigue en tanta noche
el grillo berbiquí.[4]


El poema es el campo de las conciliaciones. Pacto instantáneo de enemigos, el poema encuentra la afinidad oculta entre realidades distantes: el grillo y el cosmos. Escribir es recrear esa fraternidad cósmica que la lógica mutila. La conciencia de la contradicción y el anhelo de reconciliación nacen en Paz desde muy temprano, desde su infancia en Mixcoac. A Julio Scherer le cuenta que su casa era “el teatro de la lucha entre las generaciones”. “Mi abuelo —periodista y escritor liberal— había peleado contra la intervención francesa y después había creído en Porfirio Díaz. Una creencia de la que, al final de sus días, se arrepintió. Mi padre decía que mi abuelo no entendía la Revolución mexicana y mi abuelo replicaba que la Revolución había substituido la dictadura de uno, el caudillo Díaz, por la dictadura anárquica de muchos: los jefes y jefecillos que en esos años se mataban por el poder”.[5]


Mi abuelo, al tomar el café,
me hablaba de Juárez y de Porfirio,
los zuavos y los plateados.
Y el mantel olía a pólvora.

Mi padre, al tomar la copa,
me hablaba de Zapata y de Villa,
Soto y Gama y los Flores Magón.
Y el mantel olía a pólvora.

Yo me quedo callado:
¿de quién podría hablar?[6]


El café del abuelo se enfrentaba con el alcohol del padre. Los líquidos se enfrentan: chocan, se envuelven, se estrangulan. Después son uno en el paladar de Octavio Paz Lozano. El liberalismo no tenía que matar a la comunidad ancestral; el apego a la tierra no exigía el aniquilamiento de la legalidad. Desde entonces, Paz rechaza la opción: no es esto o lo otro sino esto con lo otro. “Mi abuelo tenía razón pero también era cierto lo que decía mi padre”.[7] Desde esas quemantes discusiones podemos ver la marca de la literatura paciana: la conciliación de los contrarios. Paz supo que aún en las voces más distantes había un hondo parentesco. Su obra extiende esas conversaciones del desayuno: diálogo con John Donne y Apollinaire, diálogo con las serpientes de la diosa Coatlicue y los colores danzantes de Miró; diálogo con Pessoa y sus heterónimos; diálogo desde las tres puntas del surrealismo; diálogo con Quevedo, Machado y Ortega, diálogo con Sor Juana, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes; diálogo con los olores y los sabores de la India, sus mitos y formas; diálogo con la poesía china; diálogo con los disidentes de fin de siglo y los inquisidores coloniales; diálogos sobre el erotismo y la democracia. Diálogos que alumbran una civilización. La civilización Octavio Paz.

     Conversaciones marcadas por el anhelo de trascender la contradicción. El mantel de Mixcoac raja el cuchillo de Parménides. El mantel es el puente que ahuyenta las clasificaciones y las disyunciones. Como lo vio Manuel Ulacia, en la poesía y en el ensayo de Octavio Paz se escenifican una y otra vez estas nupcias de contrarios.[8] El goteo rítmico que sostiene su pensamiento son columnas fraternalmente enemigas: soledad y comunión; unión y separación; la flecha y el blanco; la ruptura y la conciliación; modernidad y tradición; confluencias y divergencias; inmovilidad y danza. La clave estaba fuera de Occidente. El filósofo taoísta Chuang-Tse decía, por ejemplo: “Si no hay otro que no sea yo, no hay tampoco yo. Pero si no hay yo, nada se puede saber, decir o pensar... La verdad es que todo ser es otro y que todo ser es sí mismo [...] El otro sabe del sí mismo pero el sí mismo depende también del otro... Adoptar la afirmación es adoptar la negación”.[9] En Blanco, poema de voces múltiples que recorre los territorios del amor, la palabra, el conocimiento, el poema que Paz considera uno de sus trabajos más complejos y ambiciosos, encontramos estas líneas que sintetizan el esfuerzo por reencontrar la mitad perdida, la mitad negada del hombre.


                        No y Sí
juntos
            dos sílabas enamoradas


Un personaje invisible hechiza a los enamorados: la imaginación. La imaginación no es en Paz la “loca de la casa”, como la apodó santa Teresa; es el supremo ejercicio de la inteligencia. La capacidad de asociar entidades aparentemente distantes es penetrar en la verdad. “La poesía es entrar en el ser”, escribió en El arco y la lira. No el ser de la apariencia ni el de la lógica sino el ser de lo más humano: la palabra.


El modo de operación del pensamiento poético es la imaginación y ésta consiste, esencialmente, en la facultad de poner en relación realidades contrarias y disímbolas. Todas las formas poéticas y todas las figuras del lenguaje poseen un rasgo común: buscan, y con frecuencia descubren, semejanzas ocultas entre objetos diferentes. En los casos más extremos, unen a los opuestos. Comparaciones, analogías, metáforas, metonimias y los demás recursos de la poesía: todos tienden a producir imágenes en las que pactan el esto y el aquello, lo uno y lo otro, los muchos y el uno.


Escribir es buscar. Perseguir el centro del instante, sustraer el mundo de su río, salvar, petrificar lo que el tiempo disuelve. “Escribir es la incesante interrogación que los signos hacen a un signo: el hombre; y la que ese signo hace de los signos: el lenguaje”. La pasión del lenguaje no es otra cosa que pasión por el conocimiento, pasión por el conocimiento que no es otra cosa que amor por las palabras. Pere Gimferrer lo llama por ello “poeta del pensamiento”. Un poeta de la familia de John Donne, Quevedo, Wordsworth, T. S. Eliot, Valéry.[10] El poeta catalán conocía de los rigores de la imaginación poética de Paz. Un poema es una forma de saber. Una carta que el poeta mexicano dirigió al catalán, escrita un día cualquiera de 1967, vale como muestra de su exigencia:


Querido Gimferrer: ponga en duda a las palabras o confíe en ellas —pero no trate de guiarlas ni de someterlas. Luche con el lenguaje. Siga adelante la exploración y la explosión comenzada en Arde el mar. Hoy, al leer en un periódico una noticia sobre no sé qué película, tropecé con esta frase: el hombre no es un pájaro. Y pensé: decir que el hombre no es un pájaro es decir algo que por sabido debe callarse. Pero decir que un hombre es un pájaro es un lugar común. Entonces... entonces el poeta debe encontrar la otra palabra, la palabra no dicha y que los puntos suspensivos de “entonces” designan como silencio. Así, luche con el silencio.[11]


En otra carta sigue la lectura de su amigo:


Yo creo que usted debe seguir por el camino que ahora ha emprendido y llevar a término la experiencia. Lo que me atrevería a aconsejarle es que la lleve a cabo con todo rigor, pues de otra manera no sería una experiencia sino un desliz. Los nuevos poemas que me ha enviado me gustan más que los anteriores pero no modifican sustancialmente mi impresión primera. Repito: no es un problema de tema sino de rigor. En primer término: el vocabulario. Yo suprimiría muchos adjetivos que son obvios o previsibles. Un ejemplo: el sutil paso del duende, el susurro floral de los sargazos, etc. También suprimiría frases explicativas: la voz de las sirenas que parece salir de nuestro propio pecho. ¿No habría una manera más “económica” de decir esto? Usted desea, me imagino, más mostrar que evocar pero muchas veces sus poemas no son instantáneas sino evocaciones: no deja usted hablar a las cosas e interviene.[12]


Los rigores de la imaginación.

*

La obra de Paz es un prolongado, convincente alegato a favor de los derechos de la poesía. Como bien dice Enrico Mario Santí, la poesía es el marco de toda su obra: no solamente hacer poesía y pensarla sino, sobre todo, pensar desde la poesía.[13]


Entre el hacer y el ver,
                                      acción o contemplación,
escogí el acto de palabras:
                                      hacerlas, habitarlas,
dar ojos al lenguaje.[14]


Nítida declaración de una vocación: hacer las palabras, habitar las palabras. El habitante del lenguaje escucha al mundo poéticamente; así lo nombra. La poesía en Paz no es fantasía: es contemplación que navega entre la filosofía y la historia. Sin ser una ni otra, es, como la filosofía, contemplación y, como la historia, pinza de lo concreto. El decir poético sale al encuentro del hombre, el arte, las letras, los hábitos y el poder. La pasión crítica de Paz llega también a abrazar la cosa política. En el discurso de Paz al recibir el Premio Alexis de Tocqueville en 1989, decía:


Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más. En mis libros de prosa me propuse servir a la poesía, justificarla y defenderla, explicarla ante los otros y ante mí mismo. Pronto descubrí que la defensa de la poesía, menospreciada en nuestro siglo, era inseparable de la defensa de la libertad. De ahí mi interés apasionado por los asuntos políticos y sociales que han agitado a nuestro tiempo.[15]


La poesía inmiscuyéndose en asuntos de soberanía. No ha habido condena más enérgica a esa intromisión que la de Platón, un poeta. Platón decide expulsar a la poesía de la perfecta ciudad congelada por la razón. La poesía como rival de la verdad, de la unidad, del orden. Inventar mundos a la palabra, romper los significados, recordar lo que ha perdido nombre, designar lo inexistente es despedazar la impenetrable escultura de Utopía. Herética, ebria, subversiva, melancólica, la poesía no puede reclamar jurisdicción sobre las graves cosas del Estado. El poeta podrá animar el banquete pero nunca enjuiciar el parlamento. La lucha entre las dos formas de la palabra —filosófica y poética— se resuelve en Platón con la ejecución de la poesía. Entonces se inaugura, dice María Zambrano, la vida azarosa, ilegal de la poesía; su maldición.[16]

     Paz no quiso disfrazarse con el vocabulario del especialista para hablar de la historia o de la política. “Prefiero hablar de Marcel Duchamp o de Juan Ramón Jiménez que de Locke o de Montesquieu. La filosofía política me ha interesado siempre pero nunca he intentado ni intentaré escribir un libro sobre la justicia, la libertad o el arte de gobernar”.[17] Sin pretensiones teóricas, sus reflexiones políticas son reflejos, escritos lúcidos y profundos de un testigo frente a los acontecimientos. Opiniones. La fuerza de sus palabras viene de su impotencia. “La palabra del escritor tiene fuerza porque brota de una situación de no-fuerza. No habla desde el Palacio Nacional, la tribuna popular o las oficinas del Comité Central: habla desde un cuarto”.[18] En este siglo intoxicado por las ideologías —creencias tapiadas, satisfechas— Octavio Paz empuña la aguja de la crítica. La crítica “es nuestra única defensa contra el monólogo del Caudillo y la gritería de la Banda, esas dos deformaciones gemelas que extirpan al otro”.

     Escribir, defender la poesía exigía confrontar la política, es decir, defender la libertad. Pero, ¿qué es la libertad para Octavio Paz? Una y otra vez se resiste a la cápsula de la definición en sus ensayos. Precisar el significado de la palabra libertad sería esclavizarla. Por eso duce que no se trata de una idea sino de un acto o, más bien, una apuesta. Es libre el hombre que dice no, el que se niega a seguir el camino y da la vuelta. La libertad se inventa al ejercerse. Como Camus, Paz dice: ser es rebelarse. Por eso el poeta no sigue el trazo de los técnicos que quieren reducir la libertad al escudo que nos resguarda del Estado. La libertad moderna de Benjamin Constant o la libertad negativa de Isaiah Berlin pueden ser un aposento que nos encierre en nosotros mismos. Por eso quiere, a diferencia de los ingenieros, una libertad de párpados abiertos. Peligrosa una libertad ensimismada, presa en su soledad; miserable el hombre que no logra desprenderse de sí: “un ídolo podrido”. La libertad es la proeza de la imaginación.


La libertad es alas, 
es el viento entre hojas, detenido
por una simple flor; y el sueño
en el que somos nuestro sueño;
es morder la naranja prohibida, 
abrir la vieja puerta condenada
y desatar al prisionero:
esa piedra ya es pan,
esos papeles blancos son gaviotas,
son pájaros las hojas
y pájaros tus dedos: todo vuela.


A los veintiún años Octavio Paz escribió que “ser es limitarse, adquirir un contorno”.[19] La libertad, la existencia misma del hombre reclama al otro. El otro es el corazón de uno mismo. Ésa es la llave de El laberinto de la soledad y la conclusión de Posdata: la otredad nos constituye. “Nos buscábamos a nosotros mismos y encontramos a los otros”. Lo dice muy claramente al hablar de la erótica poesía de Luis Cernuda: ser es desear. “Cada vez que amamos, nos perdemos: somos otros. El amor no realiza al yo mismo: abre una posibilidad al yo para que cambie y se convierta. En el amor no se cumple el yo sino la persona: el deseo de ser otro. El deseo de ser”.[20] Ser es derramarse.

     El liberalismo puede ser la visión más hospitalaria del mundo, pero deja sin respuesta todas las preguntas sobre el origen y el sentido de la vida. En Paz encontramos un moderado, es decir. tocquevilleano amor por la democracia liberal. Ama en ella la civilidad de su convivencia, se generosidad, la presencia de la crítica. Pero sabe también que en las formas democráticas no están las respuestas a los acertijos medulares de nuestra existencia. Las democracias modernas ignoran al otro y tienden al conformismo, a las “sonrisas de satisfacción idiota”. El liberalismo “fundó la libertad sobre la única base que puede sustentarla: la autonomía de las conciencias ajenas. Fue admirable y también terrible: nos encerró en un solipsismo, rompió el puente que unía el yo al tú y ambos a la tercera persona: el otro, los otros. Entre libertad y fraternidad no hay contradicción sino distancia —una distancia que el liberalismo no ha podido anular”. No ha podido liquidar la distancia porque no ha completado su inmersión en el otro. Por ello el liberalismo paciano se desliga de sí mismo.

     En Piedra de sol Octavio Paz describe esta necesidad de encontrar al otro:


para que pueda ser he de ser otro, 
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta [...]


En su argumento sobre las insuficiencias del liberalismo, Octavio Paz no se percata que una de las contribuciones más importantes del liberalismo es precisamente el paquete de preguntas que deja de hacerse. La mente liberal se concentra en la órbita de la política buscando tan sólo que el hombre sea dueño de sí mismo. Sabe que lo cuida de las amenazas del poder aceptando que no lo guía en el misterio de la vida. El liberalismo no es, no pretende ser, una religión; es una técnica. Pero ésa no es su miseria, como denuncia Paz. Es su grandeza.

     Paz no se describió a sí mismo como un liberal. La camisa le apretaba. Simplemente se sintió cercano al liberalismo. “mis afinidades más ciertas y profundas están con la herencia liberal”.[21] Como ha resaltado Yvon Grenier, la comedida palabra afinidad es crucial en esta confidencia. Afinidad: proximidad, semejanza; no pertenencia. Más que el liberalismo, a Paz lo mueve una idea todavía sin nombre. Fraternismo podría llamarse en algún futuro. Una política que tenga en el centro la fraternidad, la palabra olvidada del triángulo francés. Un poema, recordemos, captura la fraternidad cósmica: la hermandad del grillo y las estrellas. Ésa es la otra voz que necesita escuchar la nueva filosofía política. “La palabra fraternidad no es menos preciosa que la palabra libertad: es el pan de los hombres, el pan compartido”.


A mi modo de ver, la palabra central de la tríada [libertad, igualdad, fraternidad] es fraternidad. En ella se enlazan las otras dos. La libertad puede existir sin igualdad y la igualdad sin libertad. La primera, aislada, ahonda las desigualdades y provoca las tiranías; la segunda oprime a la libertad y termina por aniquilarla. La fraternidad es el nexo que la comunica, la virtud que las humaniza y las armoniza. Su otro nombre es solidaridad, herencia viva del cristianismo, versión moderna de la antigua caridad. Una virtud que no conocieron ni los griegos ni los romanos, enamorados de la libertad pero ignorantes de la verdadera compasión. Dadas las diferencias naturales entre los hombres, la igualdad es una aspiración ética que no puede realizarse sin recurrir al despotismo o a la acción de la fraternidad. Asimismo, mi libertad se enfrenta fatalmente a la libertad del otro y procura anularla. El único puente que puede reconciliar a estas dos hermanas enemigas —un puente hecho de brazos enlazados— es la fraternidad. Sobre esta humilde y simple evidencia podría fundarse, en los días que vienen, una nueva filosofía política. Sólo la fraternidad puede disipar la pesadilla circular del mercado. Advierto que no hago sino imaginar o, más exactamente, entrever ese pensamiento. Lo veo como como el heredero de la doble tradición de la modernidad: la liberal y la socialista. No creo que deba repetirlas sino trascenderlas. Sería una verdadera renovación. [22]


El poeta descubre en su imaginación todo lo que el liberalismo reprime, todo lo que el liberalismo olvida. Siempre vio con desconfianza, por ejemplo, el círculo impersonal e inflexible del mercado. Un monstruo ciego y sordo que no entiende del valor. El romántico condena de esa manera el lucro, el vicio del comercio que nos enfrenta como bestias. Desde Entre la piedra y la flor, su primer intento por “insertar la poesía en la historia”, Paz denuncia a las crueldades de esa fría maquinaria del mercado:


El dinero y su rueda,
el dinero y sus números huecos,
el dinero y su rebaño de espectros.


Líneas en las que se escucha, nítido, el eco de Quevedo:


¿Quién hace al tuerto galán
Y prudente al sin consejo?
¿Quién al avariento viejo
Le sirve de río Jordán?
¿Quién hace de piedras pan, Sin ser el Dios verdadero?
El dinero.


“Saber contar no es saber cantar”, escribía Paz en otro sitio. Por ello la búsqueda de la libertad no puede separarse de la búsqueda de comunión. Si la imaginación poética es capaz de enamorar la sílaba que afirma con la sílaba que niega, la misma potencia ha de conciliar las doctrinas enemigas. El error, decía Pascal, no es lo contrario de la verdad, es el olvido de la verdad contraria. Paz tocó los cordones contrarios de la política: las razones de la libertad y las tradiciones de la comunidad; los derechos del individuo y el abrazo de la hermandad. No es extraño que encontrara en Cornelius Castoriadis la pista de una renovación filosófica, puesto que ahí la imaginación tiene carácter constituyente. “El alma [recuerda Castoriadis a Aristóteles] nunca piensa sin fantasmas”. La crisis de nuestra civilización es el agotamiento de esos fantasmas, el vacío de sentido, la imaginación seca, el conformismo jactancioso. La democracia que defendía Castoriadis no era el seco ritual de las elecciones sino la viva civilización de las interrogantes, casa de puertas abiertas.

     Nacido muy lejos de Mixcoac, ocho años más joven que Octavio Paz, Castoriadis trató de recuperar el ideal libertario del socialismo. Hombre de cabeza rapada, sonrisa de fruta y piel viva, Castoriadis era inteligencia hirviendo. Nada puede suplantar, decía, los goces de una discusión, vino, música y un buen chiste. De sus lecturas de Marx y de su práctica como psicoanalista, de su amor por la antigua Grecia y de su observación atenta de las huelgas de los mineros, de su sensibilidad poética y de su práctica como economista surge una noción democrática que va mucho más allá de la competencia entre partidos. La democracia tiene sentido si cultiva realmente una sociedad de hombres autónomos, de hombres capaces de decidir su camino. Un régimen donde todas las preguntas pueden ser planteadas.

     Al poeta toca reanimar la filosofía política para encontrar un nuevo mundo de significaciones en donde las ideas pierdan su envase dentellado. En ese camino está la propuesta de Leszek Kolakowski, quien escribió un manual para conservadores-liberales-socialistas que combate precisamente esa vieja filosofía de filosofías excluyentes. El filósofo polaco proponía, como lema de su Internacional, una frase que escuchó en un camión de Varsovia: “Por favor, avance hacia atrás”. Kolakowski argumentaba que las aguas de aquellos ríos no tenían por qué fluir en cauces distintos. Bien pueden verter sus aguas en la misma cuenca. Un conservador sabe que las mejoras son costosas, que cada reforma tiene su precio; duda que la supresión de las tradiciones nos haga más felices y desconfía de las utopías. Abomina, sobre todo, a quienes pretenden usar la maquinaria estatal para encaminarnos al paraíso. Un liberal exige que el Estado garantice nuestra libertad, no que asegure nuestra felicidad. Finalmente, un socialista rechaza enérgicamente que la desigualdad sea una condena irremediable. Que la perfección sea inalcanzable no significa que nada pueda hacerse para disminuir la opresión.[23] Frente a la tiranía del o, la utopía del y. El derecho de no escoger. Así lo pone Paz en un poema: “elegir / es equivocarse”.

     Paz decidió no elegir: fue un romántico, un liberal, un conservador, un socialista, un libertario. Todo; al mismo tiempo. Defendió la libertad y la democracia representativa al tiempo que rechazaba la idolatría de la razón y del progreso. Apareció el flujo de las tradiciones, temió el estrépito de la revolución, anheló un mundo fraterno. [24] Corresponde a la imaginación encontrar el puente de las conciliaciones, el lazo de la convergencia de las dos grandes tradiciones modernas: liberalismo y socialismo. Es cierto: de la tabla para llegar a ese pacto, Paz dice muy poco. El poeta nombra, vislumbra, muestra, pero no dicta receta. Busca el agua otra.

*

La maldita política no fue la pasión de Octavio Paz, poeta:


La historia de la literatura moderna, desde los románticos alemanes e ingleses hasta nuestros días, es la historia de una larga pasión desdichada por la política. De Coleridge a Mayakovski, la Revolución ha sido la gran Diosa, la Amada eterna y la gran Puta de poetas y novelistas. La política llenó de humo el cerebro de Malraux, envenenó los insomnios de César Vallejo, mató a García Lorca, abandonó al viejo Machado en un pueblo de los Pirineos, encerró a Pound en un manicomio, deshonró a Neruda y Aragón, ha puesto en ridículo a Sartre, le ha dado demasiado tarde la razón a Breton.[25]


La política es sentida así como una maldición. Una maldición que envilece inteligencias y encaja gusanos en la manzana de los afectos. Nunca le entusiasmó la política. Le interesaba, eso sí —o más bien, le preocupaba. Paz sabía que la maldita política no podía ser ignorada: ignorarla sería peor que escupir contra el cielo.

     La idea del mal subyace en todas sus meditaciones políticas. “El mal: un alguien nadie”. Desde esa convicción, es un liberal que ve al poder como amenaza, nunca como puente de redención. Liberalismo que en algunos momentos llega a coquetear con el anarquismo: “deberíamos quemar todas las sillas y tronos”, llega a escribir en un arranque zapatista. Jamás puede bajarse la guardia frente al demonio cruel o seductor del poder. La larga reflexión de Octavio Paz sobre la historia y la política desemboca justamente en dos preguntas: “¿Somos el mal? ¿O el mal está fuera y nosotros somos su instrumento, su herramienta?”. No, responde Paz. El mal está dentro: en el centro de nuestra conciencia, en la raíz de la misma libertad. “Ésta es la única lección que yo puedo deducir de este largo y sinuoso itinerario: luchar contra el mal es luchar contra nosotros mismos. Y ése es el sentido de la historia”.[26] Por eso, y a diferencia de muchos de los más brillantes hombres de su siglo, no se acercó jamás a la política como quien busca a Dios, como quien pretende encontrar por fin al bien, como quien cree que en la política están las respuestas esenciales.

     Por supuesto, ese liberalismo en guardia permanente frente al mal no está solo, como no está sola ninguna palabra en Paz. Todo vocablo en su lengua invita a su contrario a aparearse con él. Decir que Octavio Paz fue un liberal es decir una obviedad incompleta. Evidentemente fue liberal: defendió tercamente la autonomía del individuo, denunció el despotismo en todos lados, criticó los absolutos, fue un militante de la duda. Pero fue un liberal que hizo suyas muchas de las críticas al liberalismo, al que vio como un boceto a un tiempo admirable y terrible.

     No hay una doctrina política pulida en las páginas de Paz pero hay, sin duda, una densa y coherente meditación sobre los azares de la historia, las trampas de la ideología y las posibilidades del convivir. Valdría la pena concentrarse en sus aportaciones a la comprensión del cambio mexicano. Los primeros pasos de la democracia mexicana colocan los escritos políticos de Paz bajo una nueva luz. Leer hoy sus apuntes sobre la naturaleza de la burocracia, los vicios del PRI, las carencias intelectuales del PAN, las lacras de la izquierda, la baba de la demagogia, la compleja y exigente textura del pluralismo democrático es darle la razón a Gonzalo Rojas cuando dijo en el triste 19 de abril de 1998: “todavía nos habla el muerto”.

     Nadie entendió la maquinaria del poder posrevolucionario en México, nadie anticipó los caminos de la democratización de México, nadie previó con tanta claridad el ritmo de su cambio y la acidez de sus amenazas como Octavio Paz. Con mucha mayor lucidez que todos los catedráticos universitarios, el poeta que se burlaba de la politología palpó las peculiaridades de la dominación priista, anticipó y demandó su cambio auténtico, previó las penurias democráticas. Leyendo a Paz encontramos el presente.

     Pensar el hoy significa recobrar la mirada crítica de Paz. “Tenemos que aprender a ser aire, sueño en libertad”. Sueño en libertad. En esas palabras desemboca Posdata. De ahí viene el título de una antología de escritos políticos de Octavio Paz que preparó Yvon Grenier. “Si la política es una dimensión de la historia, es también crítica política y moral. Al México del Zócalo, Tlatelolco y el Museo de Antropología tenemos que oponerle no otra imagen —todas las imágenes padecen la fatal tendencia a la petrificación—, sino la crítica: el ácido que disuelve las imágenes”.[27] La crítica es la batalla contra los sueños estancados: sablazo contra la telaraña de las ideologías. De ahí proviene la vigencia de Paz, enemigo de la ideología en el siglo de las borracheras ideológicas.

     Paz cultiva el arte del discernimiento: ve, entre las muchas cosas, lo que es cada una. Por eso nunca simpatizó con los simplificadores. Los hechos sociales son siempre enredos. A la caricatura del régimen posrevolucionario como una dictadura semejante a las sudamericanas o como un primo cercano de los sistemas de partido único en Europa del Este, Paz opuso siempre sus razones. Cualquiera que haya vivido una dictadura se dará cuenta de que en México no existió tal cosa. La política posrevolucionaria no fue de modo alguno democrática, pero tampoco puede ser dibujada como un facsímil del franquismo. Habrá sido un crítico del poder, pero antes de eso era un crítico. Su inteligencia estaba siempre por delante de su voluntad. Para oponerse al régimen político priista (una peculiar forma de dominación burocrática, patrimonialista y autoritaria) lo primero que había que hacer era entenderlo sin las desfiguraciones de los ideólogos que todo lo acomodan a su prejuicio. Creen que mientras más descalificaciones se lancen al cuerpo del adversario, más fuertes se hacen. Se debilitan, argumenta Paz, porque se engañan al abdicar de la inteligencia crítica. Antes que nada Paz buscaba comprender. “Me niego, para criticar al PRI, a caer en simplificaciones de moda”.

     Las peculiaridades del ogro mexicano le hicieron anticipar la ruta de la democratización. No sería la revolución sino la reforma lo que terminaría con ese régimen de emergencia que inauguró Calles. Una reforma, anticipaba Paz desde Posdata, que no rendiría frutos inmediatos. El camino del reformismo sería lento y azaroso. Desde el régimen había muchos actores que se resistían a entregar sus privilegios; en la oposición había terribles flaquezas. La fascinación jacobina por la ruptura no lo embelesaba. Creía que el régimen político debía y podía caminar hacia su transformación democrática. Lo que obstruía esa transición era la “antinatural prolongación del monopolio político” del PRI y la inmadurez de sus adversarios.

     Este último punto me parece relevante. Enemigo de cualquier esencialismo, no llegó a la conclusión de que a energía democratizadora se depositaba en algún sujeto históricamente privilegiado. No era la Oposición la portadora exclusiva de la bandera democrática; no era la Sociedad Civil la madre elegida de la democracia. El problema era la ausencia de demócratas. “El PRI debe ir a la escuela de la democracia”, decía Paz. Y de inmediato agregaba: “También deben matricularse en esa escuela los partidos de oposición”. De ahí viene lo que a muchos pareció parsimonia frente al ritmo de la democratización. Puede ser cierto: al ver a los adversarios del PRI, Paz no tenía prisa por verlo en la oposición. En el PAN vio un partido provinciano y mocho. A lo largo de los años fue matizando sus desconfianzas, pero seguía creyendo que a la derecha no le interesaban las ideas y que los debates le producían dolor de cabeza. Podrán crecer y ganar elecciones pero no tienen proyecto para México. En los grupos expriistas y excomunistas que después se agruparían en el PRD veía los adefesios de la peor izquierda: demagogia, populismo, estatolatría, autoritarismo. Si las ardientes convicciones democráticas de los neocardenistas son sinceras, escribió Paz, son muy recientes.

     No deja de llamar la atención que el escritor político más invocado por Paz en la antología de sus escritos políticos sea Karl Marx. El título mismo de su primer libro tiene aire marxista: Raíz del hombre. Ser radical es llegar a la raíz. Paz veía su poesía erótica como un acto naturalmente revolucionario. Los grandes autores liberales apenas aparecen en esas páginas. Benjamin Constant se asoma en un epígrafe y desaparece; Locke es convocado tres veces; Isaiah Berlin, ninguna. En contraste, Marx es citado 29 veces. El autor de El ogro filantrópico quería discutir con la izquierda. Con la derecha no tenía nada que hablar. De ahí la frustración de Paz frente a la ausencia de réplicas. Lo que le indignaba era la renuncia de la izquierda a la crítica: “La gran falla de la izquierda —su tragedia— es que una y otra vez, sobre todo en el siglo XX, ha olvidado su vocación original, su marca de nacimiento: la crítica. Ha vendido su herencia por el plato de lentejas de un sistema cerrado, por una ideología”.

     El hilo del pensamiento político de Paz se tensa en su mesura. Hay que ser prudentes, cita a Diderot, “con gran desprecio hacia la prudencia”. Así, su “amor” por la democracia es, como el de Tocqueville, muy moderado: el cariño de un escéptico. Por eso, veía la llegada de la democracia a México con una mezcla de contento y preocupación:


La creación de una democracia sana exige el reconocimiento del otro y de los otros. La respuesta a las preguntas que muchos nos hacemos acerca de la situación de México después del 6 de julio, incumbe en primer término a los dirigentes de los partidos políticos. Una política de venganzas o la imposición de reformas que encontrarían un repudio en vastos sectores de la opinión pública [...] nos conducirían a lo más temible: a las disputas, las agitaciones, los desórdenes y, en fin, a la inestabilidad, madre de las dos gemelas, la anarquía y la fuerza. [...] Tan mala como la impunidad es la intolerancia. Lo que necesitamos para asegurar nuestro futuro es moderación, es decir, prudencia, la más alta de las virtudes políticas según los filósofos de la Antigüedad. México ha vivido siempre entre los extremos, la dictadura y la anarquía, la derecha y la izquierda, el clericalismo y el jacobinismo. Nos ha faltado casi siempre un centro y por eso nuestra historia ha sido un largo fracaso. La prudencia, natural enemiga de los extremos, es el puente del tránsito pacífico del autoritarismo a la democracia.[28]


Dije que la maldita política no había sido una pasión para Paz. No es cierto. La política fue la sombra permanente de sus dos pasiones: la libertad y su aguijón, la crítica. Por ello, a Octavio Paz tanto le apasionó la política, la maldita política.

*

El ayer es una pregunta. Lo que ha pasado es tan incierto como lo que no ha sucedido. La memoria, dice Paz, es un jardín de dudas, un camino de ecos, un espejo lodoso. Recordar es atender murmullos, sombras de pensamiento, rumores, fantasías y tachaduras.


El tiempo no cesa de fluir, 
                                             el tiempo
no cesa de inventar, 
                                             el tiempo
no cesa de borrar sus invenciones
                                              no cesa
el manar de las apariciones.


En la cesta del pasado, Octavio Paz busca la higuera de su infancia, la constitución de su país, el sentido del arte, el paso de las civilizaciones, la niñez de su amada, las variaciones de la poesía. La búsqueda de sí mismo y de los otros como una expedición por el tiempo. La memoria es la linterna que permite rastrear la tradición de la crítica o atrapar a los alacranes de la familia. Escribí memoria y no Historia porque en Paz parece desdoblarse el recuerdo de dos fórmulas enemigas. La memoria es pasado vivificado en imágenes; la Historia es pasado concluso. Dos formas de remembranza, la memoria y la historia combaten: la poética contra la política del pasado. Si la Historia nos condena, la memoria nos salva.

     Todos los ensayos de Paz están empapados de memoria. En cada uno de ellos hay una reflexión sobre el origen y la transformación de lo que observa: un cuadro, un poema, un imperio. Más que en sus ensayos, la imagen del demonio de la historia se dibuja con fuerza en su poesía, sobre todo en su poesía de madurez. Partamos de su distancia con Joyce: la historia no es una pesadilla.[29] No lo es porque no encuentra consuelo al despertar. No podemos desprendernos de la historia pellizcándonos el brazo: existimos en ella y gracias a ella. Pero la historia puede ser, si no un sueño macabro, sí una horca de fierro. En eso se convierte cuando el curso del tiempo es detenido en los pozos de la ideología. Es por eso que Paz escribe en “Aunque es de noche”: “Alma no tuvo Stalin: tuvo historia”. Quien cree haber descifrado los secretos del pasado se adhiere pronto a la causa de la tiranía. La historia, dice unas líneas más abajo en el mismo poema, es “discurso en un cuchillo congelado”.

     Su gran amigo, el poeta inglés Charles Tomlinson, escribió un poema que adopta la misma imagen: Stalin y sus sicarios, empuñando el piolet de la historia. Se trata de un poema que tiene precisamente un epígrafe de Paz y que el propio poeta mexicano ha introducido y comentado en un ensayo breve.[30]


Yo golpeo. Yo soy el futuro y mi arma,
al caer, lo convierte en ahora. Si el relámpago se helase, 
quedaría sus pendido como este cuarto
en la cresta de la ola del instante...
y como si la ola jamás pudiese caer.


Soy el futuro; mi puñal instala el porvenir en el mundo. La historia se vuelve para el tirano un perfecto sustituto de la conciencia. Ahí desembocan todas las teorías que sostienen la inevitabilidad histórica: en la eliminación de la responsabilidad individual. La operación intelectual ha sido descrita por Isaiah Berlin: si la historia ha sido convertida en lógica, la única sensatez consiste en adherirse a la razón victoriosa. Quienes estén de ese lado serán sabios; quienes se coloquen enfrente serán los retrógradas que deben ser eliminados. Por eso decía el historiador de las ideas que, cuando se adopta la mecánica de la necesidad histórica, el juicio moral es un absurdo. Atila, Robespierre, Hitler, Stalin son terremotos: fuerzas naturales que tenían que irrumpir en la historia. Censurar sus crímenes es tanto como sermonear a las lechugas.[31]

     Esta forma de capturar el pasado es la “trampa mortal en que cae fatalmente el fanático que cree poseer el secreto de la historia”. El crimen adquiere entonces dignidad filosófica: el exterminio de una categoría de hombres es un deber de quieres han aprendido las lecciones del tiempo. El pasado se vuelve un manual de exterminio, un precedente del campo de concentración. Popper llamó historicismo a todo esto: el libreto revelado de la historia que convierte a muchos hombres en material de desecho.

     Al propio Paz lo embriagó el alcohol de la historia:

El bien, quisimos el bien:
                                            enderezar el mundo.
No nos faltó entereza:
                                        nos faltó humildad.
Lo que quisimos no lo quisimos con inocencia.
Preceptos y conceptos,
                                         soberbia de teólogos:
golpear con la cruz, 
                                  fundar con sangre
levantar la casa con ladrillos de crimen,
decretar la comunión obligatoria.
                                                            Algunos
se convirtieron en secretarios de los secretarios
del Secretario General del Infierno.
                                                               La rabia
se volvió filósofa,
                               su baba ha cubierto al planeta.
La razón descendió a la tierra, 
tomó la forma del patíbulo
                                                 —y la adoran millones.[32]


Podría decirse que, junto con la preocupación por el lenguaje, la poesía de Paz está marcada por una preocupación por la historia. La inquietud estuvo presente siempre, pero se intensificó en la madurez del poeta. La historia y con ella la política penetran la poesía de un hombre de ciudad, de un escritor que siempre quiso conversar con sus semejantes: “he escrito sobre la historia y la historia en nuestro siglo asume la forma de la política. El ‘destino’ de los antiguos tiene la máscara de la política en el siglo XX”.[33] Y la política del siglo XX es el cuento de un fracaso: Hitler, Stalin, Franco; dos guerras mundiales, totalitarismos, imperios, terrorismo, bombas, dictaduras, genocidas. El recuento retrata a la historia como un sinsentido, una locura, un vacío: “Ser tiempo es la condena. Nuestra pena es la historia”.


Todo lo que pensamos se deshace, 
en los Campos encarna la utopía,
la historia es espiral sin desenlace.[34]


Y, sin embargo, en la historia que es demencia, crimen, absurdo, está también la esperanza. Los contrarios, una vez más, se besan. Así, la historia aparece, ya no como coartada, sino como iluminación. Más que historia, memoria. Si la política de la historia pretende arrojar el pasado al territorio de la naturaleza, la poética de la memoria baña al pasado en las aguas de la imaginación. Ahí se revelan las relaciones ocultas entre las cosas. El historiador, dice Paz, ha de tener algo de científico y mucho de poeta. El hombre de ciencia va a la caza de leyes, de reglas que expliquen la reiteración. El poeta, por el contrario, se vuelca a lo único, a lo irrepetible. Por ello el oficio del historiador está entre un mundo y otro. Estudia lo irrepetible buscando la sábana que lo envuelve.

     El historiador no descubre, no inventa: rehace el pasado. Bucear en el pasado es otra manera de ejercer la crítica. No se trata de acercarse a nuestra historia para comprendernos, sino de aproximarse al pasado para liberarnos. En la crítica de la historia se despliegan las posibilidades de la libertad. Ésa fue su tarea cuando reconstruyó el pasado de México, ese país asfixiante que lo fascinó siempre. Buscar detrás de los hechos, ver detrás de los muros, detrás del gesto y sus máscaras. El poeta busca los símbolos con los que el tiempo y el espacio nos guiñan el ojo. En su ensayo sobre Sor Juana, Paz escribe: “La historia de México es una historia a imagen y semejanza de su geografía: abrupta, anfractuosa. Cada período histórico es como una meseta encerrada entre altas montañas y separada de las otras por precipicios y despeñaderos”.[35] Entre un siglo y otro: el abismo; una barranca entre una década y otra. La Conquista se empeña en enterrar al mundo precolombimo; la Independencia y, sobre todo, el proyecto liberal triunfante pretender romper con el universo católico de la Nueva España. Dos negaciones frustradas. A pesar de la quema de los ídolos y la destrucción de los códices, el mundo indio sobrevivió. A pesar de las nuevas reglas y constituciones, el mundo novohispano sobrevivió. Negaciones infructuosas.

     El universo es un baúl de símbolos que la imaginación ha de exhumar. Cuando en El laberinto de la soledad Paz pretende reconstruir el sentido de la Conquista, cierra los ojos e imagina. No acude, como historiador de disciplina, al polvo de los documentos ni a la tinta seca de las cartas. Rompiendo todas las reglas de la historiografía, el poeta se coloca en el universo de Moctezuma e imagina su drama:


¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lo han abandonado. La gran traición con que comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses. Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su caída.[36]


El párrafo indignará a los historiadores de diploma. No hay asomo de prueba o documento que sostenga las afirmaciones de Paz. ¿Vértigo del suicida? ¿Traición de los dioses? El poeta no pretende apresar la realidad histórica; busca evocar su imagen. Para entender el sentido de la imagen histórica hay que acudir a los escritos de Paz sobre la poesía. En primer término, las siluetas históricas que dibuja Paz expresan su experiencia de la historia: son auténticas. Para decirlo con dos títulos de un mismo poema, el pasado en claro es tiempo adentro. [37] En segundo lugar, estas imágenes encuentran una lógica en sí mismas: tienen la verdad de su propia existencia —la imagen “vale sólo dentro de su propio universo”. Por último, la imagen también habla del mundo y tiene un fundamento objetivo. La imagen poética de la historia es una forma legítima y poderosa de capturar la realidad. No es narración detallada de eventos, escenarios y desenlaces: es la presencia instantánea y total de un tiempo ido. Momentos comprimidos. La imagen tampoco se pierde en explicaciones. La reconstrucción de la historia no es nunca calca del pasado sino algo muy distinto: su recreación.

     La poesía convierte al pasado en presencia. Ésa es una de sus funciones como memoria de los pueblos. “La poesía exorciza el pasado; así vuelve habitable el presente”. Cuando la historia es alumbrada por la poesía, todos los tiempos están en este ahora. “El poema es la casa de la presencia. Tejido de palabras hechas de aire, el poema es infinitamente frágil y, no obstante, infinitamente resistente. Es un perpetuo desafío a la pesantez de la historia”.[38] Contra el plomo de la historia, el aire de la memoria.

*

El 17 de diciembre de 1997 Octavio Paz apareció por última vez en público. Montado en una silla de ruedas salió al patio de la vieja Casa de Alvarado para encontrarse con la república que le rendía homenaje. A su alrededor, el presidente y sus ministros, empresarios y letrados. Adolorido por cada bocanada de aire, Paz recordaba a su abuelo y a Díaz Mirón. En un instante levantó la cabeza y miró el cielo de Coyoacán. Embrujando al auditorio que lo escuchaba, el poeta habló de sus amigos, de su infancia, de su mujer; de su deseo cuando niño de ser trompeta y no espada, de la generosidad, del misterio de las palabras, del sol y de las nubes de México, de la luz y de la oscuridad de su patria, de esa mezcla de destellos y negruras que siempre le intrigó. Terminó con una petición: “seamos dignos de las nubes y del sol del Valle de México”. Gabriel Zaid recuerda esa mañana: “Era un día gris, pero empezó a hablar del sol, de la gratitud y de la gracia. Lo más conmovedor de todo fue que el sol, como llamado a la conversación, apareció”. Es cierto. Estuve ahí.

     Hasta su último aliento Paz hilvanó las sílabas de México tratando de descifrar el misterio de su sonido, buscando su forma, su alma. Desde antes de publicar El laberinto de la soledad, esa patria “castellana y morisca, rayada de azteca” fue la idea fija de Paz. Nada de lo mexicano le fue ajeno. El ensayista escribe sobre la falda de Coatlicue y los villancicos de Sor Juana; del chicozapote, la tortilla y el mole; medita sobre los retratos de Hermenegildo Bustos, los paisajes de Velasco, los frutos incandescentes de Tamayo. Jaguares, águilas, vírgenes, calacas. Paz acaricia la forma de México, viaja por su historia, interroga su geografía, desentraña los enredos de su vida pública. Cientos, miles de páginas que componen, diría él, un diario en busca de su país y de sí mismo: búsqueda de un lugar, búsqueda de sí mismo —el peregrino en su patria.[39] México es para él una pasión no siempre feliz, pero ante todo es una responsabilidad: interpretar el ser mexicano es hacer su historia. Zaid entiende bien este compromiso cuando lo observa entregado a un destino que “asume como deber: la historia que está pidiendo ser hecha”.


No es lo mismo escribir en un país que se da por hecho, en una cultura habitable sin la menor duda, en un proyecto de vida que puede acomodarse a inserciones sociales establecidas, sintiendo que la creación es parte de una carrera especializada; que escribir sintiendo la urgencia de crearlo o recrearlo todo: el lenguaje, la cultura, la vida, la propia inserción en la construcción nacional, todo lo que puede ser obra en el más amplio sentido creador.[40]


La tarea de Paz es ciertamente prometeica: abrazar todos los espacios de una cultura para volverla habitable, para activarla como conversadora en la cultura del mundo. La pregunta sobre México nunca abandonaría a Paz. A mitad del siglo, El laberinto de la soledad, ese libro que fue interpretado como una “elegante mentada de madre”, retrata al mexicano, un ser que se disfraza: “máscara el rostro y máscara la sonrisa”. No definía al mexicano; excavaba su jeroglífico. Veinte años después escribía en Postdata que el mexicano no era una esencia sino una historia. En todo caso, México y sus pobladores seguían siendo la interrogante central. México, su historia, su geografía, su arte: sustantivos que encuentran verbo y predicado en el ensayo de Octavio Paz.

     Ahí está, quizá, el higo menos fresco en la canasta paciana. A pesar de todas las advertencias que hace sobre el flujo de la historia y sus sorpresas; aún con su certeza de la desembocadura universal de nuestra provincia (“somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”); con todo y su oposición temprana y enérgica al extravío nacionalista, no dejó de juguetear con los artificios de la identidad. Anatomía imaginaria del ser nacional. En ningún lugar se observa con mayor claridad el gancho de ese anzuelo identitario que en el contraste que Paz hace constantemente entre México y los Estados Unidos. Entidades físicas antagónicas, especies biológicas que no pueden acoplarse, México y Estados Unidos no se enraman: se enfrentan en sus ensayos.


Ellos son crédulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historias policíacas, nosotros los mitos y las leyendas. Los mexicanos mienten por fantasía, por desesperación o para superar su vida sórdida; ellos no mienten, pero substituyen la verdad verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad social. Nos emborrachamos para confesarnos; ellos para olvidarse. Son optimistas; nosotros nihilistas —sólo que nuestro nihilismo no es intelectual, sino una reacción instintiva: por lo tanto es irrefutable. Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos. Los norteamericanos quieren comprender: nosotros contemplar.[41]


Y más adelante: “La soledad del mexicano es la de las aguas estancadas, la del norteamericano es la del espejo”. Por eso, cuando los mexicanos cruzan la frontera son gotas de agua en una pila de aceite. Todavía a finales de los años setenta, Paz insistía en la diferencia infranqueable entre los dos países. Dos versiones de Occidente. Cuando examina el camino de los vecinos a lo largo de los siglos, se acerca a una lectura frigorífica de la historia. La fundación de una sociedad aparece como destino: ellos son hijos de la Reforma, nosotros descendientes de la Contrarreforma. Por eso afirma casi con orgullo que los mexicanos que emigran a los Estados Unidos son incapaces de adaptarse a la sociedad norteamericana: han guardado su identidad. Y hace de este modo una defensa francamente conservadora de la “resistencia” frente a lo ajeno: “nuestro país sobrevive gracias a su tradicionalismo”.[42] La costumbre como sobrevivencia.

     En esas líneas cautivadas por la matrona de la identidad el poeta desoía las razones de su admirado Jorge Cuesta. Paz lo conoció en San Ildefonso en 1935. El joven se acercó al crítico y pronto se embarcó en una conversación que seguiría en un restorán alemán del centro de la Ciudad de México: “Hablamos de Lawrence y de Huxley, es decir, de la pasión y de la razón, de Gide y Malraux, es decir, de la curiosidad y de la acción”.[43] Esa conversación entre poetas no terminaría nunca.

     Los retratos de Jorge Cuesta integran la galería de un misterio. Luis Cardoza y Aragón lo dibuja como un hombre feo al que asediaban las mujeres. Una especie de Picasso que tenía un ojo más arriba que el otro. Un tiburón jovial. Un relojero que desmontaba las piezas de un argumento para rearmarlas de tal modo que su lógica triunfase siempre. Xavier Villaurrutia tiene que afirmar en algún momento que el hombre existe porque hay quien lo duda. Se le cree sábana de mito, pero existe y tiene carne. Es un hombre que todo devora: filosofía, estética, ciencia, poesía. Todo lo atrae con la misma fuerza: todo le sirve para poner en juego la destreza de su ingenio. Salvador Novo lo describe como un muchacho genial y desequilibrado. Lo que tocan sus manos, decía Ermilo Abreu Gómez, se convierte en polvo, en ceniza. Todos lo muestran inteligentísimo, alto y delgado. Elías Nandino resalta las manos largas y huesudas, su aura angelical y satánica en donde se reunían la inteligencia y la intuición, la magia y el microscopio. También nota su carácter indómito: bajo su imagen de ángel de madera se esconde una tempestad blasfema, un letal depósito de ironía. Un fantasma, un hombre ajeno a su cuerpo. Cuando hablaba, se le escuchaba, pero no se sabía de dónde venían sus palabras; parecía como si surgieran de los fantasmas del aire. Y Octavio Paz dibujó sus ojos de perpetuo asombro, su elegancia, su extraña fisionomía de inglés negroide. Un hombre que no se servía de la inteligencia sino que servía a la inteligencia; un hombre poseído por el dios temible de la Razón, un hombre a quien le faltó sentido común, esa dosis de intuición, quizá de irracionalidad, que necesitamos para vivir.

     Decía que Paz desoía al Cuesta que insistía que México necesitaba remar contra su pasado y combatir con dureza las estafas de los nacionalistas o los identitarios que, para el caso, son lo mismo. La identidad, cualquiera que sea su envoltura, nos encierra en una jaula. Ése fue el problema: Paz no dejó de interrogarse sobre el cuerpo que somos. Puede hablarse de la identidad desde el discurso de las razas, el diván del psicoanálisis o la imagen del mito poético. A fin de cuentas, el trofeo de sus pescas es una red que falsifica y detiene.

*

La tarde de aquel 17 de diciembre, cuando los políticos y magnates habían dejado la casa en Coyoacán que ocupaba Octavio Paz, el poeta se quedó un tiempo con su mujer y algunos amigos. Christopher Domínguez describe la escena. Entre los dolores de la enfermedad se asomaba de pronto la lucidez y el ingenio de siempre. Alguien le informó de la muerte de su amigo Claude Roy y soltó unas lágrimas. 


Entonces decidió hablar de la muerte. De su muerte. “Cuando me enteré de la gravedad de mi enfermedad”, dijo, “me di cuenta que no podía tomar el camino sublime del cristianismo. No creo en la trascendencia. La idea de la extinción me tranquilizó. Seré ese vaso de agua que me estoy tomando. Seré materia”.



[1] Octavio Paz, El arco y la lira, en La casa de la presencia: poesía e historia, tomo 1 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1991 / 1994), p. 116.

[2] “Fábula”, recopilado en Obra poética I (1935-1970), tomo 11 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1996 / 1997), p. 123.

[3] El arco y la lira, en La casa de la presencia, op. cit., p. 126.

[4] El poema se incluye en “Brindis en Estocolmo”, recopilado en Ideas y costumbres II: usos y símbolos, tomo 10 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1996 / 1997), p. 676.

[5] “Suma y sigue (Conversación con Julio Scherer)”, en El peregrino en su patria: historia y política de México, tomo 8 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1993 / 1994), p. 366. 

[6] “Intermitencias del oeste (2) (Canción mexicana)”, recopilado en Obra poética I, op. cit., p. 373.

[7] “Suma y sigue...”, en El peregrino en su patria, op. cit., p. 366.

[8] Véanse “La conciliación de los contrarios”, en Adolfo Castañón et. al., Octavio Paz en sus “Obras completas” (México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Fondo de Cultura Económica, 1994) y su completo estudio El árbol milenario. Un recorrido por la obra de Octavio Paz (Barcelona: Círculo de Lectores, 1999). 

[9] “Nosotros: los otros”, en Ideas y costumbres II, op. cit., p. 33.

[10] “Poesía del pensamiento”, Vuelta, núm. 258 (mayo 1998), pp. 11-12.

[11] Octavio Paz, Memorias y palabras. Cartas a Pere Gimferrer. 1966-1977 (Barcelona: Seix Barral, 1999), pp. 21-22.

[12] Ibid., p. 24.

[13] “Los derechos de la poesía”, en Octavio Paz en sus “Obras completas”, op. cit.

[14] “Nocturno de San Ildefonso”, recopilado en Obra poética II (1969-998), tomo 12 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 2003 / 2004), p. 68.

[15] “Poesía, mito, revolución”, recopilado en La casa de la presencia, op. cit., p. 522.

[16] María Zambrano, Filosofía y poesía (Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1993), pp. 13, 14.

[17] “La democracia: lo absoluto y lo relativo”, en Ideas y costumbres I: la letra y el cetro, tomo 9 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1993 / 1995), p. 473.

[18] “El escritor y el poder”, en El peregrino en su patria, op. cit., p. 549. “¿Desde dónde escribe usted, desde el centro, desde la izquierda, desde dónde?”, le pregunta Braulio Peralta. Paz responde: “Desde mi cuarto, desde mi soledad, desde mí mismo. Nunca desde los otros”. Braulio Peralta, El poeta en su tierra. Diálogos con Octavio Paz (México: Grijalbo, 1999).

[19] “Vigilias: diario de un soñador”, en Miscelánea I: primeros escritos, tomo 13 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1998 / 1999), p. 147.

[20] “Luis Cernuda”, en Fundación y disidencia: dominio hispánico, tomo 3 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1991 / 1994), p. 253.

[21] Pequeña crónica de grandes días, en Ideas y costumbres I, op. cit., p. 471

[22] La otra voz, en La casa de la presencia, op. cit., pp. 585-586.

[23] Leszek Kolakowski, Modernity on Endless Trial (Chicago. University of Chicago Press, 1990). Hay una traducción al español publicada por la editorial Vuelta.

[24] Véase el ensayo de Yvon Grenier, Del arte a la política. Octavio Paz y la búsqueda de la libertad (México: Fondo de Cultura Económica, 2004).

[25] “La letra y el cetro”, en El peregrino en su patria, op. cit., p. 546.

[26] Itinerario, en Ideas y costumbres I, op. cit., p. 66.

[27] Posdata, en El peregrino en su patria, op. cit., p. 324 (las cursivas son mías).

[28] “México, después del 6 de julio”, recopilado en Miscelánea II, tomo 14 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 2000 / 2001), p. 285.

[29] Eso decía al recibir el Premio Tocqueville, en 1989. Cuarenta años antes, en El laberinto de la soledad, decía justamente lo contrario: “La historia tiene la realidad atroz de una pesadilla: la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la substancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo, transfigurar la pesadilla en visión, liberarnos, así sea por un instante, de la realidad disforme por medio de la creación” (El peregrino en su patria, op. cit., p. 114).

[30] “El asesino y la eternidad”, en Ideas y costumbres I, op. cit., p. 104.

[31] Isaiah Berlin, “La inevitabilidad histórica”, en Cuatro ensayos sobre la libertad (Madrid: Alianza Universidad, 1988).

[32] “Nocturno de San Ildefonso”, recopilado en Obra poética II, op. cit., pp. 66-67.

[33] “’Conversar es humano’ (entrevista con Enrico Mario Santí)”, en Miscelánea III: entrevistas, tomo15 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 2002 / 2003), p. 545.

[34] “Aunque es de noche”, en Obra poética II, op. cit., p. 124.

[35] Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (México: Fondo de Cultura Económica, 1982), p. 24.

[36] El laberinto de la soledad, en El peregrino en su patria, op. cit., p. 107.

[37] Como cuenta Paz en sus cartas a Gimferrer, el primer título de Pasado en claro era precisamente Tiempo adentro.

[38] La casa de la presencia, op. cit., p. 27.

[39] “Entrada retrospectiva”, prólogo a El peregrino en su patria, op. cit., p. 16.

[40] Gabriel Zaid, “Octavio Paz y la emancipación cultural”, en Ensayos sobre poesía (Obras, vol. 2) (México. El Colegio Nacional, 1993).

[41] Es el capítulo sobre “El pachuco y otros extremos”, de El laberinto de la soledad en El peregrino en su patria, op. cit., p. 57.

[42] “El espejo indiscreto”, en El peregrino en su patria, op. cit., p. 434.

[43] “Contemporáneos”, en Generaciones y semblanzas: dominio mexicano, tomo 4 de las Obras completas (Barcelona / México: Círculo de Lectores / Fondo de Cultura Económica, 1991 / 1994), p. 72.


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