Conversaciones y novedades

Olvida y recuerda

Italo Calvino

Año

1985

Tipología

Novedades

 

Reproducimos a continuación la traducción al español de Fabio Morábito del artículo "Dimentica e ricorda" de Italo Calvino (La Repubblica, 11 de septiembre de 1984) que fue publicado en el número 100 de la revista Vuelta en marzo de 1985.



El nudo del problema, explícito o implícito en cualquier discusión sobre la cultura de nuestro siglo, es este: si la historia es como la afirmación de una escala de valores universal, desarrollo lineal de un discurso traducible a todas las lenguas, o si los verdaderos valores residen en aquello que toda cultura y todo lenguaje tienen de particular, de inasimilable, de irreducible al curso de una historia que se pretenda unívoca, y que por ello, si nos oponemos a buscar estos valores en el ámbito individual, los hallaremos en el yo más íntimo y exclusivo, en la expresión de aquello que está más allá de la palabra o cuando menos del discurso público.

     Entre estos dos extremos, con innumerables gradaciones intermedias, se pueden situar las propuestas intelectuales que han tenido mayor peso en el curso de nuestra vida.

     Este nudo problemático está representado de manera ejemplar en Octavio Paz. Sus meditaciones sobre la identidad mexicana en El laberinto de la soledad lo han llevado a reivindicar simultáneamente los valores de las civilizaciones prehispánicas de Centroamérica y los de una cultura universal de la era moderna, tanto en el sentido de la vocación universalizante de una parte de la cultura española como en el sentido de la cultura europea, particularmente francesa, que tiene sus orígenes en el Iluminismo y en la Revolución de 1789.


Fluidez barroca

Valorizando el tesoro oculto en las mitologías de los antiguos pobladores mexicanos (y posteriormente en las mitologías de la India, en donde vivió mucho tiempo desempeñando el cargo de embajador de su país) y la funcionalidad de sus estructuras sociales autóctonas, la obra ensayística de Octavio Paz se sitúa en el filón de la crítica a la idea del progreso lineal y eurocéntrica y tecnocrática. Para hacer esto, sin embargo, Octavio Paz desarrolla un discurso en donde la Historia es la espina dorsal y esto lo acerca mucho a nosotros los italianos, puesto que nuestra cultura puede decirse que se ha hecho exclusivamente, al menos hasta hace poco, a través de interpretaciones o perspectivas históricas. (Quizá no es gratuito que esta preferencia por el discurso histórico sea común a los pueblos que se han visto en la necesidad de definir su identidad a través de un esfuerzo de construcción intelectual).

     No hay que olvidar, por otra parte, que Octavio Paz es ante todo un poeta y que la experiencia de la poesía es el tema de gran parte de sus ensayos. Así, entre los rasgos de su perfil intelectual, encontramos la lujuriante fluidez, barroca y luego simbolista, propia de una tradición hispánica e hispanoamericana, y al mismo tiempo la densa lucidez filosófica de Sor Juana Inés de la Cruz, todo ello proyectado sobre el horizonte de la poesía mundial contemporánea, de la gran revolución en el uso de la mente y del lenguaje que nos legaron Rimbaud, Mallarmé, Apollinaire y posteriormente el surrealismo. De esta forma, el sentido general del pensamiento de Octavio Paz puede resumirse así: igual que las mitologías no-europeas, las puntas extremas de la poesía y del arte contemporáneo demuestran que el pensamiento racional, histórico y científico deja sin explicar unas formas de ser y de saber insustituibles.


Una ilusión recurrente

Dicho esto, hay que subrayar que la obra de Paz, cuando busca las raíces autóctonas profundas o cuando se sumerge en las experiencias más avanzadas de la literatura y del arte contemporáneos, se halla siempre regida por un lenguaje de rigor racional y por la conciencia de la historia. (La historia de la cultura está siempre presente cada vez que Paz define una experiencia intelectual, bien bajo el signo de una continuidad ideal, por ejemplo entre J. J. Rosseau y André Breton, bien a través de analogías y contrastes sugestivos, por ejemplo entre Giordano Bruno y Marcel Duchamp).

     Sólo el respeto de las diferentes individualidades en el seno de la naturaleza y la historia de cada ambiente puede salvarnos de la imposición de modelos que pretenden ser universales y que acaban por ser universalmente opresivos. Es el caso del modelo de revolución que, a pesar de la recurrente ilusión de una revolución diferente de las otras, coherente en eso con el espíritu autóctono, acaba por desembocar en la uniformidad del totalitarismo policiaco. Las reflexiones de Octavio Paz sobre este problema, particularmente las de los últimos años, representan una refutación rigurosa de estas ilusiones y del mito de una palingenesia revolucionaria latinoamericana, mito que desemboca directamente en la aceptación del peor modelo de poder absoluto. Aun las razones más incuestionables que pueden dar vida a una revolución, aun la solución de problemas reales que una revolución trae consigo, vienen rápidamente sofocadas por la exterior coraza de hierro de la adhesión a un sistema de poder que sólo responde a la lógica de la propia conservación.

     ¿Cuáles alternativas proponer? Pertenezco a una generación que durante muchos años se ha atormentado buscando una solución a estos problemas, en las diferentes formas que ellos han tomado en el corazón de la vieja Europa. Hoy creo que, más que perseguir soluciones generales que no existen, lo que cuenta es estar preparados para reconocer que el mundo es cada vez más vasto y multiforme y diferente de lo que creemos, y que entre tantas verdades parciales que el mundo nos propone, lo importante es comprender cuál es la parte de verdad que le corresponde a cada uno y atenerse a ella, sin sentirse obligados a asumir verdades que no nos pertenecen, como a menudo les pasa a los jóvenes por conformismo o anticonformismo.

     Mi tendencia dominante ha sido siempre más hacia el futuro que hacia el pasado y para mí el futuro ha tenido siempre una imagen metropolitana, tecnológica, cosmopolita. La nostalgia por lo arcaico, lo pueblerino, lo dialectal (o simplemente por el mero mundo de la infancia), actividad muy difundida en el medio cultural en el que me formé, la he vivido más como un estrechamiento del propio horizonte que como un estímulo poético e intelectual. Por otra parte estoy muy consciente que, especialmente hoy en día, el poeta, el escritor, el filósofo, el historiador, son y deben ser los que recuerden el pasado en un mundo que parece avanzar sin saber adónde lo conducen sus pasos y qué peligros lo amenazan. Entiendo por pasado una experiencia de valores, o mejor dicho, un conjunto de valores que debemos salvar de ese inmenso acopio de experiencias negativas que es la Historia. Es éste el pasado que, volando hacia el futuro, mira el ángel de Klee que tanto amaba Walter Benjamin.

     Pero no quisiera que esta mirada sobre el pasado se entendiera como una adhesión a lo que es más cercano, familiar y fácil. Por el contrario, yo diría, basándome también en la experiencia de la literatura, que cuanto más se aleja uno de los territorios de sus antecesores directos más fácilmente armoniza con aquellos que abrieron caminos en épocas lejanas, aun a distancia de siglos: como si al rechazar la continuidad con la tradición reciente, en busca de lo nuevo, se acabara por restablecer una continuidad con una tradición más profunda y fructífera. El rechazo del pasado inmediato es la condición necesaria para recuperar el pasado olvidado, el único que hace posible la expresión de lo nuevo.


Ver lo nuevo  

Recordar es necesario, pero olvidar es una función igualmente vital para el pensamiento. La verdadera tarea del intelectual es la de ayudar a recordar lo olvidado, pero para lograrlo debe ayudarnos a olvidar lo que recordamos en exceso: ideas heredadas, palabras heredadas, imágenes heredadas que nos impiden ver, pensar, expresar lo nuevo. No es una tarea fácil: tanto olvidar como recordar son operaciones extremadamente difíciles y cuando hay que elegir qué debemos olvidar y qué recordar, las posibilidades de que nos equivoquemos son innumerables, mientras que un solo acto de justo olvido o de justa recuperación de la memoria bastaría para justificar una vida.

     P.S. Acababa de mandar este texto a México, el que debía ser leído en el homenaje a Octavio Paz que ahí se celebró en el mes de agosto de este año, cuando leí en el último número (5/6) de Linea d’ombra un artículo muy hermoso de Francesca Ciafaloni sobre la vida pueblerina actual en Abruzzo, en el que se habla del valor positivo del olvido de una manera que me convence que mis argumentos deberían ser desarrollados desde otro enfoque. En efecto no aludí al punto principal que Ciafaloni sí menciona, o sea que sólo el acto de “olvidar” hace posible la traslación de una herencia de valores a otros ambientes, épocas y contextos culturales, pero con una “potencialidad universal que es lo contrario del vacío”. A partir de una afirmación de Ernest Gallner. “antes, para ser gentilhombres, no hacía falta saber griego y latín, sino haberlos olvidado”, Ciafaloni escribe: “Me parecía, y me sigue pareciendo, que mis peculiaridades culturales, las que podrían hacerme sentir diferente de un australiano o un canadiense (aunque, presumiblemente, ellos y yo leamos textos análogos), no consisten en recordar y defender la sociedad y los valores de las montañas del Abruzzo, sino en haberlos olvidado, transformándolos hasta el punto de que hoy sólo yo puedo reconocerlos”. Así, vueltos abstractos y ya no vinculados a ningún clan, adquieran, sólo en ese momento, un poder de convergencia universal.