En la mirada de otros

En la mirada de Rubén Salazar Mallén

Rubén Salazar Mallén

Año

1920

Tipología

En la mirada de otros

Lustros

1920-1924

 

Rubén Salazar Mallén (1905-1986), fue un narrador, aguerrido periodista, abogado, docente, amigo de los Contemporaneos, comunista, después fascista, que sostuvo varias polémicas con Paz.

     Christopher Domínguez Michael comentaba sobre él que “se vanagloriaba de su cuerpo de svástica y con esa actitud decidió merodear por la literatura mexicana como un lobo solitario, desdeñoso de las sobras del banquete y dispuesto a contagiar la rabia”. Así bien, Octavio Paz, también se refirió a Salazar Mallén como una “oveja con piel de lobo”. 

     Cerca de su muerte, se decidió a publicar una columna en Jueves de Excélsior que llamó “Remembranzas de un desmemoriado”, pues, en sus palabras: 


Serían las memorias de un desmemoriado, porque muchas cosas se me olvidan y otras se distorsionan en el recuerdo. Todas las memorias, aunque se deban a grandes hombres, son almácigos de mentiras.

Estoy de acuerdo con mi personaje y pienso que la memoria, como mecanismo de retentiva, se ve desajustada muy a menudo por una circunstancia: el hombre es un animal que aspira a justificarse y, procurando hacerlo, desfigura muy frecuentemente sus recuerdos, incluso cuando recurre a una honradez que algunos tildan de cinismo, como San Agustín, Rousseau, Vasconcelos…

Es una anécdota que podría ser comentada jocosamente; pero, ¿para qué? Ella, sin comentario, es jocosa.
[1]


Debido a que dichas memorias representan un valioso testimonio de la época, a continuación, se reproducen algunos fragmentos de sus entregas (AGA).



I

Por la época en que inicié mis estudios superiores (aproximadamente por 1919 o 1920) no había escuelas secundarias, sino que de la primaria se brincaba a una Preparatoria con cinco años de estudios. Esta Preparatoria estaba dividida, en cuanto a su asentamiento, en dos partes. Por una parte, estaba la Preparatoria propiamente dicha, en el edificio colonial de San Ildefonso que fue convento, en donde estaba la gran mesa de preparatorianos: los que cursaban del segundo al quinto año. En el mismo San Ildefonso, entre las calles de El Carmen y la iglesia de Loreto, en el antiguo convento de San Pedro y San Pablo, estaba la “perrera”, es decir, el lugar en donde se cursaban los estudios del primer año de Preparatoria. En la “perrera”, una vez creadas las secundarias, tuvieron su estudio de pintores Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma. Montenegro me hizo un retrato al óleo, con una fuente al fondo. Ángel Salas […] me decía: “Es un pesebre, para que no te mueras de hambre”. Montenegro no quiso regalarme ese retrato; pero Fernández Ledesma me hizo otro y sí me lo regaló: ha desaparecido y no sé dónde pueda estar.

     De Montenegro se decía por aquel entonces que era “cuarentaiuno”, es decir, homosexual. A mí no me parecía imposible que aquel hombre grandote, con cabeza de guajolote y voz ronca, fuera “de los otros”. Después vine a saber que la estatura y la voz no significan nada. Como estatura, ahí está Oscar Wilde, que era muy corpulento (tanto como Novo). Y en cuanto a la voz, Carlos Pellicer tenía un vozarrón espantable, por lo que Novo decía que parecía que se hubiera tragado un hombre.


II

Miguel Alemán […] fue mi condiscípulo en la Preparatoria. Cuando él ocupaba la Primera Magistratura, todos decían haber sido sus compañeros de banca. Yo nunca me ufané de tal cosa, pero me acuerdo que Alemán llevaba conmigo la clase de Literatura y asistía a las lecciones de Erasmo Castellanos Quinto, al que ya, desde entonces (debe haber sido por 1919 o 1920, o algo así) Xavier Villaurrutia llamaba despectivamente don Era Asno Castellanos Quinto.

     La asignatura era impartida en uno de los salones del Patio de Pasantes, ese patio que estaba entre el Mayor y el Chico, en San Ildefonso. El Patio de Pasantes tenía especial importancia, porque ahí estaba la fuente del cocodrilo (se decía a los recién llegados de la “perrera”, es decir, del primer año, que en la fuente había un cocodrilo, y cuando el incauto se acercaba a curiosear, un estudiante de años superiores abría la llave de un grifo, cuyo violento chorro golpeaba al curioso, a más de dejarlo empapado).

     A la salida de la lección de Castellanos Quinto, sus alumnos formábamos corrillos en el patio, y entre esos corrillos estaba el de Alemán, con Ramos Millán, al que le decíamos la “Argentinita” […]. También estaba en ese grupo uno de los Parra Hernández, creo que Enrique y, si no me acuerdo mal, el ”Chato” Ramírez Vázquez, al que dábamos trato especial, porque su padre, el “Levitas” tenía el puesto de libros de segunda mano frente al Sagrario, en donde después estuvo la estatua de Fray Bartolomé de las Casas. El puesto del “Levitas” era un pequeño kiosko de láminas, al que íbamos a vender nuestros libros de texto cuando algún apuro nos apremiaba.


III

Conocí a Gilberto Owen cuando ambos estudiábamos en la Escuela Nacional Preparatoria. Él y yo, y también Jorge Cuesta, participábamos en la tertulia del “Chato” Helú, en el café “América”. […]

     Owen mismo, en sus “Encuentros con Jorge Cuesta” contó cosas de aquella época. […] “… Entre nosotros se sentaba también un muchacho que hacía enormes esfuerzos por hacernos creer que era un hombre feroz, pero que a la postre resultaba el más cordial e inocente de todos, Rubén Salazar Mallén. Y había también un poeta, Gonzalitos —¿cómo se llamaría?—. A aquel café llegó una tarde, a descubrirnos, un escritor de nuestra edad y ya admirado desde entonces por muchos y por nosotros. Pero hay una frase de Novo que lo dice mucho mejor: «Entonces Xavier Villaurrutia, que tiene mejor carácter que yo, descubrió a dos jóvenes extraordinariamente delgados e inteligentes: Jorge Cuesta y Gilberto Owen…». Casi desde la llegada de Villaurrutia pusimos mesa aparte y pronto nos fuimos a otro café”.

     Ese Gonzalitos a que se refiere Owen, era el “Chipots” Antonio González Mora, que tenía la cara llena de chipotes y hacía unos versos muy sentimentales de corte anacrónico. Además de él, en la tertulia del “Chato” Helú estaban Juan Bustillo Oro, gordezuelo y sonrosado; Luis White y Morquecho, con cara de muñeco de trapo; Carlos Toussaint y Ritter, hermano de Manuel de los mismos apellidos; Carlos Roel, un poco ampuloso y solemne, y el güero Federico Heuer. Con ese grupo, aumentado con Chano Urueta, entré al vasconcelismo en 1929. En cuanto a que Owen, dándoselas de adulto, me haya llamado “muchacho”, él lo era tanto como yo, pues los dos nacimos en 1905.

     Owen y yo volvimos a encontrarnos en las tertulias de los Contemporáneos, del primer café París. Él no era un contertulio regular y frecuente, sino más bien esporádico.

     Owen y yo, aparte de que teníamos la misma edad, teníamos la misma manía de romper o quemar nuestros manuscritos. Él lo dijo, según noticia de Inés Arredondo, en los siguientes términos: “Sucedió que un día iba yo a pasar por Veracruz y quise quemarme, atrás de mí, en manuscritos”. […]

     Pasaron años sin que Owen y yo volviéramos a vernos, porque él andaba en quehaceres diplomáticos, fuera de México. […] Volví a [encontrarlo], cuando, restituido él a México, trabajaba en la Secretaría de Economía. Reanudamos nuestra vieja amistad. No es exacto, como le informaron a Inés Arredondo, que él y yo nos encontráramos nada más para empinar el codo. 


IV

Estuve preso muchas veces cuando fui comunista (también cuando fui fascista: recuerdo que una o dos veces me metieron a la cárcel por hacer mítines en favor de los rebeldes argelinos).

     Bueno, pero el grueso de mis prisiones lo disfruté cuando fui comunista. Pepe Revueltas, que estaba por entonces en la Juventud Comunista y yo, que militaba en el Partido, aportamos a quién hacía más mítines y quién caía más veces en la cárcel.

     En materia de mítines lo rebasé fácilmente; pero en materia de cárceles él me venció, porque le tocó un cautiverio muy grueso: el de las Islas Marías. A mí también estuvieron a punto de llevarme. Me formaron en la cuerda, en la parte de atrás de la penitenciaría; pero antes de que nos metieran en el convoy que nos llevaría a las Islas, llegó mi amigo Luis Chico Goerne […] con un amparo […].

     Había prisiones muy sosas, muy sin gracia, en donde uno se aburría, como esa que estaba en la esquina de Victoria y Luis Moya, o la Jefatura de Policía de Revillagigedo. Verdad es que ahí estuve solamente unas cuantas horas, como en otras cárceles, porque Chico Goerne, siempre pendiente de mí, acudía a rescatarme. 


V

Yo había ingresado al Partido Comunista cediendo a las incitaciones de mi amigo y condiscípulo Evelio Vadillo, que, a pesar de ser hombre leal y amigo sincero, me engañó. Sabedor de que yo tenía tendencias anarquistas, explotó esa inclinación.

     —El comunismo —me dijo— tiene como meta última, después de un periodo de dictadura del proletariado, el no Estado. Cuando el comunismo triunfe plenamente, desaparecerá el Estado. Y eso es anarquismo. 

     Por aquel tiempo, tiempo de estudiante, yo no tenía sino muy vagas nociones del comunismo y creí lo que Vadillo me dijo. Fue entonces que resolví ingresar al Partido Comunista, después de dos años de pruebas y [transité] desde el Socorro Rojo Internacional hasta el Partido. Después de dos años de experiencias y también de estudiar el comunismo contrariando las órdenes de no enterarse directamente de los textos comunistas, ya estaba yo harto de comunismo y de comunistas. El comunismo en tanto tal se me reveló como una monstruosa trampa, y los comunistas como unos pobres entes o como unos tramposos. Entonces mandé al diablo al Partido. Lo hice […] en 1932, cuando David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera lloriqueaban pidiendo que se les readmitiera en el Partido, del que habían sido expulsados.

     En esas condiciones, mi renuncia a seguir militando en las filas del Partido, fue como una bofetada. Yo nos sólo era el director de mi célula, la “célula de San Ildefonso”, sino secretario general de la Liga Antimperialista y secretario general, también, de la Liga Anticlerical, a más de ser secretario legal del Socorro Rojo Internacional. Era yo, pues, un “compañero” importante; tanto, que previamente a la noche de sesión de mi célula, Hernán Laborde, a la sazón secretario general del Partido, tenía conmigo largas conversaciones en su pequeña y limpia casa de Juan de la Granja. Estas conversaciones eran en realidad la exposición de consignas que debería transmitir a los miembros de mi célula. […]

     Mi renuncia fue “rechazada”; pero a cambio de eso, se me “expulsó” del Partido. No quedó ahí todo, sino que también se difundió una pintoresca explicación de los hechos: yo me había segregado del Partido, porque no correspondió a mis requerimientos amorosos la compañera Consuelo Uranga.

     A Consuelo yo la había llevado al Partido. Ella militaba en el Socorro Rojo Internacional y se le negaba el acceso al Partido, por ser la enfermera de un eminente oftalmólogo, el doctor Viguri. Logré que ella fuera admitida en el Partido.

     Ya en el Partido los dos, Consuelo y yo, nos apartábamos con frecuencia de los compañeros, porque tanto ella como yo teníamos aficiones literarias, de las que debíamos hablar en secreto para que no se nos acusara de proclividad pequeñoburguesa.

     De literatura nada más hablábamos. Sobre todo de Tagore, que deslumbraba a Consuelo. Eso era lo que hacía que nos apartáramos de los “compañeros”, gente por lo regular burda e ignorante. A veces leíamos clandestinamente un texto, a veces comentábamos otro. Pero jamás, en ningún momento, hablamos de amor.

     No obstante ser esa la realidad, cuando repudié al Partido Comunista, mis antiguos compañeros no sólo callaron con todo lo que yo había hecho durante mi militancia, sino que atribuyeron mi deserción del Partido a que Consuelo Uranga no había correspondido a mis solicitudes amorosas. Esa versión la difundieron con verdadera gula los comunistas, enfurecidos porque, por primera vez, alguien había renunciado a seguir formando en las filas del Partido.


VI

El café París llena un buen espacio de la vida de México: de la vida “bohemia”, se entiende. […]

     Fundó el establecimiento madame Elena, una antigua prostituta que ejerció su honorable y benéfico oficio en una accesoria en la calle Cuauhtemotzín. Había venido, como muchas francesas, a hacer su dote, para poder casarse en Francia, a la que supuestamente volvería alguna vez.

     Le gustó México, y con el dinero que había reunido para su dote, abrió el primer café París, en la calle de Gante, casi esquina con 16 de Septiembre. Ese fue el “París” de la revista “Contemporáneos”, en donde la suavidad de trato y fina malicia de Xavier Villaurrutia alternaba con los sarcasmos de Novo y de Rodríguez Lozano, mientras Ortiz de Montellano pontificaba en su mesa y Owen hablaba gravemente de poesía con Jorge Cuesta, su mejor amigo desde la Preparatoria, o, mejor dicho, desde “Policromías”.

     Fue “Policromías” un periódico estudiantil preparatoriano. Lo hacía Antonio Helú, estudiante de larga nariz y espíritu emprendedor, de origen “sirio libanés”, puesto que entonces Siria y Líbano formaban un solo protectorado. […]

     Fueron tiempos preparatorianos de gran vitalidad, y en ellos discurrieron personajes pintorescos, entre los cuales se lleva la palma “Garambullo”, que vendía las frutillas llamadas como él, a la puerta de la Preparatoria de San Ildefonso próxima a la calle del Carmen. “Garambullo”, hombre vulgar y sucio, de aspecto repelente, con la cara cubierta de granos, quería a los muchachos y los ayudaba en lo que podía, que era bien poco. […]

     Pero no se trata de “Garambullo”, sino del “Chato” Helú y de “Policromías”, su periódico. En ese periódico hicieron sus primeras armas Novo y Villaurrutia, Cuesta y Owen. Pellicer escribió a veces; pero él venía de “San-Ev-Ank”, una publicación estudiantil anterior que hicieron Luis Enrique Erro, Octavio Barreda y otros. El “Chato” hacía sus tertulias en el café “América”, que estaba en la esquina de San Ildefonso y República de Argentina, frente a la antigua Facultad de Jurisprudencia, por el lado de San Ildefonso, y frente a la cantina de Don Pepe, por el lado de Argentina, en donde celebraban módicas orgías los que se graduaban de abogados. […]

     Cuesta y Owen fueron expulsados por aquellos días de la Preparatoria, por haberse burlado de un profesor que dijo campanudamente que un ejército “caminaba día y noche bajo el sol”.

     Curiosa Preparatoria aquella. Había una disciplina casi cuartelaria, que imponían oficialmente los prefectos, pero mucho más el intendente, “don Trini”, un indio chaparro y grueso, de fuerzas hercúleas, que conocía a los estudiantes uno a uno. A mí me puso el mote de Niño Perdido, porque mi padre ocurría a él con frecuencia a preguntarle por mí, que no había llegado a casa. “Don Trini” se encargaba de que muchachos y muchachas no se mezclaran, porque conforme a la moral de la época, eso era indecente. Las muchachas, muy pocas, tenían un departamento aislado en el piso del patio mayor. Ahí las vigilaban, para que no tuvieran relación con sus condiscípulos, una prefecta pequeña y de ojos verdes, doña Prócula, que estaba casada con un prefecto de tipo indígena y picado de viruelas, el “Indio Verde”. En esa Preparatoria estuvieron las primeras rebeldes, que todavía no se llamaban “liberadas”: Margot Valdés Peza, Olga Moreno (la licenciada, no la periodista) y Leonor Llorente, la que después casó con Plutarco Elías Calles. Se tomaban algunas libertades y no se plegaban totalmente a las órdenes de doña Prócula; pero había otras peores y muy “marotas”, como Frida Kahlo, que corría como hombre y se llevaba con los “Cachuchas”, de cuya tertulia a la puerta del “Generalito”, formaba parte. También estaba Ernestina Marín, muchacha reflexiva, de ojos claros. Y estaba la inefable Carmen Jaime, a la que algunos, quién sabe por qué, llamaban “Jaimes”.

     De esa Preparatoria disfrutaron Cuesta y Owen, que, tras de haber formado parte de la tertulia del “Chato” Helú, la formaron de la de “Contemporáneos”, en el primer café París.

     El segundo café París estuvo en 5 de Mayo, entre Filomeno Mata y Bolívar. Ahí ya no acudieron los colaboradores de la revista “Contemporáneos” sino aisladamente y por su cuenta. Iban, en cambio, el “Tlacuache” Garizurieta, Andrés Henestrosa, “Paducha”, Darío Vasconcelos, los Marcué, Ramón Bonfil, y, a veces, Nandino, que también había participado en las tertulias del primer café París, aunque nunca le publicaron una letra en “Contemporáneos” quién sabe por qué. […]

     Bueno. En el segundo café París brilló con violento brillo Lupe Marín, la que había sido esposa de Diego Rivera y Jorge Cuesta. Para vengarse de Cuesta publicó La Única, en 1938, y Un día patrio, en 1941, dos dizque novelas, deplorablemente mal escritas. Me regaló un ejemplar de Un día patrio en condiciones singulares. Ella y o estábamos distanciados hacía mucho; pero a principios de 1941 la encontré en Villalongín y me saludó, sonriente. Me detuve a cambiar unas palabras con ella. Me dijo que acababa de publicar su segundo libro, Un día patrio, y que llevaba un ejemplar a Lola Álvarez Bravo, la esposa de Manuel.

     —Pero creo que mejor te la daré a ti —me dijo.

     Tachó la dedicatoria que ya había puesto para Lola y la cambió por una a mí. […]

     Esta Lola Álvarez Bravo se contagió de la afición a la fotografía de su marido y llegó a ser una fotógrafa renombrada. Esto debe haber contribuido a que se le bajara el ansia de notoriedad a Manuel, de quien ya estaba divorciada.

     Me acuerdo de Manuel. Cuando ocurrió el escándalo de Cariátide, él y Carlos Orozco Romero, andaban tras de mí para que yo influyera en Jorge Cuesta, que había prometido publicar mi novela, a fin de que se les diera a ilustrar la edición. Álvarez Bravo decía que Cariátide quedaría mejor ilustrada con fotografías. Orozco Romero trataba de convencerme de que la novela se vería mejor ilustrada con dibujos suyos. Lo que los dos querían era obtener publicidad gracias al escándalo Cariátide. […]


VII

En la Preparatoria inmediatamente posterior a la de la dirección de Moisés Sáenz, fue un grupo estudiantil dominante, el de los cachuchas, llamado también la vatería (derivado de vate). En la vatería era cacique Alejandro Gómez Arias, y estaban como sus más cercanos colaboradores Ángel Salas, Octavio N. Bustamante y Miguel N. Lira. […]

     Miguel N. Lira hizo una obra poética de poco aliento, debido a su facilidad para la imitación. Hacía fáciles parodias y en su obra en verso se nota sin el menor esfuerzo que estuvo bajo la influencia de López Velarde un tiempo y bajo la de García Lorca, con posteridad. Poco se recuerda a Lira. […]

     De la vatería, quien menos llevaba traza de intelectual era Frida Kahlo, con sus medias de popotillo y su desenfado para violar los reglamentos escolares. Nadie podía con ella, independientemente de que era muy inquieta y muy mala estudiante, lo cual dice mucho en su favor. […]

     Los cachuchas (y hay que decirlo antes de que pase la oportunidad: se les llamaba así, porque todos usaban la gorra llamada así, en vez del sombrero que usaba la mayoría, en una época en que andar con la cabeza descubierta era de “pelados”) hacían sus tertulias sentados en la grada de piedra que precede a la puerta de “El generalito”. Ahí los visitaba el Cura Azuela, hijo mayor del novelista Mariano Azuela. El Cura se llama Mariano, como su padre, era de una mordacidad increíble y de un ingenio notable y tenía la sabia virtud de no respetar a nada ni a nadie. […]

     …Pero esto ya concierne a otra época estudiantil, a la época en que yo era estudiante de Derecho, es decir, a la época de la huelga de 29, cuando ya la gran sacudida que dio Vasconcelos a México como secretario de Educación Pública, había hecho del México provinciano e ignorante un México que entraba en contacto con el saber y la cultura y empezaba a tener conciencia, o, mejor dicho, identidad.


VIII

Yo también fui vasconcelista; pero si he de decir la verdad, no recuerdo por qué lo fui. No me estimularon motivos sublimes, lo cual, creo, nos ocurrió a la mayoría de los vasconcelistas, al menos los más jóvenes. Nos dejamos arrastrar por el entusiasmo ¡y ya! Si mucho, palpitaba en nosotros un confuso anticallismo y también un poco de desprecio hacia el pobre Pascual Ortiz Rubio, de quien Vasconcelos se expresaba tan despectivamente: “el caballo de la pica”, “el hombre de la cara obscena”. Y era bonito andar por las calles cantando:

     Me importa poco, que ya no me queras… 

     O, mejor dicho, la parodia de esa canción popular, que fue el himno vasconcelista.

     El vasconcelismo nos sirvió a los muchachos para divertirnos en grande y para probar el sabor del peligro.

     A mí me tocó hacer la campaña en Veracruz, en la región de Córdoba. Hice mi cuartel general en casa de la familia Cuesta, un bellísimo edificio colonial […].

     De Córdoba yo iba a las poblaciones comarcanas: Huatusco, Fortín, Chocamán, Tomatlán y un pobre pueblo del que se decía el refugio de todos los abigeos y matones de contorno: Ixhuatlán. Se trataba de una leyenda, o de una calumnia: los habitantes de Ixhuatlán eran humildes campesinos, sencillo y bondadosos, como por el general son los hombres de campo. Eso no obstante, haber llegado yo a Ixhuatlán, a pesar de los que se oponían a que incurriera en semejante “temeridad”, le dio pretexto a Sofía Celorio (hoy Sofía Bassi), que junto con Natalia Cuesta era la belleza de Córdoba, para rechazar mis galanteos, aduciendo que yo era un aventurero. ¡Aventurero por ir a Ixhuatlán a hacer campaña vasconcelista! […].


IX

Ingresé a la entonces Facultad de Derecho y Ciencias Sociales en 1927, después de haber sido expulsado de la Escuela Libre de Derecho y de haber estado un año en la Escuela Normal, en donde concluí mis estudios de enseñanza intermedia, que no pude terminar, porque también había tenido el nada despreciable acierto de provocar mi expulsión de la Escuela Nacional Preparatoria.

     En la Normal, aparte del viejecito Federico Gamboa, maestro, conocí como alumnas a Adela Palacios, que después casó con Samuel Ramos, y a Helia Acosta Ángeles, que después se dio a conocer como periodista con el seudónimo Helia D’Acosta. […]

     La Facultad de Derecho y Ciencias Sociales estaba asentada en 1927 en el edificio que está en la esquina de San Ildefonso y República de Argentina. Junto a ese edificio, por el lado de San Ildefonso, estaba un cuartel, en donde los soldados tenían como mascota un oso completamente domesticado, manso y bobo.

     Un día los estudiantes de la Facultad secuestraron al oso y lo echaron al patio del plantel. Fue un correr alocado de todos los que no sabían que se trataba de un animal inofensivo. Gómez Morin, a la sazón director de la Facultad, corrió a encerrarse en la dirección y, lleno de pavor, no le abría la puerta a nadie. Ahí estaba, desesperado, empavorecido, el pequeño, rechoncho Garza Galindo, profesor de derecho civil, golpeando con frenesí las puertas de la dirección, porque el oso se aproximaba a él. Gómez Morin no abrió esas puertas y Garza Galindo, aconsejado por el miedo, lanzó algunos decorativos vocablos de grueso calibre, de esos que en un tiempo se llamaron “palabrotas”, contra el director de la Facultad. Claro que el oso se conformó con olfatear al empavorecido catedrático, dio media vuelta y se fue a buscar algo más apetecible.

     Había entonces profesores de una personalidad distintiva. Por ejemplo, don Atenedoro Monroy, el profesor de derecho romano, de dos metros de estatura, grandes bigotes y más de ochenta años de edad, que en cuanto olía un perfume que se hubiera deslizado hasta sus pituitarias, echaba un piropo, sin haber visto a la mujer a quien lo dedicaba, porque él estaba casi ciego. […]

     Nadie sacaba ventaja […] a Francisco de P. Herrasti, que también, teóricamente al menos, impartía clase de derecho romano. Lo que hacía, lo que hizo todo el curso, fue leernos sus sonetos, muy académicos y muy malos, y ponernos apodos a sus alumnos. A mí me puso el pitcher, porque un día llegué a clases con nickers bochers, o como se llamen esos bombachos que usaban los golfistas. A Juan José Bremer (sí, el papá de ese muchacho que…) le puso Babe face, porque era el guapo del grupo, aunque le disputaban ese título Eleazar Noriega, el “Loco”, que acabó de notario en La Piedad, y Norberto Valdés, Don Garganta, que entonaba con voz muy agradable y bien timbrada las canciones populares. […]

     El que tenía fama de ser el más inteligente era Manuel Moreno Sánchez. Con él y con Andrés Henestrosa formé a mi ingreso en la Facultad un triunvirato que era muy mal visto por el resto de mis compañeros. Henestrosa, que tuvo el acierto de “destripar” al concluir su primer año de estudios […] ya tenía visos de intelectual y eso lo hacía odioso. […] Los tres, pues, estábamos en agraz; pero eso no impedía que despreciáramos a nuestros condiscípulos y que ellos nos despreciaran a nosotros. De todas maneras, éramos un grupo aparte, o un subgrupo aparte.

     Este subgrupo llegó a ser el de los “malditos”. Los “malditos” estábamos frente a los “bicicletos”, que eran los “catrines” o “rotos”. Estos invitaban al director en turno y a los profesores a una gran comilona a fin de año. Nosotros, los “malditos”, le dábamos un banquete a los mozos.

     Pero eso ya fue después. Antes, cuando pasamos al segundo año (entonces los cursos eran de un año y no de un semestre, como ahora), a Moreno Sánchez se le ocurrió ser presidente de la sociedad de alumnos.

     Como ya desde entonces tenía gérmenes priistas, aunque antes pasaría por el vasconcelismo, Moreno Sánchez no quiso atenerse a una elección sencilla e inocente, sino que inventó un subterfugio. A mí, que figuraba como secretario en su planilla, me dijo que me escondiera y no me dejara ver de nadie, mientras él difundía el rumor de que me habían secuestrado nuestros adversarios. Desaparecí, pues: pero el día de las elecciones, Ramiro Botello, que era el adversario, nos llevó la ventaja sin esfuerzo. A Moreno Sánchez y a mí nos detestaban, por ser “intelectuales” (Henestrosa ya había desertado).

     Así fue como Moreno Sánchez perdió su primera batalla política. Me echó la culpa, por supuesto: “Tú dedícate a escribir, no naciste para político”.


X

No cabe evocar la vida estudiantil en México durante el final de los años 20 y el principio de los 30, sin mencionar a doña Eva Castillejos, mujer generosa que yace en el olvido y en la ingratitud.  Doña Eva, ya casi vieja, de unos cincuenta años pasados, vino a México con sus hijos. Había enviudado y decidió darle la cara a la vida. Para hacerlo, estableció una pensión como tantas había en la época. Pues durante largos años el barrio del Carmen y algunas calles aledañas fueron albergue de estudiantes, en particular de estudiantes pobres. El letrero “Se alquila cuarto amueblado”, era casi inevitable en la zona que he señalado. Se trataba casi siempre de habitaciones modestamente ajuareadas, con cuya renta completaban su gasto las amas de casa. Entonces, a falta de una Ciudad Universitaria, había un barrio estudiantil. La Escuela Nacional Preparatoria distaba pocos pasos de la por aquel tiempo Escuela Nacional de Jurisprudencia, que después se llamó Facultad de Derecho y Ciencias Sociales. Esta, a su vez, no estaba lejos de la Facultad de Medicina, que ocupaba el edificio que fue de la Inquisición, frente a la Plaza de Santo Domingo. Por eso los “cuartos amueblados” se alargaban hasta la calle de Donceles, por un lado, y hasta la de República de Chile, por otro, y saturaban las calles de Venezuela, de Colombia, de San Ildefonso y otras más.

     Como los estudiantes requerían servicios, en el barrio había cafetuchos de chinos, que vendían alimentos a bajo precio, aunque no tenían el monopolio. Había en la calle del Carmen una fonda llamada “El Taquito”, en donde por unos cuantos centavos se servían “comidas corridas” que constaban de dos sopas, un guisado, frijoles, postre y café.

     Los chinos, cantoneses en su mayor parte, preferían servir desayunos y cenas en sus establecimientos. Otros, cantoneses también, habían establecido lavanderías, que, a pesar de sus procedimientos primitivos, daban mejor servicio que las actuales lavanderías mecanizadas. En uno de esos establecimientos atendía a la clientela una preciosa muchacha, mestiza de chino y mexicano. Era de una belleza excepcional, ¡quién sabe qué rumbos haya tomado en la vida!

     Pues bien, en esa zona fue a establecerse doña Eva Castillejos. No alquilaba cuartos amueblados, sino servía comidas. Por treinta pesos al mes podía contarse con una alimentación no exquisita, pero substanciosa. Doña Eva, mujer hecha al trabajo rudo, como todas las tehuanas, pues ella era oriunda de Juchitán y casó con chiapaneco, estaba todo el día tras el fogón. Por aquel entonces no había estufas de gas, ni siquiera de gasolina o de tractolina, sino braseros que se alimentaban con carbón vegetal. Había que estar soplando en las hornillas para que el carbón no se apagara y se convirtiera en tizones o cenizas. Y allí estaba doña Eva constantemente, con el “aventador”, en la mano, soplando sobre las brasas. A veces la ayudaban sus hijos, pero muy poco. Iban a la escuela y entre las aulas y las tareas, dejaban todo que quehacer a doña Eva. […]

     Yo también fui deudor de doña Eva. Cuando mi deuda creció desproporcionadamente, me hizo su abogado la buena mujer: yo me encargaría de cobrar las deudas. Ingenuamente creyó que yo, por ser estudiante de Derecho, emprendería acciones civiles contra todos los estudiantes morosos. No habría podido hacerlo, aunque tuviera un bufete con muchos abogados. Lo que yo hacía era ponerme al habla con los huéspedes de doña Eva, casi todos mis amigos, y pedirles que abonaran alguna cantidad a la esforzada señora. Ella quedaba satisfecha y las deudas seguían. […]

     Chema de los Reyes alquilaba un pequeño departamento con acceso directo a la calle. El departamento tenía dos habitaciones. Chema tomó una de ellas, para vivir él, y la otra la amuebló para que pasaran la noche los estudiantes amigos que no tenían dónde pernoctar. No fue rara la ocasión en que un estudiante sin casa llegara a la de Chema y corriera al que había encontrado asilo, para aprovecharlo él. A veces, con las sábanas calientes del descanso de otro huésped, llegaba el nuevo y se metía en cama tranquilamente. Chema no intervenía ni cobraba. […]

     Chema de los Reyes hizo política estudiantil en la época en que también la hicieron Ángel Carvajal, ya desde entonces calvo, pese a que era alumno de la Preparatoria, y Roberto Atwood, Ángel Carvajal, al que llamábamos el “Viejo”, por su aspecto, fue el único que propiamente hizo carrera política. Chema de los Reyes, que todavía vive, no llegó más allá de una diputación. Roberto Atwood desapareció.

     Este Atwood era un idealista, un soñador, que se engolosinaba sirviendo a los demás. Él fundó la UEPOC (Unión de Estudiantes Pro Obrero y Campesino), que después aprovecharon otros para obtener pequeños beneficios. Es el destino de los soñadores.

     De aquella época estudiantil, nada queda. Los cafés y las lavanderías de chinos fueron barridos por establecimientos modernos. 


XI

En el último año de estudios de Derecho, ya pasado el vasconcelismo, ya pasada la mala racha del comunismo, fue cuando Octavio Paz empezó a asediarme. Él, junto con Salvador Toscano, Rafael López Malo y otros, editaron la revista literaria “Barandal”. Toscano, que los acaudillaba, buscó el consejo de Moreno Sánchez, que por entonces ya pintaba para su cuñado, pues andaba de novio de Carmen Toscano. […]

     Toscano confiaba mucho en Moreno Sánchez, no sólo porque veía en él un prospecto de cuñado, sino también porque Moreno Sánchez ya había publicado para entonces sus Siete ensayos desde Abraham Angel y tenía una fama de hombre extraordinariamente inteligente.

     Octavio Paz, cuyos poemas publicados en “Barandal” parecieron a muchos inferiores a los de Rafael López Malo, repudió el consejo, o la autoría, o lo que haya sido, de Moreno Sánchez y buscó mi sombra literaria, pues para entonces ya había publicado yo algunos cuentos y algunas notas bibliográficas en “Contemporáneos”.

     Todas las tardes, poco antes de las seis, llegaba Paz, entonces muy muchachito, o muy “chavo”, como hoy se dice, a buscarme a la Facultad de Derecho. Esto dio origen a algunas suspicacias, porque Paz era un tipo muy “bonito”. Brígida Montúfar, una condiscípula, que después casó con Marino Ramírez Vázquez, me lo decía: “Ese muchacho es un muñeco, no un hombre”. Y Ramiro Botello, último reducto de la “cofradía” iniciada por Guevara y consolidada por el “Tlacuache” Garizurieta, se burlaba descaradamente de mí.

     Yo, que no tenía malicia, pasaba por alto esas bromas e instruía a Paz en lo que podía. Recuerdo que para él fue un deslumbramiento la “Antología de poesía española” de Gerardo Diego, que le presté. Nunca me la devolvió, a pesar de mis instancias, pero le fue muy útil. 

     Yo lo acompañaba al Zócalo, a que tomara el “rápido” de la seis. 


XII

En 1933 yo estaba en Morelia. Tuve que irme de México, porque en aquel año, la que hoy es orgullosa e insufrible metrópoli estaba repleta de gente henchida de prejuicios, que no podía perdonarme que yo hubiera introducido las “malas palabras” en la literatura. La sentencia del juez Jesús Zavala nos absolvió a Cuesta y a mí, pero no pudo impedir que la “decencia” quedara ofendida. Además yo había estado una docena de veces en la cárcel, por comunista. Era, pues, un “racimo de horca”, como decían los novelistas del siglo pasado. Y me fui a Morelia.

     Por entonces estaba el secretario de gobierno de Michoacán el “Negro” Victoriano Anguiano, mi condiscípulo los dos primeros años de la carrera de Derecho. Después se fue a su tierra y allá se graduó de abogado, además que se metió en la política. En la Facultad de Derecho de la UNAM fue el alumno más inteligente. En nuestro grupo hubo muchachos muy distinguidos, que más tarde resaltarían. Por ejemplo, Antonio Ortiz Mena, Nicolás Pizarro Suárez, Juan José Bremer (padre), Virgilio Domínguez y un notable historiador, Silvio Zavala; pero Victoriano Anguiano parecía superior a todos ellos.

     Al ser nombrado secretario general de gobierno por el general Benigno Serrato, Anguiano llamó a Manuel Moreno Sánchez, también condiscípulo nuestro, para que ocupara la presidencia del Tribunal Superior de Justicia de Michoacán. Además, estaba en la Rectoría de San Nicolás de Hidalgo un entonces joven llamado Gustavo Corona, que más tarde redactaría el documento de la expropiación petrolera.

     Pero eso es buen humor, y en 1933 la gente de Morelia, capital de Michoacán, no estaba de buen humor, porque había surgido la candidatura del general Lázaro Cárdenas, ex gobernador del Estado para la Presidencia de la República, y los políticos locales estaban divididos. […] Moreno Sánchez y yo, a pesar de no ser michoacanos, estábamos contra Cárdenas. Moreno Sánchez, por política. Yo, porque Cárdenas tenía fama de comunista y entraba en mis propósitos combatir el comunismo en donde quiera que se pudiera. […]

     Mucha gente de México había ido a Morelia. Uno de ellos fue Enrique Ramírez y Ramírez, del que se enamoró una pintora estadounidense llamada Marion Greenwood. Gracias a eso, Ramírez y Ramírez pasó una buena temporada en Morelia. El que la pasó mal fue Alejo Díaz, pintor de la más desesperante mediocridad. Gustavo Corona, el rector, por ayudarlo, le dio a pintar los muros de San Nicolás de Hidalgo, y Alejo hizo unos horribles manchones en las paredes. Él había ido a vivir a la misma casa de huéspedes en que yo tenía un cuarto, un establecimiento de las tías de María Roch, ubicado en una plazoleta en donde había una fuente con tres indias que sostenían sendas jícaras, frente a Los Arcos. Una noche muy fría estábamos en el balcón de mi cuarto Alejo y yo. Él fumaba su mariguana y yo libaba mi charanda; pero a pesar de eso, seguíamos sintiendo frío. Entonces le dije a Alejo que trajera los papeles que estaban sobre mi escritorio, para hacer una fogata que nos calentara. Eran borradores desechados en su mayor parte; pero iba entre ellos el original de mi novela Cariátide, la que me había costado que me enjuiciaran, junto con Jorge Cuesta, por faltas a la moral.

     Ardió alegremente Cariátide, junto con los demás papeles. La única copia se la había dejado yo a Cuesta, para que editara el libro en la Imprenta Mundial. Natalia Cuesta, la hermana de Jorge, logró rescatar algunas cuartillas de la novela.


XIII

En mi memoria, Rufino Tamayo conoció a Paz en casa de Otilia Zambrano, en la colonia Narvarte. Otilia era por entonces un ama de casa que vivía con su marido y nada más: tal vez por eso se le ha olvidado a Rufino. 

     Según mis recuerdos. Otilia, que había publicado algunos “Paréntesis sentimentales” en el Gráfico y decía “ser de izquierda”, preparó una recepción a Paz, que volvía de la guerra civil en España. Había expectación y la gente estaba sentada hasta en la escalera. Tamayo, que por entonces no era conocido, permanecía en un rincón, esperando a Paz, que llegó tarde. Me dio pena ver solo a Rufino y fui a conversar con él. Yo lo había tratado antes, en aquellas tardeadas de los sábados que hacían los colaboradores de “Contemporáneos” en el primer café París, el de Gante. Ahí iban los que de un modo o de otro estaban cerca de “Contemporáneos”. Entre ellos los pintores: Julio Castellanos, que murió prematuramente cuando ya había hecho un nombre; Carlos Orozco Romero que está insufrible desde que recibió el Premio Nacional; Gabriel García Maroto, que en el primer número de “Contemporáneos” escribió un largo ensayo contra Diego Rivera… De vez en cuando asomaban las narices Diego Rivera o David Alfaro Siqueiros. Tamayo, que empezaba a levantar el vuelo, iba poco, al igual que Manuel Álvarez Bravo, que desde aquellas fechas luchaba por lograr que a la fotografía se le diera dignidad de arte.

     No fue ahí en donde conocí a Tamayo, sino en casa de su maestra, María Izquierdo, en la que más tarde hacían sus fiestas los “Pascolas”, un grupo en que destacaban Álvaro Gálvez y Fuentes o Jorge Piñó Sandoval…

     Las fiestas de los “Pascolas” hubieran sido mejores, de no ser por la presencia de Pablo Neruda, poseedor de un puesto diplomático por aquel entonces. Neruda era amigo de Raúl Uribe, un seudo pintor chileno con más barriga que talento, un gran amigo de María Izquierdo. Uribe, muy celoso de su paisano, encerraba a éste en una habitación provista de las mejores botellas que habían llevado los invitados y no permitía que vieran a Neruda sino unos cuantos escogidos. El poeta de Canto general se ponía unos “cuetes” formidables y se ufanaba de ser un genio. Oyéndolo, yo recordaba que, cuando fui preparatoriano, compré en cierta ocasión en casa de los Porrúa, que por aquellos días comerciaban con libros de segunda mano el Crepusculario. El libro de Neruda estaba dedicado a Antonio Caso, que, por pobreza, había vendido su biblioteca. La dedicatoria era servil. […]

     Pues en casa de Otilia Zambrano estaba Tamayo arrinconado y solitario, y yo le di conversación. Ahí se conocieron el pintor y Paz.

     Este y yo no habíamos roto la amistad, a pesar de que Carlos Pellicer llevó chismes a París, a donde había ido Octavio después del Congreso de Valencia. Fue que Carlos se enamoró inconteniblemente de Octavio y buscaba el modo de congraciarse con él.

     Esto de que Carlos quería congraciarse con Octavio, es la referencia a un lance muy divertido, que ocurrió por los días en que un grupo de jóvenes preparatorianos había publicado la revista literaria “Barandal”, en la que colaboró Paz. Pellicer encontró la oportunidad para acercarse a él con pretextos literarios, y esto provocó la cólera de los muchachos de “Barandal”, que una noche fueron a apedrear la casa de Pellicer, en las Lomas. Entre los que participaron en esta acción estaban Salvador Toscano, Pepe Alvarado, Alfonso Ortega y otros cuyos nombres devoró el olvido.

     Fue después de esa pedrea cuando Octavio viajó al Congreso de Valencia y se deslizó a París, en donde lo alcanzó Pellicer, que también había participado en el Congreso. Ahí el poeta tabasqueño (tabasqeroso, decía Novo) le contó a Paz que yo había escrito contra él. Buscaba, sin duda, quedar bien.

     La pequeña intriga de Carlos no rompió la amistad entre Paz y yo. […] Tampoco rompí con Pellicer, sino seguí sosteniendo con él una amistad que se había forjado en el vasconcelismo. 



[1] Jueves de Excélsior, 29 de marzo de 1984, p. 10-11.