En la mirada de otros

En la mirada de Eduardo Luquín

Eduardo Luquín

Año

1937

Tipología

En la mirada de otros

 

Eduardo Luquín Romo (6 de febrero de 1896-23 de enero de 1971), fue un diplomático y escritor, amigo de varios miembros del grupo de los Contemporáneos. Paz lo ubicaba entre los asistentes habituales del Café París. 

     De sus libros Autobiografía, de 1967 (I-III),  y La cruz de mis vientos. Memorias, de 1959 (IV), se toman las siguientes notas. (AGA)




I

De regreso a México, al pasear la vista por el horizonte de mi vida, no vi más posibilidad de encaminar mis pasos por el sendero de la diplomacia. José Gorostiza, Bernardo Ortiz de Montellano, Xavier Villaurrutia y yo, nos inscribimos como oyentes, pero con derecho a examen, entre los estudiantes de Derecho Internacional Público, de Derecho Internacional Privado, de Constitucional y de Administrativo. A lo largo del año escolar de 1929, apenas falté a las conferencias de nuestros profesores. Con el auxilio de un cuaderno de apuntes registré cuidadosamente las enseñanzas del Maestro Esteva Ruiz cuya palabra, limpia de hojarasca, me pareció siempre profunda, largamente meditada y bien articulada. Martínez Báez, a quien había tratado superficialmente siete años antes, desempeñaba con acierto y seguridad la cátedra del Derecho Constitucional. Anselmo Mena, a quien me siento vinculado por los lazos de la gratitud y de la amistad, nos ofrecía tres veces por semana una exposición amplia e inteligente de las teorías que engloba el Derecho Internacional Público. Acaso por mi desconocimiento del Derecho Administrativo, las disertaciones del profesor Cabada me producían una especie de mareo; difícilmente lograba entresacar algún hilo orientador dentro de la maraña de una exposición abundante y recargada. Casi en cada frase empleaba la palabra irrefragable. Cierta vez me atreví a dirigirle una pregunta de curiosidad a la que me contestó en términos enrevesados. Xavier Villaurrutia, que solía sentarse junto a mí, me tendió una hoja de papel en la que leí:

Al irrefragable profesor Cabada, 
la voz de Luquín no le dijo nada.

     Al terminó de las labores escolares presenté examen de las materias en que me sentía menos inseguro, dejando para más tarde el de Derecho Administrativo y el de Constitucional.


II

[Era 1937]. El puesto de secretario de la embajada de México en Valencia […] [requería] no sólo coraje y espíritu de sacrificio para soportar la escasez de víveres y la furia de las crecientes incursiones sobre la zona republicana, de la aviación franquista, sino una conducta ejemplar [por lo que] se designó al general Leobardo Ruiz. […] Para desempeñar el cargo de lugarteniente de aquel hombre seco, cortante, me había elegido Jaime [Torres Bodet]. […]

     Las oficinas de la embajada de México en Valencia estaban en la calle de La Paz.  A medida que avanzaban hacia el oriente, las fuerzas franquistas arrojaban sobre Valencia a millares de personas, por lo que resultaba imposible encontrar alojamiento en cualquiera de los hoteles.  Tal circunstancia fue la causa de que me instalara en un local que se encontró en la zona del Grao […]. Para llegar hasta aquella casa, propiedad de un partidario del general Franco, debíamos recorrer, generalmente en tranvía, no menos de cinco kilómetros. […]

     [Octavio Paz] figuraba entre un grupo de intelectuales mexicanos que se trasladaron a España con el propósito de recorrer la zona republicana, ignoro si para escribir acerca de lo que hubieran visto, o como testimonio de solidaridad con el gobierno del señor Azaña. Octavio debía frisar por aquellos días en los treinta años. Lo conocía por referencias. Se mencionaba su nombre como una de las mejores promesas de las letras mexicanas.

     A su paso por Valencia, mi excelente amigo el magnífico poeta español León Felipe —quien también figuraba entre los intelectuales mexicanos— y Octavio, decidieron saludar al general Ruiz. Seguramente sabían que me encontraba en Valencia, pero no me dispensaron el honor ni siquiera de asomar al cuarto en que yo despachaba los asuntos de mi resorte. Prosiguieron su viaje hasta Madrid. A su regreso y sin que yo me hubiera enterado, se presentaron —como si hubiese sido hotel— en el local anexo a la embajada, en solicitud de alojamiento. El sirviente a quien abordaron me informó que alguno de los recién llegados esperaba, si no exigía, que le cediera el cuarto en que me alojaba para que se instalara en él la esposa de León Felipe. Aunque me extrañó que no se hubiesen dirigido a mí —sobre quien recaía la responsabilidad de lo que ocurriera en aquella especie de sucursal de la embajada— ofrecí el colchón de la cama que ocupaba, pero conservé mi dormitorio. Seguramente incurrí en una falta de cortesía No hubiese sido posible para el grupo de intelectuales encontrar alojamiento en alguno de los hoteles de Valencia, circunstancia que me imponía la obligación de alojarlos, pero no —así lo pensé en aquel momento— la de renunciar a mi propio dormitorio donde encontraba el descanso necesario a la continuación de las labores apremiantes e intransferibles que correspondían a mi posición dentro de la embajada.


III

No habían transcurrido más de seis meses contados desde la fecha de mi arribo [en 1950], cuando se nos anunció por la vía telegráfica la designación del licenciado Federico Jiménez O'Farril como embajador de México ante el gobierno de la Gran Bretaña. Conocía sólo de vista a Jiménez O'Farril, circunstancia que me imposibilitaba para asegurar anticipadamente que su gestión cerca de la Corte de Saint-James habría de caracterizarse por el acierto o por el desacierto y más todavía para prever que el nuevo embajador habría de dispensarme un trato diferente. Londres era en aquel minuto el escenario de reuniones internacionales de gran trascendencia: la UNESCO, la UNRA y la de las Naciones Unidas; reuniones que requerían la presencia de una presencia hábil y de experiencia diplomática como jefe de la representación mexicana. […]

     A nuestro paso por Paris, volví a tropezar con Octavio Paz, a quien había conocido en Valencia. Octavio figuraba en el séquito de Jiménez O'Farril. Al advertir que descendía del ferrocarril que lo llevó hasta Londres esquivé su encuentro temeroso de que asumiera respecto a mí una actitud poco amistosa. Aparenté no conocerlo. Octavio se mostró sorprendido y hasta disgustado de que lo hubiera tratado como a un desconocido. Durante su permanencia en Londres aparecía diariamente en la embajada, donde charlábamos. Una vez lo invité a tomar en mi casa un trago de whisky. No sé por qué se me ocurrió mencionar el incidente de Valencia, pues a juzgar por las noticias del mozo que lo atendió, los intelectuales se mostraron muy disgustados por el comportamiento que observé en aquella ocasión.

     —Ya que menciona usted un incidente tan desagradable —me dijo. 

     No me pareció oportuno entrar en aclaraciones que acaso nos hubiesen llevado a una discusión enojosa. Al término de una permanencia de breves días en Londres se marchó a Paris donde desempeñaba el cargo de tercer secretario. Con algún motivo se trasladó a Berna. Enterado por él mismo que se encontraba en aquel meandro de bonanza y de quietud, me acerqué a él en una actitud francamente amistosa que él comprendió. Allí nació la amistad que nos vincula. A mi paso por Paris de regreso a México, reanudamos el diálogo bruscamente interrumpido por la fugacidad de su permanencia en Berna; nos veíamos diariamente y más de una vez nos sorprendió el alba en uno de los centros nocturnos de Montmartre.

     Cinco años después, Samuel Ramos con quien solía yo reunirme en un café del centro de la ciudad, me informó que el Instituto de Relaciones Culturales con el Extranjero de Stuttgart, se había dirigido a él preguntándole si el órgano de publicidad del mismo Instituto podría contar con una formación extractada acerca de la vida cultural de México; información que podría consistir en un ensayo sobre la vida filosófica; un panorama de las letras mexicanas contemporáneas y algún otro de carácter histórico o geográfico.

     Samuel, siempre atento los reclamos de la cultura, decidió aprovechar la oportunidad que el Instituto le ofrecía para informar a los lectores de la Revista acerca de nuestro país y me preguntó si quería yo presentar el cuadro panorámico que se le sugería. Acepté la delicada comisión pues, aunque mi información acerca de los escritores mexicanos no se caracterizaba ni se caracteriza por la amplitud, conozco la labor literaria de la mayoría al menos en sus expresiones sobresalientes. Sin embargo, me pareció conveniente reunir la mayor documentación posible acerca de alguno de ellos.

     Entonces, como ahora, Octavio Paz merece en mi opinión figurar en la lista de los escritores mexicanos de primera fila, por lo que no debía dejarlo fuera de cuadro. Enterado de que el Fondo de Cultura acababa de lanzar una nueva publicación de El laberinto de la soledad del ilustre escritor, le llamé por teléfono para informarle acerca de mi proyecto, suplicándole que me la proporcionara, aunque fuera en calidad de préstamo.

     —Le voy a ordenar a Alí Chumacero que te la mande —me contestó.

     Alí Chumacero era por aquellos días y acaso sigue siendo amigo de Paz, pero nunca fue su sirviente. En consecuencia, no procedía ordenarle, sino suplicarle. Pero según Paz los hombres superiores no suplican. Suplicar significaría una forma de rebajarse. Los hombres superiores ordenan.

     En seguida como arrepentido de su ofrecimiento añadió: 

     —¿Por qué no lo compras?

     Confieso que me desconcertó la pregunta, pues confiaba en que la amistad que me vincula al poeta habría de inclinar su voluntad en un sentido favorable a mis deseos. Mi error consistía en atribuir a las suyas, no siempre dictadas por la modestia, mis propias reacciones, pues por no conceder a mis libros el valor de una joya, me halaga saber que despierta la atención de alguien. Por otra parte, entre sastres no se cobra la puntada, Paz carecía de razones en qué apoyarse para asegurar que no habría yo de justipreciar su obra, pero, aunque le hubieran sobrado, ¿qué podría haber perdido porque un escritor oscuro como yo, se ocupara de ella?


IV

De mi primer viaje a París volvía desgarrado, pero enriquecido por el sufrimiento. Ignoro si habré aprovechado las lecciones con que mi estrella pareció complacerse en mortificarme; lo único que puedo asegurar consiste en que mucho más que los castigos y privaciones de mi vida militar, el hambre y la indiferencia que probé en París me enseñaron a comprender el dolor humano. […]

     […] Al cabo de dos o tres meses volvía yo a ser el que había sido. Para recobrar íntegramente el ritmo de mi vida necesitaba encontrar una ocupación lucrativa y la encontré a la sombra de Jaime Torres Bodet, quien por conocer la situación en que me hallaba me ofreció el puesto de Jefe de la biblioteca popular situada en la Magdalena Mixuca. […]

     En torno a Jaime Torres Bodet, a quien conocí pero no traté en la Escuela de Jurisprudencia, me encontré nuevamente con Xavier Villaurrutia, con Bernardo Ortiz de Montellano y con José Gorostiza. Enrique González, quien cultivaba con Jaime y con el grupo de «Contemporáneos» la excelente amistad que nació a la sombra de los amplios soportales de la Escuela Nacional Preparatoria de San Ildefonso, se encontraba por aquellos días en Madrid, donde el doctor González Martínez desempeñaba el cargo de Ministro de México […]. En el momento de acercarme a Jaime, el regreso de mi primer viaje a Europa, no esperé que me tratara con la deferencia amistosa con que trataba a José y a Bernardo, pues en realidad yo no figuraba entre sus amigos íntimos y hasta me inclino a creer que el empleíto de bibliotecario de la Magdalena Mixuca que me concedió, fue trabajado, por decirlo así, por Gorostiza, a quien Jaime ha tratado invariablemente en el plano de la más alta consideración literaria. […]

     A Bernardo Ortiz de Montellano lo traté con la frecuencia con que se reunían Gorostiza y él en un café de chinos que se encontraba en la esquina de San Ildefonso y la antigua calle del Relox. Sus conversaciones, en las que excepcionalmente intervine, giraban casi siempre en torno de algún tema literario. José afilaba —según la observación de Xavier Villaurrutia— sus finos e inteligentes discursos al contacto con alguna duda o pregunta de curiosidad de Bernardo. Cualquier observación representaba un excelente pretexto para que Gorostiza nos ofreciera una serie de reflexiones espirituales. Bernardo asumió al principio, respecto a mí, una actitud recelosa que nunca atiné a explicarme y que se tornó en amistad mucho más tarde […].