Conversaciones y novedades

La herida que no cierra: sobre "Llano", un poema en prosa de Octavio Paz

David Huerta

Año

1996

Personas

Paz, Ireneo; Huerta, David; Paz Solórzano, Octavio; Buñuel, Luis

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra poética

Lustros

1950-1954

 

1996. Fotografía de Miguel Ángel Merodio.

A continuación, reproducimos una versión actualizada del texto presentado por el maestro David Huerta como parte del homenaje a Octavio Paz organizado por la Universidad del Claustro de Sor Juana denominado "Jornadas Culturales. Octavio Paz: la Voz y la Palabra".


25 de noviembre de 1996

Una calle de Mixcoac que corre de occidente a oriente desde el Anillo Periférico tiene diferentes nombres en sus diversos tramos. Tres son nombres de pintores (Murillo, Rubens, Millet). En el segmento que flanquea el jardín de San Juan Bautista, corazón de Mixcoac, lleva el nombre del licenciado Ireneo Paz. En el jardín de San Juan está ahora la sede del Instituto Mora, que hace investigaciones históricas; es la antigua residencia campestre de don Valentín Gómez Farías, patriarca de la generación liberal. La casa vecina —una casona de gruesos muros, sede de un convento durante muchos años— perteneció a Ireneo Paz, periodista y escritor también liberal, padre de Octavio Paz Solórzano, padre, a su vez, de Octavio Paz Lozano, es decir, el poeta Octavio Paz. En esa casa vivió este último durante su infancia; había nacido en la calle de Venecia de la colonia Juárez, en la Ciudad de México, el 31 de marzo de 1914.

     La calle de Millet en la que se convierte la calle Ireneo Paz cruza la Avenida Insurgentes por el lado sur del Parque Hundido (llamado oficialmente Luis G. Urbina, en honor del poeta modernista) y desemboca ante el atrio de la parroquia de San Lorenzo Mártir, erigida a fines del siglo XVI y declarada por las autoridades “monumento colonial”. En la segunda y tercera décadas de nuestro siglo, durante la infancia y la adolescencia de Octavio Paz, lo que ahora es el Parque Hundido era un basurero que más tarde se convertiría en una ladrillera, que sirvió para proporcionar los materiales de construcción con los que se edificaron las primeras casas de la Colonia del Valle. El pequeño pueblo de Mixcoac y sus alrededores —por ejemplo, el pueblito de coheteros de San Lorenzo Xochimanca— eran campo abierto y la Ciudad de México, lo que ahora llamamos primer cuadro, estaba muy lejos.

     La pequeña capilla de San Lorenzo Mártir destacaba en aquellos parajes; ahora se pierde entre los crecidos árboles del parquecito que la rodea y entre los edificios modernos, que han sido levantados por decenas en la Colonia del Valle. El parque donde se encuentra la capilla está rodeado por las siguientes calles: Fresas al oriente, Magnolias al norte, Manzanas al poniente y San Lorenzo al sur. Otra iglesia, la de Santa Mónica, de no muy agradable estilo “moderno”, fue inaugurada en los años sesenta y nada tiene que ver con la capillita, remanso extraño en la megalópolis y depositaria de las más antiguas tradiciones del barrio.

     El Parque Hundido, el jardín de San Juan Bautista y la capilla de San Lorenzo Mártir son el escenario de un pequeño poema en prosa de Octavio Paz. Se titula “Llano” y puede leerse en las páginas de ¿Águila o sol?, libro fechado en 1949-1950; está precedido por “Salida” y por “Execración”, y se sitúa dos escritos antes de “Mariposa de obsidiana”, quizás el más conocido de los textos de ese libro, junto con “El ramo azul” y “Mi vida con la ola”, antologados en algunas colecciones de los mejores cuentos escritos en nuestro país.

     El género del poema en prosa tiene su antecedente más ilustre en un libro de Charles Baudelaire, Pequeños poemas en prosa, publicado póstumamente en 1868; el poeta francés, que había muerto un año antes, a los cuarenta y seis años, reconoce a su vez en el Gaspar de la noche, de Aloysius Bertrand, su fuente histórica de inspiración. En la dedicatoria-manifiesto de los Poemas en prosa, página dedicada a Arsene Houssaye, Baudelaire define claramente los rasgos de su manera de ejercitarse en este campo literario, y lo hace con una pregunta: “¿Quién de nosotros, en sus días de ambición, no hubo de soñar el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmos y sin rima, flexible y sacudida lo bastante para ceñirse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?”. Y agrega: “En la frecuentación de las ciudades enormes, en el cruce de sus relaciones innumerables, nace, sobre todo, este ideal obsesionador” (he citado la traducción de Enrique Diez-Canedo).

     "Llano" es una recreación del paisaje urbano mexicano en la primera mitad de nuestro siglo. No es sólo eso, desde luego: es también un testimonio, breve e intenso, de la conciencia infantil ante las complicaciones laberínticas y las presencias del mundo; es, asimismo, una reflexión poética sobre el tiempo y la memoria. No hay memoria del tiempo vivido si no hay también un espacio con el cual asociar los recuerdos que surgen dentro de nuestro espíritu, en ocasiones, contra nuestra voluntad. Los escenarios de “Llano” y sus correspondencias con la conciencia infantil, la memoria poética, el tiempo vivido, el tiempo recuperado: tales son los horizontes del poema. En términos temporales, la década del siglo XX a la que corresponde puede ser la segunda o, cuando mucho, la tercera. En la medida en la que se trata de un poema en prosa urbano, se relaciona de manera directa con el “ideal obsesionador” de Baudelaire.

     El poema se inicia con la descripción de un hormiguero bajo un sol cenital. Rodea el hormiguero un tiradero de basura. El niño que está cerca del hormiguero, que lo ve y lo describe, se llama, posiblemente, Octavio. El hormiguero y el basural que lo rodean podrían estar en cualquier parte, pero están “a trescientos metros” —se nos dice— de la pequeña iglesia de San Lorenzo. Dos datos bastan para precisar el punto de vista poético de “Llano”: esos trescientos metros que separan la capilla y la hondonada del ojo del niño; esa hondonada es el actual parque Luis G. Urbina. El ojo infantil está, pues, en el lado poniente de lo que hoy es la Avenida de los Insurgentes, sobre la moderna calle de Millet, en Mixcoac, mirando hacia el oriente, donde se encuentra la capilla. Debe estar más cerca del jardín de San Juan Bautista que de donde ahora está la gran avenida, pues así lo indica la distancia (trescientos metros) que lo separa de la pequeña iglesia.

     El hormiguero es un borbotón que parece expulsar seres vivos del cúmulo magmático; como si la tierra, la fuerza ctónica del subsuelo, respondiera con su propio vigor al todopoderoso calor del sol cenital. El mundo está sellado por un agobio enorme: calor, basura, hormigas. Pero también está fluyendo: es tiempo y circulación de presencias, de sensaciones, de ideas. El niño está a punto de dejar de serlo y de entrar en la crisis de la adolescencia. Leemos en “Llano”, entre guiones, que el niño no sabe “que en un recodo de la pubertad lo esperan unas fiebres y un problema de conciencia”. La fe, acaso, está en curso de colisión con la conciencia; el deseo, probablemente, deja ver las puntas de sus rojos lienzos entre los seres y los hechos. La escena del llano cifra los accidentes, las perturbaciones de lo contingente, los erizados ángulos de la inmanencia: el mundo es así, tiene esta catadura, hierve sin sentido. El mundo es una herida perpetuamente abierta. El tiempo pasa. Ni siquiera en el diminuto edificio de la iglesia hay calma: el ojo infantil lanza, como una sonda —en un movimiento parecido al de un zoom cinematográfico—, una mirada que explora el interior de la capilla de San Lorenzo Mártir. Allí se abre otra herida, que evoca algunas escenas blasfemas de las películas de Luis Buñuel: en el altar de la derecha de la iglesia, desde el ojo izquierdo de un santo “pintado de azul y rosa […] brota un enjambre de insectos de alas grises, que vuelan en línea recta hacia la cúpula y caen, hechos polvo, silencioso derrumbe de armaduras tocadas por la mano del sol”. Las sirenas de las fábricas se unen al llamado de las campanas para misa de doce. La construcción religiosa mezcla sus sonidos, las campanadas, con los de la construcción industrial: las sirenas fabriles.

     Pero el tiempo no pasa. Los años son “grandes rocas” que, luego de la ilusión de haberlos atravesado, dejan al niño en el mismo lugar, al que vuelve como a un “pasaje detenido”. Dice el poema: “Y no acaban de caer las doce campanadas, ni de zumbar las moscas, ni de estallar en astillas este minuto que no pasa, que sólo arde y no pasa”.

     Las interpretaciones posibles del texto se abren como un abanico. Que otros más avezados las emprendan. Yo me quedo con esas imágenes de luz arrasadora en los ojos de un niño en el viejo Mixcoac. Y con las imágenes claras y laberínticas del fluir paradójico de un tiempo detenido en una ciudad, que es esta ciudad, atormentada en su conciencia insomne como ese niño a punto de enfrentar unas fiebres y un problema de conciencia de los que nada se nos dice en “Llano”.

     Que las palabras de esta pieza perfecta de prosa y poesía nos permitan abrir un poco los ojos ante otras luces arrasadoras, para ayudarnos a vivir, una de las tareas que a la literatura —y ésta de “Llano” lo es, de primer orden— le corresponde cumplir en este mundo imperfecto.

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