En la mirada de otros

En la mirada de José Durand

José Durand

Año

1963

Tipología

En la mirada de otros

 

José Durand, ca. 1963

José Durand Flórez (22 de diciembre 1925- 1 de julio 1990) fue un escritor, folclorista e historiador peruano. 


          Amigo de Alfonso Reyes, José Gaos y Raimundo Lida, a Durand, sus estudios del pasado, según indican Luis Monguió y Alicia de Colombí-Monguió, “no le inhibieron la consideración de autores de su tiempo. Asturias, Cortázar, Paz, Monterroso, Pacheco fueron objeto de su crítica y siempre de su amistad”.[1]


          Durand plasmó algunos de sus recuerdos sobre el poeta —a quien conoció durante su estancia en París en 1961 de acuerdo con lo que comenta en una carta dirigida a José Luis Martínez fechada el 23 de mayo de ese año[2]— en el ensayo “Octavio Paz. Un mexicano poeta y diplomático”, Panamá América, suplemento Dominical, 8 de septiembre de 1963, p. 1, de los cuales se reproducen los párrafos conducentes. (AGA)



I

Allá en los tiempos en que Alfonso Reyes viajaba como diplomático mexicano, cierta dama se admiró un día de su conversación. Tan culta, tan sutil, que la buena señora empezó a sospechar que no todos los mexicanos deberían ser necesariamente feroces.


—Yo al principio pensaba —dijo al fin— que usted también usaría pistola.


—Y no se equivocaba, aquí la tiene—. Y don Alfonso sacó debajo del brazo una 45 que llevaba para tales ocasiones, harto ya de preguntas semejantes. En último término, se trataba de proclamar que todo mexicano, por universal que fuera su cultura, jamás pierde el contacto con la propia tierra. Más allá de la broma jovial, más allá de cualquier convencionalismo típico, se dejaba esta idea bien sentada.


II

Y Octavio Paz. Este demonio enamorado de la tierra y la vida las quiere así, con sus maldades y venenos en un amor que es siempre primer amor, porque ni ciencia ni experiencia logran despojarlo de sus impulsos originales. Así es el hombre Octavio Paz: alma apasionada y conflictiva, lúcida por inteligencia y por sentidos, fantasía aventurera que se lanza al ataque y que en la batalla confesara el horror, la repugnancia o la ternura. Y también, irremediablemente, la belleza.


          Vivió en París y todo el París intelectual lo conoce. Su nombre, como el de ningún otro hispanoamericano, aparece en todas las revistas cultas y no sólo de Francia, sino de media Europa. Su opinión se escucha no sólo como literato sino también como sagaz amante de las artes plásticas o bien como intelectual atento a los problemas del momento, sean asuntos del erotismo en la historia, sea el cine mudo o la música electrónica. Estudia y conoce la filosofía, se interesa por poetas árabes o chinos, parecerá tan “audaz, cosmopolita”, como se pintaba a sí mismo Rubén Darío, pero seguirá siendo el mexicano obsedido de serlo.


          Lejos del esnobismo, en él hay más que simple curiosidad: ansia, impaciencia.  Lo delata su misma inquietud de hombre hipersensible. Y ahí lo tenemos, vertiginoso en la respuesta, capaz de saltar en la conversación hilando temas diversos, hasta llegar a donde se propone. No en vano es diplomático de carrera (Embajador en la India y Ceilán), pero su diplomacia no toca en lo menor su carácter de artista, angustiado por crear y descubrir, por entender a su época y adivinar el futuro.   


          A los 49 años se encuentra en plena madurez literaria y en plena juventud creadora. Vuelto a casar con una pintora italiana —Bona, tan vital como él, si cabe—, se halla siempre dispuesto a la renovación, a la experiencia. En la actualidad aprende el portugués para traducir a Joaquín Pessoa, cuyos poemas admira.   Antes tradujo, en colaboración con Eikichi Hayashiya, las Sendas de Oku, del japonés Matsúo Basho; no llegó aprender el japonés, pero aparte de su propia lengua, habla el francés, inglés e italiano. Y lamenta tener, sin poder leerlo, un volumen sueco de su libro “La estación violenta”, aparecido en 1961.


III

Última visita, cuando era el ministro consejero de la Embajada de México en Francia. Lo hallamos junto a grabaciones de música electrónica y música concreta (Varese, Schaeffer y compañía). Pasada ésta a una cinta magnetofónica, Octavio intenta pacientemente montar sobre esa música las palabras de un poema. ¿Querrá así lograr la reconciliación de música y poesía, tal como la añoraba al recordar a los viejos artistas provenzales? Muy posible, aunque el artista, con reserva diplomática y mexicana, no llega a decírnoslo. Y mientras Bona, su mujer, pinta cuadros y arma sugestivos collares, él sentado en el suelo, trabaja con una grabadora, cintas, tijeras, pegamentos, discos, papeles, libros. Y no es novelería, como de costumbre, toda una tradición cultural, seriamente entendida, fundamenta la aventura creadora. Es el poeta.



[1] Luis Monguió y Alicia de Colombí-Monguió, “José Durand 1925-1990”, Homenaje a José Durand, Madrid, Editorial Verbum, 1993, p. 13.

[2] Paz, Octavio y José Luis Martínez. Al calor de la amistad. Correspondencia 1950-1984. México: FCE, 2014