Conversaciones y novedades

Octavio Paz lee a Ramón López Velarde

Guillermo Sheridan

Año

1937

Lugares

Francia
La India
México

Personas

Tibertelli de Pisis, Bona ; López Velarde, Ramón; Zaid, Gabriel

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

Lustros

1950-1954

 

Ramón López Velarde 

Yo también hablo con y de López Velarde. Conmemoro el centenario de su muerte volviendo a su escritura con el ánimo de convocar a otros a adentrarse en sus fecundos misterios. Bien puede ser el poeta más estudiado de nuestra tradición: Villaurrutia, Paz, Arreola, Tomás Segovia, Gabriel Zaid, José Emilio Pacheco, Sergio Fernández, Monsiváis… todos nos perdemos en López Velarde, poeta jeroglífico.

     Revisaré someramente lo que Octavio Paz dijo y escribió sobre él. Sor Juana, López Velarde y Xavier Villaurrutia son la santa trinidad de Paz en el altar mexicano de su religión poética. Luego de la monja, a quien más estudió fue a López Velarde, a cuya casa —buen hijo pródigo— acostumbraba regresar. Hay una linealidad lírica entre ambos, una suerte de secuencia genética de índole poética: López Velarde estudió a Manuel José Othón; Villaurrutia, a López Velarde; Paz, a Villaurrutia y a López Velarde: los eslabones de la misma “cadena estremecida” de la poesía mexicana



1937 y 1942

Paz asentó su fidelidad por primera vez en una combativa conferencia de 1937, dictada en Valencia, durante su viaje a la España de la Guerra Civil. [1]  Dirigida como estaba a sus camaradas republicanos militantes, les presentó a López Velarde no sólo como “el poeta de la Revolución Mexicana”, sino hasta como un militante en el combate contra el feudalismo y el imperialismo. Paz repetía el lugar común velozmente edificado por el Estado y, curiosamente, por el Bloque de Obreros Intelectuales, nacionalistas y revolucionarios, que así lo proclamaron en 1931, desdeñando, claro está, cuánto aborreció López Velarde a la Revolución y a los revolucionarios: lo mismo a Victoriano Huerta que a Zapata y a Villa (tuvo respeto solamente por Madero, por ideología, y por Carranza, por interés). En fin, que, junto a esas proclamas de circunstancia, ya lejos de la pólvora, Paz le dice a sus camaradas que López Velarde es también autor “de un mundo poético misterioso y cóncavo”, adjetivo que le habrá parecido audaz al joven Paz y que estaba en sintonía con el diccionario del maestro.

     Más sereno, en un ensayo de 1942 en el que describe a los poetas mexicanos según la hora del día que más se siente en sus poemas, sostiene que la hora de López Velarde es el crepúsculo, que recorre caminando por la calle de Plateros en el centro, o metido “en un burdel postvillista, con olfato y angustia, pecador y creyente”…

¿o en una iglesia, permanente crepúsculo, llorando ante la Virgen, espantado de sí mismo, que contempla a la imagen con cierta sarracena codicia? Sacrílego e ingenuo, López Velarde crea una atmósfera de alcoba e iglesia, en la que no podemos distinguir si la luz es de la lámpara votiva o de la mesa de noche, y entre cuyas sombras es difícil adivinar si, sobre el lujo de un canapé o la dureza de una tarima, gesticulan la muerte o el placer. [2]
Es intrigante la observación: que López Velarde —que vive en perpetuo estado de concupiscencia— pudiese haber codiciado a la mujer que no deja de ser la Virgen. Y lo llama “ingenuo”, adjetivo del que ya tendrá tiempo de arrepentirse. 


1943-1950

En 1943, Paz ya manifiesta su incomodidad con quienes presentan a López Velarde como un concentrado “de la mexicanidad”. [3] ¿Cómo va a representar al mexicano (tan sesgado y esquivo) un hombre tan empeñado en mostrarse tal cual es? En 1945, lo celebra junto a José Juan Tablada como el tutor de los Contemporáneos en la enseñanza de la superior virtud de la curiosidad, [4] pero no sin hacer un distingo: López Velarde “se siente atraído por la aventura interior, hacia adentro de México y hacia adentro de sí mismo”, mientras que Tablada prefiere fugarse hacia la Modernidad: si López Velarde se parece a Baudelaire, el último Tablada ya se acerca al Dadá y a Picasso. En 1950, reitera: donde Tablada es un poeta visual e instantáneo, López Velarde, dice, es “un hombre lento y en diálogo consigo mismo”. [5] Poco a poco, Paz comienza a poner su interés en la singularidad del estilo: si Velarde se esmeró en “crearse un lenguaje personal es porque tiene algo personal que decir”. Y accede a la idea que más le interesa en López Velarde porque es la que más le interesa de sí mismo: además de decir, es un poeta empeñado en decirse


1957

En 1957, Paz escribe el primer ensayo extenso, “El lenguaje de López Velarde”. Registra su desacuerdo con quienes lo reducen a “la ingenuidad fervorosa” de los poemas, a Fuensanta y a su provincia. Tampoco está muy de acuerdo ya con Villaurrutia, que, si bien señaló su familiaridad espiritual con Baudelaire, [6] no registra sus esenciales diferencias: Baudelaire, dice Paz, es “un rebelde y siente la fascinación de la nada”, un poeta que “canta a Satán, el príncipe de la inteligencia autosuficiente”, mientras que López Velarde “es un pecador y sufre la atracción de la carne”, pero nunca duda ni blasfema, sino que “sueña con la renunciación final y el perdón postrero”. Después de esta valoración “espiritual” —a la que es tan dado cuando escribe sobre sus penates, mentores—, Paz regresa a “la rara virtud de su lenguaje y sus imágenes”. Ése es su mérito superior: ser “el creador de un lenguaje” que es “difícil y personal” toda vez que asciende desde el habla coloquial hasta convertirse en un idioma de “cruel perfección”, dice, cargado de “gracia opaca y relampagueante”. No es, desde luego, un estilo que haya pesado en la poesía de Paz. No hay ni reflejos ni ecos de la imaginación quirúrgica de López Velarde para el adjetivo inaudito, la metáfora sicalíptica o las sinuosas analogías. Lo que sí hay, que es más importante, es la emulación de una conducta poética ávida de hacerse de una voz propia, una intimación del lenguaje, alcanzar lo que llama la voz del ser, que, a partir de El arco y la lira (1957), se fortalece en su poética como el sentido sin el cual los otros no lo tienen. Continúa diciendo:

La palabra es espejo, conciencia escrupulosa. Todo lenguaje, si se extrema como extremó el suyo López Velarde, termina por ser una conciencia, y allí donde comienza la conciencia del lenguaje, la desconfianza frente al lenguaje heredado, principia la recreación de uno nuevo. O principia el silencio. Principia la poesía. La palabra, cuando es creación, desnuda. La primera virtud de la poesía, tanto para el poeta como para el lector, consiste en la revelación del propio ser. La conciencia de las palabras lleva a la conciencia de uno mismo: a conocerse, a reconocerse. [7]

Es en ese párrafo donde Paz enuncia el más alto elogio posible, en la severidad de su sistema, y cuando aspira a ser un semejante de López Velarde, pues consiguió una poesía que, por ser conocimiento de sí mismo, le permite conocer a los otros, reconciliarse y corresponderse con los demás: ha sucedido lo que, en ese periodo de su vida, Paz considera la virtud superior de la poesía: ser un lenguaje que “habla por todos y para todos”. Es la misma facultad a la que aspira Paz cuando, un año después de escrito ese ensayo, manifiesta en "Piedra de Sol" su aspiración a escribir para y desde “los otros todos que nosotros somos”.  


1963: “El camino de la pasión” (que se bifurca…)

Paz leyó en Nueva Delhi, en agosto de 1963, el importante libro de Allen W. Phillips Ramón López Velarde, el poeta y el prosista (1962) y se dispuso a acometer una recensión entusiasta. El escrito se salió de madre y culminó en un ensayo singularmente intenso y luminoso: “Ramón López Velarde. El camino de la pasión”. Su intención declarada era “descubrir la filiación” de López Velarde y “el sentido de su tentativa poética”. [8] Pero en un registro subsidiario, el ensayo es también una suerte de autobiografía emocional por interpósito poeta, una actitud a la que Paz era propenso cuando escribía ensayos sobre sus guías espirituales, sus penates. Años antes, Villaurrutia había sentido algo similar. Decía el dormido despierto:

Al tratar de explicar la complejidad espiritual de Ramón López Velarde, no hacía sino ayudarme a descubrir y examinar mi propio drama. Del mismo modo que de la novela se ha dicho que es un género autobiográfico, me parece razonable pensar que la crítica es siempre una forma de autocrítica. [9]

En en la primera página de “El camino de la pasión”, Paz dice lo mismo: “Yo me propuse, una vez más, interrogar a esos poemas como quien se interroga a sí mismo”. No lo dice nomás como una definición de su idea de la crítica ni solamente porque aspira a alcanzar una concordia empática, sino también porque cae en la cuenta de que la historia de su dilema amoroso guarda similitudes con la de López Velarde, y desea, al leer al poeta zacatecano, entender mejor el suyo.

     Se hallaba en un momento particularmente delicado de su vida, el que enciende la poesía, sobre todo, de Salamandra, ese libro de 1962 que recoge los escritos posteriores a "Piedra de Sol" (1957). Entre muchos otros temas, "Piedra de Sol" celebraba su pasión por la pintora italiana Bona de Pisis, con quien había iniciado sus claroscuros amores en 1953. Cuando Paz escribe “El camino de la pasión”, el romance ya está a punto de convertirse en una intensa pesadilla. He estudiado el asunto con detalle en mi libro Los idilios salvajes. Ensayos sobre la vida de Octavio Paz. Se trata de una historia dramática en la que López Velarde hizo las veces de testigo involuntario.

     Paz releyó a López Velarde en el verano de 1963, mientras realizaba un viaje con Bona de Nueva Delhi a Cachemira. ¿Lo habrá elegido al percatarse de las similitudes entre su drama y el suyo? Ambos habían vivido un primer, intenso amor juvenil, y, después, una pasión de intensa energía erótico-sexual. Mas la simpatía de Paz con López Velarde no derivaba solamente de las semejanzas entre la naturaleza de sus experiencias amorosas, sino de su mutua necesidad de entenderse, de hacer de la poesía el vehículo y el instrumento de ese entendimiento, y —más allá de la gloria o el infierno de su desarrollo— la cifra de su significación final. En el genio expresivo de Velarde encuentra señales para explorar su propio dilema: como el zacatecano, Paz “no quiere decir lo que siente; quiere descubrir quién es él y qué es aquello que siente —para sentirlo más plenamente, para ser lo que es con mayor albedrío” (p.192). La “pasión artística” y la “conciencia crítica” de López Velarde —explica— se confunden “con su vida misma”, tal como le ocurre a él. Se hallaba de tal manera consciente de esas similitudes que, en un arrebato de empatía, después de aquel viaje a Cachemira, le dice por carta a Bona, con su subrayado, que el ensayo que escribe sobre López Velarde “en realidad es sobre nosotros”.  Unos meses más tarde, ya terminado el ensayo, le reitera que ha narrado en él “mi propia historia, velada”; que se trata de un “ensayo crítico y, asimismo, biográfico”, en tanto que considera “haber transcrito” al de López Velarde varios temas “de mi propio drama”. [10]

     Paz publicó La llama doble. Amor y erotismo en 1994, al cumplir ochenta años de edad. En el “Liminar” dice que comenzó su redacción en Delhi en 1965 y que olvidó luego el proyecto, hasta que lo recordó treinta años después y decidió terminarlo. Es poco verosímil el relato, viniendo de alguien que, como Paz, nunca olvidaba nada. La verdad es que, como le dice en carta a Bona, “he comenzado un ensayo sobre amor y erotismo”; esto fue en agosto de 1963, es decir, cuando acaba de terminar “El camino de la pasión”, el ensayo sobre López Velarde. De este modo, La llama doble es de hecho un desprendimiento de ese ensayo, como es evidente para el lector atento. No son pocos los temas de La llama doble que “El camino de la pasión” explora o, a veces, apenas esboza, como el análisis de la idea de la pasión en la lírica provenzal y el culto del amor cortés. Que la lectura de López Velarde haya sido parte de la trama que llevó a Paz hacia La llama doble es un signo del fervor que le suscitaba ese son semblable, son frère…  el semejante, el hermano de Baudelaire.

     El rasgo común específico que Paz experimenta en sí mismo y reconoce en López Velarde es la conciencia de que amar significa ingresar a los misterios de la femineidad-eterna [11] y, más que hacerlo, se trata de cobrar conciencia de que perderse en el deseo exige de la mujer la misma energía. Esto lleva a que su carácter mistérico esté nimbado por la conciencia de su libertad, una voluntad y una complejidad anímica de signo femenino.

     El descubrimiento de las similitudes entre su pasión y la de López Velarde lleva a Paz entonces a narrar su historia velada desde sus más profundas creencias románticas: que la mujer es la clave del mundo y la agencia de la reconciliación; que es la imagen del universo; que aporta la única experiencia real de la totalidad de la vida siendo, a la vez, la paradójica emisaria de la muerte. Después propone, en el ordo amoris de López Velarde, una serie de coincidencias oficiosas entre “la Dama de la tradición y Fuensanta a través de sus metamorfosis” (p. 212), que es similar a lo que él experimentó con Helena: otorgar a la amada un “nombre secreto o simbólico”, combatir contra “la inaccesibilidad” y los obstáculos sociales y familiares; cobrar conciencia del “universo imantado por la presencia de la Dama”; realizar “la confusión entre el lenguaje del amor divino y el humano”: “el amor casto que no impide la búsqueda del placer carnal”, la “fidelidad absoluta a la Dama que no se altera inclusive si intervienen otros amoríos”, la devoción que ve a la mujer como el Ánima [12] (es decir, lo opuesto al Ánimus, según Jung) en la conciencia de su enamorado y “la proyección del yo profundo en la figura de la Amada”. Esta hazaña amorosa-erótica-sexual es la médula del culto al amor-pasión que es la razón de ser de la poesía de López Velarde (y de Paz): descifrar el amor para descifrarse uno mismo.

     En las estaciones de su ruta amorosa, la doble femineidad, sus rostros opuestos y complementarios —Fuensanta y Margarita para uno; Helena y Bona para el otro—, y el tránsito del amor como ideal al amor como pasión son las etapas y las manifestaciones de la llama doble. Se trata, para decirlo en términos “modernos” (como escribe Paz), de que esos roles femeninos sean “la proyección de nuestra psiquis, nuestra Ánima”. [13] Las dos mujeres, Fuensanta y Margarita, argumenta el poeta, “corresponden exactamente a la Dama de los poetas provenzales", y añade: "ambos amores reales se funden —o más bien: se disuelven— en la figura de la amada”, y esa figura es “el Ánima”, “la Imagen” del propio poeta (sus mayúsculas); es su “mitad femenina, en cierto sentido; y en otro: su porción inmortal”. Y juntas configuran “su propia alma, su verdadera identidad” (p. 212).

     Paz había presentido esta revelación muy joven, en 1935, en sus “Vigilias. Diario de un soñador”, [14] y le sorprende encontrarla de manera tan nítida en su cófrade López Velarde, hechizado por la misma conciencia escindida entre la Imagen y el Ánima. Si en su “Carta a dos desconocidas” Paz se dirige a su alma/muerte, le deslumbra confirmar que López Velarde hace otro tanto en “La derrota de la palabra”: 

Pues este es el misterio de la pasión, el enigma del amor: el Ánima que buscamos en este mundo y más allá ¿es la muerte?. Alma, amada, muerte: “ya no sé dónde concluyes tú y dónde comienzo yo: somos un mismo nudo de amor”. [15]

El enamorado y su Ánima se envuelven mutuamente hasta convertirse en “una pareja perdida en el vacío de la soledad y en el caos del silencio”; sus miradas “se copian como dos espejos paralelos”; el enamorado y su Ánima “volcánica” se mecen “en un vaivén de eternidad, en un columpio de tinieblas, sobre un desfiladero de tinieblas”, y luego de besarse “sin tregua” se petrifican en dos estatuas que continúan besándose sobre su tumba. Un viaje hacia la muerte por la ruta del amor que Paz documenta en la tradición de Occidente, la que une “el erotismo, la muerte y el amor”, y explora desde su origen “el misterio de las relaciones entre esas tres palabras” (p. 214). Es ésta la tradición de la que se asume heredero, tras los pasos de López Velarde, iniciado que la vivió antes como drama poético.

     La segunda parte de “El camino de la pasión” inicia con una definición tajante sobre la poesía de López Velarde: “El amor es su tema”. Es lo mismo que Paz querría que se dijese de la suya, como se lo dice a sí mismo en la versión en verso de La llama doble, “Carta de creencia”. [16] Gran letanía a la Diosa y oficio religioso en las luces y sombras del amor, el poema recorre las escalas del deseo y la sexualidad con una armonía que tiene también sus amargos bemoles en los celos y en la “lascivia: máscara de la muerte”, así como en las consecuencias de “endiosar una criatura”: la adictiva “idolatría/ del peso femenino” que arrebató a López Velarde. [17]

     “La mancha de púrpura”, sección del ensayo que elucida la experiencia de la pasión en la poesía del zacatecano, se detiene en la concurrencia de las contradicciones complementarias que López Velarde detectó temprano en su economía erótica, como “En las tinieblas húmedas”:

En las alas obscuras de la racha cortante
me das, al mismo tiempo, una pena y un goce:
algo como la helada virtud de un seno blando,
algo en que se confunden el cordial refrigerio
y el glacial desamparo de un lecho de doncella. [18]

Se trata de otro signo de su cofradía, pues Paz también es un escindido. Entre el “cordial refrigerio” y el “glacial desamparo” del ciclo de Fuensanta, Paz lee la contradicción de su propio conflicto con Helena. El choque de esas temperaturas “impide la consumación de ese amor y, al mismo tiempo, su confusión lo conserva vivo a lo largo de los años” (4: 194), dice de López Velarde, pero también se lo dice a sí mismo. Es una confusión (subraya Paz) que impide la finalidad amorosa, pues el conflicto entre la calidez del corazón y el cuerpo frígido es insalvable:     

La ambigüedad no reside sólo en el objeto de su adoración sino en sus sentimientos: amar a Fuensanta como mujer es traicionar la devoción que le profesa; venerarla como espíritu es olvidar que también, y sobre todo, es un cuerpo. Así, no puede exponerlo a la prueba de la realidad sin exponerlo al mismo tiempo a la extinción: la sangre y la devoción acabarían por fundirse o una de ellas anularía a la otra. No le queda más recurso que transfigurarlo. Fuensanta se vuelve un cuerpo inaccesible y su amor algo que jamás encarna en un aquí y un ahora. No se enfrenta a un amor imposible; su amor es imposible porque su esencia es ser permanente y nunca consumada posibilidad (p. 194).

A diferencia de su modelo, Paz se empeñó en la realización de su amor y propició por ende su fracaso. Para López Velarde, la imposibilidad de consumar su amor termina por convertir a Fuensanta en un fantasma, en “la imagen de la lejanía” (p. 194). Lo que queda entre ellos (y más en la imaginación de López Velarde que en los hechos) es una “interminable despedida” que, le parece a Paz, marca la especificidad de la historia de amor de su antepasado. Y de inmediato agrega —empleando ya una elocuente primera persona del plural— que Fuensanta…

es la desaparecida, el ánima en pena, la ausente con la que se sostiene un infinito diálogo imaginario. Es aquella que está a punto de dejarnos y que todavía, por un instante, retenemos: tú eres, le dice, “una epístola de rasgos moribundos, colmada de dramáticos adioses”.

López Velarde decidió liberarse del “fantasma” de Fuensanta y le decretó una “muerte simbólica”, pues “la muerte es la forma más perfecta de la despedida”. [19] En el caso de Paz, esta “muerte simbólica” de Helena es más prolongada y diferida, y tiene su representación en la muerte de Beatriz, la protagonista de La hija de Rappaccini. Paz se pregunta si López Velarde habrá “realmente amado” a Fuensanta, que es la forma de preguntarse si él mismo habrá amado a Helena, y la respuesta que se da es justa para los dos casos: “más que amor, sentía esa confusión de sentimientos que él llama devoción” (p. 195), un estado del alma que, sumado a la confusión, enceguece “la mirada del deseo adolescente” (p. 193). Si Fuensanta es una “figura pasiva, más un ídolo que una realidad” (p. 202), la inalcanzable Helena —como se aprecia reiteradamente en su correspondencia [20] — es una perenne fugitiva. Helena —por la interpósita Fuensanta— comienza por ser también una visión que la mirada del enamorado transfigura en imagen:

La imaginación es el deseo en acción. Deseamos las formas que imaginamos, pero esas imágenes adoptan la forma que nuestro deseo les ha impuesto. Al final regresamos a nosotros mismos: hemos perseguido, sin tocarla, nuestra sombra (p.198).

Cuando el deseo se apodera de la imaginación, su tutela enceguece al deseoso Yo. Y, si esto sucede en el nosotros de la pareja, el resultado es aún más dramático. ¿Habría que evocar las teorías que observan en las parejas juveniles, cristalizadas en su amor, el famoso narcisismo en espejo? Paz cree que el amor de López Velarde a Josefa de los Ríos cometió ese error de juventud y que confundió con el amor la sobrecogedora conciencia de la capacidad de amar (p. 199): 

Toda su vida López Velarde buscó el amor. No importa que no lo haya encontrado o que, como es más probable, no haya querido encontrarlo, porque estaba enamorado, más que de una mujer, del amor mismo.

Nos hallamos, pues, ante el "nondum amabam, et amare amabam" que tan escrupulosamente detectó en su alma San Agustín. [21] Es el amor al amor, el amor que a veces se trueca en amor a la pasión, como en Baudelaire y en sus discípulos López Velarde y Paz. Es el amor a la imagen del amor, a la “infinita sed de amar”, como la define López Velarde. [22]  En ese punto, Paz interviene con una precisión interesante: “No dice que su amor sea infinito; dice que su sed lo es”. Si repara en esa sutil diferencia es porque se trata de una sed que él conoce bien, como lo dirá años más tarde en “Proema”: la poesía es el “amor a lo nunca visto y el amor a lo nunca oído y el amor a lo nunca dicho: el amor al amor”. [23] He ahí (p. 211) el nudo de la confusión:

abismo del amor por sí mismo. Amor que se ignora al ignorar al otro. Por eso, viva o muerta, aquí o en el otro mundo, Fuensanta es inaccesible. Aun si no hubiese sido el reflejo de un alma en lucha consigo misma (como es la de todos nosotros, los modernos), Fuensanta habría sido inaccesible: era una Imagen.

Pero no fue ese drama privativo de su amor a Fuensanta, sino “el de su primer amor y el del segundo; el de todas las pasiones, el drama de la pasión: amar al amor, a la Imagen, más que a un ser real, presente y mortal” (p. 212). Se trata, en suma, de la confusión entre el Amor en sí y el amor a alguien, la maldición que lleva a López Velarde a ser “un poeta del amor en el sentido casi religioso de la expresión: la pasión del amor” (p. 214).

     Cófrade de esa religión, Paz la sufría con no menos fervor cuando estaba escribiendo el ensayo. Si López Velarde ha pasado del amor a Fuensanta a la idolatría de Margarita Quijano, Paz ha hecho lo propio al transitar de Helena a Bona. Si con Helena ingresó a un jardín de amor laberíntico, con Bona hallará el jardín de las delicias, pero rodeado por el páramo de la muerte, como ya lo presiente al escribir el ensayo, pues su pasión con Bona estaba llegando a un terrible infierno pasional. Así, escribe que el misterio de lo femenino es:

el misterio tatuado, por decirlo así, en el cuerpo de la mujer: los órganos de gestación son los de nuestra destrucción. Si el macho es el lujo de la especie, la hembra es su continuidad: al devorarnos se perpetúa. Aunque la idea no es nueva, para López Velarde es algo más que un lugar común: es una revelación que lo guía en su exploración de la realidad y de sí mismo. Por ella penetra en ciertas zonas prohibidas. Allá, en espacios más vastos e inclementes, la verdad se abre como una cruel flor doble. (p. 196).

En efecto, la idea no es nueva, ni tampoco es idea: es un mito arraigado en el inconsciente colectivo y un componente arquetípico de la Gran Diosa en su manifestación terrible, el mito que palpita en Lilith y Salomé, en Circe y en Clitemnestra. Es la fuerza terrible que va de las ululantes Melusinas a la mujer moderna como “máquina ciega y sorda, fecunda de crueldad” que vislumbró el moderno Baudelaire. [24] Cruzado el umbral con su Virgilio zacatecano, Paz atisba esa “cruel flor doble”, la mujer que es la “imagen completa y perfecta del universo”, que une “las dos mitades del ser”, la dadora de la vida y de la muerte. Como López Velarde, el amante voluptuoso y melancólico lee en la piel de la mujer una doble escritura: 

El Placer su caligrafía 
y la Muerte su garabato. [25]

Mas no se trata únicamente del “condúcenos, amor, hacia una muerte”, narrado por Dante en la historia de Paolo y Francesca. Paz le atribuye a López Velarde la idea de que “la mancha de púrpura” [26]  con que las parejas firman su pasión durante el coito es una cuota sacrificial que exige la mujer para cobrarse la “falta de ser”. Si el hombre se aferra de la mujer para escapar de su abisal “falta de ser”, la mujer convierte la suya en “una rabiosa, destructora hambre de muerte”. Se trata, de nuevo, de la “mujer impura” de Baudelaire, “la bebedora de la sangre del mundo”. [27]  La “mancha de púrpura” es, de este modo, la rúbrica de la Muerte bajo su apariencia de mujer: la flor doble. Es también la “mancha carmesí” que, en la camisa de Tristán, representa su condena a conocer el amor sólo como Liebestod, como muerte de/en/por amor (se recordará la perpetua herida en el cuerpo de Tristán, provocada y restañada una y otra vez por Isolda). De este modo, la flor doble del Amor y la Muerte es el lado oscuro de La llama doble: no el deseo que enciende la llama del amor, sino la pasión que lo consume hasta la muerte.

     En el traslado autobiográfico de los roles que describe Paz, Fuensanta/Helena es así “la perpetua ausente”, la mujer a la que “vuelven inaccesible la distancia y la muerte” (p. 196), mientras que el segundo amor (Margarita/Bona) es “la cercanía y la muerte”. En su helada pasividad, el de Fuensanta y el de Helena son el “cuerpo que contemplamos tendido, paisaje de signos en el que podemos leer el verso y el anverso de la realidad”; en los cuerpos de Margarita y Bona, en cambio, la visión es “activa, que no nos invita a la contemplación sino al abrazo”, a ese abrazo que incluye “la mancha de púrpura”. El cuerpo pasivo es “un fruto, una guitarra que se acaricia o se hiere”; el cuerpo activo “cobra voluntad y alma y se enfrenta al cuerpo masculino”. Fuensanta y Helena son unas dulces colinas, hermosas y lejanas; Margarita y Bona son los volcanes por cuyas laderas chorrea lentamente la lava.


Despedidas: 1975-1987

Después de “El camino de la pasión”, López Velarde aparece en el discurso de Paz sólo en conversaciones y entrevistas, y, casi siempre, como glosas a lo dicho en los ensayos. Siempre cófrade de San Ramón, Paz evoca un par de veces “El retorno maléfico” para ilustrar su propio regreso a la Ciudad de México luego de años de ausencia: si López Velarde encontró un “edén subvertido”, Paz se encontró con lo mismo, no por la guerra, sino por “el progreso a la moderna, el lucro de los capitalistas, la megalomanía de los gobiernos y la sórdida fantasía de la clase media”. [28]  Su poema “Vuelta” (1976), que se refiere a uno de esos regresos, lleva de hecho como epígrafe la primera estrofa del poema del cófrade. Y en el “Nocturno de San Ildefonso”, para evocar sus días juveniles, cuando ve aparecer a Helena caminando por el centro de la capital, glosa en cursivas dos imágenes de “Día 13”, poema velardeano:

bajo un cielo de hollín
la llamarada de una falda

En "Solo a dos voces", propone una analogía interesante: López Velarde publica Zozobra en 1919 —“es el libro central del postmodernismo hispanoamericano”— y T. S. Eliot publica Prufrock en 1917. Lo único que tienen en común, piensa Paz, es su mutua veneración por Jules Laforgue: Eliot sale de Harvard, “Laforgue protestante”, mientras que López Velarde sale del seminario, “Laforgue católico”. Mencionar juntos a los dos poetas, dice Paz, es “una de esas asociaciones incongruentes en las que se complacía Laforgue”. [29] José Olivio Jiménez y el mismo Allen W. Phillips estudiaron la relación de López Velarde con Laforgue, la más evidente, y no pocos han visto a Baudelaire; sin embargo, no se ha analizado, hasta donde yo sé, el vínculo que hay con Théodore de Banville, tan importante para la sofisticación formal y el sentido del humor del mexicano.

     En un programa de televisión de 1984, Paz platica con Salvador Elizondo y con Héctor Tajonar, el productor. A lo largo de la charla, Paz encomia con frecuencia a López Velarde: “Mi prima Águeda” le parece que es “la perfección”, el gran ejemplo de lo que considera una poesía conversacional (“Mi madrina invitaba a mi prima Águeda/ a que pasara el día con nosotros…”). En otro momento, dice que Carlos Pellicer “nunca se conoció a sí mismo: es lo contrario a López Velarde”. Luego hablan de la influencia de los poetas franceses. Paz comenta de nueva cuenta la relación con Baudelaire y Laforgue: la coincidencia en ciertos temas, desde el papel poético del olfato hasta la forma parecida de reflexionar sobre el erotismo y la muerte que hay en los tres poetas. Y termina diciendo: 

Otra cosa muy curiosa de la que se ha hablado muy poco: López Velarde tenía una cierta suerte de horror a la paternidad. Esto es una posición —él era muy católico— muy poco cristiana, muy poco católica. Él tiene horror de los hijos. Habla y piensa de que procrear es terrible, es casi un pecado y esta es una posición más bien maniquea, porque la carne es el mal… Es decir, hay una división muy violenta entre la carne, que es el mal, que es el tiempo, que es el pecado: es la sucesión, que es la perpetuación del mal y el espíritu. Esto no es cristiano, pues en el cristianismo hay fusión entre la carne y el espíritu. Este dualismo exagerado es más bien maniqueo; en el cristianismo hay dualismo, pero no tanto. Sin embargo, releyendo a Baudelaire, cuando escribí el segundo ensayo sobre López Velarde [“El camino de la pasión”], me di cuenta de que en Baudelaire también hay esta especie de maniqueísmo, un horror por la procreación y por la carne. Fue una posición de fin de siglo, una exageración del cristianismo que los llevó, en cierto modo, al maniqueísmo y, en López Velarde, es muy claro eso […]. Lo más curioso es que también existe en Vasconcelos, cuando hace el gran elogio de su querida, de Adriana. Es una mujer inteligentísima, una mujer bellísima, hace todo, y luego dice: “Y además era estéril”. ¡El gran elogio! Era como las santas y como las cortesanas: estéril. [30] Entonces había una especie de relación entre lo que llamaríamos la prostitución, que es estéril, y la santidad, que tiene sólo una fecundidad […] espiritual…

El problema de la moral de López Velarde lo intrigó enormemente (escribe que para él “la vida es una infección invisible e incurable”). Las páginas finales de “La mancha de púrpura”, la sección del ensayo dedicada a entender la actitud de López Velarde ante el Mal, es imposible de resumir, más allá de la verdadera estupefacción con la que Paz registra y desmenuza sus ideas sobre “el valor de la existencia”. El único tema al que no ingresó —y al cual convoca a estudiar— es el de las creencias del zacatecano.

     Años más tarde, en 1987, Paz publicó su último escrito sobre su hermano, su semejante: “Fuensanta: imán y escapulario”, un hermoso ensayo sobre la forma en que el nombre de Fuensanta “concentra todo su contradictorio erotismo”. [31] Había revisado la bibliografía en que los estudiosos conjeturaban el origen del apelativo que López Velarde otorgó a esa mujer que dejó de ser Josefa de los Ríos para convertirse en un símbolo. No deja de ser estimulante mirar a Paz como uno más de los muchos —de los todos— que nos empeñamos en comprender los enigmas y misterios ya no sólo del poeta, su obra y su lenguaje, sino de su vida y hasta la de las mujeres que amó: el jeroglífico que es López Velarde nos ha convertido a todos en Champollion; a su poesía, en una indescifrable piedra de Rosetta. En todo caso, a Paz le sorprendió la casualidad de haber recibido como regalo un catálogo del Museo Julio Romero de Torres, el pintor cordobés, en cuya portada se reproducía un cuadro suyo titulado “Ángeles y Fuensanta”. A Paz le intrigó que ese cuadro tuviera una “atmósfera a un tiempo acentuadamente erótica y recatada”, como la poesía de López Velarde. Paz revisa entonces la ya nutrida bibliografía que rodea al enigma: ¿de dónde sacó López Velarde ese nombre? Después, en varias páginas luminosas, Paz repasa las vidas del poeta mexicano y el pintor español, unidos por su afición a las dualidades funestas, y aporta una reflexión nutritiva sobre la manera en que los escritores deben elegir —o crear— los nombres de los amores que, como imanes sagrados, harán orbitar alrededor suyo el asedio poético: Molly de Joyce, Nadja de Breton y, entre nosotros los mexicanos, Fuensanta de López Velarde.

     Un prurito de estudioso me pide declarar que, más allá de que Fuensanta sea “un nombre de época”, como dice Paz, si hemos de encontrarle genealogía a la elección del nombre que hizo López Velarde, yo seguiría a Gabriel Zaid, el único que tuvo la paciencia de leer "El loco dios", una pieza teatral de José Echegaray que anduvo de gira por San Luis Potosí cuando vivía ahí el joven poeta y cuya protagonista se llama Fuensanta. El lector interesado deberá buscar “Un amor imposible de López Velarde” en el número 110 de la revista Vuelta, correspondiente a enero de 1985, ensayo muy rico y por muchas más razones que las del enigmático nombre. Leyendo esa obra, Zaid encontró que el enamorado de Fuensanta le dice: 

Cuando la miro a usted el resto del universo me molesta, me pone frenético. ¡Ruido que rompe la armonía, fealdad que embadurna la hermosura, el diablo ridículo, más mono que diablo, que se me pone a hacer gestos delante de la cruz y no me deja verla! 

Otro sauce 

Para terminar, registro una curiosa coincidencia. En 1916, en su escrito “La corona y el cetro de Lugones”, López Velarde propuso esta alegoría para ilustrar el hecho poético: 

Accedemos al lecho de la conciencia, y sobre una fuente de aguas fundamentales, un surtidor deprime y encumbra su asta y se encariña con las fluctuaciones de su bandera gaseosa.

El lenguaje y la imaginación se subliman en la cama de la “lujuria del creador”. Y sobre ese lecho yacen la conciencia y las “aguas fundamentales” que, cuando se maridan, lanzan hacia las alturas el primer surtidor poético de nuestras letras, uno que anticipa al que, cuatro décadas más tarde, volvió a levantarse como… 

un sauce de cristal, un chopo de agua, 
un alto surtidor que el viento arquea
un árbol bien plantado mas danzante…



[1] “Noticia de la poesía mexicana contemporánea” se recogió en Primeras letras (1988) y después en Miscelánea I. Primeros escritos, volumen 13 de sus Obras completas (México, Fondo de Cultura Económica, 1999).

[2] “Émula de la llama” se recoge en el volumen 4 de sus Obras completas. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano (México, Fondo de Cultura Económica, 1994), p. 57.

[3]  “Arte tricolor”, en Miscelánea I. Primeros escritos, p. 365.

[4]  En “Estela de José Juan Tablada” (1945), recogido en el citado volumen 4, p. 157.

[5] “Seis vistas de la poesía mexicana”, fechado en “París, 1950”, era el prólogo a la Anthologie de la poésie mexicaine de la UNESCO (París, 1952). Paz recogió el ensayo en Las peras del olmo (1957), y ahora está en el volumen 4 (cito las pp. 47 y ss.)

[6] En “El león y la virgen” (1935), prólogo a la antología de López Velarde que, con el mismo título, publicó la UNAM en 1942. El ensayo de Villaurrutia perdió luego ese título, que se refiere al zodiaco de López Velarde. 

[7] “El lenguaje de López Velarde”, en Las peras del olmo (México, UNAM, 1957) está recogido también en el volumen 4.  

[8] “Ramón López Velarde. El camino de la pasión”, fechado en “Delhi, 4 de agosto de 1963”, es uno de los ensayos de Cuadrivio (1965), junto a los dedicados a Luis Cernuda, Fernando Pessoa y Rubén Darío. Estaré citando de la versión recogida en el volumen 4 de las Obras completas. En este caso, la cita procede de la p. 208.

[9] Villaurrutia, op. cit

[10] Leí esas cartas, inéditas, gracias a Sibylle Pieyre de Mandiargues, hija de Bona. Se encuentran en el “Fond André Pieyre de Mandiargues”, en el Institut de la Mémoire de l’Édition Contemporaine (IMEC), en Ardenne. 

[11] Me refiero al concepto “das Ewig-Weibliche” (Goethe, segundo Fausto), que en español se popularizó como “el eterno femenino”. Como es incómodo el género masculino para referirse a la femineidad esencial, Rubén Darío y Miguel de Unamuno prefirieron sensatamente “la eterna femenina”. Otros propusieron alternativas insufribles, como "mujereidad". Alfonso Reyes opinó que debía ser “lo femenino eterno” (en Sirtes). Paz emplea "principio femenino" (4, 210) en sintonía con Gérard de Nerval, quien también empleaba “le féminin celeste”.

[12] Empleo el término "anima" siguiendo a Carl G. Jung, quien así lo escribe para preservar el significado histórico y etimológico, y para oponerlo a su contraparte masculino, "animus" (The Archetypes and the Collective Unconscious y “Concerning the Archetypes”, ambos en el volumen 9 de sus Collected Works en la edición Bollingen).

[13] Los “términos modernos” son los de Jung (op. cit., pp. 24 y ss). Es extraño que Paz se resistiese a escribir el nombre de Jung.

[14]  “Vigilias 1”, de 1935, recogido en Miscelánea I. Primeros escritos, volumen 13 de las Obras completas, p. 143.

[15]  Op. cit., p. 213. Paz cita “La derrota de la palabra” (Obra poética, p. 165).

[16] Poema de Árbol adentro (1987). Se recoge en Obra poética II, volumen 12 de sus Obras completas, p. 173. La llama doble, explica Paz en su “Liminar”, iba a titularse originalmente “Carta de creencia”.

[17]  “Idolatría” (Obra poética, p. 165). 

[18]  Idem, p. 72. 

[19] Esa muerte simbólica, “Fuensanta es ya un cadáver en mi alma”, la decreta López Velarde en una carta a Eduardo J. Correa en noviembre de 1909, la número 44 en mi edición de su Correspondencia

[20] Las Cartas a Elena Garro (1935-1945), en mi edición crítica, aparecerán publicadas por Siglo XXI Editores.

[21] “No amaba aún, pero amaba amar”, Confesiones, libro III. 

[22] “Hermana, hazme llorar”, del ciclo de Fuensanta, Obra poética, p. 88.

[23] Obra poética II, p. 97.

[24] En “Tu mettrais l'univers entier dans ta ruelle”, de Les fleurs du mal.

[25]  “La última odalisca”, en Obra poética, p. 173. 

[26] Título de un poema de Zozobra. El poeta asedia en secreto a su amante para disfrutar más la hora del reencuentro. Al verla pasar, observa “la mancha de púrpura de tu deslumbramiento” (Obra poética, p. 128): un cuerpo vivo y deseado, velado por el luto cuaresmal. 

[27] De nuevo, en “Tu metrais l’univers…” 

[28]  En "Solo a dos voces", recogido en Miscelánea III. Entrevistas, volumen 15 de las Obras completas, p. 702. 

[29] En “Traducción, literatura y literalidad”, en Excursiones/incursiones, volumen 2 de las Obras completas, p. 74.

[30]  Imposible no recordar el homenaje de Baudelaire a la “froide majesté de la femme stérile”.

[31] Apareció en la revista Vuelta y está recogido en Generaciones y semblanzas, volumen 4 de sus Obras completas.


Artículos relacionados