Conversaciones y novedades

Una nota olvidada sobre Luis Cernuda (y un zafarrancho con Cosío Villegas)

Guillermo Sheridan

Año

1964

Personas

Cernuda, Luis; Chumacero, Alí; Cosío Villegas, Daniel; Benítez, Fernando; Domínguez Michael, Christopher; Rossi, Alejandro; Segovia, Tomás; Cardoza y Aragón, Luis; Arreola, Juan José; Rulfo, Juan

Tipología

Controversias

Temas

Embajador en la India (1962-1968)

 

Durante los muchos años (1953 a 1966) en que Jaime García Terrés fue el director de la Revista de la Universidad de México, Paz colaboró asiduamente con él: en el índice de Nuestra década —dos tomos pasados de peso en que José Emilio Pacheco antologó lo mejor de ese periodo—, se observa que Paz fue, de hecho, su colaborador más constante: una docena de poemas, muchos ensayos (incluyendo la sección “Corriente alterna”, que luego daría nombre a un libro) y traducciones (de Pessoa, E.E. Cummings, Georges Schehadé).      

     La Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM ha realizado una labor realmente notable al poner la totalidad de la revista (desde 1930) en un sitio web ágil y funcional. Una iniciativa hemerográfica que, por desgracia, no es aún frecuente en México.

     En esa página, en el número 11 del volumen XVIII (julio de 1964), Paz adelantó “La palabra edificante”, el gran ensayo sobre Luis Cernuda que habría de sumarse a los dedicados a Rubén Darío, López Velarde y Fernando Pessoa para conformar Cuadrivio, que aparecería ese mismo año. Pero en la revista figura una nota a pie de página que no se conservó en las versiones publicadas en libros, pese a estar relacionada —de hecho, se antoja pensar que es su borrador— con la emotiva evocación de Cernuda —en su calidad de amigo— que aparece en “Juegos de memoria y olvido” (en la revista Vuelta, 108, noviembre de 1985) y que se agregó luego a los cuatro ensayos sobre Cernuda que reúnen las Obras completas (3: 263 y ss).

     Pues bien, en un momento del texto, Paz escribe que Cernuda “se adhiere al comunismo en 1930” y explica que se trató de una “adhesión fugaz porque en esta materia, como en tantas otras, los troyanos son tan obtusos como los tirios”, y es entonces que convoca a leer:

Nota 3

El mismo impulso le llevó, en 1936 a alistarse como voluntario en las milicias populares. Se fue a la sierra de Guadarrama con un fusil y un tomo de Hölderlin en la chaqueta, según me ha contado Arturo Serrano Plaja, [1] que compartió con él esos días exaltados. Repartió el gesto un año después, al regresar a Valencia de París (adonde había ido como secretario del embajador Álvaro de Albornoz), [2] a sabiendas de que la guerra estaba perdida. Por cierto, en Valencia y Barcelona lo hostigó un personaje del Partido (nada menos que el traductor de Marx), alto funcionario del Ministerio de Educación en esos días, que encontró poco ortodoxos varios poemas de Cernuda, especialmente la elegía a García Lorca. [3] En sus tratos con gente e instituciones de su lengua, Cernuda no tuvo suerte. En México, país al que amó, la Universidad sólo puedo ofrecerle, no sin largas gestiones, una mísera clase de literatura francesa (¡como profesor substituto!) y alguna otra ayuda pequeña. El Colegio de México, o más bien Alfonso Reyes, le dio una beca que le permitió escribir sus estudios sobre poesía española contemporánea; a la muerte de Reyes, el nuevo director lo despidió, sin mucha ceremonia. ¿Era un “hombre difícil”, como se repite, o le hicimos nosotros difícil la vida? [4] Aunque no sea éste el sitio oportuno, daré aquí mi testimonio. Desde 1938, año de nuestro casual encuentro de Valencia, en la imprenta de Hora de España, hasta el día de su muerte, nuestra relación no se empañó un instante. Separados por la distancia, nos escribimos desde 1939 hasta 1962. Lo vi en Londres, donde pasamos varios días juntos, en 1945. Lo volví a ver y tratar en México, de 1953 a 1958 y, otra vez unos cuantos días, en 1962. Lo encontré siempre tolerante y cortés; amigo leal y buen consejero, tanto en la vida como en la literatura. Era tímido, pero no cobarde; era reservado, pero también franco. La moderación de su lenguaje daba firmeza a su rechazo de los valores de nuestro mundo. Respetaba los gustos y opiniones ajenos y pedía respeto para los suyos. Su intransigencia era de orden moral e intelectual: odiaba la inautenticidad (mentira e hipocresía) y no soportaba a los necios ni a los indiscretos. Era un ser libre y amaba la libertad en los otros. Cierto, a veces sus reacciones eran exageradas y sus juicios no eran siempre justos ni piadosos. ¿En nuestro medio no es mejor pecar por intransigencia que por complicidad literaria, política o de camarilla? Tuvo (poquísimos) amigos, no compinches. Rompió con varios, a veces con razón, otras sin ella; en todo caso, exigía fidelidad a la amistad, y la daba. (Fue conmovedor el cuidado con que preparó la edición de las Poesías de su amigo Manuel Altolaguirre). Nunca fue un cursi, ni en el vestir ni en el hablar. Si alguna afectación tuvo fue por el lado de la sobriedad. Le repugnaba la familiaridad del trato de españoles e hispanoamericanos que continuamente se entrometen en las vidas de sus semejantes. Su humor era seco. Sabía reírse (un poco) de sí mismo. Aborrecía la promiscuidad (café, club, party o fandango) pero amaba la conversación con sus amigos.

Uno de sus gustos era cenar en algún restaurante pequeño y después caminar hasta bien avanzada la noche, en charla tranquila. En esas ocasiones era comunicativo y hablaba largamente (sin escucharse). Tenía una virtud rara: sabía oír. Otra: era puntual. Fue siempre un rebelde y un solitario… Mi trato con su poesía se remonta a la Antología de Gerardo Diego [5] y a las publicaciones de Héroe y La tentativa poética, aquellas colecciones que editaba Altolaguirre y que nos descubrieron, a los muchachos mexicanos de entonces, al grupo de poetas españoles. En 1936 leí La realidad y el deseo, la primera edición, en un ejemplar de José Ferrel (el traductor mexicano de Rimbaud y Lautréamont). Años después, en 1939, llegaron a México varios amigos de Cernuda que pronto lo fueron míos: María Zambrano, Ramón Gaya, Juan Gil–Albert, Concha de Albornoz. Aparte de este grupo de poetas y artistas españoles, Cernuda siempre tuvo entre nosotros un reducido círculo de lectores fervientes. Me gusta pensar que, en sus años de destierro en Inglaterra, cuando su poesía era menospreciada en su patria y en el resto de Hispanoamérica, la amistad de uno o dos mexicanos le hizo sentir que no estaba enteramente solo. Ese largo periodo de indiferencia ante su obra le llevó a creer que nadie se interesaba en lo que escribía. Recuerdo su gesto de sorpresa e incredulidad ante el entusiasmo con que Joaquín Díez–Canedo y Alí Chumacero acogieron la idea de publicar en el Fondo de Cultura Económica la tercera edición de La realidad y el deseo. Fue una de sus pocas alegrías de escritor.

Pero no acabó ahí la historia, pues “el nuevo director” de El Colegio de México, Daniel Cosío Villegas, a quien se refirió Paz sin poner su nombre, leyó, si no el ensayo, sí la nota, y le vino uno de sus legendarios ataques de ira. Ya terminando el mes, Cosío Villegas lanzó una carta hacia García Terrés, quien le hizo llegar copia a Paz, que respondió a su vez con ácido y brevedad. Ambas misivas aparecieron en el número de octubre de la Revista de la Universidad con el título “Correspondencia” (p 31):  


Carta de Cosío Villegas

México, D.F., agosto 27, 1964

                                    

Señor don Jaime García Terrés
Revista de la Universidad de México
Ciudad Universitaria
Torre de la Rectoría, 10° piso,
México 20, D.F.


Señor Director: 

Me perdonará usted si, lector intermitente de ella, he visto tardíamente el artículo de don Octavio Paz sobre el poeta español Luis Cernuda, aparecido en el número de julio de la Revista de la Universidad de México. Hay en él —¡quién lo creyera, tan distante yo de todo ejercicio poético!— una alusión a mí, cuya respuesta desearía ver publicada en la Revista, confiado en la práctica periodística tradicional de que la acusación da derecho a la defensa.

En la nota número 3, al final del artículo, don Octavio Paz dice lo siguiente: “En sus tratos con gente e instituciones de su lengua, Cernuda no tuvo suerte. En México, país al que amó… El Colegio de México, o más bien Alfonso Reyes, le dio una beca que le permitió escribir sus estudios sobre poesía española contemporánea; a la muerte de Reyes, el nuevo director lo despidió, sin mucha ceremonia.”

El párrafo transcrito debe llamar la atención por varios motivos. El primero es la coma innecesaria entre las palabras “despidió” y “sin”. El segundo es cómo un hecho tan insignificante así ha podido deslizarse en un largo y laborioso ensayo de crítica literaria que, por añadidura, lleva el título de “La palabra edificante”, pues el chisme nada tiene de edificante, como palabra o como hecho. En tercer lugar, llama la atención que don Octavio Paz, que en su vida diplomática es, como todo el mundo lo sabe, marcadamente indiscreto, [6] resulta discretísimo en sus acusaciones “literarias” (llamémoslas así piadosamente). A Daniel Cosío Villegas no lo llama por su nombre, sino “el nuevo director”, y líneas antes, en esa misma nota, omite el nombre de don Wenceslao Roces para llamarlo “nada menos que el traductor de Marx”. (La discreción sube aquí de punto, pues es imposible suponer que una persona tan culta como don Octavio ignore que Roces no es el único traductor al español que Marx ha tenido. Así, hay que torturarse un poco la cabeza para dar con el aludido.) [7] En cuarto lugar, el párrafo de marras es notable porque siendo falsa de toda falsedad la acusación que encierra, no puede uno evitar la pregunta de por qué Octavio Paz la hizo.

De ella, un hecho único es cierto: don Alfonso Reyes, presidente entonces de El Colegio de México, resolvió darle a Luis Cernuda un pequeño auxilio económico que lo ayudara a continuar su obra creadora y sus estudios literarios; pero es del todo inexacto que yo, primero como director y después como presidente, o ninguna otra autoridad de El Colegio de México, haya retirado esa ayuda. En los archivos de esta institución figura una carta de Cernuda, del 6 de agosto de 1961, donde comunica a don Luis Muro, secretario del Colegio, que abandonará México en septiembre para ir a Estados Unidos como profesor visitante de una universidad que no nombra. Por esta razón, puede verse en las nóminas de El Colegio que el último pago que se le hizo al señor Cernuda fue el 30 de agosto de ese mismo año.

Su resolución de ausentarse del país fue, pues, la razón por la cual se suspendió el pago. Es más: El Colegio entendió que se reanudaría cuando el señor Cernuda notificara al Colegio su regreso (como lo hizo en el caso de su ausencia). Es un hecho que El Colegio no recibió esa notificación, directa o indirectamente, de viva voz o por escrito. Sus amigos me han dado una explicación de este hecho: por una parte, Cernuda fue invitado a convertirse en profesor permanente de la Universidad de California, y, en consecuencia, consideró como transitoria su nueva residencia en México; por otra parte, trajo de sus dos primeros viajes como profesor visitante ahorros suficientes para sostenerse con ellos. En esa situación lo sorprendió la muerte.

Queda la tarea de aclarar por qué don Octavio Paz ha cometido este error. En primer lugar, claro, por su absoluta irresponsabilidad. Luego, la confianza de que si uno es suficientemente discreto para aludir a una persona sin nombrarla, la acusación no será rectificada y producirá su efecto venenoso. En seguida está la vanidad patológica de Octavio Paz: no sólo se considera a sí mismo el más excelso poeta y el más profundo ensayista del orbe, sino que en este ensayo se pinta como el único hombre de la tierra que supo entender y apreciar a Luis Cernuda. Para ello, hay que hacer pasar como villanos no sólo a Roces y a mí, sino a la Universidad Nacional y al Colegio de México y a todas las personas e instituciones de habla española.

Pero hay una tercera razón más concreta que explica esta gaffe de don Octavio. Su naturaleza es tal, sin embargo, que si yo fuera él, me pondría inmediatamente en manos de un psiquiatra, pues Paz “proyectó” en don Luis Cernuda una experiencia personal suya.

En efecto, Octavio Paz venía recibiendo desde 1954 una “beca” del Colegio de México de seiscientos pesos mensuales. No era la única, y por no serlo, precisamente, cuatro años más tarde, al entrar yo de director, le propuse a Alfonso Reyes, todavía presidente, que se cancelaran. Dos razones le di:  primera, El Colegio era una institución pobre, carente de los recursos mínimos para el trabajo que hacía él mismo, de modo que resultaba aun ridículo que se pusiera en la posición de gran dispensador de dádivas; segunda, en muchos casos esas becas ni siquiera resultaban necesarias a los beneficiarios. Éste era precisamente el caso de Octavio Paz: con ingresos mensuales de unos diez mil pesos, los seiscientos del Colegio apenas podían cubrir su cuenta de cigarrillos. Por eso, con conocimiento y autorización del presidente, [8] “el nuevo director” le canceló su beca el 7 de noviembre de 1958, si bien lo hizo con toda la ceremonia debida a tan distinguido poeta y ensayista, como lo demuestra la carta suya, del 1° de ese mes y año, donde me reitera “mi más cordial y profunda estimulación intelectual y personal”.

Ahora veo que tiene todavía presente la aventura, sólo que ha acabado por creer que el despedido fue Cernuda. 

Con mi agradecimiento anticipado, señor Director, quedo siempre suyo.

Daniel Cosío Villegas

                                                                                                                          Apartado Postal 2123,

México 1, D.F.

Respuesta de Octavio Paz

1. Profeso estimación a Daniel Cosío Villegas: el historiador, el ensayista, el fundador y animador de instituciones culturales. Lo mismo digo del doctor Wenceslao Roces: el profesor universitario, el traductor de Marx. (Escribo el y no un traductor: ¿qué mayor elogio?) De ahí que, por un sentimiento parecido a la delicadeza, haya omitido sus nombres en mi artículo sobre Luis Cernuda. No quise “atacarlos” ni “delatarlos”; me propuse ilustrar con dos ejemplos la actitud de los intelectuales ante los artistas (en este caso el poeta Cernuda). [9]

2. Por lo visto Cernuda no fue despedido de El Colegio de México. Me alegra saberlo. Mis noticias eran otras y uno de mis informantes fue el mismo Cernuda. Como el poeta muerto era todo menos un mentiroso (y como tampoco lo es el señor Cosío Villegas) no hay más remedio que atribuir el incidente a un equívoco: Cernuda creyó que con frías y correctas maneras burocráticas se le quería despedir y se alejó voluntariamente. La actitud del Director debe haber contribuido a esa impresión del poeta. No es un misterio que el señor Cosío Villegas, por afectación anglicista o inclinación natural, es un témpano en el trato con sus  semejantes y que ha hecho de la impertinencia y el desdén, ya que no un estilo, un hábito. Cernuda tenía fama de susceptible; Cosío Villegas la tiene de intratable: todo se explica.

3. Cierto, tuve una beca de El Colegio de México. Durante ese tiempo, y gracias en parte a la beca, escribí y publiqué varios libros: ni más (ni menos) que la mayoría de los becarios. Dejé El Colegio con la conciencia tranquila y en buenos términos con todos sus dirigentes. Me asombra que el señor Cosío Villegas pretenda conocer mis ingresos y egresos de aquellos años, [10] sin excluir lo que gastaba en cigarrillos. (Por desgracia: exagera.) Pienso que semejante celo podría utilizarse con mayor provecho en la Dirección de Impuestos, por ejemplo, en alguna sección de investigación sobre los ingresos personales. Allí encontraría buen empleo la doble vocación (Catón [11] y Torquemada) del señor Cosío Villegas.

4. A pesar de su crítica de los extremos y extremismos hispanoamericanos, el señor Cosío Villegas es un hombre desmesurado. Esa índole extremosa lo ha llevado a acometer grandes y desinteresadas empresas; pero tiene el defecto de poner la misma pasión descomunal en las cosas pequeñas. Su carta es un ejemplo de cómo la pequeñez también puede ser desmesurada.

Octavio Paz

 

Algunas notas

Clara E. Lida y José Antonio Matesanz, en El Colegio de México: una hazaña cultural (México, El Colegio de México, 1993, p. 71), narran que, en efecto, Cosío Villegas tenía mal carácter y que era famoso por “decir lo que pensaba en la forma más directa y precisa, con ironía, con sarcasmo y, a veces, con brutal candor” (candor en el sentido de sinceridad, supongo). Por ejemplo, cuando Luis Chávez Orozco publicó una crítica a un libro de don Daniel, que tituló “Fe de erratas de Cosío Villegas”, éste respondió con un escrito que tituló sinceramente “Ratas sin fe”. La llegada de Cosío al Colegio, dice Matesanz, la consiguió “no sin amarguras”, por la forma en que desplazó a Reyes. La Junta de Gobierno rechazó remover a Reyes de la presidencia y le pidió a Cosío que aceptara fungir como secretario general. Cosío se negó y se le tuvo que inventar el cargo de director, cosa que Reyes aceptó, conciliador y cansado. No pocos patrocinadores y consejeros de El Colegio de México (Jaime Torres Bodet, Arnaldo Orfila, Eduardo Villaseñor, Alfonso Caso, Antonio Carrillo Flores), incómodos, se apartaron de El Colegio. Poco después, Cosío Villegas, escribe Matesanz, “siguiendo el modelo del gobernante platónico, expulsó de su República a los poetas”.

     Y a los prosistas, pues, además de Cernuda y Paz, El Colegio de México de Reyes —una suerte de Conaculta en ciernes— tenía como becarios a Juan José Arreola, Juan Rulfo, Tomás Segovia, Augusto Monterroso, Javier Sologuren, Fernando Benítez, Luis Cardoza y Aragón, Alí Chumacero, Marco Antonio Montes de Oca y Alejandro Rossi, quienes, a cambio del estipendio, escribían, investigaban, conferenciaban y publicaban. Lida y Matesanz explican que los seiscientos pesos eran más que las becas “normales” y equivalían al salario de los investigadores. Señalan que Cosío suspendió las becas apenas tomó el control de El Colegio por una esencial diferencia de enfoques: si la meta de Reyes había sido investigar, escribir y publicar, la de Cosío era enseñar, formar cuadros para el Gobierno y crear “una escuela universitaria” que otorgara títulos académicos reconocidos por el Estado. Existía un procedimiento más o menos informal, sin mecanismos de evaluación, que se basaba en el discernimiento de Reyes para detectar talento y apoyarlo en lo posible. En la Correspondencia Alfonso Reyes - Octavio Paz (1939-1959), [12] Reyes agradece a Paz el “envío de su programa de trabajo para el Colegio de México, en el cual estamos de acuerdo” (carta 68), y llama a la beca “subsidio de investigación” (carta 67) para realizar “las investigaciones poéticas que usted ha ofrecido”. Solía funcionar, si se advierte la calidad de los “becarios”. En el caso de Paz, el proyecto del cual deberá enviar un reporte bimensual es El arco y la lira (1956).

     Pero todo comenzó a cambiar con el declive de don Alfonso. El 22 de agosto de 1958, Reyes le escribe a Paz para notificarle que a partir de septiembre Cosío Villegas será el director y que será con él con quien deberá tratar en lo sucesivo. Y así fue: el 7 de octubre de 1958, Cosío Villegas le escribe:

Mi querido Octavio:

Supongo que ya habrá llegado a sus manos la carta de don Alfonso Reyes del 19 de agosto, anunciando mi nombramiento como Director del Colegio.

Esto me excusa de explicarle que le escribo estas líneas para contarle que debo preparar para nuestra Junta de Gobierno un informe sobre la situación actual del Colegio, sobre todo con vistas a las actividades del año próximo. He de confesar, sin embargo, que no he encontrado en nuestros archivos ningún documento que indique si la beca que recibe usted desde 1954 se entendió como un auxilio temporal para salvar alguna mala racha, o si la suerte de ella está ligada a algún trabajo concreto cuyo término esté próximo, o si debe entenderse como indefinida, y, en ese caso, a cambio de qué actividad se entiende su concesión y mantenimiento.

¿Quiere Ud., por vida suya, darme esta información? Muy agradecido,

siempre suyo.

Daniel Cosío Villegas

Director.

¿”A cambio de qué actividad”? La pregunta no le habrá simpatizado mucho a Paz. Más allá de padecer la “empleomanía hispánica”, esa derivación del patrimonialismo que comentó a veces, habituado a vivir de pequeños estipendios deslizados entre las nóminas de las instituciones, desde 1937 argumentaba que el Estado debía apoyar a los escritores, postura que se reanimó cuando La Casa de España protegió a los españoles pero no a los mexicanos (lo que llevaría a la creación de El Colegio Nacional y a que La Casa de España se convirtiera en El Colegio de México). Lida y Matesanz no reproducen la respuesta de Paz al aviso de Cosío, pero la glosan: en ella, fechada el 1 de noviembre, Paz dijo “que los poetas no habían estado de brazos cruzados sino dedicados al ocio creador” y que, gracias a “la generosa ayuda” del Colegio, había podido “dedicar mis ocios a la elaboración de diversos trabajos literarios” como El arco y la lira, Semillas para un himno y Sendas de Oku, además de algunos ensayos para Las peras del olmo y de algunos poemas de La estación violenta. Y concluyen los historiadores: “Paz terminaba afirmando que eran varios los proyectos literarios que tenía en preparación, que la ayuda del Colegio para el año siguiente le era necesaria y que se apresuraría a informarle si las circunstancias cambiaren y él pudiera renunciar a la 'pequeña' ayuda que le daba El Colegio".

     Con el tiempo, Paz y Cosío Villegas sanarían los raspones del encontronazo, sobre todo, cuando se unen “en la urgencia de la democratización del país”, como señala Christopher Domínguez Michael en Octavio Paz en su siglo[13] Paz lo invitó a colaborar en la revista Plural y Cosío aportó escritos importantes. A la muerte del historiador, le dedicó un extenso y muy elocuente escrito titulado “Las ilusiones y las convicciones” (8:351). Y, sin embargo, “la herida no cerró del todo”, escribe Domínguez Michael, quien cita cómo, años más tarde, ya en los tiempos de la revista Vuelta, Paz “recordaba cada que podía el ‘odio a la literatura’” de Cosío Villegas.



[1] Serrano Plaja (1909-1979) fue miembro del grupo que hacía en España la revista Hora de España, pero, a diferencia de sus camaradas, no se exilió en México. Paz lo trató en Valencia en 1937 y admiró su “Ponencia” que, a nombre de aquella revista (que luego emparentaría con la mexicana Taller), leyó ante el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Por otra parte, el párrafo de Paz es casi idéntico al que cierra “La pregunta de Luis Cernuda” (1988), recogido en 3:275):

Se fue a la sierra de Guadarrama con un fusil y un tomo de Hölderlin en la chaqueta, según me contó Arturo Serrano Plaja.

[2] El embajador De Albornoz (1879-1959) se exilió en México, donde fue autoridad de la Segunda República española en el exilio.

[3] El ministro ese, como se verá, era Wenceslao Roces, señor propenso al autoritarismo y personaje sinuoso en la lucha de su partido comunista contra los anarquistas. El poema de Cernuda, titulado “A un poeta muerto”, apareció en la revista Hora de España despojado de su sexta estrofa, en la que Cernuda escribe a García Lorca: “Mira los radiantes mancebos/ que vivo tanto amaste/ efímeros pasar juntos al fulgor del mar”, etc.

[4] Esta historia puede ahondarse en Páginas sobre una poesía. Correspondencia Alfonso Reyes y Luis Cernuda (1932-1959), edición de Alberto Enríquez Perea (Sevilla, Renacimiento, 2003). Se recoge ahí la última carta de Reyes a Cosío Villegas (22 de diciembre de 1958) en la que le hace “tres súplicas”, una de las cuales dice:

Le recomiendo a Luis Cernuda, que vive muy pobremente, casi con lo que le damos en El Colegio, que es muy cumplido en su trabajo y a quien se le pueden pedir investigaciones de crítica literaria.

[5] Se refiere a Poesía española. Antología 1915-1931, que apareció en 1932.

[6] Me parece apreciar en esa línea un juicio sobre la vida íntima de Paz, que, en ese año de 1964, llenaba las comidillas y deshuesaderos del país.

[7] Extraño esfuerzo: no era el único traductor de Marx, pero sí el único que, además, militaba en el Partido Comunista Español y que era alto funcionario en el Ministerio de Educación.

[8] El presidente era aún Alfonso Reyes.

[9] Es inevitable leer en esa diferencia una señal más del viejo desdén de Paz —desde que abandona la carrera de derecho— hacia el ámbito de la academia.

[10] A saber de dónde habrá sacado Cosío Villegas la cifra de los diez mil pesos —que eran unos ochocientos dólares de entonces, que equivalen a unos siete mil dólares de 2020—, pero es un hecho que Paz no necesitaba ese dinero, pues en 1958 tenía el salario de un director general en la Secretaría de Relaciones Exteriores.

[11] Catón, conocido como «el Censor», censuraba enérgicamente a la cultura helénica, que le parecía decadente y dañina para el Imperio. Después, cuando tuvo el poder, lo usó para expulsar y perseguir a quienes cayeran en ese pecado.

[12] Edición de Anthony Stanton. México, Fundación Octavio Paz y FCE, 1997.

[13] México, segunda edición, De Bolsillo 2019, p. 336.


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