Adolfo Sánchez Vázquez
Tipología
Conversación
Temas
El laberinto de la Soledad
Dos o tres palabras a modo de introducción. El laberinto de la soledad es un bellísimo poema en prosa,
cuyo vuelo poético nos vuelve cautivos de nuestra propia admiración. Pero, es
también por sus ideas filosóficas, antropológicas, históricas y políticas, un
agudo ensayo que, liberados del gozoso cautiverio poético, nos mueve a
reflexionar y ejercer lo que tanto ensalzó y ejerció Octavio Paz: la crítica.
Al releer, al cabo de medio siglo, El laberinto de la soledad comprobamos que el problema que
caldea al libro, sigue siendo el de la identidad del mexicano. Identidad de un
carácter o ser que, para Paz, se cifra en su lejanía del mundo, de los demás y
de sí mismo, ocultándose o enmascarándose tras su hermetismo, recelo, machismo,
su modo de amar y de relacionarse con la mujer, su predilección por la forma,
la simulación, la mentira y el disimulo y, finalmente, por su lenguaje
reticente y el “ninguneo”. Un carácter que, a través de sus modulaciones
inauténticas, gira en torno a un eje existencial: la soledad, y que sólo en
momentos excepcionales de su vida cotidiana —como la Fiesta—, recupera en forma
explosiva su autenticidad.
Aunque para Paz la soledad no es exclusiva del mexicano, pues en
ella ve una condición humana universal, la distingue de la de otros hombres.
Paz se detiene especialmente en las diferencias entre las soledades del
mexicano y del norteamericano; atendiendo en ellas al mundo en que afloran y a
sus raíces. La soledad del norteamericano se da “en un mundo abstracto de
máquinas, conciudadanos y preceptos morales” (18). O sea: en el mundo moderno
burgués, que puede ser datado históricamente. La soledad del mexicano, en
cambio, se da en una realidad que “existe por sí misma, tiene vida propia y no
ha sido inventada, como en los Estados Unidos, por el hombre” (18). Soledad,
por tanto, sin raíces históricas, con un origen indefinido “en la oscura
conciencia de que hemos sido arrancados del Todo” (19). Realidad, pues, no
inventada por el hombre y “a un tiempo creadora y destructiva” (19).
Esta sustracción de la soledad del mexicano a su historia, así
como los rasgos de su carácter, la extiende Paz a su “actitud ante la vida
[que] no está condicionada por los hechos históricos” (65). Paz nos advierte,
sin embargo, que aquí se está refiriendo al condicionamiento “de la manera
rigurosa con que [se da] en el mundo de la mecánica” (65). Hecha esta justa
precisión, pues ciertamente dicho condicionamiento no tiene por qué ser
identificado con el de un mecanismo, no quedan claras en El laberinto… las relaciones entre el hombre
(el mexicano en este caso) y la historia. Más bien quedan confusas, pues en la
misma página se nos dice que el hombre (el carácter) y la historia (las
circunstancias) se hallan en una relación mutua. En efecto, afirma Paz: “La
circunstancia histórica explica nuestro carácter en la medida que nuestro
carácter también las explica a ellas” (65). Resuena aquí, en nuestros oídos
—como tal vez resonó en los de Paz—, la VI tesis sobre Feuerbach de Marx,
aunque en ésta el acento se pone, sobre todo, en el plano de la acción, pues
para él las circunstancias hacen al hombre a la vez que éste hace las circunstancias.
Ahora bien, si el ser del mexicano no está condicionado por la
historia ni es susceptible. de ser modificado esencialmente por ella —como
también sostiene Paz— lo que tenemos es una disociación de dos términos que no
pueden dejar de estar unidos, y, con ello, se cae en una visión esencialista o
en el humanismo abstracto que, como se dirá más tarde en Postdata, se pretendía eludir. En verdad,
la visión paciana del hombre mexicano, indisociable de su origen, de su
desprendimiento del Todo, excluye “la creencia en el hombre como una criatura
capaz de ser modificada esencialmente” (23), creencia desmentida —agrega— por
la historia contemporánea.
La relación entre el hombre y la historia que impregna El laberinto… es cuestionable, asimismo, desde
el momento que admite la existencia de otras fuerzas que mueven al hombre al
margen de ella. Relación confusa, asimismo, al afirmarse: “El hombre, me
parece, no está en la historia; es historia” (23). Tal vez podríamos salir de
esa confusión si interpretáramos esa frase lapidaria en el sentido de que el
hombre no está en la historia, entendida ésta como algo ajeno a él; pero el
hombre —pensamos— es historia porque lejos de estar fuera de ella, él la hace y
es hecho por ella. En verdad, ¿cómo podría ser historia sin estar en ella o si
no fuera fruto de las fuerzas o circunstancias históricas? Paz sostiene, en
cambio, que lo que constituye el ser del mexicano, el eje de su carácter: la
soledad y su actitud vital, no tiene su raíz en la historia, no es un fruto ni
ha sido condicionado por ella. Ahora bien, si esto es así, cabe preguntarse:
¿por qué esa atención de Paz a la historia de México en el brillante esbozo que
ocupa los capítulos V y VI del libro? Pregunta a la que podría responder —como
responde efectivamente con su deslumbrante lenguaje poético— que el mexicano
“cruza la historia como un cometa de jade, que de vez en cuando relampaguea”
(18-19). O sea: que si bien el mexicano “no hace la historia ni es hecho por
ella, se mueve en la historia”.
Y, con este motivo, nos hacemos una nueva pregunta: este crucero o
movimiento del mexicano por una historia que él no ha hecho ni lo hace a él,
¿qué sentido tiene, si es que lo tiene? Ciertamente, lo tiene para Paz y no
como sentido trascendente o suprahumano. Claramente lo precisa en estos
términos: “La historia de México es la historia del hombre que busca su
filiación, su origen” (18). Y unas líneas más adelante agrega: “…Quiere volver
a ser sol, volver al centro de la vida de donde un día —¿en la Conquista o la
Independencia?— fue desprendido.” Pero, la historia de México para Paz no es
sólo vuelta, sino ida. ¿Hacia dónde? Es una marcha, a través de las diversas
formas o etapas históricas en las que el ser del mexicano se expresa de un modo
inauténtico o enmascarado, hacia una forma en la que, “caídas las máscaras”, se
vea a sí mismo en su autenticidad; o sea: “como hombre”. En esta marcha que es,
a la vez, búsqueda de lo universal, queda atrás el nacionalismo que olvida que
ser mexicano —dice Paz— es “una manera de ser hombre”.
Por ello, se distancia de la “mexicanidad” que, como una máscara,
lo oculta, así como de la “filosofía de lo mexicano” que, en tiempos de El laberinto…, goza de carta de ciudadanía
académica con la bendición del nacionalismo oficial.
En la búsqueda del ser propio del mexicano, Paz se enfrenta a los
mitos que lo deforman o esconden. Y de ahí su explicación ontológica y mítica,
a la vez, de la historia, pasando por alto —con las excepciones que no faltan—
los conflictos sociales, de clase. Por otro lado, Paz no puede dejar de poner
el pie en la historia real, pues en ella es donde se manifiesta el ocultamiento
o la deformación del mexicano que exige su desciframiento o desmistificación.
La naturaleza de la historia de México y del fin que persigue en ella el ser
que la cruza, se fijan nítidamente en este pasaje de El laberinto…: “Toda historia de México —desde
la Conquista hasta la Revolución— puede verse corno una búsqueda de nosotros
mismos, deformados o enmascarados por instituciones extrañas y [como búsqueda]
de una forma que nos exprese” (128).
Se trata, pues, de una concepción de la historia que, a nuestro
juicio, tiene una triple dimensión. Primera, historia idealista en cuanto que las diversas formas históricas que se
suceden unas a otras, se hallan presididas por determinadas ideas, ideologías o
tomas de conciencia: la deserción de los dioses aztecas en la Conquista; el
catolicismo integrista en la sociedad cerrada colonial; la idea de la libertad
de los “criollos” en la sociedad cerrada colonial; la “ideología liberal
utópica” en la Reforma; la filosofía positivista en el porfirismo y,
finalmente, la conciencia de la reconciliación del mexicano con su ser en esta
“fiesta de las balas” —fiesta en el sentido propiamente paciano— que es la Revolución
de 1910. Segunda dimensión: historia lineal dado que su hilo conductor, a través de las sucesivas formas, es
el ser del mexicano, oculto o deformado en todas ellas hasta llegar, con la
Revolución, a su autenticidad. Y tercera dimensión: historia escatológica en cuanto que esa marcha se
dirige a un fin: al encuentro del mexicano consigo mismo que es, en definitiva,
su encuentro como hombre.
La parte propiamente histórica de El laberinto… (capítulos V y VI) cubre toda la
historia de México, desde el pasado prehispánico al presente en que se escribe
la obra, pasando por la Conquista, la Colonia, la Independencia, la Reforma, el
Porfiriato y la Revolución. Con su genial seducción poética, traza el complejo
itinerario histórico del mexicano en busca de su ser. Al trazarlo, se enfrenta
a realidades concretas ante las cuales, en más de una ocasión, Paz arroja por
la borda la carga especulativa de su enfoque idealista. Así, por ejemplo, al
afirmar con respecto a la Colonia que las reformas de Carlos III prueban que
“la mera acción política es insuficiente si no está precedida por una
transformación de la estructura misma de la sociedad” (106). Asimismo, al
declarar que la guerra de Independencia fue una “guerra de clases”, como lo
evidencia la importancia que los revolucionarios concedían a las reformas
sociales (III). Y, a título de ejemplo de su abandono de la carga especulativa,
puede agregarse también su referencia a los postulados abstractos de los
liberales en la Reforma que pugnan por romper con la tradición colonial, pero
creyendo que basta cambiar las leyes, para cambiar la realidad. Dice Paz
textualmente: “La libertad y la igualdad eran y son conceptos vacíos, ideas sin
más contenido que el que le prestan las relaciones sociales, como ha mostrado
Marx” (III). Y, de acuerdo con su concepción de la historia de México, concluye
que la Reforma, lejos de propiciar la comunión a que aspira el mexicano en la
búsqueda de su ser, sólo ofrece ideas universales —la libertad de la persona,
la igualdad ante la ley— que enmascaran la realidad. En la forma histórica que
le sucede —el Porfiriato— Paz encuentra de nuevo el enmascaramiento,
justificado por la filosofía positivista. A diferencia del europeo, el
positivismo mexicano es sólo un disfraz, una mentira, y por serlo cumple la
función ideológica de deformar y justificar la realidad que la Revolución
mexicana va a destruir.
En contraste con su actitud negativa hacia las formas históricas
anteriores —medidas siempre con la vara de la búsqueda del ser propio— Paz ve en
la Revolución “… una súbita inmersión [del mexicano] en su propio ser” (134).
“Inmersión” significa aquí: “Vuelta a la tradición, re-anudación de los lazos
con el pasado, rotos por la Reforma y la Dictadura, la Revolución es una
búsqueda de nosotros mismos y un regreso a la madre” (158), o sea: al origen.
De acuerdo con esto, lo que domina en ella no es la ruptura, sino la tradición:
no el avance, sino el regreso. Este regreso lo vincula Paz con el carácter
campesino de la Revolución, aunque no deja de reconocer la participación de
otras clases: del proletariado y de la burguesía que, al final, decidió su
destino. Por su carácter agrario, Paz la vincula sobre todo con Emiliano Zapata
y con la aspiración fundamental del zapatismo de rescatar la propiedad comunal
de la tierra destruida por la Reforma, y por ello, con el pasado indígena. De
ahí que Paz vea la Revolución como “un movimiento tendiente a reconquistar el
pasado, asimilarlo y hacerlo vivo en el presente…” (132-133). Esta idea
responde a lo que los campesinos indígenas esperan en ella, pero oscurece un
tanto la imagen de la Revolución como intento de modernización, acorde con los
intereses del proletariado y de la burguesía liberal.
Al hacer el balance de la Revolución, no en términos idealistas
sino concretos, reales, Paz sostiene que “transformó a México” y no sólo en un
sentido político, legal, sino social. De esa transformación “el principal
agente es el Estado” (158), señalamiento importante de Paz porque, a mi modo de
ver, ahí radica la clave de la explicación de las deformaciones, involuciones y
negaciones de la Revolución mexicana y de otras posteriores, como la Revolución
rusa de 1917. Con todo, siguiendo en el plano real, concreto, en el que ahora
se instala, Paz reconoce y enumera sus logros incuestionables: devolución y
reparto de tierras, apertura de otras al cultivo, obras de irrigación, escuelas
rurales, bancos de refacción para los campesinos, recuperación de las riquezas
nacionales —petróleo, ferrocarriles y otras industrias—, creación de nuevas
plantas industriales, etc. Paz no traza, sin embargo, un cuadro idílico ya que,
junto a los obstáculos internos en la Revolución, señala también uno, externo,
cuyo nombre, al parecer, no es hoy de buen tono pronunciarlo: el imperialismo.
En el imperialismo, como fase de expansión del capitalismo, ve lúcidamente “el
trasfondo de la Revolución mexicana y, en general, de las revoluciones del
siglo XX” (158). En el balance de la Revolución, Paz no sólo pondera los logros
alcanzados, sino también su carga negativa en la que incluye la gran miseria en
que viven miles de campesinos, la sumisión de la clase obrera al Estado, y la
conversión de los sindicatos en un sector del partido gubernamental, lo que
frustró “la posibilidad de un partido obrero o, al menos, de un movimiento
sindical … autónomo y libre de toda injerencia gubernamental” (159).
Al poner en la balanza lo logrado y lo incumplido por la
Revolución, Paz lo hace en relación con un objetivo tan desmesurado que hace
aún más negativa su carga. Dice Paz: “A pesar de su fecundidad extraordinaria
no fue capaz de crear un orden vital que fuese, a un tiempo, visión del mundo y
fundamento de una sociedad realmente justa y libre” (156). Y agrega: “La
Revolución no ha hecho de nuestro país … un mundo en el que los hombres se
reconozcan en los hombres y en donde el ‘principio de autoridad’ —esto es, la
fuerza. cualquiera que sea su origen y justificación— ceda el sitio a la
libertad responsable.” Nada más ni nada menos. Ahora bien, cabe preguntarse, y
la pregunta sigue siendo válida hoy: lo que no hizo la Revolución mexicana en
su periodo auténticamente revolucionario, “¿se ha hecho alguna vez y en alguna
parte?”. Y, como si hubiera escuchado nuestra pregunta, Paz afirma
categóricamente: “Ninguna de las sociedades conocidas ha alcanzado un estado
semejante” (156).
Ciertamente, si por “sociedades conocidas” entendemos, sobre todo,
dos tipos de sociedades existentes en tiempos de El laberinto…: las capitalistas y las que se
llaman a sí mismas socialistas, es innegable que la sociedad no alcanzada por
la Revolución mexicana (sociedad en la que imperan las relaciones de mutuo
reconocimiento entre los hombres y la exclusión de la fuerza), no se ha
realizado en ninguna de ellas. De El laberinto… se desprende claramente, dadas sus referencias críticas al
capitalismo, que esa visión humanista no se ha alcanzado, ni podía alcanzarse,
en las sociedades que hacen del hombre una cosa o un instrumento. Pero, tampoco
en las sociedades que, en tiempos de El laberinto…, se proclaman socialistas, se ha cumplido la meta que Paz asigna
utópicamente a la Revolución mexicana. Y a ellas se refiere explícitamente al
denunciar: “El trabajo a destajo (stajanovismo), los campos de concentración,
las labores forzadas, la deportación de razas y nacionalidades, la supresión de
derechos elementales y el imperio de la burocracia” (165). Y denuncia y
critica, asimismo, el poder omnipotente de una minoría, el Partido, el
“carácter sagrado del Estado y la divinización de los jefes” (170). La
conclusión de Paz es contundente: “No hay duda de que la Unión Soviética se
parece muy poco a lo que pensaban Marx y Engels…” (170).
Pero, volvamos al México que, en definitiva, es el objeto de la
“imaginación crítica” de Paz; al México que considera necesario que se libere,
en el plano económico y social, del capital norteamericano “cada vez más
poderoso en los centros vitales de nuestra economía” (162); al México que “en
lo interior [significa] pobreza, diferencias atroces entre la vida de los ricos
y la de los desposeídos”; al México que, en su vida política, rinde “culto al
poder del partido oficial”. Inquieto por su futuro, Paz se pregunta: ¿qué
hacer? E, instalado de nuevo en la dialéctica de la soledad y la comunión y de
la necesidad de trascender aquélla en ésta, revela que, si bien “nuestros
problemas son nuestros y constituyen nuestra responsabilidad; sin embargo, son
también los de todos” (172), los latinoamericanos y los pueblos de la
periferia.
Con la conciencia de ello está, a la vez, para Paz, la conciencia
de que “nuestro nacionalismo … debe desembocar en una búsqueda universal”
(172). O sea: en la conciencia de que, como todos los hombres, “vivimos en el
mundo … de la simulación y el del ‘ninguneo’: el de la soledad cerrada…” (174).
Traducido esto en los términos concretos del mundo en que vivimos: se trata del
mundo de la explotación y la opresión, de las intolerables desigualdades y
aberrantes discriminaciones de toda índole; racial, étnica, de clase, de
género; mundo del que México forma parte. Pues bien, ¿cómo pasar de ese mundo
de la “soledad cerrada” al de la “comunión”, en términos pacíanos, para
“empezar a vivir y pensar de verdad” (174)? En el caso de México, la conciencia
que Paz propone puede liberar, en esa dialéctica de la soledad y la comunión,
de un nacionalismo excluyente, de vía estrecha, para tender así la mano a otros
hombres, a otros pueblos.
Pero se requerirá, asimismo, junto a esa toma de conciencia,
aprovechar “las posibilidades de una acción concertada e inteligente” (172).
Hasta aquí la respuesta de Paz a su pregunta, ¿qué hacer? Falta en
ella lo que años después estará claro en su “prolongación y autocrítica” de El laberinto…, o sea, en Postdata: la conciencia de que el
obstáculo principal, en México, para empezar “a vivir y pensar de verdad” es el
partido oficial que monopoliza el poder y que, por tanto, desplazarlo de éste
es una necesidad vital. Condición necesaria, aunque no suficiente.
El itinerario para llegar a ese desplazamiento, alcanzado, al fin,
en las elecciones del pasado 2 de julio [del 2000] y seguir pugnando, no sólo
en el terreno electoral, por un México más justo, más libre y democrático, que
la derecha en el poder no va a satisfacer, ha pasado por los jalones históricos
de las luchas obreras y campesinas de los años cincuenta, del movimiento
estudiantil del 68, el Frente Democrático Nacional de 1988, encabezado por
Cuauhtémoc Cárdenas y el levantamiento neozapatista de 1994. En ese duro y
complejo itinerario, el Paz de El laberinto… ocupa un honroso lugar.