José Luis Ibáñez
El dramaturgo José Luis Ibáñez (1933) conoció a Paz en el grupo
“Poesía en voz alta”, y coincidieron en el montaje de La hija de Rappaccini,
su única pieza teatral. De los infortunios, contratiempos y excentricidades de
la puesta en escena surgió una amistad entre el entonces estudiante de teatro y
Paz.
Sobre esos años, Paz recuerda:
Jaime García Terrés, director de Difusión Cultural de la Universidad, había concebido Poesía en Voz Alta como una serie de espectáculo en los que jóvenes actores y actrices recitarían poemas. Nos invitaron a Leonora Carrington y a mí para encargarnos un programa de poesía surrealista. Pero nosotros propusimos que en lugar de la declamación de poemas se representasen obras breves, lo mismo clásicas que de vanguardia, y también, añadí yo en un arranque, obras nuestras. Yo no había escrito ninguna y, como me tomaron inmediatamente la palabra, mi imprudente proposición me obligó a escribir en dos semanas La hija de Rappaccini.[1]
El texto siguiente se compone de las memorias de José Luis Ibáñez
reunidas de diferentes fuentes.[2](AGA)
Es difícil hablar de alguien más notable, en el verdadero sentido de la
palabra, en la segunda mitad del siglo XX en México, que Octavio Paz. Tuve la
suerte de estar muy pegado a él en años que pronto trascendió porque se dirigía
a la órbita que realmente le correspondía, pero que en mí dejaron huella y
conciencia de esa vitalidad que, como la de Jaime García Terrés, no perdía el
tiempo.
Jaime García Terrés le había encargado a Héctor [Mendoza] que asistiera a
esa reunión para que estuviera enterado de cuáles iban a ser las propuestas de
los artistas que él mismo había convocado. La idea era hacer una aproximación
muy libre entre actores nuevos y artistas plásticos, poetas y escritores para
ver si podía coordinarse una serie, que aspiraba a ser larga, de presentaciones
semanales con textos poéticos importantes. El propósito final no era hacer
teatro, por lo menos no en esa ocasión. Yo no estaba convocado, pero fue una
cosa afortunada para mi vida llegar a ese día. […]
Finalmente cambiaron los planes y no se pusieron de acuerdo con los
empresarios del teatro y un día volvieron a convocar a otra reunión en el
teatro El Caballito. Estaba en un predio en donde había funcionado durante
mucho tiempo lo que se llamaba el Orfeo Catalán y tenía un auditorio. Era un
teatro más chiquito que el Trianón, pero muy distinguido, pensado con muy buen
gusto, no tendría ni doscientas butacas y un forito minúsculo que de toda
manera era un espacio muy atractivo. Marilú Elízaga tenía el deseo de alternar
sus temporadas de teatro que funcionaban de martes a domingo y que los lunes
estuviera ocupado por otra actividad. Le interesó esta posibilidad y la
universidad sí se entendió con ella, hicieron un acuerdo y de ahí en adelante
fue la sede de las reuniones. A la primera reunión que se convocó allí, llegué
también por acompañar a Héctor Mendoza. El primero en llegar fui yo y como no
había nadie me quedé en la puerta que daba a la calle Rosales que tenía
tranvías. Llegó un señor un poco nervioso, rascándose la cabeza. “¿Aquí es
donde se reúnen Juanito Soriano y otros amigos? Sí. ¿Dónde están? No, pues no
han llegado. ¿Tú quién eres?”. Le dije que era un estudiante de la Facultad de
Filosofía y Letras, que estudiaba teatro. De pronto un taxi se detuvo y bajó
una mujer, con una capa morada preciosa, una mujer muy sofisticada. Y entonces
este señor que me estaba hablando le dijo en francés: “¿Leonora, ¿qué piensas
de Ibsen y de Chéjov?”. La mujer estaba pagando el taxi y le dijo (me pareció
entender) que le aburrían y yo me quedé muy desconcertado. Se me quedó esto
grabado como una especie de fotografía y empezaron a llegar todos, entre ellos
Juan Soriano. Entre los comentarios de Arreola apareció de pronto la palabra
teatro y cuando se dieron cuenta ya estaba hablando de que todos tenían ganas
de hacer teatro. Yo estaba descubriendo una manera de hablar, de plantear las
cosas, de comunicarse, de expresar lo que cada quien quería, que para mí era
totalmente nueva, reveladora y me sentí contagiado de esa energía. Yo estaba
ahí realmente como un testigo que fotografiaba con el oído.
Un día Juan José Arreola empezó a hablar sentado en una butaca cuando
esperábamos que llegaran todos. De su boca salió la frase “Poesía en voz alta”
hablando en general de sus intenciones teatrales, de lo que estaba empezando a
suceder. Alguien que estaba allí le dijo que por qué no escribía eso y se
transformó en la nota que acompaña el primer programa de la compañía. Todo el
día era un estado de asombro y un estímulo para hacer algo; yo fui absorbiendo
poco a poco tareas de ayudante de director, de ayudante del escenario. Primero
extraoficialmente y después oficialmente, fui ayudante de Héctor durante los
cuatro primeros programas de “Poesía en voz alta”.
Me acuerdo muy claramente de que Octavio dijo: “Voy a escribir una obra”,
así con esa actitud de firmeza. “Nada más que necesito tiempo”. Entonces el
administrador que era Benjamín Orozco dijo que había compromiso de trabajar
inmediatamente porque la primera representación debía ser en tal fecha. Estaba
muy cerca, y entonces dijo Octavio que no podía estar listo tan pronto. Esto
debió de haber sido a fines de marzo, principios de abril de 1956, y para junio
ya estábamos estrenando un programa. La obra de Octavio se estrenó en julio.
Todo esto sucedía con una intensidad impresionante de la que no teníamos plena
conciencia. Nada más se fueron contagiando las ganas. Héctor Mendoza, por
supuesto, fue el director. Hubo un momento en que Octavio se volteó y me dijo
“Tú, el que estudia teatro”. Y yo dije ¡no!, asustadísimo. En ese momento yo no
estaba seguro de mí, venía del mundo de la contabilidad, tenía una experiencia
chiquita. Precisamente a finales de 1955 había hecho un montaje de Tartufo,
pero a nivel completamente estudiantil. Empezaron a hablar de García Lorca y de
unos nombres franceses e ingleses que para mí eran desconocidos. Estaba
realmente asombrado.
Cuando Octavio Paz le dijo a Leonora que se iba a tardar unos cuantos
días en terminar la obra para la que ella diseñaría vestuario y escenografía,
Leonora dijo: “Por favor no Octavio, no me mandes la obra, porque la primera
condición es que el diseñador no lea la obra.” Todo esto era un diario revolver
las raíces del teatro. Ella entre todas sus extravagancias dijo: “Yo la diseño,
pero yo no la realizo”. Sabía muy bien lo que estaba diciendo, porque la
tortura de cualquier experiencia teatral es la realización de la ropa y los de
ella eran diseños muy complicados. El ambiente de la obra de Octavio era
totalmente fuera de serie: había que tener un jardín que despedía emanaciones y
una criatura que no nacía de un vientre de mujer sino de un árbol, era una cosa
fascinante.
Juan Soriano entregó unos trajes absolutamente originales con los diseños
de Leonora. Yo nunca había visto una cosa igual. En esos primeros programas nos
soltó mucho dinero la universidad. Teníamos música en vivo de Joaquín Gutiérrez
Heras, el compositor, quien llevaba un pequeño conjunto. Los ensayos generales
para montar la obra de Octavio ya no fueron tan dichosos porque no cabían las
cosas de la escenografía de Leonora, hubo que quitar la tercera parte o más de
la mitad y los trajes resultaron lo contrario de los trajes de Juan. En lugar
de soltar a la gente la constreñían y no fue muy afortunado el estreno.
En casa de Juan Soriano se reunían para unas juntas que hacían las
autoridades de la universidad. Cuando se dieron cuenta de que era una
experiencia importante empezaron a ver que iban a tener problemas con otras
instancias de Difusión Cultural que también estaban activas, que hacían teatro
y que formaban parte de lo que hoy entendemos que es el teatro de la
universidad: un teatro diverso, con muchos núcleos. Luis Spota tenía una
columna en el Novedades que en ese tiempo era el periódico más leído.
Escribió que cómo era posible que la universidad destinara tanto dinero al
grupo de “Poesía en voz alta” y a las autoridades extranjeristas, homosexuales
y que los deportistas no tenían ni para los balones de futbol. En diez minutos
recibimos un aviso de la Secretaría General que nuestro presupuesto tenía que
ser compartido y reestructurado y que el uso del teatro donde estábamos iba a
quedar restringido. Con un artículo de periódico uno puede estar fuera del
presupuesto en dos segundos. Estábamos furiosos todos, habíamos ensayado y nos
reunimos en la banqueta del teatro. De pronto, Octavio reaccionó diciendo que
esto era como cuando uno pierde a su padre y se queda huérfano, hay que
conseguir el dinero del gasto de su casa. “Vamos a hablarle a nuestros amigos y
decirles que los necesitamos”. Todo el México valioso ofreció algo. A mí me
tocaba pasar a recoger los donativos y empecé a tener una actividad
administrativa salimos adelante.
En 1957 Jorge Ibargüengoitia y yo encontramos que era bueno El
asesinato en la catedral y tuvimos la suerte de que fuera sumamente bien
recibida. Mucha gente quiso verla y los patrocinadores extendieron la
temporada. Después, en el 58, la volvimos a poner los lunes en el teatro
Fábregas […]. Y aunque estrenamos bien protegidos por los productores, que
siempre se portaron estupendamente, el interior de la compañía se fue
descomponiendo mucho y en un momento dado sentí con claridad que los que se
habían comprometido deseaban terminar la temporada. […] Particularmente, creo
que fui muy torpe con los fragmentos corales, que la primera vez habían
funcionado muy bien. Como lo describe Octavio Paz en su nota sobre la
obra, hay un diálogo entre el arzobispo y las mujeres del coro que es de lo más
de lo más atractivo y fue un desperdicio de mi parte a partir del momento en
que se asesina al protagonista.
[En aquella época] recibí correcciones de Augusto Monterroso. Él corregía
a todos, incluso a Octavio Paz.
La palabra estilo Octavio Paz me hizo verla muy pronto en mi vida.
Está referido en un programa de “Poesía en voz alta” que señala: “un estilo
nunca es la aplicación de una fórmula”. Sin embargo, así es como está propuesto
por las escuelas. Por eso es mejor cuestionarlo otra vez. Saber qué es lo que
está queriendo decir Octavio Paz con este “nunca”, en vez de querer decir que
Paz no se meta porque no es gente de teatro y que nosotros, los de teatro,
vamos a decir que todos son iguales. No. Esa democracia siempre se engañosa.
Una cosa es que uno los quiera igualar en admiración, pero no quiere decir que
sean iguales.
Tuve la suerte de dirigir este poema en una lectura cuando se publicó
originalmente Piedra de Sol. Octavio Paz me pidió que llamara a los
muchachos que quisiera para hacerla en las galerías Excélsior, cuando en ese
tiempo todavía no se usaban las presentaciones de los libros. Y yo, todavía muy
inclinado a estudiar y predeterminar lo que se iba hacer, cometí muchos errores
de los que no tuve conciencia. Creo que es muy poco probable que alguien que se
está equivocando tenga conciencia de lo que le sucede.
Una cosa que me deja muy descontento es que, en últimos días del 67, […]
para empezar el 68, sin saber lo que nos esperaba en el futuro inmediato,
Carlos Fuentes, Octavio Paz y yo nos despedimos en Londres, en un momento en
que nos reunimos allá por una serie de coincidencias afortunadas.
Como Octavio se iba de embajador a la India, me pidió que le mandara unos
libros de un curso que daría en México en El Colegio Nacional, que incluían a
Sor Juana. Le reuní los libros, que en ese momento no eran tan fáciles de
conseguir, y los acontecimientos de aquí se fueron complicando tanto que la
valija con los libros que entregué en la Secretaría de Relaciones Exteriores
viajó y se tardó lo suficiente para que en el trayecto sucedieran las
desgracias de Tlatelolco. Octavio renunció a su cargo diplomático y nunca
recibió sus libros. Es decir, cuando nos despedíamos en Inglaterra no sabíamos
que ya no nos íbamos a poder reunir de nuevo.
Lo curioso fue que, poco después, cuando Octavio regresó a México, los
tres vivíamos en la misma calle, pero ya no regresamos a lo mismo. Cada quien
ya tenía otras rutas y en su propia vida. Y bueno, no tenían por qué
sostenerse, pero yo no sabía que tendríamos esta separación tan fuerte. Ya
nunca volví a estar tan cerca para trabajar con ellos.
Con Octavio, literalmente a los 10 minutos ya se estaba trabajando y no
se desperdicia va el tiempo ostentando referencias. Inmediatamente uno quedaba
conectado con esa voluntad tan suya de ser, transformándolo todo. Y conforme ya
no estuve cerca de él, mientras fui más un lector que un colaborador suyo, cada
vez más extrañé esa voluntad. Porque ése era un don natural muy suyo.
Después también vi como las personas que llegaron con él florecieron por el simple hecho de estar a su lado, porque así pasaba con él. No había desperdicio. Si estabas cerca, pasaban cosas. Al mismo tiempo que Octavio se agigantó en su prestigio internacional, que llegó a merecer el Premio Nobel y toda la fama que lo preserva en la memoria, en esa medida fui cada vez más consciente de cuál había sido mi suerte al haber estado cerca de él en esos años. Fue un aprendizaje de muchas cosas que no hubiera podido aprender en la escuela y que todavía me son particularmente aleccionadoras.
NOTAS
[1] Octavio Paz, Itinerario poético, Atlanta, México, p. 89.
[2] Los fragmentos fueron extraídos de: Antonio Cresanti, José Luis Ibáñez, México, El Milagro/CONACULTA, 2008; David Alejandro Boyás Gómez, “José Luis Ibáñez, una vida en el teatro” en Siempre!. Disponible en: http://www.siempre.mx/2013/07/jose-luis-ibanez-una-vida-en-el-teatro/; y María José Lavín (coord.), Juan Soriano, el poeta pintor, México, CONACULTA, 2000.