Conversaciones y novedades

Más allá de la política laberíntica

Carlos Castillo Peraza

Año

2000

Tipología

Análisis y crítica

Temas

Lecturas y relecturas: la obra en prosa

 

Carlos Castillo Peraza

Volví a leer El laberinto de la soledad después de los sucedidos del 2 de julio del año 2000, es decir, luego de que el PRI, el partido que se erigió en vocero, heredero y encarnación de la Revolución mexicana, perdiera, si no todo el poder político que tenía, sí una parte sustancial de éste y el elemento clave de su modo de ser y actuar durante largos decenios: la presidencia de la República. La lectura de la obra me llevó a tratar, a mi vez, de leer este hecho a través de los cristales de aquélla.

La inmediatez de los sucesos no me permite más que plantear algunas reflexiones iniciales que probablemente sólo encontrarán comprobación o verificación con el pasar del tiempo y con los hechos nuevos que, en diferentes ámbitos, tal vez sobre todo el de la cultura, suscite el primer gobierno mexicano que, a partir cuando menos de 1917, no se considera heredero explícito de la Revolución, sino expresión política de una de las familias críticas, si no de toda aquélla, sí del modo en que ejerció el poder el grupo que pretendió ser su encarnación en la historia.

Curiosa pretensión, diría tal vez Octavio Paz, en la medida en que, como afirmó en El Laberinto.la Revolución “apenas si tiene ideas”. Esta afirmación parece verse confirmada por los hechos, ya que el régimen que se proclamó “de la Revolutición” puso en práctica todo género de políticas públicas, especialmente económicas, contrarias y basta contradictorias entre ellas, y siempre extrajo de las supuestas “ideas revolucionarias” bases no menos supuestamente teóricas y coherentes para justificarlas. En el depósito imaginario de esas ideas encontró la forma de fundamentar con palabras a la “atinada izquierda”, a la “izquierda dentro de la Constitución”, a la “industrialización”, al “nacionalismo revolucionario”, al “desarrollo estabilizador” y al “liberalismo social”, por sólo citar algunas de las más conocidas etiquetas sexenales para otras tantas políticas presidenciales.

Esta carencia o escasez de ideas señalada por Octavio Paz —y esto es algo que ya se ha hecho notar— nos salvó del totalitarismo ideológico, por un lado, pero propició un pragmatismo en la conservación y el ejercicio del poder, que no se detuvo para utilizar la arbitrariedad, la corrupción. la represión y el fraude electoral cuantas veces fue necesario. Algunos de sus heraldos llegaron a pedirle al gobierno “revolucionario”, en 1986, que realizara un “fraude electoral patriótico”. Lo más grave del caso es que —como lo denunciara un grupo destacado de mexicanos, entre los que estuvo el propio Paz— las autoridades obsequiaron tan absurda y antidemocrática solicitud.

Lo que sucedió el 2 de julio no llegó a los extremos que describe Paz en El laberinto... No fue un grito con mitote y balazos, orfandad, suicidio, vida, muerte, rapto y tiroteo. Tampoco estuvo marcado por un afán de vuelta a los orígenes, de regreso al pasado, de carrera hacia las raíces, de intento desesperado de reconciliación con la historia. Parecería más bien que fue una especie de “¡basta!” a la proclamación hueca de unas raíces, un pasado, unos orígenes y una historia confeccionados para ser útiles al pragmatismo del poder. Una renuncia y un desengancharse no tanto de “ideas hechas”, sino de palabras que se quedaron poco a poco vacías, de tanto llenarlas con realidades disímbolas, o tal vez, como leemos en El laberinto.... de ideas que “la realidad ... hizo astillas antes siquiera de que la historia las pusiera a prueba”.

Bien advirtió Paz que lo que había quedado en la Constitución de 1917 abría las puertas a “la mentira y la inautenticidad”, y a que las palabras se redujeran a un velo de vacío, tendido sobre los hechos, útero en el que germinaba la soledad y se consolidaba el laberinto político mexicano.

En efecto, y más allá de los resultados del 2 de julio, vemos laberínticos y solos a los principales protagonistas del proceso electoral que terminó aquel día en las urnas. Y no precisamente en el hondo sentido que a esos términos da el autor, pues no hay aún signos claros de autocrítica, de pensamiento a la intemperie, ni de salida de cada uno de aquéllos hacia los otros.

El Partido Revolucionario Institucional es quizás el que hoy se encuentra en peor situación, porque la derrota lo arrojó a un estado en el que parece no saber de dónde viene ni a dónde quiere ir. En un mal laberinto. No es difícil encontrar, en las claves de la obra de Octavio Paz, una posible explicación a estos hechos. En efecto, la dislocación entre el hacer y el decir fue, para el PRI, una marca constante que llegó a su clímax durante los dieciocho años más recientes. De 1982 para acá, este grupo hizo —solo o con el apoyo del PAN— un conjunto importante y notable de reformas de las cuales no quiso o no pudo o no supo hablar, es decir, que no asumió como obra suya, sino como culpa, y del que, incluso, renegó en sus discursos.

La desarticulación entre lo que se decía y lo que se hacía funcionaba gracias a la victoria electoral que, obtenida por cualquier medio, desvanecía en Los Pinos la contradicción hablar-hacer en y con el ejercicio del poder. La derrota destruyó la máscara: quedaron a la intemperie los hechos sin palabras y las palabras sin hechos. Y surgieron el laberinto y la soledad malos, como el infinito negativo de Hegel. El primero, porque si el fracaso se achaca a lo que se hizo, habría que intentar echar lo realizado para atrás, lo que es imposible. La segunda, porque si se achaca la derrota a lo que se dijo, habría que dinamitar el lenguaje que hasta ahora se utilizó, lo que equivaldría al silencio o a un cambio radical del discurso. Si lo que hizo estuvo mal, el PRI debería reconocer que tuvo la razón el PRD. Si lo que vino diciendo estaba equivocado, entonces tendría que dar la razón al PAN. Nada más laberíntico y solo que el PRI en esta hora de la nación.

Esto es más cierto, si así puede hablarse, en la medida en que el discurso del PRD no obtuvo respaldo entre los electores, especialmente entre los jóvenes. Y era el discurso de la Revolución mexicana. Quizás aquéllos entendieron lo que hace cincuenta años aseveraba Octavio Paz: era un discurso sin ideas y sin ideas para el futuro, que cayó en lo que el mismo autor predijo: “la adoración de los jefes”.

Es por demás notable que la victoria del PAN hubiese podido generarse a partir de una sola palabra, que bien puede ser adverbio o interjección: el término “¡Ya!”, que al mismo tiempo expresaba un “¡basta!” y un “¡ahora sí!”. Y no es que el partido vencedor careciera de ideas y se refugiara en un monosílabo por falta de éstas. Es que no fue necesario expresarlas ni proponerlas, no obstante constaran en documentos diversos del partido y de la campaña; es que bastó apelar al hartazgo que, incluso a pesar de las cosas buenas que dejó el régimen priísta, había generado esa suma de “la mentira y la inautenticidad” a la que hizo referencia El laberinto..., en tanto que causa de “nuestra marcha excéntrica". Los nuevos vencedores, que no tuvieron que recurrir a la violencia ni a la sangre para ganar, tampoco apelaron a los héroes míticos de la Revolución —Zapata, Villa, Carranza, etc.—, ni al inundo indígena igualmente mítico y perdido en el pasado, ni a expresiones supuestamente arraigadas en el pueblo, como “soberanía nacional”, “nacionalismo”, “liberalismo” o “revolución”. No se puso en contra de esos dos “localismos”, de esas dos “inercias”, de esos dos “casticismos” a los que se refiere Paz y que son “el indio y el español”. No se definió ni a favor ni en contra del pasado. No se metió al lenguaje usado durante setenta años —cincuenta de éstos han sido los de El laberinto de la soledad— para decir ni para decirse. Si acaso, dijo lo que piensa hacer, pero lo dicho ni siquiera contó. Sólo valió ese “¡Va!”. En este sentido, ni siquiera podría decirse, como escribió Paz en relación con los “banqueros e intermediarios”, alertando acerca del peligro de un “neoporfirismo” —en los años cincuenta—, que los vencedores del 2000 gobernarán con la máscara de la Revolución: no se la pusieron para ganar.

Lo que ahora parece necesario preguntarse es si, a partir de ese “¡Ya!”, podremos salir de lo que Paz llamó “autofagia” y entrar en lo que llamó “invención de un nuevo sistema” que nos encamine hacia un futuro sin mal laberinto y sin mala soledad. Si vamos a ser capaces de “separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser” y de, simultáneamente, tener conciencia de nosotros y encontrar a los otros: si vamos a aprender a vivir más que a morir, si podremos “oponer a los hielos históricos el rostro móvil del hombre”.

Todo lo que acaeció o que culminó el 2 de julio invita, si es que no ordena desde las urnas, a que las partes políticas de México se reconozcan, se acepten, se entiendan y se decidan a cooperar. No va a ser fácil, en la medida en que la política laberíntica, la de las malas soledades, la que tal vez León Felipe llamaría de “átomos que se muerden”, ha sido la mejor tratada por los medios de información y por los formadores de opinión. En este mismo sentido es la que más temen poner en práctica los políticos, cuyo ensimismamiento laberíntico es aplaudido y cuya apertura a los otros es frecuentemente presentada como innoble transacción y hasta como traición.

Quizá lo que ahora necesitamos, y lo digo citando a Paz y a El laberinto..., es “aprender a mirar cara a cara a la realidad”, e “inventar palabras e ideas nuevas para estas nuevas y extrañas realidades que nos han salido al paso”. Tal vez, sobre todo para quienes nos encontramos fuera de la política partidista, sea ahora especial y urgentemente cierto e imperativo pensar y expresar que el futuro, para no repetirse como políticamente laberíntico y solo, tiene que ser de encuentro y de diálogo entre personas y sociedades que se atreven a salir de sí hacia los otros, y componer con otros el futuro común. Sólo en esa soledad que es pena, porque es responsabilidad asumida y pensamiento sin censura ni temor, búsqueda consciente del vínculo, construcción de una organización racional de libertades con base en el respeto a la dignidad humana y en la ley, radica lo que Paz llamó “una promesa del fin de nuestro exilio”.

Artículos relacionados